Pocas
cosas nuevas se pueden decir de este libro mastodóntico, ambicioso, irregular,
airado, reivindicativo, provocador, coral, telúrico y dolorido; de este libro
de geologías, lavas, maremotos, pájaros, héroes, humillaciones y banderas; de
este vademécum de heridas, de este catálogo de golpes, de esta notaría de
silencios. Al principio, Neruda lo concibió con el título de Canto general de Chile, pero pronto su
burbujeo lo amplió hasta la expansión continental. Algún crítico exagerado
(como hace Enrico Mario Santí en la introducción de este tomo) habla de sus
“más de quince mil” versos, pero la realidad es que se queda en los trece mil,
lo que lo convierte en un volumen notable, pero situado por debajo de otros,
como La divina comedia (algo más de
catorce mil), La araucana (por encima
de los veintiún mil) o el Orlando furioso
(que triplica el esfuerzo nerudiano).
Las tres
veces que lo he leído me ha impresionado la fuerza arrolladora de su inicio,
con los ojos del poeta paseándose por la pureza natural del paisaje americano,
con sus cordilleras, sus ríos arteriales y sus cóndores majestuosos, hasta que
por fin llegan “la peluca y la casaca” de los españoles. Y q ué decir de su segunda sección
(“Alturas de Macchu Picchu”), esa larga, profunda, cavernosa y emotiva
invocación al hombre americano del ayer, al ‘hermano’ que lo precedió en el
sufrir de su tierra y que fue dilacerado por la crueldad de sus explotadores. O
de la tercera, donde enumera las tropelías innumerables de los invasores
hispanos: Hernán Cortés (“Corazón muerto en la armadura”), Pedro de Alvarado
(“El halcón clandestino de la muerte”), Francisco Pizarro (“El cerdo cruel de
Extremadura”), Magallanes (“Su barba llena de gusanos”) y hasta Inés Suárez, la
compañera de Valdivia (“Infernal harpía”). O de la cuarta, donde tienen
aposento los libertadores, que se prolongan por siglos: Cuauhtémoc (“Tu corazón
como un venado”), Caupolicán (“Un rostro del bosque”), Lautaro (“Elástico y
azul”), Túpac Amaru (“Padre Justo”), San Martín (“Extenso como todos los héroes”),
José Martí (“Almendra pura”), Emiliano Zapata (“Tierra y aurora”) o Sandino
(“Era un árbol que se enroscaba / o una tortuga que dormía / o un río que se
deslizaba”).
Neruda,
después de esa presentación profundamente hermosa en su continente y profundamente
maniquea en su contenido, tiene que sumergirse en la época posterior, en la
cual la situación se enturbia y advienen los caudillos nefastos, los líderes
tenebrosos, el listado inmundo de los dictadores, que se extiende por todos los
países al sur de los Estados Unidos hasta mediados del siglo XX.
Escondiéndose
y escribiendo a trompicones, en pequeñas hojas y en lugares de lo más
inverosímil (conviene recordar que se había puesto precio a su cabeza y que
tuvo que refugiarse en sitios diferentes, en los que permanecía hasta que la
prudencia aconsejaba cambiar de escondite), este maravilloso Canto general se presenta como una
crónica emocionada y burbujeante que admite muy pocos parangones en la poesía
hispana. Un auténtico monumento. Discutible desde el punto de vista del
“contenido” (tendrá defensores y detractores: desde eruditos hasta fanáticos),
pero embriagador desde el punto de vista poético.
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