Cuenta la
leyenda que Narciso, el hermoso joven griego que enamoraba a todas las mujeres
con su simple presencia imborrable, provocó un dolor inmenso a la ninfa Eco,
cuando desdeñó con altanería su amor. Y que la diosa Némesis ejecutó sobre él
una venganza terrible: hacer que el mancebo se enamorara de su propia imagen
reflejada en el agua y que, deseando unirse a ella, se ahogara. Estamos, pues,
ante una historia de tintes morales, donde la soberbia de quien se juzga
irresistible sufre el severo correctivo de la muerte.
El joven poeta Alberto
Caride (1982) nos ofrece en estas páginas el prontuario lírico de un Narciso
que, lejos de la vanidad un poco absurda que aqueja a tantos versificadores
iniciales, se nos presenta febril, atrevido y auténtico. Un Narciso dionisiaco
e indagador de caminos. O, como él mismo escribe, “despeinado e inseguro”
(p.18). A veces, se permite malabarismos verbales de gran vistosidad, como
cuando elabora un poema de amor ciñéndose al protocolo alfabético de las
preposiciones (p.22); a veces, ejecuta una reflexión de gran tino sobre la
necesidad de asimilar y olvidar a los poetas predilectos, para que el flujo de
la verdad inunde el texto con su luz (Poeta
de los nombres); a veces dibuja estados de ánimo pretéritos, que lo
constituyeron como actualmente es (“Buscábamos la diferencia porque la
semejanza / no podía completarnos de ninguna forma posible, / y aunque al final
no pudiéramos mezclar agua y aceite / el intento era una forma de fracaso muy
digna / que nos daba la medida de nosotros mismos”, p.26); a veces ejecuta
homenajes tan emocionantes y desgarrados como el que rellena los versos del
poema Se nota tu ausencia
(pp.31-33); a veces, en fin, marmoliza fórmulas de gran belleza, como cuando
señala a todos aquellos que “tratan ingenuamente / de poner puertas al canto”
(p.49).
El gran poeta José Daniel Espejo dice en el prólogo de esta obra que
“una poética es un conjunto de elecciones” y es una verdad tan simple como
incontestable. Alberto Caride Brocal ha elegido un sendero poético y se ha
dedicado a pasear por él durante unos años, observando su flora y su fauna,
recogiendo muestras de minerales vistosos, extasiándose con el paisaje que lo
circundaba, estableciendo su filatelia de amaneceres, caricias, cafés y fuegos.
En estas páginas nos ha condensado lo mejor de su contemplación y lo mejor de
su depuración. No se trata, pues, de una obra primeriza, titubeante o azarosa,
ante la que debamos desplegar el ejercicio de la disculpa, la limosna del
elogio inmerecido. El poeta ha conquistado tenazmente un registro, ha cincelado
un modo de decir y lo ha
hecho suyo. De tal suerte que cuando se releen sus versos (yo he releído tres
veces el poemario, para mejor empaparme de sus luces) se comprende que estamos
ante alguien con vocación de verdad y de permanencia. Las páginas de este Narciso despeinado depararán muchos
instantes de gozo a los enamorados de la auténtica poesía.