lunes, 31 de agosto de 2020

Mariluz y sus extrañas aventuras




Cuando mis hijos pequeños me pusieron en las manos el siguiente libro para que les leyera por las noches, ni siquiera me fijé en la cubierta. “Se titula Mariluz y sus extrañas aventuras”, me resumió el mayor de mis menores. Y eso fue todo. A partir de ahí, me dediqué a leerles con voz campanuda (y con tonos teatrales) la historia de la pobre Mariluz, cuyo pueblo estaba sufriendo una misteriosa oleada de robos muy singular: el caco se llevaba solamente… ladrillos de las paredes de las casas. Y de nada servía tenderle trampas o vigilar con cautela para sorprender al delincuente en el momento del robo: jamás nadie conseguía descubrirlo con las manos en la masa. Una noche de insomnio, Mariluz observa cómo un ladrillo de su pared empieza a ser extraído y decide seguir los pasos de quien lo ha sacado del muro. De esa manera acabará por enterarse de quién es en realidad el autor de los robos; y, sobre todo, por qué los ha ejecutado.
Luego descubrí cómo acudía al pueblo de Mariluz un desaprensivo vendedor de alfombras voladoras, que pretendía vendérselas a los incautos habitantes por un precio aparatoso. Y por fin, para rematar el volumen, descubrí lo bien que se lo pasaba Mariluz acudiendo al museo del Prado y haciéndose amiga de una de las personas retratadas allí por Velázquez, a la que termina haciendo un regalo tan singular como llamativo.
Unos relatos muy sencillos y muy amables, firmados por Fernando Aramburu y adornados con las ilustraciones de Clara Luna, que han gustado a mis hijos y que, por tanto, me ha gustado a mí.

domingo, 30 de agosto de 2020

Poemas a Lázaro



Mentiría si dijese que he entendido todos los versos de este poemario. No es así, y lo reconozco con humildad: algunas de sus composiciones las he leído varias veces, en silencio y con esforzada concentración y no he logrado penetrar en su sentido. Pero esa incapacidad mía no me impide comprender que me encuentro ante una obra lírica espléndida, en la que he subrayado con colores muchas de las composiciones, por causas variadas: “Primer poema” (por su condición de pórtico inigualable), “Entrada al sentido” (por su esplendor íntimo, que se puede observar en estos dos versos: “Entre la voluntad y el acto caben /océanos de sueño”), “Hemos partido el pan” (airoso y alígero gracias a sus versos de arte menor, y que me ha recordado a mi amigo Pascual García, autor del poemario Luz para comer el pan), “Rotación de la criatura” (donde convierte en mármol su dominio sobre los endecasílabos), “A don Francisco de Quevedo, en piedra” (honda reflexión sobre la patria y sobre el vitalismo), “Cementerio de Morette-Glières, 1994” (donde se menciona a un combatiente de Mula, que imagino que puede ser la localidad murciana, y que fue junto con otros “sangre sonora de la libertad”) y, sobre todo, ese abrumador poema que cierra el libro y que, dedicado al premio Nobel malagueño Vicente Aleixandre, emociona por su condición metafórica: la vida como viaje en tren, con sus estaciones, sus paisajes rápidos en la ventanilla y su andén de llegada multitudinario.
Me gusta mucho la poesía del orensano José Ángel Valente. Tengo que continuar explorando sus restantes obras.

sábado, 29 de agosto de 2020

El Sur



En 1983, el cineasta Víctor Erice lanzó al mundo su película El sur, basada en la novela breve del mismo título, escrita por quien en aquel momento era su pareja: la espléndida narradora Adelaida García Morales. Así que cuando se aborda la lectura de este delicado libro resulta insoslayable la comparación con su versión cinematográfica. ¿Es mejor la novela o es mejor la película? En mi opinión, ambas versiones de la historia resultan deliciosas, aunque resulta fácil advertir las diferencias que las separan. Y no hablo de los nombres de los personajes (que la narradora se llame Estrella en la película y Adriana en la novela, por ejemplo), lo cual resulta una banalidad, sino de construcciones íntimas distintas.
En la novela de Adelaida García Morales (que es la protagonista de esta nota de lectura) podemos encontrarnos con un protagonista que vive ensimismado en su mundo de silencio y que impone ese silencio en su breve entorno familiar, integrado por su esposa y su hija. Proviene del sur (lugar al que se obstina en no regresar), es un apreciado zahorí, reniega del mundo de la religión y no desea que su hija asista al colegio. En su pasado, nebulosamente, hay una mujer llamada Gloria Valle, con la que aún intercambia cartas de vez en cuando. Y algo en su espíritu lo hace estar siempre triste (“El sufrimiento peor es el que no tiene un motivo determinado. Viene de todas partes y de nada en particular. Es como si no tuviera rostro”), hasta el punto de haberse referido a la liberación que supondría pegarse alguna vez un tiro. Esa amargura interior se manifiesta en su constante encierro en el despacho, en su mutismo casi unánime e incluso en la bofetada que le propina a su hija cuando la ve en cierta ocasión hablando con un chico.
¿Qué ocurrió en el sur? ¿Qué vendavales soplan en el corazón de este hombre abatido y desarraigado, que le impiden ser feliz? Una narración tenue, llena de nieblas, lentitud y claroscuros, en la que los lectores (testigos asombrados de la historia) somos invitados a sentarnos y escuchar en silencio.

viernes, 28 de agosto de 2020

Problemas oculares




Pocos autores pueden encontrarse en la reciente literatura española tan brillantemente capacitados como Javier Tomeo para extraer jugo narrativo de situaciones o detalles que, por su insignificancia, pasarían inadvertidos para el resto de creadores. En Problemas oculares se centra, como el título bien sugiere, en todos los asuntos relacionados con el mundo de la vista. Y ese ámbito (que podría antojarse tan limitado o poco sugerente) le facilita innumerables armas para disparar textos sorprendentes hacia los ojos del lector.
Nos encontramos así con el aleccionador diálogo entre un bizco y un miope; con los recelos dobles que desarrollan unos cegatos que han decidido jugar al ajedrez sin apenas fiarse el uno del otro; con un miope peleándose en la calle con un belicoso enano; con el protosuicida que acude, desesperado, a un barbero que ve poquísimo para que lo afeite a navaja; con el miope que se enamora entusiasta de una mujer horrible; con un capitán de barco que es abandonado en una isla por su tripulación, harta de sus deficientes ojos; por un mayordomo que es despedido en Navidad a causa de su incompetencia visual; y, sobre todo, con el relato que lleva por título “La incertidumbre”, donde se nos habla (la lectura política es casi inevitable) de un autobús que es conducido por un miope que, pese a la votación democrática que se celebra entre los pasajeros con el objetivo de relevarlo de sus funciones, continúa guiando el vehículo hacia el borde vertiginoso de un acantilado.
Para divertirse durante una tarde con propuestas disparatadas, en las que se nos habla de soledad, tristeza, conformismo, rencor o estupefacciones, con ácidas gotitas de humor.

jueves, 27 de agosto de 2020

Los defectos de la anestesia




Se supone (es mucho suponer; pero, en fin, por lo que sea se supone) que los críticos literarios y los reseñistas de libros deben abordar profundos análisis de las obras que caen en sus manos, diseccionar sus fuentes (eso que Joan Oleza llamaba “crítica hidráulica”), colocarles una etiqueta aclaratoria que sirva a los demás lectores como orientación (¿?) y que, incluso, acometan la asombrosa tarea de ponerles una nota (lo estoy viendo en algunos periódicos últimamente).
Pero, tras haber publicado más de dos mil reseñas en prensa escrita y digital durante tres décadas y haberme liberado de ataduras, ñoñerías y caprichos ajenos, resulta que en la República Independiente de mi blog puedo permitirme el lujo de decir las cosas como me apetece. Y lo que me apetece decir sobre libros como Los defectos de la anestesia (que publica Ernesto Ortega en Enkuadres) es que es buenísimo. Así, sin más. Bueno hasta decir basta. Bueno en su escritura y en sus argumentos. Bueno en su gradación. Bueno de arriba abajo. Bueno y punto. Una jodida maravilla.
Me ha encantado descubrir en sus páginas las asombrosas aplicaciones prácticas de un oficio languideciente (“El afilador”); la bella metáfora circular o cuántica de un viaje en tren (“El túnel”); los beneficios que el viento puede producir en la Sanidad Pública (“Hos tal”); la metamorfosis inquietante de un noble animal (“Adaptación”); un examen sorpresa que se convierte en símbolo de rebelión (“Adolescentes kamikazes”); la decepción infantil ante el final de un número circense (“Desilusión”); los sucesivos ruidos nocturnos que impiden el descanso (“Noches de perros”); la maravilla de un microrrelato de ambiente infantil para enmarcar (“Malos tiempos para las hadas”); el estremecimiento oriolano que impregna las dos últimas líneas de “Cucharadas de tierra”; la gloriosa gozada de “Plan para el fomento de la lectura”; la tristeza íntima que borbotea en las líneas de “Hábitos”; un canapé que nos hace tragar saliva (y no de hambre) en “El de la vergüenza”… y muchas más cosas que, oigan, no les pienso destripar.
Busquen esta obra en su librería más cercana (o en la web de la editorial) y se van a enterar de las bellezas que contiene. Oro molido.

martes, 25 de agosto de 2020

El móvil



Álvaro es un abogado que, pese a su titulación profesional, concentra todos sus intereses vitales en el mundo de la literatura, en el que quiere triunfar con la composición de una obra magna, sublime, imperecedera. Para lograrla, dedica sus tardes al trabajo (es asesor jurídico de una gestoría) y las mañanas al cultivo de las letras, a las que se consagra siguiendo el alto ejemplo de Flaubert, cuyo magisterio no declina ni palidece con el paso de los años.
La semilla argumental que tiene Álvaro para su novela es sencilla y contundente: un escritor compone una obra utilizando a los vecinos de su inmueble como protagonistas involuntarios, y en ella se urde un crimen en el que un matrimonio del edificio se erige en verdugo y un anciano solitario en víctima... Huérfano de imaginación (esa lacra no se menciona, pero las páginas de Javier Cercas son inequívocas al respecto), Álvaro decide utilizar a sus propios vecinos como marionetas de su guiñol novelístico, y se dedica a manipular sus vidas con el fin de observar de sus reacciones (que espía a través de las ventanas e incluso graba en un magnetófono) y trasladarlas a las páginas. Sólo tras modelar la realidad se siente con fuerzas para componer los capítulos que la traduzcan al mundo de la fantasía literaria.
En resumidas cuentas, nos encontramos ante una estructura abismática o de matrioskas que, pese a su condición forzada y algo previsible, está escrita de un modo suelto y agradable. No constituye un libro de primera línea en la producción de escritor extremeño, pero sí que se lee con agrado.

lunes, 24 de agosto de 2020

Crónica de una muerte anunciada




Leer en la prensa la triste noticia de la muerte de Mercedes Barcha y pensar, casi de inmediato: “Tengo que releer algo de Gabriel García Márquez”. Y acudir a las páginas amanecientes de Crónica de una muerte anunciada, y preparar un café, y quitarte el calzado, y dejar que el ventilador sea el único sonido de la habitación, y decirle a Gabo: “Venga, es tu turno, habla”.
Después de todos esos prolegómenos, la historia de Santiago Nasar (que he leído cinco veces y ahora seis) vuelve a desplegar su arco iris de belleza tropical y, sobre todo, su relojería implacable, en la que cada ruedecita dentada actúa como un heraldo del fatum. Camino por el pueblo, me tropiezo con sus gentes, contemplo los residuos de la celebración nupcial de Bayardo San Román y Ángela Vicario, me irrito con la displicencia del obispo, imagino la vivienda del viudo (donde se ha encerrado Bayardo para aniquilarse, como un Nicholas Cage que viajase a Las Vegas), intento levantar del suelo la maleta conteniendo dos mil cartas sin abrir, visualizo los expedientes judiciales pudriéndose en su lecho de agua y, por encima de cualquier otra emoción, me siento embrujado por la prosa inigualable de este coloso colombiano y universal que nos ha regalado una de las mejores herencias literarias del siglo XX, compuesta por monumentos como Cien años de soledad, El otoño del patriarca, El coronel no tiene quien le escriba o esta sofocante Crónica de una muerte anunciada.
Loada sea doña Luisa Santiaga Márquez Iguarán. O, lo que viene a ser lo mismo, viva la madre que lo parió.

domingo, 23 de agosto de 2020

La sonrisa de los peces de piedra




Muy pocos adolescentes están informados actualmente de qué fue la Movida madrileña de principios de los años 80. Y sus principales figuras (Tino Casal, Nacha Pop, García-Alix, Radio Futura, Ouka Leele) les sonarán poco o nada, salvo en los casos de artistas que han prolongado durante décadas su tarea creadora y su popularidad (Pedro Almodóvar, Alaska)… Pero de pronto aparece una novela maravillosa, que se titula La sonrisa de los peces de piedra, escrita por Rosa Huertas, y pone de nuevo todos aquellos nombres en primera línea para despertar la curiosidad juvenil, sobre todo después de alzarse con el XIV Premio Anaya.
En estas páginas nos encontramos con Jaime, un chico aficionado a la música que acaba de perder a su abuelo y que, mientras visita su tumba en el cementerio, conoce a Ángela, una muchacha de edad similar a la suya, cuyo padre ha muerto hace unos días. Este encuentro fortuito comenzará a disipar algunas nieblas sobre los orígenes de Jaime. ¿Acaso no será cierto (como siempre la he dicho su madre) que fue concebido por inseminación artificial? ¿Y por qué Ángela la he dicho que tiene 17 años… justo antes de que Jaime descubra una lápida cercana donde se puede leer que debajo está enterrada una chica llamada Ángela, que vivió entre 1995 y 2012? ¿Qué misteriosos vínculos unen a ambos jóvenes?
Con un desarrollo magistral de la trama, Rosa Huertas fascina a los lectores en dos planos distintos: de un lado, la actualidad, donde vemos cómo las historias de Ángela y Jaime convergen de forma asombrosa, a la vez que se constelan de luces, sonrisas, miedos y esperanzas; del otro lado, la crónica sobre los años locos, libres, divertidos y vitalistas de la Movida, que solamente las drogas o los excesos mal entendidos emborronaron. El resultado es una novela seductora, magnífica y llena de joie de vivre, que nos invita a una navegación deliciosa entre el pasado y el presente.

sábado, 22 de agosto de 2020

Mi nombre es Skywalker




Asegura la sin par Wikipedia que el gallego Agustín Fernández Paz (1947-2016) fue “profesor, pedagogo y carpintero”; pero, ante todo, fue un espléndido escritor que mereció reconocimientos de altísimo nivel, como el premio Barco de Vapor, el Lazarillo, el Edebé o el Nacional de Literatura Infantil y Juvenil.
Anoche terminé de leerles a mis hijos pequeños su novela Me llamo Skywalker, que plantea una historia tan tierna como enjundiosa: Raquel es una niña que, desde la ventana de su casa, contempla la figura de un anciano que pide limosna en la puerta del supermercado. Ella, incapaz de comprender qué cosa es un pobre y observando con perplejidad que todo el mundo pasa a su lado sin dirigirle ni siquiera una mirada, llega a la conclusión de que el viejo pueda ser invisible. Y cuando le comunica al señor su descubrimiento, éste decide acompañarla en su inocente juego y le explica que es un visitante de las estrellas; que se llama Skywalker; que se encuentra en misión exploratoria en nuestro planeta; y que por las noches descansa en la luna, a la cual se desplaza telepáticamente… Una noche, tras volver del cine con sus padres, la niña cree descubrir que uno de los pobres transeúntes que duerme en el suelo, en un mugriento saco de dormir, es su amigo Skywalker; pero él, al día siguiente, la saca de su error: debió de confundirse, porque bien sabe que él duerme en la luna. No obstante, si quiere evitar que la niña sufra un doloroso desengaño, Skywalker sabe que debe irse cuanto antes de la ciudad…
Para mi sorpresa (¿ocultaré que se me empañaron los ojos en el final de la obra?), mis hijos pequeños terminaron el libro convencidísimos de que Skywalker era en verdad un visitante de las estrellas, y que cuando se fue de la ciudad lo hizo para volver a su planeta. Yo tragué saliva y le agradecí mentalmente a Fernández Paz ser tan magnífico narrador y haber sido capaz de enseñarnos a los adultos con las mismas líneas con las que embelesa a los niños.
Como dicen los adolescentes: novelista nivel Dios.

jueves, 20 de agosto de 2020

Devaluación continua




A quienes nos dedicamos a la hermosa labor de enseñar en España (no importa que hablemos de colegios, de institutos o de universidades) resulta complicado engañarnos. Lo intentan, desde luego (informes oficiales, directrices políticas, encomiendas burocráticas, dogmáticos o alarmistas titulares de prensa), pero no lo consiguen en el fondo. Y no lo consiguen porque somos nosotros quienes nos encontramos ahí, junto a las chicas y chicos que necesitan educación, formación, aprendizaje, esperanza y futuro. Tenemos que enseñarles ecuaciones, respeto, inglés, normas de comportamiento social, reacciones químicas, tolerancia, lengua y literatura, civismo, biología, cooperación o informática (por no alargar una lista rigurosamente inabarcable en una simple nota de lectura como ésta).
Andreu Navarra es el autor de un libro memorable y valioso que, con el triste título de Devaluación continua, publica el sello Tusquets. Su objetivo es poner a disposición del público no especializado el estado crítico en que se encuentra la enseñanza en nuestro país (el adjetivo “urgente” que se incluye en el subtítulo no es caprichoso ni banal): directrices gubernamentales que parecen diseñadas con el insano objetivo de calcinar el futuro de la enseñanza pública; sobrecarga burocrática que distrae a los docentes de su auténtica tarea; alumnos descentrados y faltos de motivación; centros desbordados por las instrucciones contradictorias… Todo eso que los profesores conocemos de sobra y que el docente y ensayista barcelonés resume de forma precisa y preciosa.
Les copio algunas de las citas que he cosechado durante mi viaje por sus páginas (que constituyen, pueden creerme, un palidísimo resumen de la obra): “A la Diosa Educación la agobian cada día con demasiadas bobadas, con demasiados cantos de sirena que no resisten ni el más mínimo o superficial examen crítico”. “La escuela no debe ser el reflejo de la sociedad, sino que ésta debía ser el reflejo de aquélla, ejemplo de orden y vertebración, de equidad radical y de máximo democratismo”. “Un buen profesor ha de ser de agua, no de cemento armado. Tiene una profesión artesana: no está donde está para salvar el mundo, sino para hacer que un determinado grupo de adolescentes aprenda y avance”. “Estamos dejando que los tiburones nos cuarteen el sector público, mientras miramos a otra parte o nos leemos libritos con muchos colorines”. “Desterrar los datos es desterrar el pensamiento […]. Nuestra responsabilidad consiste en pensar y dejar pensar. Y animar a pensar”. “La mayoría de los profesores bullen de ideas renovadoras y están ansiosos por aplicarlas sin que eso tenga que suponer rellenar formularios y más formularios”. “La nueva pedagogía se basa en supercherías peligrosísimas”. “O somos capaces de educar generaciones de opinantes que piensan, o vencerá el imperio del mamporro y la vejación”. “La nueva educación degrada nuestra democracia, nos obliga a pensarnos como entes pasivos subsidiados de un país perdedor”. “Sin autodisciplina no se llega muy lejos en esta vida”. “Nos enfrentamos al fenómeno del analfabetismo funcional: olviden el fracaso escolar, olviden las estadísticas: lo que se acerca es mucho peor”. “Nuestra guerra es contra el fatalismo, el pesimismo y la vida entendida como un valle de lágrimas. No estamos aquí para perder la vida y la salud sobreexplotados en hoteles o bares amarrados a la miseria y a la hipnosis patriótica. Estamos aquí para compartirnos y transmitir nuestra alegría por pensar y convivir”. “Se educa para la desinformación con el objetivo de que el poder sustituya al servicio público”. “El aula de hoy en la que no se puede dar clase porque una minoría que se siente impune puede imponer su ley a los compañeros y a la comunidad educativa será la sociedad dictatorial de mañana”. “[Debemos] mojarnos para forzar la evolución, y no solo quejarnos o dejarnos derrotar o confiar en el enésimo cambio de gobierno”. “No cabe duda: tras este estropicio tiene que existir algún tipo de programa ideológico o voluntad política. Voluntad de que nuestros jóvenes de clase media y baja no puedan acceder jamás a cargos de responsabilidad, los mejores pagados. La nueva pedagogía es profundamente clasista”. “El programa dominante actual está bien definido: buena educación cara para quien pueda sufragarla, nuevas pedagogías para la inmensa mayoría de la población, la población subsidiada y brutalmente explotada mañana”.
¿Más comentarios por mi parte? Nada, ninguno. Creo que se trata de un libro tan importante que no hay resumen que lo pueda condensar. Ojalá decidan ustedes adentrarse en el volumen. Créanme si les digo que la obra es imprescindible para entender la raíz del asunto (y su tronco, y sus ramas, y sus frutos); y que cuantas más personas lo conozcan antes llegaremos a una solución para él.

miércoles, 19 de agosto de 2020

Días en Petavonium




Explicaba Antonio Colinas, en una entrevista celebrada después de la concesión del premio Reina Sofía al conjunto de su obra, que en todas las páginas que ha escrito había intentado dejar su impronta lírica, porque él se consideraba sobre todo poeta. Y, desde luego, la afirmación se cumple holgadamente en el volumen Días en Petavonium, compuesto por ocho narraciones donde se perciben olores, colores y emociones cuya respiración es más poética que narrativa.
Se trata de relatos que, sobre una leve tela argumental, bordan su filigrana de metáforas, brisas, fotografías antiguas, castros prerromanos, pájaros de vuelo melancólico, torrenteras, jardines llenos de silencio y atardeceres. El leonés Antonio Colinas, con una delicada sensibilidad, nos habla de reencuentros con los paisajes de la infancia, matizando por un dolor reciente (“Esperando a Lidia”); de un narrador que estuvo muerto y al que unos truenos terribles en la noche de san Roque despertaron de su ausencia (“Tormentas de verano”); de la resolución de un robo sacrílego gracias a unas asombrosas revelaciones jungianas (“El sueño de Armuz”); del misterio que rodea a un viejo objeto que acaricia en clase un sabio maestro republicano (“El cofre”); del chico y la chica que, caminando de noche bajo la lluvia, arrastran dos historias increíbles (“Los novios”); o de la figura de una mujer que, bajo formas distintas, parece perseguir al narrador todos los meses de diciembre (“Ella”).
Elegante, lleno de aromas y texturas delicadísimas, Días en Petavonium es un libro hermoso, que llena los ojos de silencio y poesía.

martes, 18 de agosto de 2020

Veinte poemas de amor y una canción desesperada




En su libro Ensayo sobre el amor humano escribió el filósofo francés Jean Guitton que “cada uno cree que el deseo de la especie resuena secretamente sólo para él”. Y opino que estas palabras ilustran de manera exacta el deslumbramiento que la pasión erótica prodiga sobre aquellos a quienes impregna. Y opino también que esa galvánica ilusión es la que posibilita que alguien como Pablo Neruda, con menos de veinte años, se dejase arrebatar por la fiebre y compusiera estos poemas, mezcla de equilibrio formal y torbellino interior, que serán con el paso de los años en “el gran libro amatorio del siglo XX” (lo dijo Paco Umbral en Las palabras de la tribu) y que conseguiría convertirse en todo un superventas de la poesía.
Jugando con una gran variedad de metros y estructuras (estrofas de cuatro versos, pareados, rima consonante y asonante, alejandrinos, endecasílabos), el poeta chileno se embarcó en la elaboración de un bellísimo diccionario sensual, en el que para hablarnos de la amada acude a las imágenes de la flecha, del musgo, la ola, la caracola, el pez, el pino, el rocío, la noche o la nube; y nos hablará de la ciruela de su boca, del racimo de su cabeza, de las uvas de sus manos, de su cintura de niebla, del pájaro que se refugia en sus cuerdas vocales, de la ancha casa roja de su corazón o de sus caderas que parecen islas. Son imágenes que participan de la idealización y del atractivo físico, del éxtasis romántico (“Mi voz buscaba el viento para tocar tu oído”) y del deseo sexual más arrebatado por esa mujer “donde mis besos anclan y mi húmeda ansia anida”.
Pero lo más importante es que la persona que toma este libro e inicia su lectura no está interesada por las conjeturas sobre las raíces modernistas del poeta, ni toma en consideración la debilidad formal (más que evidente) de algunos de los poemas, ni sonríe con displicencia ante las desmesuras de un estilo que todavía se encontraba en formación. Esa persona que descubre el prodigio sensual y literario de los Veinte poemas de amor y una canción desesperada, en cualquier fecha, sólo atina a pensar: “Esto es lo que yo siento”, “Esto es lo que me gustaría decirle”, “Esto es lo que me gustaría que me dijera”. Por eso, este pequeño libro se ha convertido en un clásico de la literatura del siglo XX.

lunes, 17 de agosto de 2020

Poemas idiotas




Cuando leí hace tres meses el poemario Sea un arma, del mexicano Ismael Velázquez Juárez, recuerdo que me sorprendió la pestaña biográfica que aquel volumen (publicado por Ediciones Liliputienses) incluía, porque marcaba el año 1960 como fecha de nacimiento del poeta. Jamás hubiera atinado a pensar que aquellos versos rompedores, libres, juguetones, pirotécnicos, danzarines, ebrios y zigzagueantes podían haber sido redactados por una persona que se acercaba a la edad en que muchos languidecen entre bostezos hacia la jubilación… Pero es que ahora, tras leer Poemas idiotas (la editorial extremeña vuelve a apostar por él), me quedo con la boca aún más abierta y con la perplejidad zumbándome en el cerebro.
El hombre de sesenta años cava un túnel y quiere introducirse en él, esperando que no se desvirtúe en una salida. El hombre de sesenta años descubre que los pájaros que nos alegran con sus trinos son sordos y ciegos, aunque en realidad no son conscientes de esas lacras. El hombre de sesenta años escucha frases por la calle y las funde para lograr un final de poema tan inquietante como lúcido (“Envejecer es recordar / lo que no quieres / y olvidar lo que te importa”). El hombre de sesenta años descubre que cuando nos bañamos en la orilla del mar aceptamos la humillación de convertirnos en animales ridículos, que chapotean sin dignidad. El hombre de sesenta años descubre la diferencia esencial entre las personas que sueñan con tener un hijo y las personas que sueñan con escribir un buen poema. El hombre de sesenta años le escribe una delgada oración al dios silencioso que parece no preocuparse por los dolores de las criaturas humanas. El hombre de sesenta años, en fin, alinea treinta y cuatro palabras en la página 29 del volumen y nos regala uno de los poemas de amor y soledad más simples y más hermosos que he leído en mucho tiempo.
Que Ediciones Liliputienses no reciba aplausos constantes en los suplementos literarios de rango nacional es misterio para el que, francamente, no encuentro mucha explicación.

domingo, 16 de agosto de 2020

El malentendido



Marta y su madre regentan un albergue solitario al que acaba de llegar un nuevo inquilino. Al tratarse de un hombre solitario, harán con él lo mismo que ya han hecho con otros anteriormente: matarlo y desvalijarlo. El sueño es conseguir el dinero que precisan para irse lejos y vivir junto al mar. Pese a su condición de asesinas, procuran que la víctima no sufra ni el más mínimo dolor, así que llegan a considerar que lo que hacen “casi no es un crimen: sólo una intervención, un empujoncito a vidas que desconocemos”. Lo que no saben es que el recién llegado, que se identifica como Karl Hasek, de Bohemia, no es en realidad quien dice ser, sino Jan, el hermano de Marta que se fue del continente veinte años atrás y que ahora, casado y rico, vuelve para reconciliarse con su familia.
En esta pieza teatral, Albert Camus, sabiendo que “hay palabras que queman la boca”, deja que su protagonista se acerque a su hermana y su madre de una forma equivocada: intentando que sean ellas quienes descubran su identidad. Que vean en el rostro del viajero las señales que lo identifiquen. Ahora, Jan es feliz en su matrimonio con María, pero a la vez ha llegado a la conclusión de que “un hombre necesita felicidad, es cierto, pero también necesita encontrar su definición”. ¿Quién es él desde que las abandonó, dos décadas atrás? ¿Cómo han cambiado ellas? ¿Es aún posible acompasar los corazones, pedir disculpas y borrar el pasado? Dominado por un quebradizo optimismo, que no olvida la inmediatez del rencor (“Es más cómodo encontrar las palabras de rechazo que dar con las que unen”), se convertirá en una víctima tan inocente como propicia para las dos mujeres, que consideran este crimen el último que realizarán, antes de retirarse hacia la costa.
En la página que cierra el drama, Marta se enfrentará a María y le susurrará una frase terrible, donde fatalismo, existencialismo y desolación se dan la mano: “Ruegue a su dios que la haga semejante a la piedra. Es la felicidad que él se asigna, la única felicidad verdadera. Haga como él, vuélvase sorda a todos los gritos, sea como la piedra mientras hay tiempo”.
Durante mi etapa universitaria me enamoré del teatro de Albert Camus. Ahora compruebo que la relectura me sigue entusiasmando.

sábado, 15 de agosto de 2020

La noche del Viajero Errante




Su memoria, alterada o perdida, no le permite recuperar ningún elemento de su pasado: ni su nombre, ni su profesión, ni su destino. Tan sólo sabe que acaba de llegar a la frontera de un país desconocido, con documentos de identidad falsos; y que, pese a descubrir la falacia de dichos papeles, los aduaneros le permiten pasar. Saben que se trata del Viajero Errante y que, desesperado, anda en busca de respuestas. “Era su destino (leemos en el capítulo II) andar hasta descubrir quién era y qué motivaba su errar constante”. Ese ambiente onírico explica que encuentre a su paso a las más singulares figuras: un hombre vestido con ropajes medievales, que le tiende la Copa de la Certeza; una dama vaporosa que despliega ante él un mazo de naipes, del que le pide extraer uno (que resulta ser “La Mujer-Niña”); una figura enigmática que le ofrece una barca, de la que tira sin esfuerzo por encima del césped del bosque… La llegada a una misteriosa ciudad, donde las antorchas, los espejos, las almenas y sus silenciosos habitantes le van ofreciendo visiones para las que no encuentra explicación lógica, servirá para que las nieblas de su cerebro se diluyan poco a poco y entienda qué está pasando realmente.
Libro breve y de fantasía juvenil (aunque también puede leerse en clave adulta), La noche del Viajero Errante constituye una narración menor, quizá demasiado narcisista, en la que Joan Manuel Gisbert (que apenas se camufla bajo el evidente seudónimo de Joan del Bosch como personaje del relato) ofrece un menú poco exigente para los paladares adolescentes: quizá un modesto limado de los aspectos más personales hubiera servido para hacerlo más digerible.

viernes, 14 de agosto de 2020

Novísimas aventuras de Sherlock Holmes




La inmensa mayoría de la gente acepta sin problemas que el humor nos hace más felices y nos alivia este período de tiempo (tan efímero) al que llamamos “vida”; pero sólo una pequeña parte de esa misma gente admite que los libros erigidos sobre el humor puedan ser etiquetados como “alta literatura”. Se los mira, sí, con un cierto desdén altanero, que sólo admite excepciones contadísimas (algunos poemas de Quevedo, algunas comedias de Mihura, algunas novelas de Eduardo Mendoza). Sin ganas de ponerme a catequizar o convencer a los renuentes (CJC afirmaba que las ganas de discutir constituyen un claro signo de deficiencia mental), yo me limito a darme periódicamente baños salutíferos en este tipo de obras y tengo, como es lógico, mis preferencias. Enrique Jardiel es una de las más satisfactorias.
Acudo hoy a Novísimas aventuras de Sherlock Holmes, una obra que, con breve y hermoso prólogo de Rafael Reig, publicó hace algunos años la editorial Rey Lear. En ella descubrimos que el brillante investigador morfinómano inventado por Conan Doyle, habiendo perdido la colaboración de Watson, contrata como ayudante… a Jardiel Poncela. Y lo hace por cuatro razones: “Es usted ágil, sabe jugar al ajedrez, mide un metro sesenta de estatura y se llama Enrique” (p.23). A partir de entonces, y como es fácil imaginarse, ambos se verán envueltos en una curiosa serie de casos donde aparecerán misas negras, momias analfabetas, hindúes vengativos, anarquistas que odian a los músicos callejeros y hombres que tienen la barba azul marino. Por supuesto, lo más memorable del tomo son siempre las ocurrencias del escritor madrileño, que abundan en consideraciones atmosféricas (“La tarde caía sin hacerse daño”) o descriptivas (“Era un caballero de unos cincuenta años bisiestos, con aire de perro de trineo”); pero que también se sirven de los juegos de palabras (“Evans, que murió mirando un armario de luna, y Evelina, que murió mirando la luna sin armario”), del comentario malicioso (“Nunca había visto yo nada que me sorprendiese más, si se exceptúa un día en que oí decir que Alberti era un poeta”) o del lirismo zumbón (“Sucedía siempre cuando Sherlock se hacía cargo de algún misterio sobre el que tenía que derramar la luz de acetileno de la verdad con el carburo de su talento y el agua de su perspicacia. ¡Ahí va!”).
Este libro garantiza una mañana o una tarde de sonrisas garantizadas. Juzgo que hasta los amantes del almidón deberían concederle una oportunidad.

jueves, 13 de agosto de 2020

La mitad del diablo




La idea de partida es buena: redactar trescientos treinta y tres pequeños relatos de extensión decreciente (hasta llegar al último, que se componga de una sola palabra). El título también es bueno (puesto que se ha elegido ese número, La mitad del diablo no puede ser rótulo más oportuno, habida cuenta de la identificación del demonio con las cifras 666). Pero una vez establecidos esos parámetros para el tomo se trataba de conseguir que éste fuera brillante en su formulación literaria y llamativo en sus argumentos.
Huelga decir que Juan Pedro Aparicio (León, 1941), maestro de narradores, lo consigue de sobra. Moviéndose en un sugerente arco de tonalidades temáticas (la Inquisición, la guerra, el sexo, los bomberos infieles, los escritores insatisfechos, la reencarnación, los asesinos seniles, los gladiadores escrupulosos, la muerte), nos va entregando pequeñas joyas llenas de imaginación, de las que se sale con una sonrisa, con un cabeceo valorativo e incluso, en algunas ocasiones, con cierta saliva amarga que cuesta tragar. Y la verdad es que tiene un mérito enorme, pues construir y desplegar en un solo tomo más de tres centenares de microhistorias y que el lector no se sienta fatigado constituye una demostración flagrante de que nos encontramos ante un magnífico fabulador, lleno de fantasía, experiencia y recursos.
Admirable siempre por la calidad de su prosa, Juan Pedro Aparicio logra en este libro (que publica el sello Páginas de Espuma) un álbum perdurable de relatos, que se puede abrir por cualquier parte, cada cierto tiempo, para ofrecernos un grato remanso de buena literatura.

miércoles, 12 de agosto de 2020

Días en blanco




Me ha ocurrido muchas veces que, tras comenzar un libro y tener la impresión de que iba por mal camino (argumental o estilísticamente), he decidido resistir unas páginas más antes de sucumbir a la tentación de abandonarlo de modo definitivo. Y me ha ocurrido también algunas veces que esa paciencia (o quizá cabezonería) me ha permitido descubrir que la obra finalmente remontaba el vuelo y lograba gustarme. Con Días en blanco, la poesía completa de José Luis Sampedro, me ha ocurrido esto último.
Mi mujer, sabiéndome admirador del novelista de Barcelona, me regaló hace pocos días el magnífico volumen que, editado por José Manuel Lucía Megías (catedrático de Filología Románica en la Complutense), publica magníficamente el sello Plaza & Janés; y me puse de inmediato a leerlo. Para mi perplejidad, sus primeras páginas estaban llenas de poemas insustanciales, escasamente rítmicos, poco airosos en la forma y convencionales en los temas y vocabulario (hasta 67 veces he subrayado la palabra “primavera” en sus líneas). Pero estaba ante José Luis Sampedro, fautor de sirenas y sonrisas etruscas, así que lo razonable era tener un poco de paciencia. Y el experimento salió bien.
Conforme se va avanzando por esta extensa selva lírica, los poemas se van haciendo más altos y más hondos, se llenan de aromas filosóficos (y hasta de guiños económicos), se impregnan de serenidad y nos dejan en los ojos bellísimas reflexiones sobre la vida y el paso del tiempo. Sampedro se convierte en un gran cultivador del ritmo endecasílabo y octosílabo; maneja los encabalgamientos con elegante soltura; y sus imágenes se van llenando de originalidad y de fuerza. Lo vemos hacerse poeta; lo sentimos haciéndose poeta. Bastará con recomendar al lector que se detenga en las páginas 78, 127, 222, 291 o 293 para convencerlo de la brillante solidez que el autor de Octubre, octubre o de Congreso en Estocolmo logra en el ámbito de la poesía.
Pero es que este libro nos guarda para el final una guinda jocosa: los poemas de humor que Sampedro fue componiendo durante años, con ocasión de reuniones profesionales, críticas a la dictadura franquista o cachondeos literarios. Cerrar un volumen diacrónico con estas perlas constituye todo un acierto, que el lector agradece con sus sonrisas.

martes, 11 de agosto de 2020

Encuentros con libros




Siento una fuerte inclinación por este tipo de libros, y reconozco que resulta muy peculiar. ¿Qué me lleva a leer una serie de textos donde se habla de Paul Claudel, Richard Friedenthal, Albert Ehrenstein, Friedrich Gundolf o Rudolf Kassner (autores a quienes no he leído y a quienes, presumiblemente, tampoco leeré en el futuro)? Y la respuesta es cristalina: el hecho de que sean páginas compuestas por Stefan Zweig. Más claro, el agua. Siempre me han gustado los libros de este genio vienés, que procuro frecuentar periódicamente para no alejarme demasiado tiempo del aroma de su prosa.
Así que cuando mi suegro, a principios del mes de julio, me regaló Encuentros con libros (traducido por Roberto Bravo de la Varga) y me puse con él, resulta fácil comprender que de inmediato quedé seducido por sus análisis. Entendí y valoré mucho más, obviamente, aquellos que dedicaba a Rainer Maria Rilke, Walt Whitman, Thomas Mann, Flaubert o Balzac; pero en cada una de sus doscientas cincuenta páginas disfruté de algún giro, de alguna metáfora, de algún aforismo, de alguna adjetivación. Acercarse a Zweig es acercarse a una sensibilidad con la que, en ocasiones, entras en desacuerdo, pero frente a la que siempre mantienes una posición de respeto y de admiración, pues la intuyes sincera. Igual que aplaudes frases como la que desliza en la página 8: “Desde que existe el libro nadie está ya completamente solo”.
En su abordaje a la obra de Goethe o de Rilke, el vienés insiste en que convendría leer la obra completa de ambos, para hacerse una idea orgánica de su aportación al mundo de la literatura. No sería disparatado afirmar lo mismo del propio Zweig, cuyos trabajos dibujan un firmamento de atractivos cuerpos celestes.
Admirable.

lunes, 10 de agosto de 2020

Ronda de solos




Óscar Reloj Casius (entenderá la broma quien lea el libro con atención) es un músico de jazz que, cuando llega a Asturias para celebrar un concierto en la sala Barbados (sus tres compañeros vendrán un par de días después, desde Teherán), se lleva la desagradable sorpresa de descubrir que le han robado su saxofón en el aeropuerto. Pone la correspondiente denuncia ante la policía y, durante un par de jornadas, se dedicará a vagabundear por Avilés en busca de una tienda de música donde hacerse con un nuevo saxofón. Pero ese rastreo, lejos de plegarse a parámetros canónicos, está más bien modulado por la improvisación típica del jazz: Óscar camina por las calles, observa a la gente y se deja llevar por una magia urbana casi cortazariana … Dejemos que sea él mismo quien nos explique la situación: “Siento que el mapa de Avilés todavía es un desconocido, que antes de estar seguro de que estoy perdiendo el tiempo debo cartografiar cada centímetro cuadrado de este mundo. No estoy navegando por un río con principio y fin. No estoy resolviendo un puzle con todas las piezas a la vista. No estoy leyendo una novela que permita la trampa de curiosear en la página final. Realmente estoy solo en un lugar desconocido” (p.42).
Esa desbúsqueda le hace encontrarse consigo mismo, con aquel niño al que sus padres encomendaron a un profesor de guitarra y que, al descubrir cierta tarde un disco legendario de Miles Davis, se sintió ya para siempre atrapado por los anzuelos del jazz, ese ámbito cuyos solos constituyen “instantes encadenados de ingenio” (p.37) y cuyo hábitat natural “es la encrucijada” (p.75). Por un lado, Óscar se sabe músico, así que su trabajo consiste en “envolver sorpresas en papel de regalo” (p.93); pero en estas horas aciagas en que deambula de un lado a otro sin su saxofón, el abatimiento lo erosiona: “Me abro a las confesiones: que no me siento un músico real, que soy más bien un no-músico, un tipo con cuatro sentidos, que soy testigo a cámara lenta de mi fracaso” (p.62).
Libro de sonidos y silencios, de búsquedas externas e internas, de revoluciones y resignaciones, esta Ronda de solos constituye una interesante narración del madrileño José Luis Carrasco, que publica el sello Boria Ediciones con una gran ilustración de cubierta de Diana Escribano Henarejos.

domingo, 9 de agosto de 2020

El origen perdido




Personalmente, siempre me han parecido absurdas e histriónicas esas frases acerca de que sólo debemos leer libros que nos perturben, nos estremezcan y nos cambien la vida. O sea, “el hacha que rompa el mar helado que tenemos dentro”, como decía el exagerado de Franz Kafka. Yo creo (siempre que estén bien escritos) en los libros que perturben, en los libros que distraigan, en los libros que te hagan llorar, en los libros que te hagan reír, en los libros esenciales, en los libros superfluos, en los libros gordos y en los libros anoréxicos. Nunca me pongo la corbata para leer, ni me almidono el cuello de la camisa, ni me arrellano en una butaca con mirada interesante de pensador. Me siento con un café, abro el libro y dejo que me hable. Ya está. Sin más misticismos, ni más pedanterías.
Por eso, de vez en cuando me sumerjo en libros de Dean Koontz, Noah Gordon y otros autores que, etiquetados casi peyorativamente de “bestsellers”, provocan fruncimientos de cejas en los lectores más prejuiciosos. A mí, como digo, si las obras están bien escritas y me llevan por un sendero agradable, no me supone ningún problema aplaudir.
Y hoy aplaudo con energía la novela El origen perdido, de la alicantina Matilde Asensi, quien nos propone un viaje alucinante que, partiendo desde Barcelona y teniendo como protagonistas a tres hackers de alto nivel, nos conduce hasta el interior de las culturas aymara e inca, llenas de tocapus, yatiris, inscripciones misteriosas, pirámides ocultas bajo tierra, selvas llenas de peligros, tribus ancestrales y poderosos hechizos. Y todo ello, construido sobre una extensa documentación, que se advierte en todas las páginas pero que jamás (y es un alto logro) entorpece la fluidez de la lectura. Este mundo precolombino, de cráneos deformados y sugerencias extraterrestres (publicado varios años antes de que Steven Spielberg filmase su película sobre las calaveras de cristal) se convierte en un prodigioso imán que te mantiene aferrado al libro y con la respiración muchas veces alterada. Arqueología, historia, psicología y magia son manejadas de una forma ingeniosa por una novelista que tiene el rarísimo don de enseñar, seducir y entretener a los lectores sin que la calidad literaria se resienta.

sábado, 8 de agosto de 2020

Arteratura




Todos los relatos que se incluyen en este libro están vertebrados por un vínculo que los relaciona y que, juguetón, viene insinuado en el título del tomo: el mundo del arte. En ocasiones, nos encontraremos en el ámbito de la literatura (y los nombres de Antonio Muñoz Molina, Julio Cortázar, Lewis Carroll, García Lorca, Cervantes, Hemingway o Tolstoi impregnan y condicionan la realidad de los personajes); otras veces, será el universo armónico de la música el que se extienda por el relato (John Lennon, un anónimo guitarrista, Beethoven); y otras, en fin, será la magia insondable del cine (encarnada en las figuras famosas de Jack Lemmon, Clint Eatswood o Roberto Benigni) la que sirva como bastidor para que el cuentista jienense esculpa su propuesta.
El resultado es un libro espléndido, diamantino, en el que advertiremos brillos diferentes según la faceta sobre la que posemos los ojos: los secretos amorosos y virulentos que el corazón humano puede albergar (“El sol de los muertos”); la melancolía que a veces se esconde en las habitaciones cerradas de nuestro pasado (“Días de vino y rosas”); las turbulencias a las que puede conducir un ejercicio de deslealtad (“Strawberry fields forever”); la grandeza que anida en el corazón de los más nobles, que con un gesto minúsculo son capaces de aliviar el alma herida de otras personas (“Duelo al sol”); la venganza reversible que se desliza entre una emperatriz despechada y un genio musical soberbio (“Concierto de Año Nuevo”) o la denuncia del mundo bélico a través de un accidente y una novela de lectura inacabada (“Guerra y paz”).
No resulta extraño que casi todos los relatos de este volumen (que publica el sello Malbec) hayan obtenido aplausos y galardones en importantes certámenes de cuento por toda España: desde el Gerald Brenan o el Hucha de Oro hasta el Unicaja o el Encarna León.
Francamente bueno.

viernes, 7 de agosto de 2020

Academia Zaratustra




Resulta difícil pronunciarse sobre el espíritu que preside o gobierna las páginas de Academia Zaratustra, del jerezano Juan Bonilla. ¿Nos hallamos ante un libro de viajes? ¿Ante una aproximación a la filosofía de Nietzsche? ¿Ante un ensayo sui géneris?
Conocemos desde el principio a un andaluz que ha decidido emprender un viaje por Dinamarca, Suiza y Alemania, pero que rehúye todo tipo de noticias sobre los lugares que va a visitar, para que la sorpresa resulte absoluta (“Nada más peligroso que hacerse ilusiones, pues cuando lleguen las decepciones no tendrá uno a quién culpar de su frustración”). Lo único que tiene claro es que va a atravesar “países en cuyas lenguas yo sólo sabía guardar silencio”, y esto le permite enfrentarse a personas, paisajes y monumentos con total ingenuidad, salvo el leve hilo hilvanador que supone ir buscando las diferentes academias Zaratustra repartidas por el continente (unos extraños centros educativos donde se enseñan las doctrinas contenidas en el célebre volumen del filósofo alemán)… De Basilea le llama la atención la inexistencia de espejos; en Montreux se interesa por la estela que dejó el novelista Vladimir Nabokov; en Ginebra visita la tumba de Jorge Luis Borges (y aprovecha para deslizar un comentario malévolo sobre “José Ángel Valente, el poeta mil veces laureado por las instituciones que siempre se queja de que es un francotirador al que desean reprimir”); en Berlín rememora la figura de la ambigua cineasta Leni Riefenstahl; y en Copenhague aprovecha para hablarnos del reducto utópico de Cristiania, una comuna libertaria en la que no rigen las leyes del país y en la que, como en el resto de lugares del mundo, “cada cual es dueño de inventarse sus certidumbres”.
Y, sobre todo, lo que nos encontramos en este volumen es la prosa magnífica de Juan Bonilla, siempre elegante, musical y lírica, que encandila y convence. Es uno de esos autores a los que conviene conocer a fondo, porque raro resulta no salir maravillados de sus obras.

jueves, 6 de agosto de 2020

Canto general




Pocas cosas nuevas se pueden decir de este libro mastodóntico, ambicioso, irregular, airado, reivindicativo, provocador, coral, telúrico y dolorido; de este libro de geologías, lavas, maremotos, pájaros, héroes, humillaciones y banderas; de este vademécum de heridas, de este catálogo de golpes, de esta notaría de silencios. Al principio, Neruda lo concibió con el título de Canto general de Chile, pero pronto su burbujeo lo amplió hasta la expansión continental. Algún crítico exagerado (como hace Enrico Mario Santí en la introducción de este tomo) habla de sus “más de quince mil” versos, pero la realidad es que se queda en los trece mil, lo que lo convierte en un volumen notable, pero situado por debajo de otros, como La divina comedia (algo más de catorce mil), La araucana (por encima de los veintiún mil) o el Orlando furioso (que triplica el esfuerzo nerudiano).
Las tres veces que lo he leído me ha impresionado la fuerza arrolladora de su inicio, con los ojos del poeta paseándose por la pureza natural del paisaje americano, con sus cordilleras, sus ríos arteriales y sus cóndores majestuosos, hasta que por fin llegan “la peluca y la casaca” de los españoles. Y q            ué decir de su segunda sección (“Alturas de Macchu Picchu”), esa larga, profunda, cavernosa y emotiva invocación al hombre americano del ayer, al ‘hermano’ que lo precedió en el sufrir de su tierra y que fue dilacerado por la crueldad de sus explotadores. O de la tercera, donde enumera las tropelías innumerables de los invasores hispanos: Hernán Cortés (“Corazón muerto en la armadura”), Pedro de Alvarado (“El halcón clandestino de la muerte”), Francisco Pizarro (“El cerdo cruel de Extremadura”), Magallanes (“Su barba llena de gusanos”) y hasta Inés Suárez, la compañera de Valdivia (“Infernal harpía”). O de la cuarta, donde tienen aposento los libertadores, que se prolongan por siglos: Cuauhtémoc (“Tu corazón como un venado”), Caupolicán (“Un rostro del bosque”), Lautaro (“Elástico y azul”), Túpac Amaru (“Padre Justo”), San Martín (“Extenso como todos los héroes”), José Martí (“Almendra pura”), Emiliano Zapata (“Tierra y aurora”) o Sandino (“Era un árbol que se enroscaba / o una tortuga que dormía / o un río que se deslizaba”).
Neruda, después de esa presentación profundamente hermosa en su continente y profundamente maniquea en su contenido, tiene que sumergirse en la época posterior, en la cual la situación se enturbia y advienen los caudillos nefastos, los líderes tenebrosos, el listado inmundo de los dictadores, que se extiende por todos los países al sur de los Estados Unidos hasta mediados del siglo XX.
Escondiéndose y escribiendo a trompicones, en pequeñas hojas y en lugares de lo más inverosímil (conviene recordar que se había puesto precio a su cabeza y que tuvo que refugiarse en sitios diferentes, en los que permanecía hasta que la prudencia aconsejaba cambiar de escondite), este maravilloso Canto general se presenta como una crónica emocionada y burbujeante que admite muy pocos parangones en la poesía hispana. Un auténtico monumento. Discutible desde el punto de vista del “contenido” (tendrá defensores y detractores: desde eruditos hasta fanáticos), pero embriagador desde el punto de vista poético.

miércoles, 5 de agosto de 2020

A modo de esperanza




Situémonos en 1954. España comienza a recibir armas desde Estados Unidos (país en el que graba su primer disco un chico llamado Elvis Presley), se gestiona el retorno de prisioneros de la División Azul, se inaugura el embalse de El Vado y, al otro lado del Atlántico, nace Sócrates (filósofo del fútbol). De repente, como quien no quiere la cosa, llega un joven de 25 años, nacido en Orense, y termina un libro de poemas que decide titular A modo de esperanza, con el que consigue el premio Adonais. Se llama José Ángel Valente.
El prometedor vate nos dice que “tenía entre mis manos / una materia oscura” y nos dice también que “ha sido emplazado a vivir”. Con esas convicciones, nos va regalando versos escuetos, sinópticos, donde emociones y pensamientos cruzan sus vectores para inundarnos corazón y cerebro. Poco a poco, va reuniendo poemas terribles como “El adiós”, delicadas ternuras como “Epitafio” o elevadas reflexiones sobre la patria, “cuyo nombre no sé” (“Oh patria y patria / y patria en pie / de vida, en pie / sobre la mutilada / blancura de la nieve, / ¿quién tiene tu verdad?”). Y se alza con firmeza una Voz, que iría desarrollándose en los años siguientes por senderos variados. Muchos son los temas hacia los que se aproxima el vate: la muerte, la soledad, la vida, el amor… y hasta textos simbólicos que lo tienen como protagonista (“Hoy he amanecido / como siempre, pero / con un cuchillo / en el pecho. Ignoro / quién ha sido, / y también los posibles / móviles del delito”).
El joven maduro (“Tengo miedo a morir”); el joven que mira y recuerda (“Te he olvidado / tanto y he podido / olvidarte tan poco”); el joven pensador (“Nada / muere, porque nada / tiene fe suficiente / para poder morir”); el joven que piensa en la trascendencia (“Murió; es decir, supo / la verdad”); todos los jóvenes que era Valente comenzaban a expresarse en estas páginas inaugurales.

martes, 4 de agosto de 2020

Tiempo para los pájaros


Siempre ha habido obras literarias donde se nos propone algo parecido a un retrato generacional. A veces, se trata de una planificación consciente por parte del autor (pienso en las novelas iniciales de José Ángel Mañas o Pedro Maestre); pero en otras ocasiones es, más bien, un proyecto que se cumple de forma casi accidental (aduciré los nombres de Jack Kerouac o Julio Cortázar). En el caso de Tiempo para los pájaros, de la cántabra Celia Corral Cañas, volvemos a encontrar un libro de ese rango, que obtuvo el premio Carmen Martín Gaite en el año 2019.

Pero hay una característica que lo diferencia de otras obras de parecido espíritu: frente a la mediocridad literaria de krónenes y dinosaurios (que el viento de la sensatez barrió con eficaz y justa prisa), estas páginas de Celia Corral constituyen una asombrosa cosmogonía, un retrato del estar en el mundo, una crónica íntima admirablemente pensada y redactada, que está llena de frescura, fluidez, verdades, desgarros, lágrimas, perplejidad, remordimientos y furias. Tenemos meditaciones sobre Indonesia y el vegetarianismo, sobre los contratos basura que encepan las vidas de los más jóvenes, sobre los vecinos impertinentes, sobre las gatas, sobre los rescoldos olvidados (e inolvidables) de las guerras, sobre el frío y el trocánter, sobre la tristeza de disfrutar de alegría, sobre el juego de las sillas musicales, sobre un endecasílabo de Octavio Paz que se tatúa en un antebrazo, sobre los sándwiches de aguacate, sobre pájaros que nos salvan del suicidio, sobre nacer en Invernalia y no saber cuándo llegará el primavera.

“Qué sentido tiene esto que estoy escribiendo, pienso a veces. Adónde me llevará”, nos dice la autora en la página 53. Quizá nos lleve simplemente a la constatación de que el sinsentido también debe ser narrado, para que la luz inunde algunos de los corredores oscuros. Nuestras vidas son (admitámoslo) como vidrieras: están formadas por centenares de cristalitos emplomados, y no siempre la luz incide del mismo modo sobre todos ellos; ni colocamos nuestros ojos sobre el mismo cristal para observar el otro lado; ni podemos evitar cortarnos con el borde de alguno. Somos esplendor y miseria. Somos tinieblas y luz. Somos dolor sonriente y sonrisas quebradas. Somos paradojas. Celia Corral, tan joven, ya ha sido capaz de verlo y escribirlo en esta obra lúcida, intensa y sabia. No la pierdan de vista.




lunes, 3 de agosto de 2020

Kafka y la muñeca viajera




La historia la contó Dora, última amada de Franz Kafka, en sus memorias: en 1923, el escritor checo acudía habitualmente al parque Steglitz, en Berlín, para oxigenar sus maltrechos pulmones (la tuberculosis acabaría con él en junio de 1924). Y un día se encontró allí con una niña que lloraba por haber perdido su muñeca. Compadecido, Franz improvisó un consuelo: la muñeca no se había perdido, sino que había partido de viaje. Logrado el estupor de la chiquilla, le dijo que él era cartero de muñecas y que, posiblemente, la suya le enviaría una carta para explicarle los motivos de su acelerado adiós. Durante varias semanas, Franz Kafka sacó fuerzas para irle escribiendo y entregando cartas manuscritas, que la niña se llevaba con ilusión. Jamás se supo la identidad de la muchacha (a pesar de que el investigador Klaus Wagenbach la buscó por todos los medios en los años posteriores), ni se han recuperado aquellas páginas, que constituyen un delicioso misterio.
El prolífico escritor barcelonés Jordi Sierra i Fabra recreó esa historia real en su novela Kafka y la muñeca viajera (Siruela, 2006), un libro enriquecido con las ilustraciones de Pep Monserrat y que consigue mantener el interés de los lectores más jóvenes gracias a su sabia mezcla de amenidad, reflexiones sobre la vida, datos biográficos e inteligentes observaciones sobre el candor infantil y sobre la importancia de las ilusiones. En apenas dos semanas, y gracias al despliegue imaginativo que Sierra i Fabra pone en la pluma de Kafka, “Brígida había cruzado el extenso desierto del Sahara en una caravana de camellos, explorado la India, recorrido la gran muralla china, nadado en el mar Muerto, escalado las altas cumbres del Himalaya, volado en globo… Brígida había estado en Pekín, en Tokyo, en Nueva York, en Bogotá, en México, en La Habana, en Hong Kong… Brígida era famosa. Saltaba de un continente a otro en un abrir y cerrar de ojos. Ya no importaba ninguna lógica”. Y, atrapados por esa magia incandescente y celérica, los lectores se suman al juego con espíritu infantil.
Con tipografía generosa y una bella presentación editorial, el volumen nos ofrece sobre todo dos atractivos, que se añaden al gran atractivo de la historia en sí: la creación de esas cartas enigmáticas (¿qué pudo decir en ellas Franz?) y el final mágico que Sierra i Fabra idea para redondear su narración (creando la figura del aventurero Gustav, en Tanzania).
Muy notable.

domingo, 2 de agosto de 2020

El mandarín




Teodoro es un oscuro funcionario que trabaja en el Ministerio de la Gobernación en Portugal. Lleva una vida rutinaria, de hombre soltero que vive en una pensión y que no tiene más horizonte que colocarse todos los días los manguitos que le permitan realizar sus tareas como amanuense. Come de manera frugal, no se le conocen amores, ni tampoco amistades notables. Pero un día, leyendo un libro, descubre una extraña frase que le llama la atención: se sugiere que si es atrevido y toca una campanilla, inmediatamente morirá en la lejana China un viejo mandarín, cuya ingente fortuna irá a parar a sus manos. Teodoro carece de todo tipo de fe (considera que la religión es un “ficticio consuelo controlado por los poderosos para aplacar a quienes nada poseen”), pero se deja seducir por las tentaciones de un personaje (¿satánico?) que le impele a tañer la campanita, cosa que finalmente hace.
No tarda muchos días en descubrir que, en efecto, ha muerto súbitamente en China el venerable Ti Chin-Fu; y que él acaba de heredar ciento seis mil millones. A partir de ese momento, “embrutecido en un deleite de Nabab”, se introduce en una espiral de gastos suntuosos: comidas estrafalarias, bebidas exclusivas, puros de primera calidad, prostitutas inabordables para los bolsillos medios… Durante un tiempo vive esa “existencia animal, grandiosa e impúdica”, hasta que calibra la conveniencia de viajar a China y conocer a la familia del mandarín fallecido.
Magnífica novela corta impregnada de amor al mundo oriental (sedas, abanicos, vestimentas bordadas con primor, pagodas, braseros aromáticos), pero donde no se esconden tampoco los ángulos menos admirables de ese mismo mundo: la mugre de sus calles, los perros hambrientos, el fatalismo de sus habitantes, la asfixiante burocracia… Y donde advertimos, sobre todo, la espléndida elegancia literaria de José María Eça de Queirós, quizá el más grande de los realistas portugueses, que nos termina sorprendiendo al final de la obra con una decisión chocantísima de su protagonista.

sábado, 1 de agosto de 2020

Historias de la pequeña ciudad




Historias de la pequeña ciudad es un libro que podría haber firmado, con orgullo y sin vacilaciones, el monovero José Martínez Ruiz. Y no lo digo solamente por el hecho de que su autor (el abulense Antonio Pascual Pareja) le rinda homenajes explícitos en varias secciones del volumen (en la página 106 lo llama “maestro”, en la 169 lo define como “querido escritor”, etc), sino porque su espíritu mismo es azoriniano. Tiene de Azorín las nubes, las viejas casas de la infancia, los trenes, la lentitud de acciones y gestos, la observación de los atardeceres, la languidez, las frases concisas; pero, sobre todo, la mirada grande hacia lo pequeño, la mirada honda hacia lo superficial, la mirada eterna hacia lo caduco.
Paseando con calma por sus hojas descubrimos a la musa que envejeció en el secreto del anonimato, las flores que embellecen una casa llena de recuerdos, un amor adolescente aromado por unas páginas de Cervantes, el tedio de una niña que asiste a clase en verano, la lírica contemplación de una amada dormida y desnuda, el discurso de jubilación que prepara un viejo maestro, el recuerdo otoñal de un beso adolescente o la amnesia de una anciana… Secuencias narrativas que los ojos y el corazón perciben como acuarelas que se contemplan en silencio. Porque ésa es otra de las virtudes incuestionables de este hermoso libro: su infinito poder para conseguir que los lectores se sientan instalados en una burbuja y que nada importe el ruido exterior, porque la verdad eterna de sus reflexiones y palabras consigue subyugarlos.
Esta colección de relatos o de diapositivas tiene mucho, para mí, de libro-vidriera: es decir, una delicada combinación de cristalitos bellísimos, al que la elegancia del artista inserta en el ámbito de una pequeña urbe, que sirve como marco. Sería muy complicado encontrar en los últimos años un volumen que lo superase en hermosura.