domingo, 30 de mayo de 2010

Bibliotecas llenas de fantasmas



En la lengua francesa existe una acepción para la palabra ‘fantasma’ de la que no disponemos en español: “Papel o cartón que se pone en el lugar de un libro retirado de un estante de biblioteca”. Es decir, la señal de que estamos usando ese tomo, leyéndolo. Que la biblioteca es útil. Que está viva. Es la acepción hermosa y atinada que justifica el título de este tomo, redactado por el ensayista y traductor Jacques Bonnet, que forma parte de una anómala cofradía: la de quienes poseen en su casa varios miles de libros, y los nmanejando, atesorando, acariciando, haciendo resucitar en ocasiones (ya explicó Emerson que mientras un libro no se abre no pasa de ser un mero objeto, una cosa entre las cosas. Jorge Luis Borges nos refrescó la cita). De hecho, dice en un instante del libro que una vez se le ocurrió fundar “una asociación de propietarios de bibliotecas de más de 20.000 volúmenes” (p.18). No todos los ha leído con el mismo interés o intensidad, obviamente (“Es tan perjudicial pasar demasiado tiempo con algunos libros como leer otros demasiado rápido”, p.54), pero sí que declara su amor por todos, su necesidad espiritual de que lo acompañen, lo cerquen, lo impregnen con su aroma de lenta sabiduría. Todos nos forjamos nuestro propio paisaje; y el suyo (y el de otros como él) está dibujado con letra impresa.
De todas las actividades que ha desarrollado durante su existencia, Bonnet se inclina por el ejercicio de la lectura como el más satisfactorio y natural (“Leer me cansa tan poco como nadar a un pez o volar a un pájaro”, p.61); y esa dedicación le ha permitido acuñar ideas de brillante nitidez, donde se expresa toda su pasión por el mundo de la literatura: “Cientos de miles de personajes habitan mi biblioteca. Algunos son reales; otros son ficticios. Los reales son los personajes a los que se llama imaginarios en las obras literarias; los ficticios son sus autores” (p.87).
Quienes amen los libros, quienes disfruten navegando o buceando en ellos, quienes adoren el tacto de sus hojas, quienes los guarden con infinito afecto, tienen en este ensayo anómalo y hermosísimo un punto de referencia.

viernes, 28 de mayo de 2010

El silencio perturbado



Tengo una costumbre arraigada desde que cumplí los veinte años: anotar en mi ordenador la fecha en que leo cada libro y lo que opino realmente de él, fuera de compromisos críticos, posturas de profesor, amistades o enemistades. Es mi auténtico «Librario íntimo», que nadie lee más que yo. Al caer en mis manos este volumen de Isabel María Abellán recordé nebulosamente su nombre y la sensación de haber leído algo suyo, pero no sabía dónde; así que revisé, con la ayuda de la informática, mis fichas de lectura. Y allí estaba. En una anotación correspondiente al 4 de junio del año 2000 cuando, después de leerme la antología El corazón delator, anoté que sólo cuatro personas de las allí publicadas se me antojaban buenas revelaciones. Una de ellas, por su texto «La infancia perdida», era precisamente ella. Ahora, el sello Ediciones Irreverentes le ha publicado este tomo, que confirma mis intuiciones. Y no sólo porque la obra obtuviera en su momento el premio internacional Vivendia de relato, sino por el carácter compacto, acabado y armonioso que presenta. Lo cual, teniendo en cuenta que el volumen está formado por veintiocho historias, no resultaba de ninguna forma una una tarea sencilla. Se puede constatar, conforme avanzamos por sus páginas, que la escritora sabe manejar las situaciones, los tintes ambientales y la figura de los personajes, y que obtiene con todas esas destrezas un ramillete de relatos francamente hermoso. Así, en «1568» presenta para los lectores una historia estremecedora de turcos que atacan una aldea, aunque no llegan a matar a sus habitantes gracias a un astuto animal; en «El payés» acerca su mirada de escritora a la pobreza de una familia que ha de buscar en la emigración la salida a su angustioso estado; en «Los dos amigos» toca con delicadeza el tema de la amistad entre personas a quienes la guerra civil de 1936 colocó absurdamente en bandos opuestos; en «Francisco Ferrer Guardia» esculpe la alabanza de aquel pedagogo y educador que fue ejecutado en 1909 como consecuencia de los sucesos de la Semana Trágica (sus ideas, de un reformismo laico, sirvieron de inspiración para los más modernos centros educativos estadounidenses); en «El sueño de Eric» tenemos como protagonista a un niño polaco, zarandeado por pesadillas que agujerean sus noches; y en «Nuestro secreto» veremos qué relación tan especial se establece entre un niño y su abuelo, que ni siquiera la muerte podrá destruir. Y todo ello, como indicaba antes, con un estilo seductor, sencillo y capaz de hacer que nos enamoremos de las historias que Isabel María Abellán recopila en este tomo. Dentro del difícil terreno de los relatos breves (en el que tan fácil resulta siempre ser anodino, repetitivo o innecesario, y donde la originalidad es tan extraña de conseguir, sin abocarse a extravagancias o pedanterías), no estaría mal que nos apuntáramos el nombre de esta narradora. En mi caso lo tengo clarísimo: diez años después de escribir que me gustaba me sigue gustando.

martes, 25 de mayo de 2010

Señales de vida



Si la poesía es uno de los territorios privilegiados de la sensibilidad, lo más lógico es que tendamos a considerarla una isla, un espacio virgen y delicado en el que debemos adentrarnos con respeto y con veneración, dispuestos a recibir todos los susurros de la belleza o los fogonazos más esplendorosos de la luz. Y si decimos que esa isla se encuentra ubicada en Sevilla y que ha irrumpido con fuerza en los cenáculos literarios más recientes sólo puede tener un nombre: Siltolá. Allí, junto a otras publicaciones no menos interesantes, figura el volumen Señales de vida, de Juan Antonio González Romano (Montellano, Sevilla, 1966), profesor de Lengua Castellana y Literatura que elabora una poesía rápida, musical, esférica, distribuida en pequeños botones donde la filosofía, la reflexión y el humor conviven sin la más mínima estridencia. Podríamos detenernos en comentar las posibles influencias que su obra recibe de otros autores (Antonio y Manuel Machado, sobre todo), pero me parece que entraríamos en lo que Pedro Salinas llamó «crítica hidráulica»: es decir, aquella que está obsesionada con encontrar las fuentes de la obra literaria, y no avanza mucho más allá. Y no sería justo proceder así. Juan Antonio González Romano ha leído y ha asimilado perfectamente las líneas de esos grandes maestros y las ha incorporado a su método lírico de forma natural. Eso es lo importante. En sus poemas nos habla de la postura que conviene adoptar ante la vida («No parece complicado / el remedio de mis males. / El problema está en saber / si estoy dispuesto a curarme»), de ciertas sabidurías elementales que uno va adquiriendo con el curso de los años («Si me dieran otra vida / para corregir mis fallos / tan sólo procuraría / cometerlos más despacio») o de cómo debemos mostrarnos ante quienes nos rodean («Conviene que los demás / te vean siempre feliz. / Para penas son bastantes / las que están dentro de ti»). Pero también hay reflexiones que se circunscriben más al mundo literario, bien dándonos una imagen de humor y crítica literaria humilde («Mi papelera / es experta en leer / malos poemas»), bien componiendo textos de elegante espíritu metaliterario («Esta tarde aburrida / del mes de marzo / no sé de qué escribir, / mejor me callo. / Con mi silencio / he compuesto una nada / de siete versos»), bien deslizándose hacia saludables juegos donde el humor incorporar sus mieles... o quizá sus acíbares («Como el maestro Berceo, / me apañaría / con un vaso de vino / por mi poesía. / Son tiempos malos: / no hay ningún tabernero / que acepte el trato»). Como se habrá podido constatar en estas breves muestras del libro, la música que alienta los versos es bastante notable, y regala el oído de los lectores con una cadencia muy atractiva. Pero no conviene que olvidemos la lección tenue, subterránea y poderosa, que habita en estos poemas: no es lógico que pasemos por la vida sin permitir que nos deje huella (o sin imprimirle la nuestra). La vida no es un ejercicio estático, sino extático; y Juan Antonio González Romano nos invita en estas líneas espléndidas a que apuremos sus licores, sin importarnos la sobriedad o la borrachera, el éxito o el fracaso, la oscuridad o la luz. De ahí que en la página 65 incorpore como colofón las palabras que justifican el título del tomo: «No existe mayor herida / que pasar por este mundo / sin dar señales de vida». Una propuesta poética de gran interés, que conviene que sea divulgada.

domingo, 23 de mayo de 2010

El oasis secreto



Cuando uno termina de leer determinados libros suele experimentar la sensación de que podrían convertirse de inmediato en películas, bien porque sus personajes tienen una garra y un atractivo fuera de sí, bien porque el argumento que acaba de desfilar ante sus ojos de lector está dotado de un magnetismo cinematográfico innegable. Luego, como es lógico, ya entraría en juego la mayor o menor pericia del guionista, porque hay botarates capaces de transformar un texto soberbio (El club Dumas) en una porquería de muchas toneladas (La novena puerta). En el caso de la novela que hoy nos ocupa, El oasis secreto, de Paul Sussman (traducida por Jofre Homedes Beutnagel para la editorial Plaza & Janés), esa impresión se instala en la mente de los lectores casi desde el principio, porque la historia tiene una fuerza visual enorme. Quienes hemos crecido ya en un mundo de cine y de televisión sabemos que este componente no es en modo alguno desdeñable, y se suma a las demás bondades (literarias, psicológicas, etc) de toda historia.
Imaginemos que estamos en el año 2153 antes de Cristo. Unos sacerdotes se desplazan por las arenas egipcias con una carga misteriosa, que están dispuestos a proteger a cualquier precio. Por fin, tras un viaje larguísimo y agotador, llegan a un oasis; y, uno por uno, ante la sorpresa del lector, se van suicidando. De esa forma, el secreto que han jurado custodiar se mantendrá a salvo de quienes deseen infringirlo. Cuatro milenios después, en 1986, un avión que sobrevuela la misma zona se ve envuelto en una aterradora tormenta y se desploma sobre las arenas del desierto. Su carga es desconocida, pero provoca que cunda el pánico más absoluto en el Pentágono, institución que trata de mover todos los hilos posibles para recuperar los restos del aparato... Y, por fin, llegamos a la actualidad, donde vamos a encontrar los mimbres que nos permitirán completar la historia: Freya, alpinista de reconocido prestigio que acaba de enterarse de la muerte de su hermana, con quien mantenía una relación poco fluida en los últimos tiempos como consecuencia de un malentendido sentimental; Flin Brodie, un arqueólogo de gran prestigio al que el abuso del alcohol ha deteriorado su trayectoria profesional, pero que sigue manteniendo una posición honorable en El Cairo, donde también trabaja; Romani Girgis, un antiguo niño de la calle que ha conseguido hacerse millonario merced a los negocios sucios más variopintos (drogas, prostitución, venta de armamento, trata de blancas, etc) y que está obsesionado con descubrir el emplazamiento del oasis secreto, donde presume que se encuentran los restos del avión; Angleton, un espía de aspecto poco convencional; Zahir, un beduino que, después de haber sido amigo de la hermana de Freya, mantiene con esta última una relación más bien cautelosa... Y, aderezando a todos esos personajes y otros más, que van salpicando la novela, está la mano de Paul Sussman, que utiliza una habilidad de prestidigitador para mantener a los lectores con los ojos adheridos a sus páginas. Hay en este libro escenas de persecuciones bastante adrenalínicas (entre las páginas 173 y 180 hay una que haría las delicias de Hollywood), tiroteos, torturas que producen espeluzno al ser leídas, sorpresas constantes, hallazgos arqueológicos... Pero también hay una sana dosis de humor en algunos momentos de la historia: como ejemplo nos puede servir el episodio en que dos matones que trabajan para Romani Girgis están a punto de matar a los protagonistas. La razón por la que no lo hacen es hilarante, y sorprenderá a los usuarios de la novela.
De este autor conocíamos en España El enigma de Cambises (2002) y El guardián de los arcanos (2005), ambos publicados con el sello Plaza & Janés y con temática relacionada con Egipto, así que esta nueva historia no sorprenderá a los que ya leyeron alguno de los tomos anteriores. Para los demás, me atrevo a lanzar mi consejo: yo me haría con la novela. Se trata de una excelente lectura para el verano, porque combina fantasía, aventuras, buenas dosis de misterio y algunas curiosidades relacionadas con el mundo del norte de África. Y servido todo ello con una prosa rápida y nada plomiza. Ideal para quienes buscan una historia amena y sorprendente.

sábado, 15 de mayo de 2010

El juego de los herejes



Existe una gran porción de críticos literarios que, refractarios al análisis inteligente o amodorrados en una cierta estulticia pegajosa, se limitan a despachar sus comentarios sobre ciertas novelas actuales con la asombrosa acusación de que tratan un «tema manido», ya sea el mundo nazi, los misterios relacionados con los pliegues ocultos de la Historia oficial o la sordidez de los ambientes policíacos. Y de ahí no los sacas. Quizá, de haber ejercido su ministerio en la Inglaterra isabelina, habrían acusado a William Shakespeare de limitarse a unos temas asaz monótonos y repetidos (el amor, la ambición, los celos, la deslealtad, la ira), que pueden ser documentados desde Homero hasta la actualidad en infinidad de variantes, estilos, países e idiomas. Lo que esos críticos olvidan, quizá porque la pereza los vence, es que el análisis intelectual no se ejecuta sobre la corriente en que la obra se inscribe, sino sobre la obra en sí. Da igual que una novela abrace esta o aquella temática; lo pertinente es decirle al lector de la reseña si la obra es buena o mala; si merece la pena que invierta su tiempo y su dinero en aproximarse al libro; o si lo más sensato es buscarse otras páginas en las que sumergirse.
Aclarado ese punto, conviene señalar que El juego de los herejes, la última novela publicada por César Mallorquí (con la editorial Espasa como soporte), es una historia que entusiasmará a la inmensa mayoría de las personas que se acerquen a ella. Parte, eso sí conviene decirlo cuanto antes, de un procedimiento del que bastantes narradores han abusado en los últimos años, con desigual fortuna (la aparición de un manuscrito relacionado con la religión cristiana, que se podría convertir en un arma contra el Vaticano o contra la ortodoxia). Pero César Mallorquí, que es un fabulador de armas incontestables, hace que nos olvidemos pronto de esa circunstancia sospechosa y nos metamos en un argumento que ejerce su fascinación desde el primer minuto. Así, desde el mismo instante en que la investigadora Carmen Hidalgo (hasta la página 305 no llegaremos a descubrir que su apellido real es otro) recibe el encargo de localizar al escritor Sebastián Gálvez, que ha desaparecido después de componer un libro misterioso, nos veremos envueltos en un auténtico huracán de acontecimientos: casas allanadas, rastros de sangre, policías que reciben presiones para que no continúen con sus pesquisas, pergaminos que aparecen y desaparecen, revelaciones históricas de gran calado, personas asesinadas con curare, miembros de la Orden de Malta, utilización de los más sofisticados medios informáticos y científicos, agentes de los servicios secretos del Vaticano, una marquesa aficionada al mundo del esoterismo... Y con todos esos ingredientes aparentemente estrafalarios o difíciles de compactar, el genio de César Mallorquí elabora una narración que no muestra flaquezas y que se mantiene en pie durante las quinientas páginas del tomo.
Otro detalle digno de destacar de esta novela es que está sustentada sobre un proceso de documentación exhaustivo, como muchas otras del género (es casi una «conditio sine qua non» para otorgarle credibilidad), pero que, a diferencia de lo que ocurre con textos menos elaborados o menos inteligentes, no se solaza umbilicalmente en esos detalles, ni provoca en el lector fatiga terminológica. César Mallorquí sabe que todos los datos científicos e históricos han de pasar por el ánimo del escritor, pero que luego deben resultar en su mayor parte invisibles, y no convertirse en una exhibición pedante ante los lectores, a quienes sólo tiene que ocuparles (y nunca preocuparles) el hilo o asunto de la narración. Todo arquitecto conoce perfectamente las ecuaciones que ha de aplicar para construir los pilares de su rascacielos, pero sabe que no las puede desgranar ante el público que admira el edificio.
Si tienen hijos en edad adolescente, esta novela les servirá como magnífica propuesta para el verano; y, de paso, les recomiendo que ustedes también la lean: se convencerán de que César Mallorquí, a pesar de su infinidad de premios en el ámbito juvenil (Gran Angular, Edebé, etc), no es un escritor que se dirija de modo específico a ese público: es capaz de seducir a cualquier lector que se ponga ante sus páginas sin dejarse atenazar por prejuicios. Compruébenlo.

miércoles, 12 de mayo de 2010

El viajero del siglo



Hay territorios en los que no se puede entrar, por más que se pretenda (Kafka nos lo demostró con la historia de su agrimensor); y también espacios que, de una forma invisible pero inquebrantable, aherrojan a quienes en ellos penetran y no les permiten la huida. Hans, el protagonista de esta novela, lo notará pronto: una vez que pone sus pies en Wanbernburgo ya no hay forma de que pueda salir de allí. Y serán dos los motivos principales para esta poderosa adherencia emocional: el organillero (un misterioso anciano de extraña sabiduría, que se gana la vida tocando su instrumento junto a un perro llamado Franz y que habita en una cueva misérrima) y Sophie (una chica de la buena sociedad wandernburguesa, aficionada a la lectura, políglota, de ideas feministas bastante adelantadas a su tiempo y mantenedora de un salón donde los viernes se discuten ideas políticas, culturales y sociales). Sumemos a ese trío de protagonistas otros no menos interesantes, como el señor Gottlieb (padre de Sophie), Rudi Wilderhaus (el prometido de la muchacha), Álvaro (un español que ha preferido el exilio antes que la deleznable situación política de su país), el profesor Mietter (intelectual de gran peso en la localidad, que discute con Hans en el salón de los Gottlieb) y algunos otros que el lector va descubriendo durante la lectura... Andrés Neuman nos instala así en un espacio peculiar del siglo XIX, situado entre Sajonia y Prusia, que resulta descrito con una bellísima prosa, donde lirismo y narración se abrazan con eficacia. Destacar en ese torrente de aciertos unos pocos (esta o aquella virtud) se antoja un ejercicio de reduccionismo en modo alguno razonable, pero me gustaría llamar la atención especialmente sobre las escenas contrapuntísticas: así, por ejemplo, esa secuencia en que una oveja está a punto de ser esquilada, mientras una chica sufre una violación (pp. 261-263); o la forma delicada en que Hans y Sophie debaten sobre los matices de un poema de Keats, mientras se van desnudando para hacer el amor (pp. 309-310). Pero es que si nos detenemos en los primores puramente literarios de la pieza, la lista puede volverse interminable: a Hans “le corrían por la espalda anguilas de sudor” (p.245); “la luz saltó de golpe, como impulsada por una pértiga” (p.267); en una plaza brilla “un sol rectangular” (p.287); las mujeres “paseaban el color de sus vestidos” (p.311); al salir de una boda, los granos de arroz están “dispersos en la escalinata como un jeroglífico” (p.350). ¿Será necesario aducir más ejemplos? Los degustadores de lo puramente literario recibirán en estas páginas una elevada dosis de belleza; los interesados en la profundidad de pensamiento encontrarán también materiales sobrados en las charlas (quizá demasiado densas: es el único reproche relativo que se me ocurre formular) del salón de los Gottlieb; y los interesados en lo ‘novelesco’ se sentirán arrastrados por la historia del misterioso personaje que va violando mujeres por las calles de Wandernburgo, en escenas tan espeluznantes como bien descritas... Andrés Neuman (Buenos Aires, 1977) no sólo ha demostrado en El viajero del siglo su fortaleza en la extensión, sino también en la intensión. Un poderoso reto narrativo y literario del que sale notoriamente musculado. El premio Alfaguara vuelve a acertar eligiendo ganador.

domingo, 9 de mayo de 2010

Increíble pero cierto




La imagen que se nos ofrece en el prólogo de esta obra no puede ser más exacta: cualquiera de nosotros, acodado en la barra de un bar, tomando el primer café de la mañana. Frente a nuestros ojos, abierto, el periódico del día. Y docenas de noticias desastrosas invadiéndonos: aumento del número de parados, desastres ecológicos, descubrimiento de fraudes bursátiles, políticos que expelen tonterías con sonrisa vampírica o sandia, opiniones banales de futbolistas de moda, titulares redactados por personas que aprobaron con dificultad la ESO... Y de pronto, sin que lo podamos prever, una noticia absurda, risible, disparatada, que nos ilumina el rostro y nos endulza el comienzo de la jornada laboral: una mujer que asegura haber parido una rana en Irán, una anciana que llama a la policía porque no encuentra sus gafas, una familia de Houston que se queja de que las cenizas de un familiar han sido sustituidas en el panteón por una bolsa de patatas fritas, un tipo que salta a un campo de fútbol completamente desnudo y pone en jaque a todos los responsables de seguridad o una campesina polaca que mantiene calmadas a sus vacas suministrándoles marihuana mezclada con el pienso. Seguro que alguna vez se han topado ustedes con noticias tan singulares como éstas, o incluso más, pero no han tenido la curiosidad de irlas recopilando.
Sí lo ha hecho el periodista radiofónico catalán Sebastián Maspons, que las ofrece ahora todas juntas en el volumen Increíble pero cierto, publicado por Libros Cúpula. Las distribuye en cinco bloques temáticos: Animalario, Trastadas, De todo un poco, Lo que necesitas es amor y Chorizos y cía, rebosantes de gracia y cuajados de informaciones hilarantes... y perfectamente serias. Todas indican la fuente de la que proceden (agencia EFE, Reuters, 20 minutos, El País, etc), para que nadie se deje llevar por la tentación de considerarlas exageradas o espurias. Y no faltan, desde luego, motivos sobrados para la suspicacia, porque algunos de los contenidos pueden dejar boquiabierto al lector más impasible. Por ejemplo, ¿qué cara se pone al recibir la noticia de que un señor de Teherán ha sacado un pez de su congelador y, después de varios días de estar metido en un bloque de hielo, éste ha comenzado a dar saltos, perfectamente vivo? ¿Y qué risa no nos sorprenderá cuando se nos explique que un desganado oso panda que vive en un zoo tailandés ha tenido que ser estimulado mediante vídeos porno para que consiga excitarse y tenga tratos sexuales con su pareja? ¿Y qué situación ridícula, bochornosa, casi inconfesable, tuvo que padecer un comprador de Boulder (Estados Unidos) cuando, después de sentarse en el inodoro de una tienda de bricolaje, descubrió que alguien la había embadurnado con cola superadhesiva? ¿Y cómo calificar la actuación de un joven de Triacastela, que, deseando irse de copas a la localidad lucense de Sarria (Lugo) y sin disponer de vehículo para el desplazamiento nocturno, no tuvo mejor idea que robar un enorme tractor y desplazarse con él? ¿Y qué opinaríamos de ese bando municipal que se hizo público en la localidad brasileña de Sao Paulo, donde se daba orden de no morir a los vecinos, mientras no hubiera un nuevo cementerio en el que cobijar los restos de los finados? ¿Y qué perplejidad nos asaltaría cuando se nos informase de que una mujer de Berlín llamó al teléfono de la policía, en plena madrugada, quejándose de que su marido no satisfacía sus ardores sexuales, por lo que exigía intervención de las fuerzas del orden?
Parecen bromas y no lo son: son informaciones reales de periódicos reales. Sebastián Maspons cita, como indicaba antes, la agencia de la que proceden y la fecha exacta, para que cualquier lector pueda comprobar por Internet que les está diciendo la verdad. La grandeza del ser humano (acciones humanitarias, actos de heroísmo, inventos prodigiosos) no conoce límites, eso lo sabemos de sobra desde hace mucho tiempo. Pero este libro sirve para corroborar que tampoco los tiene la estupidez de nuestra especie. Al menos (este volumen resulta muy útil en ese sentido), nos podemos echar unas risas comentando esta o aquella anécdota, de las que el libro nos ofrece una buena cantidad. Diversión indiscutible y garantizada.

miércoles, 5 de mayo de 2010

Retrato de un hombre inmaduro



“Mi vida es el cuento de los que nada tienen que contar. Y es que a mí me han ocurrido muchas cosas, sí, pero ninguna de importancia, y por eso sólo puedo contar episodios nimios y dispersos. ¿Le he dicho ya que mi vida, como tantas otras, carece de argumento?”. Quien así habla entre las páginas 182 y 183 del libro, desde la cama de un hospital, es un hombre que realiza el balance de su existencia ante una mujer innominada, a la que se dirige con voluntad de narrador irónico, humilde y desconcertado. Sabe que no hay un solo episodio trascendente en su haber, que no ha merecido ingresar en los libros de Historia, que apenas quedará constancia de su nombre cuando abandone el mundo; pero, al mismo tiempo, intuye que sus años son irrepetibles, y que son irrepetibles también las personas a las que conoció, las frases que le fue dado escuchar, los episodios infinitesimales en los que se vio embarcado. Durante toda la noche (el amanecer comienza a llegar en la página 175), nos hablará de un grupo de personajes curiosos con los que terminó manteniendo algún tipo de relación personal o profesional: Micaela (la vecina más bien pelandusca, a la que prestaba dinero y de la que obtenía favores sexuales), Óskar (un paralítico en silla de ruedas al que auxilió durante una manifestación relacionada con la guerra de Irak), el señor Tur (un sedentario obligado a la trashumancia), don Máximo Pérez (campanudo catedrático de la banalidad), el estricto y humilde Gisbert (escritor que vende su obra por encargo o firmándola con el seudónimo de ‘Doctor Linch’), el desconcertante Sampedro (un compañero de trabajo que lo sometió a una persecución tan estúpida como desasosegante), el inefable Aquilino Lobo (peluquero, taxidermista, decorador, conferenciante y callista, que está convencido de que Su Majestad lo apoya en su intento de poner ascensor en el edificio donde vive)... El elenco de personajes es tan disparatado y tan surrealista como la vida misma. Pero es que quizá ahí resida una de las posibles lecturas de esta obra. Anotemos aquí una cita que Luis Landero redacta entre las páginas 105 y 106 (“No entiendo ese afán de conocerse uno a sí mismo y andar hurgando y como hozando en las entrañas inmundas de la identidad, a veces incluso con ayuda de profesionales. ¿Qué espera uno encontrar en ese estercolero? ¿Se imagina un epitafio que diga “Aquí yace uno que logró conocerse a sí mismo”? No, a mí lo que me parece interesante es el mundo, el asistir gratis al espectáculo de los demás”)... Pero, durante las 234 páginas de la obra, el narrador se dedica a contarnos quiénes son los que lo rodearon durante su vida, los episodios que vivió, las frases que le impactaron. Es decir, corrobora que somos seres de circunstancias, de lateralidades, de expansiones e influjos magnéticos. Y por eso en sus líneas presta especial atención a los extrarradios del yo. Apenas puede saberse nada de alguien si no es en función (orteguiana) de sus circunstancias, de la gente que lo rodea: de ahí que Retrato de un hombre inmaduro sea una historia cuántica y radial. Conocerse es conocer lo que nos rodea (circum stantia) y por tanto nos modula. La vida no es una novela, sino un puzle; y lo que hace nuestro anónimo narrador es poner todas las teselas en el oído de su interlocutora, para intentar que sea ella quien arme el mosaico. Y para que el lector de la obra haga lo mismo. Luis Landero, novelista de valor incontestable, nos regala en este volumen una historia seductora, donde el humor y la sencillez se dan la mano para construir un edificio meritorio. Recomendaría a los lectores que le prestaran especial atención a la pesadez gelatinosa de don Aquilino Lobo (que urde una tela de araña en torno al pobre protagonista, con una finalidad que sólo más tarde llegará a descubrir), a la disparatada escena en la que el narrador finge conocer a un obrero que ha muerto tras caerse de un andamio (tan surrealista como coherente) y a la bellísima, dulce, emotiva descripción de la muerte de don Obvio. El gran Luis Landero, admirable por tantos motivos, vuelve a convencernos con sus páginas.

domingo, 2 de mayo de 2010

Breve historia de la Región de Murcia




Se cuenta de un opositor a cátedras que, habiéndole correspondido exponer ante el tribunal el tema La guerra de los Treinta Años, abrió su disertación con esta asombrosa muestra de sangre fría: «Observen los señores miembros del tribunal qué raro prodigio: he de resumir en diez minutos una guerra que duró tres décadas». Juan González Castaño podría haber suscrito tan atinado dictamen en el prefacio de su Breve historia de la Región de Murcia, que le ha publicado Tres Fronteras Ediciones. Y es que, en efecto, la destreza de este tomo consiste en que su autor ha tenido que condensar en cuatrocientas páginas todo lo que sabe —que es mucho— sobre el devenir cronológico de nuestra provincia: años de investigación y centenares de trabajos eruditos, que él adelgaza con prosa asequible para que los ciudadanos de esta tierra conozcan de un modo ordenado y fácil los entresijos de su evolución, los pormenores y jalones de su decurso, y un selecto elenco de nombres indispensables que nos permitan saber quiénes somos, cómo somos y por qué somos.
Con cautela intelectual que le honra, el académico González Castaño utiliza en ese prólogo palabras humildes (compendio, divulgativo, rudimentos, someramente o sintéticamente), pero el resultado final es de un mérito incuestionable: desde el Paleolítico hasta la Constitución de 1978, Juan González nos lleva de la mano por el mundo de la historia regional y nos habla de pestes, catedrales, riadas, yacimientos arqueológicos, levantamientos militares, plagas, marqueses, juristas, escritores, guerras, heroicidades, santos, azudes, obispos y bandoleros. Un fresco milenario en el que el autor camino con paso firme por nuestra historia, auxiliándose con especialistas de probada solvencia en muchos campos del saber regional (Jorge Juan Eiroa, Guy Lemeunier, Pedro Lillo Carpio, Juan Torres Fontes, María Teresa Pérez Picazo, Ángel Luis Molina, Pedro Olivares Galvañ), pero sin alejarse nunca de una lectura personal de las cifras y de los hechos, que el autor consigna mediante fórmulas verbales muy claras y muy subjetivas: «Me centraré» (23), «Haré ahora» (58), «Paso a enumerar» (84), «Mencionaré» (159), «Destacaré» (315), etc. Huellas, en fin, de quien lee, conoce y reflexiona.
El resultado es un manejable tomo donde se sintetizan con singular eficacia las líneas maestras de la evolución regional: la Provincia Carthaginensis en los primeros siglos después de Cristo, los caracteres de la Murcia musulmana, el levantamiento mudéjar de 1264, la manera en que el conflicto de las Comunidades o la guerra de las Alpujarras afectaron en la zona, la expulsión de los moriscos en el siglo XVII, la guerra de Sucesión en el XVIII o la importancia de figuras claves como los Fajardo, los Vélez o el obispo Belluga. Pero también se pueden leer en sus páginas algunos cuadros de gran vigor descriptivo. Así, cuando explica cómo eran los núcleos de población de la Murcia medieval, el doctor González Castaño nos dibuja el panorama con innegable fuerza visual: «La higiene y la limpieza vial brillan por su ausencia, algo común, por otro lado, a las demás ciudades de España, y no es inusual ver animales muertos en las calles, hilillos de aguas residuales por su mitad y cerdos hozando en los montones de basura que se alzan por doquier» (115). Y a veces, incluso en situaciones de extrema gravedad, el humor irónico. Cuando se propaga una epidemia de peste a mediados del siglo XVII, el pueblo de Mula decide encomendarse a sus santos patronos san Sebastián y san Roque. Pero como los efectos de su protección no se dejaron sentir con la nitidez esperada, los pobladores de la localidad optaron por una medida tan respetable como curiosa: «Al no mostrarse sensibles ambos a las angustiosas plegarias de los habitantes, la villa optó por designar como patronos a santa Rosa, a santa Teresa de Jesús, santa Rosalía virgen y san Felipe mártir, cuyo cuerpo completo, hallado en las catacumbas romanas, fue remitido desde Baza» (191). Ante todo, el pragmatismo español.
Conózcase o no la historia de nuestros pueblos y ciudades, este volumen se me antoja riquísimo para leerlo con sosiego y pausa, porque nos ofrece un recorrido extraordinariamente ameno por varios miles de años de evolución. Léalo todo aquél que sienta curiosidad por la tierra donde vive. No le defraudará.