martes, 30 de mayo de 2017

Salvación



Quizá la gran pregunta que recorre invisible todos los libros de Miguel Sánchez Robles (Caravaca de la Cruz, 1957) sea tan sencilla como trascendente: ¿tiene la literatura una misión salvífica? Y en caso de que la respuesta resulte ser que sí, ¿de qué nos salva? ¿De la decepción, del dolor, de la amargura de ir caminando hacia la muerte, del vacío, de los atardeceres sin nadie al lado, de sentir por dentro la carcoma de una tristeza que no podemos exteriorizar, de las miradas que se quedan perdidas y no encuentran el camino de retorno, de las amistades que el tiempo erosiona y destruye?
Quienes llevamos años leyendo y admirando a este magnífico escritor (repetiré una vez más que en España hay varios poetas a su altura, pero ninguno por encima) hemos comprobado, en prosa y en verso, que esa interrogación palpita en todas sus páginas. Y también lo hace, de forma muy especial, en Salvación, el texto que le acaba de publicar la editorial Gollarín. ¿Es una novela? ¿Es un largo poema en prosa? ¿Es un caleidoscopio de metáforas? ¿Es la más hermosa carta de amor que una madre ha recibido jamás de su hijo? ¿Es una sucesión de diapositivas emocionales que revelan la temperatura de un alma? A todas esas preguntas hay que responder que sí, porque el volumen se acoge a la amplia definición que usaba el también caravaqueño Miguel Espinosa cuando hablaba de sus obras y las definía como “libros”, sin más etiquetas castradoras.
Miguel Sánchez Robles nos acaba de entregar todo el lenguaje de su corazón. O todo su corazón hecho lenguaje. Y en las casi trescientas páginas del tomo palpitan dolores, lágrimas, añoranzas, descripciones de paisajes (internos y externos), reflexiones filosóficas, corolarios de vida y sentencias que, firmadas por Horacio o Montaigne, encontraríamos consagradas en un buen número de manuales. Que nadie busque aquí una “línea argumental” a la antigua usanza, porque la literatura de este autor no se ciñe a ese tipo de reduccionismos. Miguel Sánchez Robles no quiere contarnos una historia, sino que prefiere dejar que el lenguaje burbujee y construya a base de explosiones, colores, metáforas bizarras y perlas adjetivas un fluir lírico que va envolviendo a los lectores y los instala en un universo paralelo, compuesto de memoria, poesía y reflexión.
“Estoy aprendiendo a vivir despacio”, nos indica el autor al principio de la obra. Y el consejo, por sabio y por útil, convendría aplicarlo también a la lectura de Salvación: entremos despacio y sin inhibiciones en sus páginas, dejemos que su oleaje de palabras nos humedezca la piel del corazón y, al final, quedaremos tan asombrados como conmovidos.
Gracias, Miguel. Por tus libros, por tu lucidez, por tu constante enseñanza, por tu fecundidad, por tu brillantez incontestable. Nunca ha sido más atinado el verso de Bécquer: poesía eres tú.

domingo, 28 de mayo de 2017

Las cartas boca arriba



Me di anoche un paseíto por la poesía, de la mano de Gabriel Celaya, releyendo su breve libro Las cartas boca arriba (Laia, Barcelona, 1978). Es un tomo bien perfilado, con versos de puro fuego, que arden entre la fantasía y el rigor, mezclando lo urgente con lo eterno, y donde brilla el estilo de un poeta único, versátil, rocoso. El libro me ha gustado mucho (como me gustó cuando lo leí, allá por los años 90) y me ha permitido recordar algunas líneas de intensísima belleza. Celaya tiene manos ferreteras, agropecuarias, mineras, le pega puñetazos a los vocablos, los acaricia, los mima, los estruja, les extrae su caudal de luz y de verdad. De tal manera que sus composiciones y sus libros tienen una condición humana que palpita. No hay en ellos alambique o manierismo, sino estruendo, tierra mojada, calles de ciudad, gentes que pasan. Al cerrar las páginas de sus libros, siempre, me formulo idéntica pregunta. ¿Por qué se ha olvidado tanto a este escritor? No es desdeñable; ni siquiera es mediano. Yo entiendo que tiene una musculación literaria muy sólida. Además, habla del amor, de la muerte, de los grandes temas. ¿Dónde está la causa del vacío que a su alrededor se hace? No lo entiendo, de verdad que no lo entiendo.

“Porque tú y yo y el mundo nos estamos muriendo”. “Nos estamos muriendo por los cuatro costados, / y también por el quinto de un Dios que no entendemos”. “Nuestra pena es tan vieja que quizá no sea humana”. “Soy el agua sin forma que cambiando se irisa”. “Ser hombre no es ser hombre. Ser hombre es otra cosa”. “Lo real me resulta increíble y remoto”. “El siempre primer día que hoy estreno”. “Así toda mi vida fue un fallido / esfuerzo por ponerlo todo en claro”. “Debemos ser formales, solemnes, decorosos; / siguiendo los carriles, crear libros y cuadros, / retratos que se pagan, poemas publicables; / disimular con formas sabias que estamos locos”. “Dios es lo más simple”. “El ibero que peca / de estar mal educado”. “No hay dignidad posible cuando uno ha visto tanto / y está triste, está triste, sencillamente triste”. “Te impones la alegría como un deber heroico”. “Hay músicas que invaden los repliegues secretos”. “Cualquier cosa que hagamos se carga de sentido”. “Vivimos de morirnos”. “Mi infancia me cuenta su mitología”.

viernes, 26 de mayo de 2017

Siete papas



Del teólogo Hans Küng, una de las mentes religiosas más notables del siglo XX, se acaba de publicar en la editorial Trotta el libro Siete papas, donde el célebre pensador suizo nos traslada sus impresiones y reflexiones sobre aquellos pontífices que han regido el Vaticano desde que él entró en el mundo de la religión. Haciendo alarde de una sinceridad que le honra, Küng admite que, además de introducir análisis objetivos acerca de estos dirigentes, también se ha dejado influir por sus emociones (“El hecho de que determinados papas salgan mejor parados que otros tiene que ver, por supuesto, con el hecho de que me resulten simpáticos o antipáticos. ¿Cómo podría ser de otro modo?”, p.12).
Así, nos dirá que Pío XII usó la devoción mariana “con sentido estratégico”, que fulminó el movimiento de los curas obreros franceses, que fue capaz de excomulgar en masa a todos los comunistas del mundo en 1949 mientras no movía un dedo para denunciar el nazismo (“Esto fue bastante más que un error político; fue todo un fracaso moral”, p.39)  y que, por todo eso, “este pontificado fue una verdadera tragedia cristiana, a pesar de todo su esplendor externo” (p.40). De Juan XXIII aseverará que fue “el papa más grande del siglo” (p.49), aunque le faltasen dotes de mando para eliminar a los sectores más retrógrados de la curia. Eso no obsta para que lo defina como “un papa que irradia amor cristiano en lugar de poder eclesiástico”. Por Pablo VI manifiesta sentir “simpatía personal”, pero no se le oculta que su papado tuvo “un comienzo esperanzador, un final más bien triste” (p.132). Sobre la inopinada muerte de Juan Pablo I (solamente se mantuvo en el cargo durante treinta y tres días) afirma: “A los curiales, a los que en parte conozco personalmente, los creo capaces de mucho, pero no de asesinar a un papa” (p.145). Cuando llega a la semblanza de su sucesor, Juan Pablo II, no duda en indicar que ha dejado “una nefasta herencia” (p.179) y que fue desde el principio un papa del Opus Dei, al que define como “Organización secreta católico-fascista con rasgos sectarios” (p.155). Algo después (p.199) nos dirá Hans Küng que el manipulador Joseph Ratzinger “hizo todo lo posible para encauzar la elección papal”, y el resultado fue evidente: salió elegido y optó por el nombre de Benedicto XVI. Era el triunfo de “el gran inquisidor y adversario de toda reforma de la Iglesia” (p.208) y de un hombre que habría de verse salpicado por “los escándalos de abusos sexuales a menores, que se extienden de continuo y a cuyo encubrimiento él mismo había contribuido” (p.247). Con las páginas que dedica a la “primavera vaticana” que supone la elección del actual papa, Francisco, quien representa “un signo de esperanza” (p.264), el teólogo Kans Küng cierra esta obra seria, profunda y controvertida, donde va mezclando consideraciones puramente teológicas con análisis humanos, meditaciones orgánicas y apuntes para la renovación del aparato de la Iglesia y su necesario saneamiento.
Nos encontramos, por tanto, con un volumen que resultará muy útil tanto a los especialistas como a los simples interesados en el devenir de los asuntos vaticanos en las últimas décadas, y que está escrito con tanto rigor en los términos como transparencia en la exposición. Nuevo acierto editorial del sello Trotta.

miércoles, 24 de mayo de 2017

Crepusculario



Crepusculario es sustancialmente una obra de Neruda, pero aún no lo es del todo accidentalmente. Uso esta terminología aristotélica para significar que el espíritu del volumen ya nos muestra a un escritor potente, a un zahorí de bellezas; pero que la forma en que traduce ese huracán íntimo es todavía imperfecta. Neruda ha buceado poderosamente por el océano de los libros y, al emerger, su piel está húmeda de influencias y salina de plagios. Pero esta actitud no es en modo alguno vituperable, ni motivo de burla. Todo escritor joven nace de una superposición de adherencias y busca con su ayuda su propio sendero creativo.
Se percibe en casi todos los poemas de este volumen, como si una niebla los impregnase, que aquel chico oscuro, tímido y solitario no era feliz. ¿Simple prurito adolescente de significación? ¿Malditismo romántico llevado a su extremo? La martilleante insistencia del escritor parece avalar la sinceridad de su pena: “Estoy triste, pero siempre estoy triste” (Farewell); “Sé que la vida es triste” (Los jugadores); “Mordiendo solo todas mis tristezas” (Barrio sin luz); “Mi cuerpo triste” (Aquí estoy con mi pobre cuerpo); “Mi queja triste” (Tengo miedo); etc. Y las posteriores declaraciones autobiográficas del vate chileno confirmarían una y otra vez la autenticidad de esa desolación.
Inquieto, febril, casi arrebatado, Neruda indaga en múltiples direcciones: baraja moldes estróficos diferentes (cuartetos, sonetos, romances); juega con una polimetría nerviosa (versos de 7, 8, 9, 11, 14, 16 sílabas); y hasta se permite ejercicios lujosos con la rima: bien decantándose por consonancias extremas (crepúsculo-corpúsculo-músculo); bien recurriendo a ironías semánticas (impolutas-putas). ¿Y a quién no seduce el precoz riesgo estrepitoso de sus encabalgamientos, el luminoso poder evocador de sus símiles (“Incontenible como un amanecer”), el lirismo desprejuiciado de sus metáforas, la belleza de sus adjetivos desplazados (“La angustia inmóvil del acero”) o el espesor de sus imágenes acumulativas (“Rodaban, ululando como tigres, los trenes”)? Es como si nada le bastase. O, mejor, como si pretendiera caminar todos los senderos para ver por cuál transita con más comodidad y con mejores resultados.

Una voz, que aún estaba desperezándose, había nacido.

lunes, 22 de mayo de 2017

Al margen de estos clásicos



Acabo, con una vasta ebullición mental —por lo mucho que se aprende en él y lo bien escrito que está el volumen—, las páginas de Al margen de estos clásicos, del filósofo Julián Marías (Afrodisio Aguado, Madrid, 1967). Me ocurre con este pensador una cosa muy curiosa: lo admiro profundamente por la seriedad y la diversidad de sus reflexiones, me gusta la forma en que organiza y redacta... pero siempre me chirría el modo en que se empeña en autocitarse. Como ya dije en mi ensayo Z, como resalté en mi libro X, sobre este asunto ya adelanté algunas notas en mi trabajo T... Ese pavorrealismo siempre me ha sorprendido, por su puerilidad. Pero salvada esa flaqueza, dejaré aquí algunas de las frases que he ido espigando en el volumen, aclarando que se trata de una pequeña muestra: el tomo es tan denso, tan abigarrado de aciertos, tan notable, que la pretensión de reducirlo a un resumen está condenada al fracaso... “Si cualquier país hiciera el intento de vivir de sus propias ideas, el resultado sería la indigencia mental”. “(Idioma) El español juega libremente con monedas bien acuñadas”. “Los géneros literarios significan fundamentalmente las diversas articulaciones de la realidad, los diferentes escorzos o posturas en que la realidad es acotada, presentada, interpretada”. “Cuando yo escribo o hablo y pienso que puedan no entenderme los que me leen o me oyen siento una especie de repugnancia interna, casi, casi la náusea de los existencialistas”. “Con los padres no hay que estar de acuerdo, no se está nunca de acuerdo. Lo que se debe tener con ellos es concordia; y ésta sólo nace de la cordialidad”. “El escritor químicamente puro -Ramón Gómez de la Serna-”. “Esa propensión ibérica al energumenismo”. “La perplejidad del español en vacaciones: después de quejarse de “no tener tiempo para nada”, se encuentra en la situación embarazosa de “no tener nada para el tiempo”...”. “Azorín —ésta es la verdad— nunca ha acabado de ser novelista”. “La dificultad está en que Azorín ha sido siempre mediano narrador. No fluye: su prosa está hecha de pausas, río todo remansos”. “(Azorín) No hay escritor con menos ruido que él”. “Machado se acerca a las cosas (...) y apenas las toca. No las viste, no las recubre de recursos retóricos; simplemente, nos las señala, con un gesto tímido y sorprendido, que subraya su emoción o su belleza. Es poca cosa, pero esencial”. “Con la erudición va a ocurrir quizá como con las armas de guerra: a fuerza de intensificación y perfección habrá que renunciar a usarlas (...) el crecimiento casi canceroso de la bibliografía universal”. “Este libro, Platero y yo (...) no es de poesía (...); gravita hacia lo que, en un sentido muy lato, podríamos llamar “novela”...”. “(Ortega y Gasset) Creador del estilo literario más influyente en el siglo”. “El hombre, cada hombre, tiene que decidir en cada instante lo que va a hacer, lo que va a ser en el siguiente. Esta decisión es intransferible: nadie puede sustituirme en la tarea de decidirme, de decidir mi vida”. “(Ramón Gómez de la Serna) Dice esas cosas que extasiarían a los demás si fuesen de Heidegger: “Aburrirse es besar a la muerte”...”. “Lo que pudieron ser Garcilaso o Bécquer en sus siglos, en el nuestro lo ha sido Salinas”. “Sobre Cela se han escrito más adjetivos que sustantivos y verbos; y los adjetivos son poco esclarecedores. Se cae en la cuenta de que Cela, que tanto ha dado que hablar, debería también haber dado que pensar”.

sábado, 20 de mayo de 2017

Mortal y rosa



La primera vez que leí Mortal y rosa, de Francisco Umbral (Destino, Barcelona, 1979), fue en agosto de 1989. Y no tengo que hacer demasiada memoria para recordar que me impresionó. Aún no había sido padre, ni había perdido a ningún hijo, pero el dolor terrible que sus páginas contenían me traspasó como un dardo envenenado de lágrimas y literatura. Ahora, cuando lo visito por tercera o cuarta vez, sigue pareciéndome un canto hermoso, magnífico, desgarrado y lírico que Umbral le dedica a su hijo recién fallecido, y que hace estremecerse el ánimo del más templado. Imagino que cuando pasen los años y las décadas, la imagen agria que Umbral se obstinó en difundir como personaje público quedará olvidada o difuminada, y que entonces se comprenderá la grandeza única de este largo poema en prosa, uno de los mejores que he leído en mi vida. “Cómo negar la mitad en sombra de la vida, si están ahí los sueños”.  “La juventud es una divina vulgaridad. Los años estilizan, aristocratizan, dignifican un poco, y llegan incluso a individualizarnos. Pero preferíamos la democracia gloriosa de la juventud a estas distinciones y medallas de edad que nos impone la vida”. “Ahora la gente se pone al sol para teñirse. Mal hecho. Eso da cáncer. El bronceado es un vestido, un disfraz. Una mujer muy blanca está más desnuda. El pigmento, natural o adquirido, viste, reviste”. “Es muy fácil que la mano se torne garra sobre el cuerpo de una mujer. Ir a la mujer con manos de pianista mejor que con manos de ladrón. Que la mujer no se sienta saqueada, sino templada, pulsada, afinada”. “El hombre, si no es la medida de todas las cosas, es al menos una maqueta bien intencionada del Universo”. “Nunca llevamos a un niño de la mano. Siempre nos lleva él a nosotros”. “Estoy oyendo crecer a mi hijo”. “La salud es un delicado equilibrio de deflagraciones. La cabeza que suena, los ojos que duelen, los oídos que pitan, la garganta que escuece, el vientre que sufre, los enfisemas, los vértigos, el insomnio, el miedo, las caries, las infiltraciones hiliares, las arritmias, la tos. Estamos vivos de milagro. Lo científico sería morirse en seguida”. “Vives otras casas, las amueblas, las habitas, y algo te dice que no son tu casa. Entras y sales en ellas. Pero un día encuentras la casa, tu casa, la que te esperaba, ésa que teje en seguida en torno de ti su silencio, sus sombras, su polvo, su tiempo, y de la que ya no vas a salir nunca, a la que volverás siempre”. “Escribir es una cosa pasiva, receptiva, contra lo que se cree, así como leer es algo activo, creativo, voluntarista”. “El estilo es la modulación que toma el lenguaje al pasar por nosotros, como la curva que adopta el agua en una jarra”. “El libro es sólo el pentagrama del aria que ha de cantar el lector. En el libro no hay nada. Todo lo pongo yo. Leer es crear. Lo activo, lo creativo, es leer, no escribir”. “Miro mi edad en los espejos de las tiendas”. “Moriré sin haber pasado por el mundo. Jamás he salido del ámbito mágico de la literatura, lo cual no tiene nada que ver con la torre de marfil. He vivido el mundo intensamente, pero literariamente. Escribir es sólo la exteriorización de una actitud y de una óptica. El escritor va por dentro”. “(El escritor) No, no sirve de nada defenderse con el escándalo o la rebeldía. Al final te aprovechan. Al final te vacían en bronce, que es lo que quieren”. “Nada me atormenta tanto como la belleza del mundo. Vamos en una lujosa calamidad, en una primavera mortal, hacia la muerte. Se nos ha preparado —¿por quién?, por nadie— una suntuosa masacre, el hombre muere rodeado de belleza, entre el esplendor del verano o los palacios fríos del invierno”. “Lo nuestro no tiene arreglo. El hombre es decididamente mediocre”. “Ya tenemos estadísticas exactas sobre los niños que se mueren. Lo que no tenemos es ganas de alimentarles, pero llevamos su muerte muy bien contabilizada”. “Hay que descubrir la piedra filosofal todos los días, y encontrarla entre las piedras grises y torpes, que son las que más abundan”. “Lo más desolador es que ni en la muerte nos encontraremos. Cada cual se queda en su muerte, para siempre. La muerte es distancia, sólo distancia”.

jueves, 18 de mayo de 2017

El abismo verde



En ocasiones, nuestros miedos y nuestras dudas se alían para erosionar la calma sedante en la que creíamos vivir. Navegantes por un mar tranquilo, en el que las galernas y los maremotos habían decidido respetarnos, de pronto nos vemos sacudidos por un oleaje que desarbola nuestra nave y nos provoca un atroz naufragio. Así le ocurre al joven sacerdote que protagoniza la última novela de Manuel Moyano, publicada por la editorial palentina Menoscuarto con el título de El abismo verde.
Resumir su argumento sería fácil y probablemente serviría para que muchos lectores se sintieran de inmediato tentados de buscar el libro, pero me abstendré de recurrir a ese reclamo. Digamos simplemente que tenemos a dos europeos (un alemán y un español) situados entre las localidades selváticas de Mapucho y Agaré, en el continente americano. Digamos que están rodeados por una masa de indígenas embrutecidos por el alcohol de caña. Digamos que a unos seis kilómetros de allí se pueden visitar las ruinas de una ciudad maya o inca. Y digamos, en fin, que por los agujeros de sus muros erosionados aparecen, al oscurecer, unas criaturas deformes, de sexo femenino y apariencia humana pero sin pigmentación en la piel, que provocan tanto estupor como repugnancia.
Ya está. Dejémoslo en ese punto. El lector de Manuel Moyano no necesita más para saber qué maravillas va a encontrarse en las páginas de esta novela, que lleva una preciosa imagen de portada de Francisco Anzola y que investiga en territorios tan variopintos y sugerentes como el horror, la fe religiosa, la atracción sexual, la desesperanza, la ansiedad, el desconcierto o la furia.
Tres elementos se combinan para convertir el volumen en una pieza codiciable: de un lado, esa trama poderosa que he insinuado y que alcanza límites inauditos en varias secuencias del relato; de otro, los convincentes perfiles psicológicos que el autor elabora con los personajes principales (el dipsómano Lavinger, el sinuoso Montesinos y el atormentado sacerdote que nos narra la historia); y, por fin, una presentación formal de imposible mejora, donde la música sintáctica de Manuel Moyano, su cuidado a la hora de adjetivar y su finura semántica envuelven al lector hasta que llega al vértigo de la última página.
Si es usted lector habitual de este prosista afincado en Molina de Segura, corra a hacerse con la obra, porque le aseguro que volverá a encontrarse con la magia que ya descubrió en sus libros anteriores. Si no lo es, acépteme el consejo y sumérjase en las aguas de este río: pasará al grupo anterior en cuestión de cinco minutos.

lunes, 15 de mayo de 2017

Tentativa del hombre infinito



El exquisito sello Cátedra acaba de editar, con un espléndido trabajo de exégesis de Hernán Loyola, el juvenil texto poético Tentativa del hombre infinito, de Ricardo Eliécer Neftalí Reyes Basoalto, más conocido en el ámbito de las letras como Pablo Neruda. Este poco conocido volumen constituye, en la producción del chileno, una bisagra evidente entre su etapa simbolista y su etapa surrealista, como señaló hace años el estudioso Fernando Alegría.
Se trata de una obra realmente extraña, no demasiado extensa, llena de nervio, “sobrecogedora pero ininteligible” (en opinión de Saúl Yurkievich), y que tiene mucho de desbordamiento, de vómito existencial, de riada anímica. Flotan en ella candelabros, hogueras, hojas, crepúsculos, matorrales, proas, luces, campanas, amores, vientos, túneles, mareas, atardeceres, fotografías, besos, frutas, niños, metales, peces, trapos, panes, victrolas, luciérnagas y bosques. Es como si los mundos antiguos de Neruda (el mundo triste de Crepusculario, el mundo reordenador de El hondero entusiasta, el mundo erótico de Veinte poemas de amor y una canción desesperada) abdicasen de su estatus cósmico y se despeñaran por los taludes de una desgarradora pesadilla surreal, pórtico ya de las Residencias.
Como es lógico suponer, este vuelco conceptual ha de ir acompañado también de un giro drástico en la forma. No podía ser (casi nunca lo es) de otro modo: cuando rasgamos un naipe, ambas caras resultan destruidas. Consciente de que las revoluciones han de ser absolutas (o no son nada), el joven escritor decide desautorizar los preceptos caducos de la ortodoxia: niega la puntuación, descree de las mayúsculas y cancela el rigor militar de la sintaxis castellana, logrando lo que Enrico Mario Santí definió en su momento como “suite visionaria”, donde los vocablos nocturnos se convierten en los grandes protagonistas (sueño, luna, dormir, estrella, sombra, etc. “Noche” aparece en 26 ocasiones). Como es lógico, los lectores quedan a menudo desconcertantes, sobre todo sabiendo que es la obra que publicó Neruda tras sus transparentes Veinte poemas de amor y una canción desesperada.
Neruda comprende que el ático de los sueños está ahí, esperando ser visitado y descrito con palabras (desconcertadas, o nebulosas, o balbucientes, pero palabras); y asume ese reto con el empuje y la confianza que sólo un muchacho lleno de ilusiones podía desplegar. Haciendo anatomía de sus propias entrañas, Neruda se muestra desnudo al sol de la poesía y nos entrega unas páginas tan difíciles como confesionales.
Aparecen en las páginas del libro, flotando como nenúfares sobre un magma de color oscuro, asombrosos juegos visuales o táctiles (“la sonrisa se extiende como una mariposa en su rostro”, “el aire estaba frío en tu corazón como en una campana”, “amanecía débilmente como un color de violín”, “amanecen los puertos como herraduras abandonadas”, etc). Pero resulta evidente que en sus líneas generales nos encontramos ante una obra difícil, casi críptica, donde las pesadillas, las imágenes turbulentas y las adjetivaciones extrañas parecen dejar óxido en la lengua de los lectores.  Quizá por eso el crítico Alberto Cousté pudo afirmar que Tentativa es “acaso el menos leído de los libros de Neruda, y sin duda el que menos comentarios ha merecido de sus exégetas”.
Con esta edición de Cátedra, es posible que comience a entenderse mejor esta obra juvenil del premio Nobel chileno.

sábado, 13 de mayo de 2017

Diario póstumo



Releo el Diario póstumo, de Ramón Gómez de la Serna, expurgado por su mujer Luisa Sofovich de los aspectos más íntimos (Plaza & Janés, Barcelona, 1972). Y constato una vez más que todas las marcas del genio —Ramón lo fue, según dicen— brotan aquí: la chispa, el alto logro lírico, la abisal hondura de sus meditaciones, la sinceridad, la transmutación alquímica de todo en literatura. Se trata de un libro para leer, releer, solazarse e instruirse en la esencia de un escritor auténtico, así que le cedo la palabra para que sea él mismo quien nos deje sus reflexiones, cajón extravagante y amplio donde cabe casi todo: la arbitrariedad, la filosofía, el humor, el exabrupto... Ramón podía ser irritante en ocasiones, pero nos dejó una obra literaria que conviene releer de vez en cuando. “Todo el que no está muriéndose no alcanza la explicación del mundo”. “Volvimos a ver si estaban en el banco del jardín público las horas que perdimos allí el otro verano, y allí estaban”. “Quiero que queden fijas las ideas, y las ideas no pueden ser fijadas porque las plumas se niegan a ello. Las plumas son unas hijas de puta”. “No hablemos de café: o se tiene la superstición del café o no se tiene”. “El que cree que todo lo va a encontrar en el diccionario, está erudíticamente perdido”. “La vida es así: “¿Se ha acomodado bien? Pues entonces, ¡fuera!”...”. “La multitud no tiene importancia más que cuando se revoluciona y quiere matar al que está tan tranquilo y no se mete en nada”. “No dais importancia a los pasos de los seres y tienen la importancia de lo que desaparecerá, de lo que, habiendo sido tan evidente, un día no tendrá ninguna evidencia... Oíd con atención y respeto los pasos”. “Cada vela tiene su manera de llorar su cera”. “Ya vas a ser calumniado por todos. Ya vas a morir. Resígnate”. “Su defecto es que a todo lo que hablaba le ponía forro de palabras”. “El beso, ¿es un préstamo o un regalo?”. “Los libros de las rancias bibliotecas se traspasan sabiduría o curiosidad en un intercambio secreto”. “El mayor logro de la vida es que no le nombren a uno muerto honorario”. “Trajes: forros de la nada”. “Los repetidos sellos de “archívese” que nos quieren o nos van poniendo a la espalda no deben resistirse; hay que escapar apenas se les sienta”. “Si no te encuentro, ¿para qué quiero la ciudad?”. “En el fondo del mar hay un álbum en que están las fotografías de todos los náufragos”. “El arte no se debe abandonar. Hay que estar buscándole las vueltas, hay que estar esperando que quiera hablar con uno”. “Siempre la fotografía dice la verdad”.

sábado, 6 de mayo de 2017

El romancero de la novia



Cuando se pregunta a lectores, estudiantes o incluso profesores, por los poetas del 27 el nombre que siempre sale a la primera línea de la memoria es Federico García Lorca. Después, en proporciones variables, surgen Vicente Aleixandre, Rafael Alberti, Pedro Salinas y Luis Cernuda. Pero el “patito feo” del grupo suele ser el santanderino Gerardo Diego, a quien se lee poco, se valora poco y se recuerda poco, ni siquiera por haber compartido premio Cervantes con Jorge Luis Borges.
Hoy traigo a esta página su producción inicial El romancero de la novia, que se completó con Iniciales y que constituye una buena muestra de sus primeros pasos líricos, donde trabajó con unas asonancias deliciosamente musicales y donde practicó unos frecuentes encabalgamientos rítmicos de gran elegancia (incluso cuando se antojan demasiado abruptos, como ocurre en “El retrato roto”). Temáticamente, el recorrido que siguen los poemas del volumen es muy claro: el vate se enamora de una chica, con alborozo casi adolescente (“Eres mi novia, mi novia... / palabra divina. Suenas / a música, a luz, a labios, / a corazón, a pureza”) y, después de algunos altibajos en los que incluso acarician la posibilidad de devolverse las cartas (“Nube de primavera”), se produce la ruptura definitiva. El poeta le agradece todo el tiempo que compartieron y anota que ahora todo es en su corazón “Frío... Soledad... Silencio...”.
El profundo dominio de los octosílabos se enriquece en Iniciales con una mayor variedad métrica (heptasílabos, endecasílabos) y se amplía también el abanico de temas: los atardeceres, con su esplendor de luces (“Fuego”), las peticiones a Dios para que le conceda el don de la voz lírica (“Poeta sin palabras”), etc. Gerardo Diego se ejercita aquí en los sonetos (“Era una vez”), sobrevive incluso a un experimento con la cuaderna vía (“La caravana de las lecheras”) y propone la desnudez, la sobriedad y la contención como formas poéticas (“Química”).

En suma, un volumen juvenil pero que ya evidencia al poeta estupendo que el cántabro siempre fue. No se merece la amnesia con la que tantos lo cubren.

jueves, 4 de mayo de 2017

Felicidad familiar



En ocasiones (por no incurrir en la exageración de afirmar que siempre), la felicidad es un envoltorio que apenas resiste un leve arañazo antes de revelar lo que realmente encubre: un contenido menos amable, menos sonriente, menos idílico del que los colores exteriores mentían. Sonreímos para protegernos. Disimulamos para apuntalarnos. Y con ese camuflaje quebradizo circulamos por la vida... Así le ocurre a la inteligente Polly Solo-Miller, una experta en técnicas de estimulación de la lectura que trabaja en un puesto de alto nivel y que está casada con el abogado Henry Demarest. Él es un hombre que goza de gran éxito en su profesión y que está acostumbrado a que su esposa ejerza de dulce ángel tutelar (“Polly tenía dos ocupaciones: la que desempeñaba a cambio de un salario y la consistente en iluminar el humor sombrío de su marido”, p.27). La pareja tiene hijos, un hogar lujoso, un nivel económico elevado y unas relaciones sociales animadas: cenas con amigos en locales distinguidos, asistencia a exposiciones, viajes y vacaciones donde nunca sufren imprevistos ni reveses... Pero Polly experimenta, de pronto, una perturbación en su vida emocional cuando conoce al pintor Lincoln Bennet, solitario y magnético, de quien acaba convirtiéndose en amante. Polly no está dispuesta a renunciar a las nuevas sensaciones que Lincoln le aporta, pero constata con sorpresa que continúa amando a su esposo (“Pensaba que su amor por él no había menguado. Se había establecido un equilibrio que hacía la vida más... La palabra era “soportable”, pero no se atrevía a pensar en ella”, p.69). En ese juego erótico que con tanto vigor ha irrumpido en su vida ambos tienen las cosas claras: ni ella quiere dejar a su marido, ni Lincoln se muestra partidario de renunciar al preciado don de la libertad. Se amarán y se encontrarán furtivamente cuando sus agendas se lo vayan permitiendo. Mentirán, cuando se encuentren en público, una cordialidad educada y huérfana de pasiones. En suma, tratarán de que la existencia de Polly siga pareciendo “honorable”... Pero lo que ella no puede evitar es sentirse confusa y triste por esta situación de encubrimiento en la que vive, que le hace plantearse muchas preguntas: “¿Dónde había fallado? Las cosas que deseaba, las cosas que tenía y las cosas por las que trabajaba no casaban entre sí. Se sentía una extraña en su propia vida, una forastera entre las cosas que había creado y una marginada de su propio corazón” (p.216). Estas tensiones, estas zozobras la conducen a una sensación creciente de inquietud, de autoexamen; y trata de replantearse su existencia (“De las terribles angustias que había pasado sentía surgir un nuevo yo. No sabía cómo iba a ser, pero sería por carácter y naturaleza exclusivamente suyo”, p.332)... Una novela llena de reflexiones sobre el amor, sobre la fidelidad, sobre el sentido de la vida y, ante todo, sobre los cauces que nos conducen hacia la dicha o el fracaso. Espléndida propuesta de Laurie Colwin, que Antonio-Prometeo Moya traduce para el exquisito sello editorial Libros del Asteroide.

martes, 2 de mayo de 2017

Deseo de chocolate



Estamos rodeados de objetos. Nos circundan física y emocionalmente, pero lo más frecuente es que no reparemos con demasiada frecuencia o intensidad en su textura, en tus perfiles, en su devenir. La vieja joya oxidada de la abuela, aquel souvenir que nos trajeron de un viaje, una prenda ajada de cuando éramos niños, el antiguo reloj de pulsera que ya no funciona, un viejo bolígrafo que nos sirvió bien y que tartamudea su tinta penúltima. En ocasiones, determinados escritores se han centrado en uno de esos objetos en apariencia insignificantes y han extraído de ellos una propuesta muy sólida desde el punto de vista narrativo o sentimental. Pero la ambición que la catalana Care Santos despliega en Deseo de chocolate va mucho más lejos, en todos los sentidos, porque persigue las vicisitudes que experimenta un objeto durante tres siglos y nos va mostrando las peripecias ramificadas de sus diferentes poseedores. Así, nos suministra varias historias (muchas historias, en realidad) en una misma novela. El objeto en el que fija su mirada es una chocolatera que se fabricó en Sèvres por encargo de Adélaïde, hija del rey Luis XV, la cual adoraba tomarse esa bebida a diario. Con el paso del tiempo, el insigne recipiente fue pasando de mano en mano hasta llegar a la actualidad, que se encuentra en el hogar de Sara y Max, que llevan casados diecisiete años... Durante esas tres centurias, la pieza de porcelana ha sido testigo de una gran cantidad de sucesos y se ha visto manejada u observada por personajes de lo más variopinto: la mujer que engañaba a su marido con el mejor amigo de éste en la habitación 709 de un hotel; un doctor octogenario que, después de casi dos décadas de vida bajo el mismo techo, se anima a dar el paso de casarse con su sirvienta; el maestro chocolatero que ejecuta todo el proceso de forma artesanal y que tiene a su hijo estudiando en Suiza; una esposa inquieta, que se fuga de casa para irse con un tenor (“Para conocer a los hombres no basta con acostarse con uno solo. Yo quiero ser sabia en este terreno. Con un hombre solo no tengo ni para empezar”, p.198); un muchacho que, en el último cuarto del siglo XVIII, es enviado a Barcelona para hacerse con una máquina que está llamada a revolucionar la historia de la repostería... 
Con su maravillosa capacidad para desarrollar argumentos y salpimentarlos con personajes inolvidables, Care Santos consigue, una vez más, embrujarnos y llevarnos a donde ella quiere: la butaca de la seducción. Allí nos invita a sentarnos; allí nos ofrece un café caliente (en este caso, un chocolate); allí despliega ante nuestros ojos su fabuloso arsenal de prodigios, como esos magos ambulantes que provocan exoftalmia entre su público. Deseo de chocolate es la historia de muchas fascinaciones, de muchas emociones, de muchos seres. Y el zigzag cronológico que utiliza para contar todas esas vidas es tan magnético como convincente, permitiéndose incluso alardes como el que maneja en la secuencia 15, donde se pasa al formato teatral, para darle un ritmo más brioso a las postrimerías de la novela. Care Santos hace lo que quiere y en todo brilla. Es única. God Save the Queen.