Quizá la gran pregunta que recorre invisible todos
los libros de Miguel Sánchez Robles (Caravaca de la Cruz , 1957) sea tan sencilla
como trascendente: ¿tiene la literatura una misión salvífica? Y en caso de que
la respuesta resulte ser que sí, ¿de qué nos salva? ¿De la decepción, del
dolor, de la amargura de ir caminando hacia la muerte, del vacío, de los
atardeceres sin nadie al lado, de sentir por dentro la carcoma de una tristeza
que no podemos exteriorizar, de las miradas que se quedan perdidas y no
encuentran el camino de retorno, de las amistades que el tiempo erosiona y
destruye?
Quienes llevamos años leyendo y admirando a este
magnífico escritor (repetiré una vez más que en España hay varios poetas a su
altura, pero ninguno por encima) hemos comprobado, en prosa y en verso, que esa
interrogación palpita en todas sus páginas. Y también lo hace, de forma muy
especial, en Salvación, el texto que
le acaba de publicar la editorial Gollarín. ¿Es una novela? ¿Es un largo poema
en prosa? ¿Es un caleidoscopio de metáforas? ¿Es la más hermosa carta de amor
que una madre ha recibido jamás de su hijo? ¿Es una sucesión de diapositivas
emocionales que revelan la temperatura de un alma? A todas esas preguntas hay
que responder que sí, porque el volumen se acoge a la amplia definición que
usaba el también caravaqueño Miguel Espinosa cuando hablaba de sus obras y las
definía como “libros”, sin más etiquetas castradoras.
Miguel Sánchez Robles nos acaba de entregar todo el
lenguaje de su corazón. O todo su corazón hecho lenguaje. Y en las casi
trescientas páginas del tomo palpitan dolores, lágrimas, añoranzas,
descripciones de paisajes (internos y externos), reflexiones filosóficas,
corolarios de vida y sentencias que, firmadas por Horacio o Montaigne,
encontraríamos consagradas en un buen número de manuales. Que nadie busque aquí
una “línea argumental” a la antigua usanza, porque la literatura de este autor
no se ciñe a ese tipo de reduccionismos. Miguel Sánchez Robles no quiere
contarnos una historia, sino que prefiere dejar que el lenguaje burbujee y
construya a base de explosiones, colores, metáforas bizarras y perlas adjetivas
un fluir lírico que va envolviendo a los lectores y los instala en un universo
paralelo, compuesto de memoria, poesía y reflexión.
“Estoy aprendiendo a vivir despacio”, nos indica el
autor al principio de la obra. Y el consejo, por sabio y por útil, convendría
aplicarlo también a la lectura de Salvación:
entremos despacio y sin inhibiciones en sus páginas, dejemos que su oleaje de
palabras nos humedezca la piel del corazón y, al final, quedaremos tan
asombrados como conmovidos.
Gracias, Miguel. Por tus libros, por tu lucidez,
por tu constante enseñanza, por tu fecundidad, por tu brillantez incontestable.
Nunca ha sido más atinado el verso de Bécquer: poesía eres tú.