lunes, 27 de noviembre de 2023

La cata

 


Parece una simple cena que se celebra en una lujosa mansión de Londres, pero hay algo más latiendo al fondo. El anfitrión, Mike Schofield, se ha propuesto retar a uno de sus invitados (Richard Pratt) con una apuesta para ver si logra identificar un vino exclusivo y minoritario que guarda en su casa. Son ya varias las ocasiones en las que ha intentado vencerle, poniendo en su copa un caldo rarísimo, mas nunca lo ha logrado: Pratt siempre acierta con la procedencia y con la añada. Esta noche, con la presencia del narrador y su esposa, que actúan como testigos de la insólita apuesta, Mike Schofield se siente tan seguro de vencer que acepta las condiciones surrealistas y draconianas que Pratt estipula: si pierde, cederá al dueño del vino la propiedad de sus dos casas; si gana, el otro le concederá la mano de su hermosa hija Louise. Al principio, todos vacilan, entre la sonrisa nerviosa y la indignación, porque consideran que se trata de algún tipo de broma absurda y machista… hasta que queda claro que la apuesta es firme. Schofield, consciente de la rareza de su vino y completamente seguro de salir victorioso, presiona a su mujer y su hija para que acepten. Y lo hacen.

En esta narración, que Roald Dahl construye con los ladrillos de la perplejidad y con el cemento del humor, asistimos a un crescendo tan sutil como imparable: ¿cuál de los dos contendientes se alzará con el triunfo en este combate de gallos engreídos? ¿El anfitrión, que se jacta de su condición de nuevo rico y que pretende epatar a su invitado? ¿O tal vez lo haga este último, cuyo paladar es tan afilado como su arrogancia? Descúbranlo ustedes leyendo la obra.

sábado, 25 de noviembre de 2023

Adam Haberberg

 


Adam Haberberg fue un niño como muchos otros. Un niño que salía triste en las fotografías de grupo del colegio, que creció en una familia media, que disfrutó de amistades, que soñó con un futuro espléndido. Ahora, a sus 47 años, todo parece haber comenzado a pudrirse a su alrededor: su esposa Irène ya no lo ama (es posible que incluso tenga un amante), su ilusión de convertirse en un escritor de éxito hace tiempo que se fue por el desagüe (publica novelas de aeropuerto, con seudónimo), la relación con sus hijos es fría (la amargura cotidiana y sus cambios de humor lo apartan de ellos) y, para colmo de males, el oftalmólogo le acaba de comunicar que tiene graves problemas en los ojos y podría perder el uso de uno (al menos uno) de ellos. Así que cuando comienza la novela no nos resulta extraño que Adam haya decidido sentarse en un banco del Jardin des Plantes, silencioso y triste, para observar a los avestruces mientras piensa en su vida, malbaratada y declinante.

Observemos ahora cómo se acerca un segundo personaje hasta nosotros: se trata de Marie-Thérèse Lyoc, una antigua compañera de clase que goza de un buen sueldo vendiendo productos de merchandising y que, milagrosamente (Adam ha perdido mucho pelo y tiene una ostensible barriga), lo reconoce. Apenas unos minutos después, ella lo invita a cenar en su casa: le parece una oportunidad para ponerse al día contándose cómo les ha ido. Adam, feble pero cortés, acepta.

El juego narrativo que nos propone la parisina Yasmina Reza en esta novela (que traduce Gonzalo Garcés para Anagrama) no se desliza entonces hacia lo erótico, como parecería previsible, sino hacia otros horizontes más densos y más agrios: la revisión de dos existencias que no han alcanzado sus objetivos. Marie-Thérèse se ha maquillado el fracaso con ortopedias auxiliares (los electrodomésticos, la risa, una vieja carta); pero Adam no dispone de asidero alguno al que aferrarse y siente pánico (“Estoy cansado de desmoronarme. Tengo miedo”). Sabe muy bien que no ha conseguido el éxito, en ninguna de sus vertientes (ni con los libros, ni en el amor, ni en la paternidad); y ahora se siente al borde del acantilado, con ganas de llorar, incomprendido, solo. Su salud pende de un hilo, su matrimonio pende de otro. Ojalá encontrara el modo de escribir una buena historia, que le sirviera para demostrar (y demostrarse) que sí tiene talento.

Quien sí lo tiene, y a raudales, es Yasmina Reza. Este volumen es una nueva demostración, que les invito a leer a la mayor brevedad.

jueves, 23 de noviembre de 2023

El cuento de la isla desconocida

 


Un súbdito insolente (la “insolencia” consiste en pedir a los poderosos algo que ellos no hayan contemplado con anterioridad como limosna) se acerca hasta la puerta donde vive el rey y, sin mediar súplicas o genuflexiones, le solicita un barco. Interrogado por sus motivos, alega necesitarlo “para buscar la isla desconocida”. El soberano, conteniendo la risa, le dice que no tiene noticia de que aún existan ese tipo de islas, pero el peticionario se enroca en la terquedad (“Es imposible que no exista una isla desconocida”), consiguiendo que el monarca deponga su soberbia y le conceda su deseo. La mujer de la limpieza de palacio decide irse con el aventurero, para compartir su destino. De tal forma que, mientras él recluta a los futuros componentes de la tripulación, ella adecenta el barco y se preocupa por la alimentación de todos. Por desgracia, nadie se suma al proyecto, aduciendo razones prácticas (“Me dijeron que ya no hay islas desconocidas, y que, incluso habiéndolas, no iban a dejar el sosiego de sus lares y la buena vida de los barcos de línea para meterse en aventuras oceánicas, a la búsqueda de un imposible”). La mujer, abatida, sugiere la posibilidad de quedarse en tierra, pero el soñador lo tiene claro: una vez que ha concebido la idea, no está dispuesto a renunciar a su isla (“Quiero saber quién soy yo cuando esté en ella”).

No desvelaré los pormenores y meandros que la narración (que, como es bastante evidente, puede ser leída en clave política) dibuja a partir de ahí, pero sí consignaré que enriquecen el carácter simbólico de la misma, tan hermoso como poliédrico.

Pese a que José Saramago no pertenece al grupo de mis autores favoritos, he querido insistir con él y he tenido la buena fortuna de toparme con este título, que me ha gustado mucho. Quizá deba concederle más oportunidades lectoras al premio Nobel portugués.

martes, 21 de noviembre de 2023

El desorden del que te quejas

 


Una madre, desesperada por la agorafobia de su hija adolescente, abomina de las canciones “llenas de simplezas con rima” de Tony Gas; Diego el Punteras escucha con fastidio un “infumable” pareado que ultrajó sus orejas durante la juventud y que pertenecía al tema Desordéname, de Tony Gas; Ángela recuerda con repelús “esa canción insoportable del rockero trasnochado -¿Tony Gas?- que sonaba en casa de su madre a todas las horas”; el fallecido Eugenio rememora con envidia impotente las piruetas acrobáticas de su “admirado Tony Gas”; Eva, taladrada por el silencio de sus vecinos, querría escucharles al menos “tararear una canción, aunque fuera una de ese rockero ridículo que tanto les gusta a los viejos”; una mujer reúne fuerzas para llamar por teléfono a su hija, y se auxilia con un vinilo de Tony Gas, que la “retrotrae a su infancia”; el mastodóntico señor Anetham tiene sobre su mesa unos “cedés de Tony Gas”; Paula, la amante de Ana, “comenzó a canturrear una canción del Pleistoceno” (que, por supuesto, compuso e interpretaba Tony Gas); dos hermanas que acaban de convertirse en huérfanas escuchan en el hospital a un vecino de pasillo que está interesado en “comprar entradas para un concierto de Tony Gas”; un jubilado apático o amargado se pasa el día “viendo series, comiendo pistachos, dando cabezadas, rellenando boletos de la quiniela o escuchando a Tony Gas”; y un padre primerizo (no deseo agotar todas las historias del volumen) se preocupa por si a su bebé comienzan a gustarle “las cancioncitas del Tony ese” que le pone su suegra.

Después de todo ese despliegue de sonidos aislados, que impregnan para bien o para mal las vidas infinitesimales de los habitantes de este libro, Chelo Sierra concede al propio Tony Gas el protagonismo del último relato, para que observemos en él los perfiles del hastío, su devastación externa e íntima, la pobre trastienda resentida y hueca del ídolo. Por eso, yo diría que no solamente tenemos en las manos un gran libro de cuentos, sino también una exquisita partitura, un pentagrama en el que cada personaje se transforma en fusa, en corchea, en blanca; y lo hace con tonalidades de humor, de crueldad, de tristeza y de melancolía, para sugerir en la mente de los lectores una música tenue pero firme. Todo un acierto compositivo. Uno más, en la larga lista de los que atesora la espléndida escritora madrileña.

Léanla sin tardanza.

domingo, 19 de noviembre de 2023

El capitán Alatriste

 


En el mundo de la literatura, como en el mundo de todas las artes, los pareceres y gustos son infinitos: el colombiano Fernando Botero puede entusiasmar o repugnar con sus gordos universales; las líneas arquitectónicas de Frank Lloyd Wright pueden antojarse magistrales o gárrulas; los lienzos de Picasso pueden ser tildados de geniales o de ridículos; las novelas de Stephen King serán gran o sub literatura, según el juicio honesto y subjetivo de lectores antípodas; Rafael Alberti será poeta o mero fantoche; Paul McCartney será el Mozart del siglo XX o un simple compositor de baladas pegadizas. Pero, admitidos esos casos (y otros mil que podríamos acopiar), resulta al menos innegable que Botero, Wright, Picasso, King, Alberti y McCartney han fraguado una porción del arte de nuestro tiempo. Sus obras están ahí. Permanecen. Son revisitadas o descubiertas todos los días.

En España, y centrándonos en el mundo de la literatura, invoco hoy el nombre de Arturo Pérez-Reverte, otro personaje que genera pasiones y, por tanto, amores y odios viscerales. Se le acusa de prepotencia, de chulería, de comercialidad, de destemplanza, de éxito, de machismo. Pero, por encima o por debajo de esas etiquetas, no resulta discutible que nos ha dado libros memorables, que sería inútil tratar de negar. La persona puede no amoldarse a tus ideas, pero la obra es insoslayable. Lope era un cabrón con pintas, pero nos dejó el mejor teatro de nuestra historia; Neruda fue un machista y se comportó monstruosamente con su hija, pero escribió el Canto general; las convicciones políticas de Ezra Pound pueden resultarte inadmisibles, pero prueba a desdeñar sus Cantos pisanos. En esa línea, el cartagenero Arturo Pérez-Reverte te podrá parecer X o Y, pero ha creado (de ese libro me ocupo hoy) al capitán Diego Alatriste y Tenorio, y no se me ocurren demasiados personajes más perfilados, más hondos, más interesantes, más densos, más representativos y seductores en la literatura española de las últimas décadas. Solamente por eso, yo ya me pondría en pie. Y si le unimos sus retratos de Francisco de Quevedo, de los callejones oscuros del Madrid barroco, de sus malhechores, de sus teatros, de sus costumbres eróticas, del conde-duque de Olivares o del tenebroso inquisidor fray Emilio Bocanegra, aprovecho que estoy en pie para ponerme a aplaudir, porque ese militar “áspero, inmutable y desesperado” ha conseguido penetrar en el grupo de mis personajes favoritos.

A autores como Pérez-Reverte yo me niego a ponerles etiquetas, porque no soy quién para decidirlas: me limito a tributarles mucha gratitud, pues me han regalado horas de amenidad, sonrisas, reflexión y adrenalina. Y que eso lo haga un autor nacido en “ese lugar impreciso, mezcla de pueblos, lenguas, historias, sangres y sueños traicionados: ese escenario maravilloso y trágico que llamamos España” le añade, en mi opinión, el calor de la proximidad.

Voy a revisitar todos los volúmenes de la serie (creo que alguno no lo leí en su día), por orden cronológico. Ya les contaré.

viernes, 17 de noviembre de 2023

Sóniechka

 


Si partimos de la base de que los demás constituyen un enigma para nosotros, me imagino que no habrá problema en aceptar que aventurarnos a emitir un juicio sobre ellos comporta un riesgo muy elevado de inexactitud, porque nos inviste con un poder del que, en buena ley, carecemos. ¿Quiénes somos para dictaminar que X actúa de un modo patético, o que Y se aboca al ridículo con sus ideas, o que Z se desliza por el talud del bochorno cuando actúa como lo hace?

Liudmila Ulítskaya nos plantea en su novela Sóniechka ese campo de reflexión a través de la poco agraciada Sonia, una muchacha que encuentra en los libros su refugio, su paraíso y su ámbito de felicidad. Frente a un entorno pobre (aquel gris y dictatorial mundo soviético que tantas vidas aplastó), las lecturas de Pushkin o Tolstói llenan de luz su espíritu. Y, cuando menos lo podía esperar, aparece en su vida de bibliotecaria silenciosa un hombre, el pintor Robert Víktorovich, que sabe descubrir en sus rasgos anodinos el esplendor de la belleza íntima y se casa con ella. Hasta ese punto, asistimos complacidos a una historia de amor más bien tradicional en sus formas. Pero otros dos personajes se incorporan durante los años siguientes a nuestros protagonistas primigenios: una hija mucho menos intelectual que su madre, y que desdeña los estudios y la lectura (Tania); y una amiga que esconde tras su blanquísima fragilidad un espíritu volcánico y lleno de aristas tentadoras (Yasia). Como telón de fondo, unos dirigentes políticos que deciden traslados y miserias, que decretan postergaciones y guettos. Y con esas piezas Liudmila Ulítskaya compone su narración, que se va desarrollando hacia un final inesperado, en el que Sóniechka tendrá que encastillarse en su papel de esposa tolerante, comprensiva y feliz, frente a las habladurías maliciosas de su entorno, que la maltratan con sus dicterios.

Me adentré en este libro por curiosidad; y repetiré con la autora.

miércoles, 15 de noviembre de 2023

Mañana será otro día

 


Cuando reflexionaba sobre la médula de este libro, sobre el asunto principal que trata (el leitmotiv, que dicen los wagnerianos), fui anotando en una ficha todos aquellos “temas” que nutren y construyen esta espléndida colección de relatos: el dinero, la hipocresía, la traición, las torpezas de la condición humana, los miedos, los esplendores, las rupturas sentimentales, los chantajes, el amor, la vileza… Al final, con una lista tan extensa como variopinta, tuve que resignarme a concluir (o quizá llegué a la lucidez de concluir) que esta obra trata de la vida. De todas las vidas. De la Vida. Y que lo hace con una hondura, y con una delicadeza, y con un desgarro, y con un tino solamente esperables de un observador inteligente. Da la impresión de que Pedro Ugarte contempla la realidad desde un ventanal muy elevado y cristalino, como el panóptico de una prisión; y que su entorno se convierte entonces en un cubreobjetos sobre el que bullen y en el que aman, odian y se agitan sus criaturas, que pronto serán las nuestras. No hablo de frialdad (que nadie se confunda o me malinterprete), no hablo de asepsia, no hablo de crueldad de pantócrator, sino de algo mucho más interesante y desde luego más literario: una mirada bistúrica, unos ojos que chequean, un cerebro que diagnostica, un corazón que escribe.

Y qué prosa, por Dios. No cabe más elegancia. No cabe más musicalidad apolínea. No cabe más absorbente ritmo. A veces, nos hablará de un escritor fracasado (con título de economista), que sobrevive gracias a la largueza inverosímil de su rico amigo Zabala (“El invitado”); a veces, se centrará en un infatigable prestidigitador de la palabra, que maneja su verbo para salir de las situaciones más cenagosas que se puedan imaginar (“Mentiras aprendidas”); a veces, trazará para nosotros con pulso firme el desolador dibujo que aparece cuando se traicionan los ideales (“Soldados del Ejército Rojo”); a veces, nos acercará al complejo problema del terrorismo etarra, desde la figura de un profesor que convierte su delicada condición de víctima en un salvoconducto chantajista para medrar y fortalecerse en la intransigencia y la infamia (“La amenaza”); y a veces, en fin, no dudará en recurrir al humor para presentarnos a un personaje que se maquilla con cemento para tener la cara más dura (“Mañana será otro día”).

Hay que acudir a los libros de Pedro Ugarte, porque siempre emana de ellos una luz literaria de primer orden, que nos reconcilia con la mejor prosa del momento. Yo no me canso de frecuentarlos. Y siempre salgo gozoso de la aventura.