miércoles, 31 de mayo de 2023

Rebelión en la granja

 


Cuando George Orwell publicó Rebelión en la granja (1945), un alto número de personas se habían percatado ya de las mentiras flagrantes (y de los crímenes millonarios) del comunismo estalinista, pero continuaba existiendo un reducto de exaltados fervorosos que, por ingenuidad, idiocia o connivencia, preferían seguir haciéndose los ciegos ante el escándalo del totalitarismo soviético. Pero a Orwell, que ya había publicado páginas aguerridas contra el sistema capitalista y que luchó en la guerra civil de 1936 del lado de la república española, no se le escapó la condición dictatorial, represora y sanguinaria de Stalin. Y buena prueba de ello es esta novela, que alcanzó (y sigue manteniendo) una celebridad mundial, en la que retrata en clave fabulística aquella revolución fracasada que algunos se obstinaban, con una venda en los ojos, en seguir aplaudiendo.

Vemos aquí al Viejo Mayor, un cerdo de avanzada edad, que consigue convencer a los demás animales de la Granja Manor (dirigida por el señor Jones) para que se alcen contra la opresión de los humanos y se hagan con los resortes del poder, para alcanzar los sueños de la libertad y la igualdad. Vemos al astuto cerdo Napoleón, que se rodea de una guardia pretoriana formada por perros salvajes y que manipula el ideario de la revolución a su antojo. Vemos a Snowball, camarada de primera fila que, cuando se convierte en rival del ambicioso Napoleón, es expulsado y demonizado. Vemos a Moses, un cuervo que no deja de pregonar la existencia de un paraíso llamado Monte Azúcar, al que irán las almas de todos los animales cuando abandonen sus cuerpos. Vemos cómo todos los protagonistas adoptan con ilusión el himno “Bestias de Inglaterra”, que se canta con fervor y que galvaniza los corazones… hasta que Napoleón considera que ya no resulta operativo, porque la revolución ha triunfado. Vemos cómo la deriva dictatorial de los cerdos es maquillada de la forma más bochornosa, amparándose en un presunto interés por el pueblo (“Algunas veces podrían ustedes adoptar decisiones equivocadas, camaradas”, se lee en el capítulo V). Y vemos, en fin, cómo los cerdos terminarán por convertirse en opresores incluso más inicuos y despiadados que el fallecido señor Jones.

Orwell lo vio y Orwell lo contó. Le debemos un aplauso por aquel acto valeroso de honestidad; y también por la espléndida forma literaria en que lo hizo.

lunes, 29 de mayo de 2023

2 horas, 15 minutos para el fin del mundo

 


Faltan apenas dos horas y cuarto para que el mundo termine y debes decidir qué vas a hacer con ese tiempo. Puedes llorar, puedes cumplir algún sueño que te quede pendiente, puedes abrazar a la persona amada, puedes emborracharte... Ernesto Ortega nos lanza una propuesta alternativa: ¿por qué no leer un libro? El que tenemos entre las manos, sin ir más lejos, nos ocupará más o menos esos ciento treinta minutos: es una obra ágil, con relatos que se desarrollan en todo tipo de escenarios (desde desiertos hasta dormitorios, desde puticlubs hasta avionetas, desde terrazas de verano hasta habitaciones de hospital, desde apartamentos vacíos hasta islas a punto de ser destruidas) y cuyo lenguaje es fresco y actual. ¿Acaso no es proposición tentadora?

Les adelanto mi respuesta: sí que lo es.

En el libro 2 horas, 15 minutos para el fin del mundo (editado por Talentura), el escritor de Calahorra pone en nuestras manos un admirable conjunto de relatos, llenos de humor e intensidad narrativa, y que nos sorprenden con sus hallazgos, tanto literarios como psicológicos. A veces, jugará con la libido del lector a través de una doble (o múltiple) fantasía erótica, como ocurre en “Ensueños”; a veces, nos pedirá que acompañemos a un preso mientras camina con paso vacilante hacia la silla eléctrica donde habrá de ser ejecutado si no lo impide antes ninguna autoridad (“Los últimos 100 metros”); a veces, dificultará que la saliva baje por nuestra garganta, conociendo la historia de unos mensajes telefónicos terribles, tristes y unilaterales (“Llamadas perdidas”); a veces, en fin, descubriremos por qué una mujer de cincuenta años, que había abandonado el tabaco con éxito mucho tiempo atrás, recae en su adicción a la nicotina (“Pequeños vicios ocultos”).

Preciso y vigoroso a la hora de trazar ambientes y caracteres, el autor riojano nos embriaga con estas dieciséis historias, donde casi todas las emociones humanas encuentran cabida y dibujo. De tal forma que sí: si descubren que disponen de dos horas y quince minutos por delante (aunque no necesariamente porque el mundo se acabe: puede valer un viaje en tren, o una espera hospitalaria, o una tarde libre con ventanales luminosos y café), sumérjanse en las páginas de este libro. Descubrirán a un autor excelente.

sábado, 27 de mayo de 2023

Tránsito

 


Toda vida está compuesta por una serie de viajes, que ejecutamos animados por sentimientos muy diferentes: curiosidad, entusiasmo, obligación, tristeza, dolor, gozo, hastío… En la novela que acabo de terminar (Tránsito, de Jesús Zomeño, publicada por el elegante sello Contrabando) vuelvo a encontrarme con uno de esos viajes, que se inicia cuando el protagonista toma un tren en Sofía (Bulgaria), el cual lo llevará, deteniéndose en varias estaciones nocturnas, hasta Bucarest. Ignoramos su nombre. Ignoramos el propósito de su viaje (que solamente en las tres páginas finales quedará explicado). Ignoramos cuál es el estado de ánimo con el que inicia su fatigosa aventura ferroviaria.

En el vagón se encontrará con un hombre negro que habla varias veces (y en un tono de voz demasiado elevado) por su teléfono móvil; con una pareja de chicos norteamericanos, llamativamente rubios; con una pareja de ancianos, que comen y terminan bajándose en una estación desconocida, mientras el protagonista se encuentra descabezando un pequeño sueño; con una mujer que lee. Impulsado por la ociosidad, el protagonista elabora teorías sobre todos ellos, adjudicándoles profesiones, deseos, identidades y metas. En ese juego poliédrico hay momentos de humor, instantes de delirio, focos surrealistas, pliegues de sombra; y lo sabe el narrador como lo sabemos los lectores, porque nos sumamos de buena gana a su bazar de interpretaciones. Aceptado que los demás son siempre enigmas (y más cuando resultan ser perfectos desconocidos, con los que solamente el leve azar de unas horas nos vinculará), convirtámonos en marionetas. A nadie haremos daño con esa distracción secreta. Pero luego está también lo otro: las heridas que el protagonista porta en su alma, y que están relacionadas con su padre (del que recuerda algunos tristes episodios de menosprecio) y con su esposa (la cual “solía decir que suspirar le calmaba el odio que me tenía”, “siempre ha dicho que solo valgo para cambiar bombillas” e incluso se permitió la brutalidad de decirle una vez “que prefería un hijo de cualquiera, o uno engendrado in vitro, antes que uno mío”).

Añadan a esa red de emociones la lectura inacabada por parte del narrador del libro La isla del tesoro (que adquiere cualidad de símbolo), un trágico atropello que se produce en las primeras páginas y la prosa cuidada, casi (en el mejor sentido) poemática de Jesús Zomeño, y obtendrán una novela magnífica, de grata y sugerente lectura.

Están tardando en abalanzarse sobre ella.

jueves, 25 de mayo de 2023

Los amores de Nishino

 


Recuerdo haber asistido en la universidad de Murcia a una espléndida charla de Juan Espinosa acerca de su padre, de la que se me grabaron en la memoria varios momentos sin duda memorables. Uno de ellos se produjo cuando Juan recordó la pregunta que, según dijo, se quedó con las ganas de formular a su progenitor, antes de que la muerte los separase: ¿Tú quién eres?”. Esa interrogación perpleja es la que parece burbujear en la mente de todas las mujeres que, una vez fallecido Yukihiko Nishino, se acuerdan de él. ¿Quién fue aquel niño, aquel adolescente, aquel joven, aquel hombre, que resultaba tan fascinante, tan brujo, tan indefinible? Gracias a las diferentes narraciones (sucesivas y complementarias) de todas ellas, los lectores podemos ir reconstruyendo, con paciencia, la efigie de aquel ser acuoso, lleno de encanto y silencios, huidas guadiánicas, fragilidades y fortalezas: la forma en que bebía leche de los pechos de su hermana (que acababa de perder un bebé y que los sentía doloridos), su afición por meterse dentro de cilindros de cemento para estar aislado, sus preguntas de niño grande (o de adulto desvalido), su confesada incapacidad para enamorarse, el triste suicidio de su hermana, la torpeza o gravedad de sus frases, su languidez y sus inexplicadas ausencias, la manera en que sonaban sus palabras, los lugares tan variopintos en que lo conocieron o trataron (parques, restaurantes, cursos de cocina, pisos estudiantiles)… Nishino fue un misterio, porque todos lo somos. Pero, en su caso, la envoltura de neblina fue mucho más notoria y más intensa, como si su vida adquiriese perfiles de acuarela en la memoria de cuantas mujeres lo trataron.

Con delicadeza inaudita, las páginas de Hiromi Kawakami nos involucran en un origami de evanescencias, lágrimas, sobrentendidos y sedas, que embriaga de un modo absoluto. En mi caso, me descubrí leyendo lento (no es mi costumbre): era como si las páginas de la novelista tokiota hubieran logrado reducir el número de mis pulsaciones cardíacas. No sé si me estoy explicando demasiado bien. En lugar de esforzarme en convertir en palabras esta emoción, los invito a que la prueben por sí mismos y que luego me digan.

Deliciosa obra, que traduce del japonés Gabriel Álvarez Martínez.

martes, 23 de mayo de 2023

La mirada del orangután

 


Dámaso Alonso lo llamaba “correlación diseminativa recolectiva”; y, aunque este nombre pueda impresionar por lo alambicado o aparentemente pedantesco de su formulación, lo cierto es que retrata muy bien el espíritu de La mirada del orangután, el libro de relatos con el que Chelo Sierra obtuvo el premio Ciudad de Coria (2016) y luego se convirtió en finalista del premio Setenil (2017). Descubra por qué el lector curioso, aunque le sugiero que lo haga después de haber acabado el volumen, para no estropear la gracia del experimento.

En esta docena de narraciones, ciertamente notables, la escritora madrileña explora los territorios del arte moderno (“Sin título”), de la decepción y la venganza (“Flexiones y reflexiones”), del racismo (“Las chicas de Porahí”), de los extraños comportamientos a los que pueden conducirnos la inactividad y el tedio (“El séptimo mandamiento”), de la traición de los ideales cuando aprietan las urgencias económicas (“Sala de despiece”) o de la forma en que el destino juega con nosotros, colocándonos allí donde se nos espera con las uñas fuera (“Un tema universal”). Y lo hace con una equilibrada utilización de elementos literarios y coloquiales, que aroma sus relatos con un perfume agradabilísimo. Entrar en ellos es un auténtico placer, como el que experimenta quien se sumerge en una bañera caliente; o el que invade el corazón de la persona que, sentada y sin hacer el menor ruido, escucha cómo le cuentan muy bien una historia muy buena. Es tan sencillo (tan difícil) como eso: lograr que nos sintamos oyentes privilegiados; querer escuchar y no desear el fin de la narración; suspirar cuando la última de las palabras vibra en nuestros ojos, en nuestros oídos. Chelo Sierra posibilita esa magia, porque es, como diría Muñoz Molina, la dueña del secreto: en este caso, el secreto de la mejor literatura.

domingo, 21 de mayo de 2023

Ética para Amador

 


Debe de hacer unos treinta años que leí esta Ética para Amador (juraría que fue mi primer libro leído de Fernando Savater); y aunque he olvidado las frases que subrayé entonces en mi ejemplar (se quedó en mi antigua casa tras el divorcio: estoy utilizando una edición más moderna), sí que recuerdo que se trató de una lectura grata y enriquecedora, que coincidió con mis primeros tiempos como profesor de literatura. Ahora, cuando estoy viviendo la etapa contraria (mis últimos tiempos como docente), revisito aquellas páginas deliciosas; y vuelvo a sonreír con los ejemplos, vuelvo a cabecear afirmativamente con el desarrollo y con las conclusiones, vuelvo a maravillarme con la forma contundente y sencilla con la que el filósofo de San Sebastián articula y encadena sus ideas, de una gran solidez.

Explica Savater que los seres humanos “por muy achuchados que nos veamos por las circunstancias, nunca tenemos un solo camino a seguir sino varios” (p.24), y eso implica que debemos hacer uso de nuestra libertad para optar. Nadie puede guiarnos en ese camino, porque cada persona elige su propia posición frente al mundo, su modo de actuar, su modo de ser. Eso implica que la ética, en un sentido amplio, se podría definir como el “arte de vivir” (p.27), porque si bien raramente nos resulta posible elegir lo que nos pasa, sí que podemos decidir casi siempre lo que hacer frente a lo que nos pasa. Esas respuestas han de ser abordadas de forma razonada, lenta y personal (“No le preguntes a nadie qué es lo que debes hacer con tu vida: pregúntatelo a ti mismo”, p.51). De tal forma que cuando obramos mal, porque no hemos calibrado de manera adecuada las repercusiones de nuestros actos, se produce el remordimiento. Lento, convincente y socrático, Fernando Savater ilumina los pasillos, para explicarnos a continuación que siempre seremos nosotros quienes elijamos cuál de ellos atravesar; y que esa tarea implica dificultades, reflexiones, ponderación, evaluación de matices y, por fin, decisión. Nadie puede guiarnos en esa ruta: cada uno de nosotros es el capitán del barco, el marinero, el barco mismo y la brújula. Todo a la vez y atrozmente. Todo a la vez y gozosamente. Que comience la travesía.

Ética para Amador es un hermoso vaso de agua, tan refrescante como imposible de resumir o explicar. Les invito de corazón a que se sumerjan en sus páginas, si no las conocen: creo que me agradecerán el consejo.

viernes, 19 de mayo de 2023

La hoja roja

 


Creo que cuando leí por primera vez La hoja roja, de Miguel Delibes, no acerté a entender del todo lo que estaba leyendo. Es normal: tenía algo así como quince o dieciséis años; y a esa edad no se comprenden todavía los vértigos de la finitud. Porque de eso trata, esencialmente, esta novela: de la forma en que la saliva se va espesando en la garganta cuando una persona llega al arrabal de la vejez y se da cuenta de que en el librillo de papel de fumar le sale la hoja roja. Es decir, la advertencia de que está a punto de llegarse al término de todo. Le ocurre así a don Eloy, un funcionario municipal de pequeña categoría que cumple los setenta y es invitado a abandonar su puesto de trabajo. Dos de sus amigos de toda la vida (Pepín Vázquez y Poldo Pombo) ya fallecieron; también lo hizo su esposa Lucita; y la misma suerte corrió su hijo Goyito… Y mientras intenta adaptarse a la nueva situación de “clase pasiva”, muere también su amigo Isaías (la escena que Delibes encuadra en el cementerio, durante su inhumación, es memorable). Solamente le quedan dos personas a las que aferrarse: su hijo León, que es notario y mantiene con él una actitud despegada, y su sirvienta Desi, una veinteañera pueblerina y de mente no muy brillante, que anda enamoriscada del Picaza, un mozo no menos basto que ella.

De la mano del narrador vallisoletano, acompañamos a don Eloy de visita a su antiguo trabajo (donde ya se lo ve con distancia e incluso con cierta aspereza), a la óptica de Pacheco (donde se le deja paulatinamente claro que estorba) y a otros lugares, en los que el anciano no encuentra ni felicidad ni sitio. Todo parece estar diluyéndose a su alrededor. ¿Qué le queda? ¿A qué se aferra? ¿Hacia dónde ha de dirigir los ojos, para no sucumbir a la tristeza más desoladora?

Una novela elegante y honda, llena de reflexiones sobre el paso inexorable de los años, que los lectores disfrutamos y aplaudimos, aunque a los no laístas (también hay que decirlo) nos sangren los ojos constantemente con la proliferación de esos chirridos gramaticales. Como se trata de don Miguel Delibes, claro está, se lo disculpamos.