Entro
en Las hojas verdes, de Juan Ramón Jiménez, una obra que está fechada en
1909 y que nos invita a olvidarnos del mundo real para caminar por un espacio
de jardines, ríos de cristal, lunas resplandecientes y amores anhelados.
Aconsejo vivamente que el libro se lea despacio y en voz alta: yo lo he hecho
así y juzgo que se impregna uno mejor de las sonoridades juanrramonianas. Es un
volumen muy breve, donde llaman la atención los encabalgamientos léxicos que el
autor asperja por la obra, los cuales imprimen a los poemas una saltarina
musicalidad (“Luna blanca, pon / le el rosal abierto / de tu compasión!”).
Unida a esa condición juguetona se encuentra también la zigzagueante polimetría
que el poeta de Moguer maneja, para imprimir a sus versos un ritmo marcadísimo.
En
sus páginas nos explica que se encuentra solo, sin un amor que enjoye su vida
(véase, por ejemplo, el poema VI, titulado “Pastoral romántica”), pero que
sigue buscando a esa persona especial, única, que “me ayude a subir la colina”.
Apenas le faltaban cuatro años para conocer a la persona que mejor lo entendió
y lo acompañó, Zenobia Camprubí. Y nos sorprende también (es otro de los
grandes hallazgos del volumen) con formulaciones sencillísimas para problemas
hondos (“Qué pondrá fin a esta melancolía / de un día y otro día y otro día?”).
Un libro delicado, de transición, que se lee todavía con placer.