miércoles, 23 de abril de 2025

Hoy es fiesta

 


En la unión de varias terrazas y azoteas de un barrio pobre puede ocurrir casi de todo: puede ocurrir el mundo; y el genial Antonio Buero Vallejo, que lo sabe bien, nos permite asistir al espectáculo (aparentemente nimio, pero tan significativo) de esas vidas diminutas, alegres o tristes por momentos, esperanzadas o decaídas, iniciales o languidecientes. Siéntense en su butaca y contemplen y escuchen a todas las figuras que irán apareciendo ante sus ojos: la mujer que echa las cartas (y que ve con desaliento cómo el negocio decae); el joven estudiante que prepara unas oposiciones, aunque últimamente dedica más tiempo a espiar con amor a la joven Teresa; las vecinas que sueñan con el sorteo de lotería, que las podría sacar de pobres; los golfillos con ínfulas de vagos o de gamberros, que distraen sus horas planeando tontunas y barrabasadas; el esposo que intenta distraer a su pareja del dolor inaudito de haber perdido a la hija común; inquilinas que, aprovechando un descuido de la portera, han colocado unas sillas en la terraza y se están dedicando a “colonizar” el espacio que habitualmente tienen prohibido; un inventor que pudo haber sido famoso, pero que sobrevive ideando pequeños artilugios; un botijo que pasa de boca en boca y que está relleno de vino (porque hoy es fiesta); una mujer cuyo marido está en la cárcel; hombres silenciosos y reconcentrados, que esconden en su corazón un doloroso secreto que los corroe o culpabilidades que no se muestran capaces de asumir… Vidas tristes, grises, malbaratadas, que se aferran a una ilusión futura en forma de lotería o de golpe de suerte, porque, como bien indica Tomasa, “hay que esperar, qué demonios. Si no, ¿qué sería de nosotros?”. El problema surgirá cuando, en las páginas finales, todos descubran que están siendo víctimas de un fraude, perpetrado por alguien mucho más pobre que ellos, mucho más desesperado que ellos.

Dueño de un talento inigualable, Buero Vallejo construye con esos mimbres tan aparentemente toscos un cesto dramático de gran profundidad, que nos deja en silencio, pensativos, conmocionados. Era único.

martes, 22 de abril de 2025

Veva

 


Por su nombre real (Carmen de Rafael Marés) no la conoce mucha gente. Por su nombre literario (Carmen Kurtz), sí. Sobre todo, porque estamos hablando de una escritora que obtuvo premios como el Ciudad de Barcelona, el Café Gijón, el Lazarillo o el Planeta. Que se dice pronto.

Realizo mi primera aproximación a sus libros por el lado infantil, con la narración Veva, ilustrada por su hija Odile y publicada en 1988 por el sello Orbis (manejo ahora la edición más moderna, de 2009, de Noguer). Es la historia de una niña que viene al mundo cuando ya sus padres no esperaban tener más descendencia (tenían ya dos hijos mayores, Natacha y Quique) y que mantiene ocultas unas facultades extraordinarias: es capaz de hablar, sentir o caminar como un adulto. Como es natural, disimula para que nadie se percate, pero la perspicacia de su abuela Genoveva (de quien ha heredado el nombre) consigue descubrirlo. Desde ese instante, se crea entre ellas una complicidad deliciosa, que nos permite conocer ángulos y detalles familiares que, desde los ojos iniciales de Veva y desde los ojos prefinales de Genoveva, nos muestran un panorama excepcional.

Con simpáticos detalles de humor, con una prosa espléndida y con un soberano manejo de los tiempos narrativos, Carmen Kurtz compone un relato que resiste bien el paso de los años.

Muy agradable.

domingo, 20 de abril de 2025

Demasiado tarde para volver

 


Utilicemos la imagen que toma como punto de partida el autor en este libro: el avión en el que viaja se ha averiado y comienza un descenso vertiginoso en caída libre. Todo está perdido. Y solamente queda la posibilidad de escribir unas pocas palabras, las últimas, donde todo quede dicho y preservado. Ahí se encuentra, nos dice, el germen de este volumen de relatos. Ahora reflexionemos un poco más allá: ¿acaso no es la vida entera una caída libre vertiginosa, que se detiene cuando llegamos a la tierra y nos fundimos en su seno?

Miguel Ángel Hernández, que es autor inteligente, utiliza esa poderosa imagen de inicio para que comprendamos la universalidad de su propuesta: toda escritura es un testimonio. Toda página es un agónico testamento, donde se intenta que la belleza nos salve o nos justifique. En esa línea, aquella primera versión de este volumen (que apareció en 2008, auspiciada por la Editorial Tres Fronteras, de Murcia) se engrosa y perfecciona con nuevos textos, que redondean un tomo más que notable, donde palpitan viajes a ninguna parte, poéticas del fango, sueños lúcidos, memorias del otro lado y futuros pasados. Es decir, la coagulación que con auxilio de la letra impresa nos traslada la mirada de un narrador espléndido, que construye un territorio donde hay trenes, salas de espera en la UCI, dientes de leche, insomnios, corredores a los que ha dejado de palpitarles el corazón o camas bajo las que esconderse. Todo un vademécum de historias que consiguen cautivar nuestra atención y entre las que ustedes deberán elegir sus favoritas.

¿Las mías? Diría que “El llanto”, “Desorientado” o “Destino”. Pero seguro que si releo el volumen dentro de unos años mis preferencias habrán cambiado. Por ahora, les sugiero que se adentren en el libro y elijan libremente. Luego me cuentan.

sábado, 19 de abril de 2025

Coordenadas

 


Cuando un autor publica un libro diferente a los que anteriormente ha editado y la calidad sigue siendo extraordinaria, no caben dudas: es un creador de raza. Lo normal es lo contrario: seguir la línea, repetirse, apurar todo lo posible el modelo que te ha hecho triunfar. Pero Antonio J. Ruiz Munuera ha preferido jugársela. Lo avalan éxitos fulgurantes en el ámbito de la novela (premio José María de Pereda, premio Nostromo) y de la narrativa juvenil (premio Alandar, premio Avelino Hernández), pero ha preferido realizar una pirueta distinta, un triple mortal sin red, y se ha embarcado en Coordenadas, un tomo donde sus palabras se acercan al ritmo y al espíritu de la poesía y donde las imágenes que las acompañan son de una belleza abrumadora. El resultado, ya se lo puedo adelantar, es admirable.

Afilando su mirada y dejando que se pose sobre las cosas (“Las cosas, aun siendo inanimadas, tienen su corazón”, nos revela en la página 63), el escritor lorquino ha esmaltado un volumen espléndido, que se lee en una atmósfera de colores, de sonidos, de fragancias y de silencios, francamente egregia. Así, nos hablará de un mar prodigiosamente iluminado por la noche (“Noctilucas”); de una interesante teoría que relaciona las edades humanas con la condición líquida (niñez), la sólida (madurez) y la gaseosa (senectud); de los desechos humanos, que a veces revelan muchísimo sobre nuestra civilización y sobre sus desviaciones y torpezas; del escaso respeto que se tiene por algo tan hermoso y duradero como las flores de plástico; de nuestra condición moderna de seres convertidos en “cosas” gracias a los algoritmos informáticos; de pequeñas historias que apenas esconden novelas larvadas (no se pierdan, por ejemplo, el texto 91)…

Y, aquí y allá, emotivos guiños culturales (p.71), sonrientes líneas de humor (p.85) e incluso greguerías que hubiera firmado con felicidad Ramón Gómez de la Serna (“Los goznes son las cuerdas vocales de los fantasmas”, texto 41).

Insisto: un experimento literario que se eleva hasta alturas líricas y visuales de primer orden y que les recomiendo encarecidamente.

viernes, 18 de abril de 2025

La casa de Matriona

 


Ignatich, un profesor de matemáticas que ha pasado un largo tiempo en la cárcel, solicita plaza en 1953 para trabajar en algún pueblecito ruso que esté apartado de las grandes ciudades e incluso de las vías del tren. Y después de algunos enredos burocráticos se le destina a Torfoprodukt, donde busca inútilmente un lugar de hospedaje hasta que alguien le sugiere que acuda a Matriona Vasilievna, una mujer pobre y enferma que posee una isba paupérrima (“Aparte de Matriona y de mí, en la isba vivían un gato, ratones y cucarachas”). La convivencia con ella es muy fácil, porque ambos saben adaptarse a la precariedad y desconocen el afán de lujo, pero todo comenzará a enrarecerse cuando unos parientes codiciosos (la pobreza suele activar los mecanismos más lamentables de la avaricia) planeen alrededor de la anciana para apoderarse de algunas de sus tristes pertenencias. Cuando al fin se produzcan varias muertes por un accidente, algunas personas susurrarán reflexiones (“Dos misterios hay en el mundo: cómo nací no lo recuerdo; cómo moriré, no lo sé”, cap.3) y las demás se aprestarán al reparto de los despojos.

Narrada con una sencilla y demoledora eficacia, La casa de Matriona nos acerca a la realidad miserable y atenazada del mundo soviético, contada desde abajo. No hay apenas referencias políticas, ni tampoco críticas directas hacia el gobierno: Solzhenitsyn se limita a dejarnos ver cómo sus personajes chapotean entre la miseria y, como natural consecuencia, incurren en la mezquindad (salvo Matriona, de la cual nos comenta el narrador que “fue ese ser justo sin el cual, según dice el proverbio, no hay aldea que exista. Ni ciudad. Ni nuestra tierra entera”). Con su ejemplo de vida, la anciana representa, en su isba, una isla de dignidad, nobleza y humanidad que constituye, a la postre, lo más hermoso de la novela.

jueves, 17 de abril de 2025

Divorcio en Buda

 


El juez Kristóf Kömives, de Budapest, siempre ha sido un hombre de mentalidad tradicional, recta y severa.  Está casado con Hertha Weismeyer, bella hija de un general, y tienen un hijo y una hija. Aunque su labor consiste en separar a las parejas que lo solicitan, él “creía en la santidad del matrimonio” (p.60) y juzga que la culpa de los divorcios hay que buscarla en la impaciencia, los nervios o la imperfección moral de los seres humanos. Así que su tarea como juez es tan triste como abrumadora: “Maridos y mujeres pasaban ante Kristóf en una fila india demencial, mentían y juraban que decían la verdad, no se miraban a los ojos ni dirigían el rostro hacia el juez, se inventaban virtudes y vicios, asumían las mayores vilezas, se cubrían de vergüenza porque no querían sino huir, huir de aquella esclavitud, de aquella miseria insoportable. Se presentaban ante el juez como paralizados, y él desataba y separaba conforme a las disposiciones legales, pero también bajaba la cabeza al dictar sentencia porque sabía que sus palabras sólo transmitían disposiciones humanas y era consciente de que todo lo que decía estaba en contra de las leyes divinas” (p.61).

Ahora, cuando comienza la narración, llega a su mesa el expediente en virtud del cual su antiguo amigo Imre Greiner y su esposa Anna Fazekas (de la que Kristóf estuvo, tal vez, enamorado en su juventud) solicitan el divorcio. Ciertos recuerdos y ciertas palpitaciones comienzan a sucederse en la cabeza y el corazón del juez. Y cuando reciba la visita de Imre durante la noche anterior a la vista del proceso, todo comenzará a enredarse mucho más, porque escuchará de labios de su viejo amigo algunas revelaciones que pondrán patas arriba su calma interior.

Como siempre, Sándor Márai consigue una narración sólida, profundamente bien construida en sus aspectos psicológicos (los retratos de los personajes son dignos de ser leídos varias veces y subrayados con lápiz rojo) y que nos obliga a pensar en las motivaciones más oscuras del ser humano, en sus miedos, en sus flaquezas y en sus zonas de luz. Así, la hermana de Kristóf (quien “se comportaba siempre como si acabara de despertarse de un sueño aburrido y no esperara nada especial del día que empezaba”) o el padre Norbert (cuyo dibujo anímico ocupa todo el capítulo 4). ¿Qué lugar ocupan en nuestras vidas los sueños que no se cumplieron o que dejamos de lado? ¿Qué latidos siguen palpitando, sin que seamos del todo conscientes, en nuestro corazón? ¿Qué observaríamos si fuéramos capaces de enfrentarnos, sin camuflajes, con el espejo de nuestro cuarto de baño? En Divorcio en Buda (que leo gracias a la traducción de Judit Xantus Szarvas), estas preguntas quedan formuladas en cada página y se nos invita a reflexionar sobre ellas.

Siempre me asombra el húngaro Sándor Márai, otro de esos narradores a los que tengo que disfrutar más intensamente en los próximos años.

miércoles, 16 de abril de 2025

Ciencia, libertad y paz

 


Es triste y desalentador pensar en el mundo que nos rodea. Quizá porque, como dijo Enrique Santos Discépolo, siempre ha sido una porquería. O quizá porque intuimos que su devenir (desengañados ya de utopías y de fracasos históricos, que no han hecho sino empeorarlo) no es demasiado halagüeño. Aldous Huxley, acaso uno de los últimos pensadores que pudo meditar sobre su entorno con una tibia luz de esperanza aún titilando, nos ofrece sus ideas al respecto en el ensayo Ciencia, libertad y paz, que leo en la traducción de Adam F. Sosa y C. A. Jordana.

Su análisis, sumamente inteligente, se concentra en reflexiones sobre el progreso científico y sobre la obsesión avasalladora del ser humano por el poder. Quienes ostentan ese poder (nos dice) anhelan de forma unánime perpetuarse en él; y activan todos los mecanismos necesarios para lograr esa meta. Entre ellos, el control de la ciencia y de los medios de comunicación, da igual que hablemos de un sistema capitalista como de un sistema comunista: al final, termina por prevalecer el personaje (o el pequeño grupo de personajes) que se aferran al sillón del poder y ejecutan todas las acciones necesarias para no abandonarlo. “Nunca han estado tantos a merced de tan pocos”, anota en la página 19. Y luego añade en la 33: “El gran poder invariablemente ejerce una influencia corruptora sobre aquellos que lo poseen”. Aunque la conclusión terrible viene después: “El corolario de esta centralización del poder económico y político es la pérdida progresiva, por parte de las masas, de sus libertades civiles”. Atrévase a negarlo quien mire a su alrededor y piense en los teléfonos móviles, que identifican en todo momento dónde estamos, dónde y qué compramos, cuánto dinero tenemos, qué decimos y hasta dónde comemos o veraneamos.

Igualmente valiosas son sus reflexiones sobre el nacionalismo (“Lleva a la ruina moral, porque niega la universalidad, […] afirma el exclusivismo, estimula la vanidad, el orgullo y la propia satisfacción, alienta el odio, proclama la necesidad y la justicia de la guerra”), sobre la irresponsabilidad de los gobernantes (“En el terreno de la política internacional, las decisiones más graves se toman siempre, no por adultos razonables, sino por muchachos pendencieros”) y sobre un mundo que recuerda terriblemente al que vivimos (“Cuando en casa las cosas andan mal, cuando el descontento popular empieza a articularse peligrosamente, en un mundo en el que hacer la guerra sigue siendo un hábito casi sagrado, siempre es posible desviar la atención del pueblo de las cuestiones internas a las exteriores y militares. Los instrumentos de persuasión manejados por el gobierno: suelta una corriente de propaganda xenófoba o imperialista, se adopta una política fuerte hacia alguna potencia extranjera y se lanza una apelación a la unidad nacional (en otras palabras, a la obediencia indiscutida a la oligarquía gobernante), e instantáneamente se convierte en un acto antipatriótico el que alguien ose emitir aun la más justificada reclamación contra el desgobierno o la opresión”).

Un libro terrible, clarividente, profundo y luminoso, que conviene revisar de vez en cuando para mantener la higiene mental del raciocinio siempre engrasada.