martes, 29 de junio de 2021

Pic-Nic

 


Desde que entré en la universidad, allá por 1985, habré leído veinte o veinticinco obras de Fernando Arrabal. Eso me convierte, creo, en un lector bastante asiduo del melillense, con el que en ocasiones me irrito por sus payasadas y al que a veces aplaudo puesto en pie. De todo hay en la viña del señor Arrabal. Hace unos días, una compañera de instituto me pidió que le prestase Pic-nic; y he aprovechado la coyuntura para releerla.

He vuelto a estar con Zapo en la trinchera, en una pausa del conflicto bélico en el que participa a su pesar (lo reclutaron sin que él tuviera conocimiento alguno de los motivos del combate); he vuelto a ver cómo sus padres, los señores Tepán, se acercan hasta él con todo lo necesario para organizar un pic-nic de domingo (la inevitable tortilla de patatas, los suculentos bocadillos de jamón, el vino tinto, la ensalada y los pasteles); he escuchado cómo Zapo no está demasiado seguro de haber matado a nadie durante los tiroteos en los que ha intervenido (“Es que disparo sin mirar”); he observado cómo Zepo, un atribulado enemigo que andaba por allí con más despiste que osadía, es capturado e incorporado a la merendola; he vuelto a leer la idea del señor Tepán acerca de parar la guerra para que todo el mundo puede volver a su vida pacífica y cotidiana (fruto de su brillante cacumen de “universitario y filatélico”); y he vuelto a estremecerme con el final horrendo, silencioso y apocalíptico de la obra.

Arrabal es genio y es niño. Bromea y sentencia. Convierte la lucidez cristalina del sentido común en arma revolucionaria y provocadora. Es el gato de Cheshire del teatro español del siglo XX. Sí, definitivamente creo que voy a retomar sus obras para irlas incorporando a mi blog. Es decir, para incorporar a mi blog al Rubén juvenil que las recorrió asombrado y las colocó en su mochila lectora para siempre.

lunes, 28 de junio de 2021

Pedro Páramo

 


Recuerdo que, cuando leí por primera vez (ahora lo he hecho por tercera) la obra Pedro Páramo, de Juan Rulfo, pensé en el gran parecido que guardaba con Crónica de una muerte anunciada. Y eso significaba que Gabriel García Márquez se había nutrido del mexicano a la hora de concebir el espíritu de su narración. Lo digo, obviamente, con un respecto y una admiración infinita por ambos; y lo digo, sobre todo, por la forma en que ambos concibieron sus historias, que se ofrecen “desarticuladas” en el sentido lineal de la lectura, pero que quedan impolutas cuando todas las piezas narrativas se ordenan cronológicamente.

Rulfo nos conduce en un viaje por el tiempo, zarandeándonos hacia adelante y hacia atrás; nos presenta a todo tipo de personajes callados, secos, deshidratados por la inclemencia del sol, golpeados por el viento inmisericorde, enlutados, crípticos; nos lleva por caminos polvorientos, en los que apenas se advierte el movimiento de algunos burros; nos deja entrar en casuchas pobres, en las que habita la oscuridad; nos habla de lluvias que duran días, y que se convierten en letanías obsesivas; nos muestra la figura nebulosa de Pancho Villa, del que se habla con un sigilo casi sacro; nos insinúa movimientos de fantasmas, que no aciertan a encontrar la paz; nos hace asistir a agonías laboriosas (como la de Susana San Juan, la amada de don Pedro); permite que un caballo ponga fin a la vida ignominiosa de Miguel (que asesinó al hermano del padre Rentería y que violó a su sobrina); nos informa sobre las iniquidades tentaculares (sexo, poder, robo, sobornos) de Pedro Páramo; y, en fin, nos coloca bajo la piel y bajo las pupilas de Juan Preciado, para que avancemos por el mundo terroso y sofocante de Comala.

Esa prodigiosa relojería lleva 66 años sorprendiendo al mundo con su carrusel de belleza literaria. Y a mí, las tres veces que la he visitado, me ha deparado horas de fascinación, de aplauso, de auténtica embriaguez.

viernes, 25 de junio de 2021

Tierra firme

 


Me gustan los libros que muestran desde el principio bien claro su juego; y en ese ámbito nada se le puede reprochar a la alicantina Matilde Asensi: su objetivo no es otro, en apariencia, que el de entretener a los lectores, el de sumergirlos en una serie de aventuras y retener su atención desde la primera hasta la última página. Es una actitud parecida a la que nos ofrece en el mundo del cine el veterano Steven Spielberg: propuestas lúdicas, seductoras, bien organizadas, que pulsan los resortes del público y logran cautivarlo. Menospreciar la validez de esos mecanismos supone desdeñar a la larga estirpe de los escritores que, comenzando por Lope de Vega y acabando por Arturo Pérez-Reverte, han elegido el camino de convertirse en constructores de fantasías seductoras. Y, desde luego, yo no participo de esa arrogancia.

En Tierra firme nos encontramos con las aventuras travestidas de Catalina Solís (que se termina convirtiendo en Martín Nevares, después de ser “adoptada” por el comerciante Esteban Nevares), quien afrontará ataques piratas, naufragios, supervivencia en una isla desierta, aventuras comerciales, fingimientos sobre la realidad de su sexo y demás entretenidos episodios, que Matilde Asensi conduce con mano firme y prosa fluida. Pero, en realidad, este fresco narrativo situado entre el final del siglo XVI y los primeros años del XVII, nos aporta muchas más informaciones y noticias: la situación de los esclavos negros durante el período colonial, que oscilaba entre la resignación o la huida hacia campamentos secretos cimarrones; los abusos que se tejían por parte de los poderosos para retener los hilos del comercio riquísimo de la zona, que les daba pingües beneficios; las injerencias de los barcos ingleses, franceses u holandeses, que burlaban cada vez que podían el monopolio de los españoles; las condiciones execrables en que las mujeres vivían en aquel mundo; y, en fin, un buen cúmulo de detalles sobre los usos indumentarios, gastronómicos o sociales de una zona mestiza entre lo europeo y lo americano.

Es decir, que no solamente recibimos aventuras y más aventuras, como algunos melindrosos podrían señalar, de forma injusta. Matilde Asensi también nos deja ante los ojos la pintura de un mundo complejísimo, que ha documentado de forma exhaustiva y que nos permite acercarnos hasta los albores del Nuevo Mundo. No me cabe la menor duda de que me adentraré en los dos tomos restantes de la trilogía que aborda la vida de este Martín Ojo de Plata, cuyo mote ni siquiera se aclara en este primer volumen.

jueves, 24 de junio de 2021

Las palabras justas

 


Los años 30 y 40 del siglo XX español (la segunda república, la guerra civil, la postguerra) ofrecen tal cantidad de historias reales que, lejos de quedar agotadas todas sus líneas por su continuo manejo en novelas, películas y ensayos, nos ofrecen constantemente sorpresas y motivos de admiración, lágrimas o repulsa. Es un océano de emociones y personajes, del que siempre podemos aprender: para aplaudir o para rechazar.

El admirable Ignacio Martínez de Pisón publicó en la editorial Xordica (2007) un volumen delgado y delicado bajo el título de Las palabras justas, donde nos recordaba algunos episodios acaecidos durante ese tiempo y que, contemplados desde la actualidad, adquieren diamantina condición de símbolos: la triste forma en que se frustraron las ilusiones reformadoras de la Institución Libre de Enseñanza con la llegada de la guerra civil de 1936 (“Historia de dos maestras”); las inauditas historias verídicas que atesora una pequeña población fronteriza de España (“Canfranc, estación internacional”); las vicisitudes y zarandeos que tuvo que sufrir en su vida una traductora rusa durante la guerra civil española. (“El periplo de Lydia Kúper”); la visita de un conocido escritor italiano a las ruinas de Belchite, donde pudo contemplar los horrores derivados del 36 (“La guerra de Sciascia”); los sangrientos sucesos que tuvieron lugar en una aldea gaditana durante la Segunda República, y que hicieron tambalearse su credibilidad (“Sender en Casas Viejas”); la inestimable ayuda que prestó John Dos Passos para que un grupo de refugiados españoles terminara instalándose en América (“Caravana de anarquistas”): o la sorprendente confusión que convirtió a un intelectual en “agente franquista” durante una hermosa expedición de poetas a Collioure en 1959 (“El policía de la foto”).

De algunos de estos personajes y episodios se puede obtener información más abultada en otros libros del escritor zaragozano, pero la belleza miniaturista de estas páginas es absoluta; y leer la obra se convierte en un placer (amargo).

martes, 22 de junio de 2021

La noche de Hernán Cortés

 


Reconstruir la vida de un personaje famoso, ayudándose de documentación histórica, de libros eruditos y del testimonio de sus contemporáneos, constituye sin duda un esforzado proyecto que, si se ejecuta con honestidad, merece todos los aplausos. Pero absorber todo ese caudal de información y utilizarla para reinterpretar al personaje es una tarea mucho más laboriosa, más imaginativa y más ardua. Este último es el camino que elige transitar el dramaturgo mexicano Vicente Leñero (Guadalajara, 1933), quien se provee de un gran aparato de notas sobre la vida y actuaciones del conquistador español y las modula para construir su obra La noche de Hernán Cortés, un viaje en el espacio y en el tiempo que nos lleva desde 1485 hasta 1547, desde Sevilla hasta Coyoacán (pasando por Cempoala o Santiago de Cuba).

El protagonista de estas páginas es el aventurero extremeño que, en el siglo XVI, expandió su figura por las recién descubiertas tierras americanas. Lo vemos joven, viejo, aguerrido, decrépito, brutal, considerado, respetuoso, iracundo, sarcástico y débil; lo vemos con su esposa Catalina (a la que terminó asesinando) y con la indígena Malintzin (con la que mantuvo una relación y procreó); lo vemos con su odiado Diego de Velázquez y con los caciques locales; lo vemos zarandeado por la amnesia, devorado por el deseo sexual, asaltado por la furia, empecinado en el afán de destrucción, corroído por la melancolía e incluso atravesado por las flechas enemigas. Y todo ese juego de espejos, metáforas, laberintos, proezas y mezquindades coloca ante nuestros ojos la figura de un hombre al que Vicente Leñero esmalta con innegable brillantez.

Memorable.

domingo, 20 de junio de 2021

Manual de espumas

 


Vuelvo a la poesía de Gerardo Diego para deleitarme con su Manual de espumas, que visito en la edición de mi admirado Francisco Javier Díez de Revenga (Pre-Textos). Es un volumen que el vate cántabro dedicó con emoción “Sobre la tumba inesperada de José de Ciria Escalante, amigo indeleble” y que está lleno de unas luces candorosamente juveniles que empapan el ánimo del lector. No es una obra “de madurez”, como es lógico (Diego era un veinteañero cuando la redactó), pero sí un tomo sonriente, juguetón y lleno de intuiciones maravillosas, huérfano de puntuación y con algunas modernidades humorísticas casi desafiantes (“Mi grifo versifica mejor que el ruiseñor”). En sus páginas descubrimos una abundante mención de violines, pianos, flautas, guitarras y hasta pianolas, lo cual no es raro si recordamos la larguísima dedicación profesional de Gerardo Diego a la crítica y a la enseñanza musicales.

Embriagados por los juegos visuales, colorísticos y auditivos que el poeta nos deja, de vez en cuando descubrimos bellos juegos de intercambio lírico entre la naturaleza y la amada (“Tus ojos oxigenan los rizos de la lluvia / y cuando el sol se pone en tus mejillas / tus cabellos no mojan ni la tarde es ya rubia”), así como diapositivas de singular hermosura (“En su escenario nuevo ensaya el verano / y en un rincón del paisaje / la lluvia toca el piano”). Y siempre, de principio a fin del poemario, la alternancia entre rimas infantiles y rimas osadas, entre imágenes adolescentes y rupturas madurísimas, que provocan en nuestro ánimo un fuego (un juego) chispeante.

Y no quiero dejar sin apuntar un pareado que, bajo su sencillez, esconde todo un canto al carpe diem: “Es la hora decisiva / La única hora todavía viva”.

Un Gerardo Diego en pleno proceso de construcción, en el que burbujean muchas líneas que irían aquilatándose con los años. Sin duda memorable.

jueves, 17 de junio de 2021

Demasiada nieve alrededor

 


Como hago con periodicidad, busco un libro de artículos de Javier Marías y me sumerjo en sus páginas, sabiendo (o al menos imaginando) que me va a gustar el paseo que emprenda por ellas. Y con Demasiada nieve alrededor vuelve a ocurrirme: sus temas me interesan, sus análisis me convencen y su prosa me fascina. No resulta extraño: sus textos periodísticos logran siempre mi atención y mi aplauso… aunque reconozco con pesar que sus novelas me resultan bastante menos admirables. Justo al revés de lo que me ocurre con Arturo Pérez-Reverte.

En esta ocasión, encuentro en el volumen los continuos berrinches en los que incurre la Iglesia Católica, cuando la sociedad no se comporta como la sacrosanta y rancia institución quisiera; los disparates que perpetran, sin ningún tipo de filtro o de control, muchos traductores que trabajaban para importantes editoriales; la preocupante deriva totalitaria que se observa ya en muchas sociedades occidentales (incluso los Estados Unidos y Gran Bretaña); la inveterada tendencia al ruido que exhiben las ciudades españolas (y sus vocingleros habitantes); la postura enérgica que debe mantenerse ante los desafueros de la intransigencia o la barbarie (“Creo que lo más dañino que puede hacerse ante ciertos abusos es no pararlos”); las prisas irracionales y más bien desconsideradas que exhiben quienes desean que hagas algo para ellos; el bobo corporativismo que muestran casi todos los colectivos, mostrándose ofendidos cuando se señala el disparate, la torpeza o el delito cometidos por uno de sus integrantes; la sandez de promover boicots contra productos de un país o de una región porque no guste la política que se está haciendo en ellos; las abusivas celebraciones que se organizan alrededor de cualquier suceso histórico o artístico, y que nos llevan a detestarlo por extenuación; la burda torpeza mercantil de que se reformen las ciudades con un ojo puesto en los turistas; o el flagrante desinterés que se siente en España, tanto a derecha como a izquierda, por las verdades de una guerra civil en la que ambos bandos cometieron truculencias que no desean recordar.

Sé que dentro de unos meses volveré a buscar otro tomo de artículos de este autor; y sé que me fascinará de nuevo. Estoy deseándolo.

martes, 15 de junio de 2021

Con paso lento

 


Escribir poemas de amor en lengua española supone resignarse a que todos los versos que uno vierta sobre el papel sean inmediatamente comparados con los de Gustavo Adolfo Bécquer o Pablo Neruda. E imagino que Francisco Javier Illán Vivas, consciente de la inutilidad de cualquier rebelión en ese ámbito, decidió optar por la salida más inteligente: dejar que esas huellas permeasen en muchas de sus composiciones y mostrar la filiación con más orgullo que disimulo. Así, la impronta de sevillano y chileno es evidentísima en poemas como “La sed” (p.16) o “Leí y lloré” (p.51). Pero estas adherencias literarias no invalidan la pureza central de las emociones que el poeta siente burbujear en su interior, sino que las modula y eleva, para que Con paso lento alcance instantes de noble belleza y de singular musicalidad, a través de rimas inesperadas, variaciones estróficas muy notables y cambios de registro que sorprenden al volver cada página.

Atrevido y versátil, el autor no tiene reparos en jugar con la polimetría, se adentra en el delicado territorio del soneto, no rehúye las epístolas e incluso esmalta, en la página 35, un sonetillo. En algunos casos, elige un ritmo de sensualidad deleitada, con chisporroteo de vocabulario infrecuente (“Manglares”); en otros, se decanta por la condición alígera, convirtiendo sus versos en una pluma que cae con lentitud sobre la hoja, casi sin hace ruido (“Diana”). Pero siempre consigue decirse con autenticidad, emoción y elegancia. Eso convierte Con paso lento en un libro hermoso, que merece la pena leer.

lunes, 14 de junio de 2021

La tabla de Flandes

 


Antes de crear mi blog, me leí con agrado una buena cantidad de obras de Arturo Pérez-Reverte (unas diez o doce); y creo que ha llegado el momento de releerme algunas de las que más me impresionaron, para comprobar si el buen sabor que me dejaron continúa manteniéndose. Empezaré por La tabla de Flandes.

Primera constatación: la novela resiste perfectamente la relectura. Eso ya me parece indicativo de que contiene algo más que su historia, lo cual me alegra mucho. Decía Héctor Bianciotti que toda mala obra queda siempre reducida a su argumento: me habría apenado que sucediese así con este libro.

Segunda constatación: sigue sin interesarme lo más mínimo el mundo complejo del ajedrez, pero esa indiferencia no me ha vedado adentrarme en las reflexiones que, utilizándolo como eje, Pérez-Reverte despliega. También eso me parece indicativo de cómo el escritor cartagenero usa ese material para comunicarnos otras cosas, trascendiendo los escaques.

Y tercera constatación: las indagaciones psicológicas que Pérez-Reverte ejecuta ante nuestros ojos son tan densas que, al margen de que el libro alcanzase unas ventas muy notables y circulase ampliamente entre miles de lectores, lo aleja de la idea de literatura de consumo. Es verdad que construye una trama inquietante donde lo policial y lo misterioso afloran y brillan; pero no es menor verdad que el buceo íntimo que el escritor realiza (y nos invita a compartir) por la mente de sus personajes lo enriquece mucho más allá, mucho más lejos, mucho más hondo, mucho más alto. Casi me atrevo a suponer que bastantes de las personas que se leyeron la obra no terminaron de entenderla en su profundidad; y espero que tal afirmación no suene a jactancia, prepotencia o desdén. Quizá también a mí me ocurrió entonces: que me obnubilase tanto con la trama detectivesca que no me detuviera en la reflexión sobre la plenitud hojaldrada de sus protagonistas. No lo descarto. En todo caso, ahora sí que paladeo esos registros, y los aplaudo puesto en pie.

Seguiré, no me cabe duda, con otros libros de Arturo Pérez-Reverte, para recordarlos y para recordarme. No me parecen malas horas de viaje literario.

domingo, 13 de junio de 2021

Fuente Ovejuna

 


Después de leer un ensayo muy elogioso sobre la condición “revolucionaria” (sic) del drama Fuente Ovejuna, de Lope de Vega, y extrañado porque mis recuerdos de la obra (que leí hace unos treinta y cinco años) no se correspondían con los extremos que subrayaba el hispanista, he decidido volver a visitarla. Al fin y al cabo, el Fénix me ha dado tantísimas alegrías como lector (debo haber devorado medio centenar de sus producciones dramáticas) que refrescar algunas de ellas se antojaba un plan inmejorable.

Terminada la relectura constato que mis impresiones estaban bien fijadas: yo no creo que Lope intente ser “revolucionario” en esta obra, ni que pretenda darle al vulgo un motivo de euforia rebelde. No he tenido en ningún momento la sensación de que intente “decirle” al público que puede tomarse la justicia por su mano cuando resulten ofendidos en su honor. Lo que plantea es, más bien, una situación especial en la que esa lectura puede ser efectuada; y no es lo mismo. El perverso Comendador, habituado a escarnecer mujeres de la localidad, colma la paciencia de los lugareños cuando intenta hacerse con la virginidad de Laurencia; y la defensa que de ella hace su enamorado Frondoso (osando amenazar al noble con una ballesta) permite al vil don Fernando encarcelar al mozo y planear incluso su ejecución, colgándolo de una de las almenas del castillo. Eso genera un oleaje de repulsa en el pueblo, que se levanta, rodea, asesina y descuartiza al Comendador (si no fuera por el salvajismo que la imagen comporta, casi provoca una sonrisa la idea de que el trozo más grande que queda de don Fernando sea una oreja). Se ponen entonces de acuerdo todos los habitantes (hombres, mujeres, niños y ancianos) para declarar, incluso bajo tortura, que el responsable del crimen fue el pueblo en su conjunto… Y aquí viene la secuencia más habilidosa por parte de Lope de Vega: las autoridades no castigan a nadie porque no consiguen identificar al culpable. Ojo: no se trata de que el Fénix esté diciendo que el pueblo “tiene derecho a”, sino que el perdón se deriva de la impotencia para aislar al auténtico responsable. Es una conclusión jurídica.

Todas las partes quedan así contentas: Lope, porque lanza un guiño a su público; los espectadores humildes del siglo XVII, porque se sienten legitimados por su ídolo; las autoridades, porque comprenden la ambigüedad blanca de la situación; yo, porque disfruto como un crío cada vez que leo al Monstruo de la Naturaleza; y los hispanistas porque pueden elaborar pirotécnicas teorías cogidas con alfileres y seguir publicando trabajos en aquellas revistas que les dan puntos para sus sexenios y rollos académicos.

Lo mejor de leer es que no dejas que nadie lea (ni piense) por ti.

viernes, 11 de junio de 2021

Nuestra Natacha

 


Resulta curioso que, después de haber leído media docena de libros de Alejandro Casona durante mi época universitaria, luego me haya distanciado tanto de sus obras: me gustaba lo suficiente como para encontrar una justificación razonable a esta actitud de despego. Hoy la trato de enmendar regresando a Nuestra Natacha, una obra dramática llena de ilusiones y candor, que se inspira no poco en aquella meritoria aventura educativa que recibió el nombre de Misiones Pedagógicas durante la República. En ella descubrimos a Lalo, un eterno estudiante de medicina que lleva catorce años cursando tal disciplina y que no ansía su conclusión (“Si la suerte me ayuda un poco, no terminaré en otros catorce”), porque considera que tal logro lo transformaría de estudiante joven en “animal jurídico responsable”. Su idea más repetida es que hacer y vivir constituyen los grandes objetivos que deben perseguirse (llega a espetar a sus compañeros que “cuando os encontréis de lleno con la vida, veréis para qué os ha servido tanto libro”). Y luego está la sin par Natacha, la soñadora, la aplicada y flamante doctora en Ciencias Educativas, la chica amada en secreto por cuantos la rodean, la niña que salió del reformatorio de las Damas Azules y que ahora es invita formalmente a convertirse en la directora del centro.

Brota entonces el proyecto de implicar a todos sus amigos en un experimento sociológico: convertir el reformatorio en un lugar moderno, amistoso, eficaz, empático y libre, donde todos los integrantes se sientan respetados y valorados. Es la utopía total que Natacha siempre ha acariciado en su mente. Pero los problemas y las incomprensiones menudearán a su alrededor, como zopilotes macabros: un conserje demasiado aficionado a la autoridad rancia que emana de su uniforme; una marquesa que ejerce su mecenazgo desde el clasismo, la desconfianza y la altanería; un señorito que viola y deja encinta a una de las educandas… Natacha no lo tendrá nada fácil para lograr que su sueño reformista cuaje entre aquellas paredes hostiles.

Aunque posiblemente resulte demasiado ingenua y maniquea en su concepción del mundo, Nuestra Natacha sigue siendo una pieza teatral agradable y hermosa, que reactiva nuestro idealismo y que nos muestra a un dramaturgo al que conviene visitar de vez en cuando.

miércoles, 9 de junio de 2021

Estación de los besos incompletos

 


Desde hace unos años, aunque me los beba con fervor, me entristece mucho leer los libros de mi amigo Pascual García, de mi hermano Pascual García. Y me entristece por dos motivos fundamentales y fácilmente comprensibles: el primero, que siempre he querido a la madre de sus hijos y me aflige la idea de que pueda sentirse apenada o herida por las exposiciones y análisis que él efectúa sobre su relación; y el segundo, más hondo y más continuo, por la sorpresa de comprobar que mi amigo, pese a las apariencias externas que apolíneamente mantenía frente a quienes estábamos a su alrededor, no fue feliz durante años. Y esta última circunstancia, además, me aflige de un modo especial, porque revela la miopía (imperdonable miopía) que pude llegar a desplegar durante aquel tiempo aciago con respecto a él.

Ahora, la editorial MurciaLibro ha tomado la admirable iniciativa de publicar el volumen Estación de los besos incompletos, un espacio narrativo donde novela, autobiografismo y cuento pelean sus límites y vuelven porosas sus fronteras, de un modo tan fascinante como exquisitamente literario. En estas páginas duras y generosas (duras por su contenido; generosas por su voluntad de compartirlas con el lector) nos encontramos con la figura devastada de Andrés, que acaba de ver cómo su matrimonio, un lánguido error tejido con dos soledades, termina disolviéndose tras más de veinte años de continua zozobra al lado de Úrsula. A través de un análisis minucioso y nada complaciente (ni consigo mismo ni con ella), el narrador desmenuza ante nuestros ojos los pormenores aciagos de una relación en la que hubo negligencia, frialdad y poquísimos arrebatos pasionales, casi siempre administrados desde el hastío. Si toda vida humana es un puzle (y lo es), nuestro protagonista se aplica aquí a la tarea ingrata de recopilar todas las piezas que componen el suyo, todos los fragmentos dispersos de su corazón, todas las lágrimas vertidas, todas las mezquindades soportadas, todos los reveses devueltos. Y esa labor recopilatoria se convierte por momentos en una letanía obsesiva, en la cual se combinan el alegato, la tristeza, ciertas dosis de rencor, unas gotas de melancolía y un vendaval de agravios que el alma atesora, enumera y disecciona.

Poderoso en los territorios de la memoria y en el manejo del bisturí, Pascual nos va detallando innumerables pliegues de su pasado, que en unas ocasiones tienen nombre de mujer (Carmen, Laura), pero que en otras reflejan escenas ásperas (como la obsesión de Úrsula por la plancha nocturna, para no acudir al encuentro sexual de su esposo; o las silenciosas partidas de cartas con su suegra, destinadas a mantener a la pareja entretenida en tareas nada fogosas). Impiadoso y firme, el escritor de Moratalla acomete en estas páginas abundantes el más infrecuente y el más amargo de los ejercicios literarios: la exposición de sus desgarraduras de un modo sincero y honesto. Y con esa mano tendida que nos ofrece para que nos sumerjamos en su corazón nos invita, también, al más hondo y menos complaciente de los viajes: el que nos llevará a conocer sus interioridades y sus temblores íntimos.

Una obra no sólo monumental sino imprescindible.

martes, 8 de junio de 2021

Memorias


Sentía mucha curiosidad por las Memorias de Katia Pringsheim, esposa del escritor Thomas Mann, así que cuando por fin he podido localizarlas (una austera edición de Plaza & Janés, con traducción de Juan Godo, que se acerca al medio siglo de antigüedad) las he leído con auténtico interés.

En sus páginas he descubierto un buen muestrario de anécdotas sobre el gran narrador germano: que profesaba un notable cariño por Hermann Hesse (p.42); que no sintió demasiada admiración por Stefan Zweig, cuyo talento no apreciaba (p.43); que era un buen intérprete de violín (p.48), que el personaje de Gustav Aschenbach (La muerte en Venecia) está inspirado físicamente en Mahler (p.71); que escribía con extraordinaria lentitud, y que si lograba componer dos páginas en un día se consideraba un hombre dichoso (p.85)… A su vez, Katia nos aporta también otras jugosas informaciones, más relacionadas con su persona o con sus emociones que con su marido: que ella era quien se encargaba de negociar con los editores, porque Thomas era muy despistado para esos asuntos; que le llamó la atención que durante la comida que se celebró con motivo del premio Nobel al rey de Suecia se le sirviera en vajilla de oro y a los galardonados en vajilla de plata; o que la triste historia de La engañada (aquella novela que leí en mi juventud y que me encantó) tiene un fondo real, que ella le contó a su esposo.

En suma, unas páginas deliciosas que completan la visión que podíamos tener del autor de La montaña mágica y sus relaciones con Arnold Schönberg, Charles Chaplin, Albert Einstein o Bertolt Brecht.

domingo, 6 de junio de 2021

Fantasías animadas

 


No creo que la brillantez en la escritura sea algo que pertenezca a la carga genética de una persona, así que jamás se me ha ocurrido pensar que los hijos de los escritores a quienes admiro (o a quienes no puedo valorar porque no he leído, pero disfrutan del aplauso generalizado de la crítica) deban ser comparados con sus progenitores, ni para bien ni para mal. Y aún menos cuando su producción es todavía incipiente, como ocurre en el caso de Berta Marsé.

He terminado el volumen Fantasías animadas (con una ilustración de cubierta que llama mucho la atención, aunque no guarda relación alguna con los relatos contenidos dentro), y lo cierto es que he salido razonablemente feliz con la experiencia. No deslumbrado (mentiría si usase esa palabra), pero sí satisfecho. La historia de los Pons (con su humor particularísimo), los conflictos que rodean al perro Don Vito (que es atropellado mientras su dueña disfruta de unas largas vacaciones), las maldades de las dos niñas que juegan en casa de su vecinita (la cual se termina vengando de ellas con una revelación inesperada), las conexiones cinematográficas de “El bebé de Rosa” (donde una película de Polanski se une al destino de sus protagonistas) o la larga búsqueda para descubrir quiénes son las Prosperinas (que pertenecen al pasado desconocido de una anciana a la que un tumor cerebral está erosionando) conforman una propuesta narrativa bastante sólida, que me ha gustado recorrer.

No descartaría leerme el siguiente libro de esta escritora.

viernes, 4 de junio de 2021

Aventuras del piloto Rufus

 


Lo he dicho repetidas veces en este Librario, refiriéndome a ciertos autores: me gustaría incorporar a mi blog todas sus obras. En ese bloque íntimo menudean los muertos (Shakespeare, Borges, Cortázar, Neruda, Umbral), pero también un pequeño grupo de vivos, entre los que se encuentra Manuel Moyano, del que hoy sumo su tomo Aventuras del piloto Rufus, compuesto por cuatro episodios en los que el protagonista tiene que enfrentarse con todo tipo de curiosidades: una zona difícilmente localizable en los mapas, en la cual se van reuniendo por efecto de un puente de Einstein-Rosen todas las criaturas que se extravían por el mundo (“La Isla de los Niños Perdidos”); un asombroso descubrimiento que efectúa Rufus tras pilotar un avión del ejército a velocidad Mach 4 y llegar al punto donde nace el arco que custodia Heimdal, hijo de Odín (“La Fábrica del Arcoíris”); la ingrata búsqueda subterránea que emprende, acompañado por el coronel Cornelius, en busca de unas gigantescas ratas cleptómanas (“Odisea en el Planeta Basura”); o las peripecias tragicómicas que sorprenden a quienes comprueban en sí mismos los efectos de una máquina alucinante, inventada por la doctora Doris (“La Máquina de Adelgazar”).

¿Que si he disfrutado mucho con este libro? Por supuesto que sí. ¿Que si creo que ustedes lo harían también? No me cabe la menor duda. Así que déjense llevar por el niño que llevan dentro, despójense de almidones, siéntense en el suelo en un cojín y permitan que el brujo Manuel Moyano los envuelva con su magia narrativa. Me van a agradecer el consejo.

jueves, 3 de junio de 2021

Lo justo

 


En el mes de julio de 2019 cayó en mis manos el volumen Malos días, editado por De la luna libros, y lo terminé en apenas dos tardes con una enorme felicidad: me pareció una obra estupenda. Ahora, dos años después, experimento la misma sensación con Lo justo, una gran colección de relatos que edita Baile del Sol y que me devuelve a la espléndida narradora Victoria Pelayo Rapado.

En esta segunda entrega compruebo que las virtudes literarias que asomaban en el tomo anterior se consolidan y refuerzan: la escritora zamorana se mueve con soltura y con rotundidad (no siempre es fácil combinar ambos vectores) en los territorios de la memoria y de la culpa (“Una educación religiosa”), en la emoción que a veces trepa desde el estómago hasta la garganta (“Mejor con la luz encendida”), en la descripción de una agonía lastimosa (“Hasta que la muerte”) o en el desarrollo de una venganza que nace de la decepción (“En lo bueno y en lo malo”). Vigorosa y siempre elegante, la prosa de Victoria Pelayo zigzaguea y nos va meciendo con sus oleajes deliciosos, con sus luces tenues, hasta conseguir que nos sintamos incluidos en sus propuestas y que experimentemos, gracias a la capacidad envolvente que despliega de principio a fin, sentimientos de angustia (“La ratonera”), ira (“Puerto 3”) o desdén decepcionado (“Mala sangre”).

Si desean conocer un buen volumen de cuentos, no se lo piensen demasiado: Lo justo colmará sus expectativas. Las mías, desde luego, las ha colmado.

martes, 1 de junio de 2021

Peces de charco

 


Peces de charco. Criaturas pequeñitas que nadan dando vueltas, sin saber que lo hacen en un espacio reducido, claustrofóbico, estancado; y que cuando intenten moverse en círculos más grandes o emerger a la superficie para contemplar el panorama descubrirán con estupor las dimensiones ridículas de su existencia. No hay más remedio que aplaudir la metáfora espléndida que Ana Esteban eligió para poner como título del libro que fue publicado por Baile del Sol en 2016, y también la belleza literaria del tomo, que me parece notable.

De una forma delicada, con pinceladas sutiles, vamos conociendo en estos relatos a mujeres que besan a desconocidos a bordo de un avión; hombres que tratan de reconstruirse después de una separación sentimental; parejas que han de proseguir sus vidas tras la experiencia de un intercambio sexual, que prefieren no convertir luego en tema de análisis o de conversación; empleados de banco a los que una amiga lesbiana les pide un favor muy comprometido; mujeres maduras que descubren, tomando copas tras una sesión del taller literario al que asisten, que los brillos se cancelan siempre demasiado pronto; matrimonios que deben enfrentarse a la expulsión doméstica de un hijo violento y drogadicto, que les está destrozando la existencia; hombres que, bajo la lluvia, descubren la dolorosa infidelidad de la que son víctimas; o mujeres que descuelgan teléfonos para charlar con hombres que las hagan sentir menos solas… Ninguna estridencia, ninguna nota fuera de su sitio, ninguna concesión a la banalidad. Todo lo que observamos en las páginas de Ana Esteban es una capacidad admirable para captar los perfiles ásperos de la derrota, de la soledad, del fracaso, tanto en su vertiente profesional como en la sentimental, pero sin que nunca se refugie en el patetismo o la exageración para contornear sus perfiles. Todo lo contrario: su tono es calmado, silencioso, discreto. Sus personajes deambulan sin brújula por un mundo hostil, que los hiere con indiferencia o que los abandona en habitaciones grises de casas grises de ciudades grises; y la autora nos desliza la idea de que cualquiera de nosotros podría ser cualquiera de ellos. Ahí residen su secreta grandeza y su angustiosa amenaza.