martes, 29 de noviembre de 2022

Los apuñaladores

 


Me asaltan sensaciones contradictorias cuando coloco los dedos sobre el teclado para elaborar esta reseña sobre Los apuñaladores, de Leonardo Sciascia, que he leído en la traducción de Juan Manuel Salmerón para Tusquets. Por un lado, cómo no, la prosa del siciliano, que siempre es magnífica y que produce evidente atracción (al menos, sobre mí). En ese apartado, todo resulta seductor, porque Sciascia siempre sabe construir su relato de la manera más adecuada. Pero (ay, los peros) del otro está la narración en sí, que en este caso resulta perfectamente inane. El motivo no es imputable al escritor, sino a la materia misma que nos traslada: los sucesos históricos que tuvieron lugar en octubre de 1862 y en enero de 1863, cuando una macabra serie de apuñalamientos invadieron la ciudad de Palermo y sembraron el pánico entre sus habitantes. ¿Se trataba de una maniobra delictiva o política? ¿Quién estaba detrás de estos luctuosos sucesos? Al principio, las declaraciones de uno de los implicados (Angelo D’Angelo) provocaron que las investigaciones se orientasen en una determinada dirección, y que algunos elevados personajes de la época, como monseñor Calcara o el príncipe de Sant’Elia, quedasen salpicados por los rumores. Ahora bien, ¿estaban de verdad relacionados con aquella sangrienta trama?

Sciascia se adentra en ese mundo de delaciones, intrigas políticas e intentos de desestabilización del gobierno; y, manejando hipótesis más o menos arriesgadas, perfila las fronteras de una explicación.

El problema se complica cuando nos preguntamos hasta qué punto esta historia puede interesar hoy en día a un lector de España. Mi respuesta incorpora un suspiro y un encogimiento de hombros. Admito que la contraportada nos hable de Los apuñaladores diciendo que construye “un amargo retrato del poder y de los laberintos de corrupción que lo envuelven, y configura un tortuoso relato sobre la derrota de la justicia y la vulnerabilidad de la sociedad ante un Estado degradado”. Vale. Es posible que sea así. Pero yo, lector y admirador de Sciascia, reconozco haber leído la segunda mitad del libro (la conjetural) entre bostezos. Esperaba un giro novelesco que la obra, ay, al final no aborda. Decepción.

lunes, 28 de noviembre de 2022

Tardía fama

 


La sala donde se va a desarrollar el recital de la asociación literaria Entusiasmo se encuentra llena. Pueden oírse carraspeos, ruidos de sillas y alguna tos. El humo del tabaco se extiende por el local. Los jóvenes que conforman el grupo (en los que quizá priman más la vanidad y el egocentrismo que la perfección de su arte) se preparan para su gran noche de presentación, con la que esperan conseguir un éxito resonante, que sin duda se verá reflejado en la prensa vienesa del siguiente día. Pero no dejemos que sus poses melodramáticas y ambiciosas nos despisten y fijemos la mirada en el anciano Eduard Saxberger, que se encuentra entre ellos. Lleva casi cuarenta años trabajando como gris oficinista, y frecuenta una cafetería donde sus amigos juegan al billar, beben cerveza y lo tratan con campechanía. Pero esos amigos ignoran que, en su lejana juventud, Saxberger publicó un libro de versos titulado Andanzas, que pasó dolorosamente inadvertido para los lectores. Decepcionado, abandonó los caminos de la literatura. Ahora, los jóvenes del grupo Entusiasmo lo acaban de redescubrir y han optado por convertirlo en su maestro, en su guía, en su líder y abanderado. Así que el viejo Saxberger está viviendo los instantes previos a la que puede ser su primera (aunque tardía) noche de gloria. Pero, tras la recitación de sus versos (y justo cuando se encuentra ante el público para saludar y agradecer sus aplausos), escucha dos palabras que se clavan en su corazón y lo dejan paralizado. Dos simples y demoledoras palabras.

El austríaco Arthur Schnitzler nos entrega en Tardía fama (que leo gracias a la traducción de Adan Kovacsics en el sello Acantilado) una colección de retratos psicológicos de gran plasticidad y solidez (cada miembro del grupo Entusiasmo es dibujado con rasgos acertadísimos); y, sobre todo, una triste y melancólica reflexión sobre los trenes a los que resulta insensato querer subirse cuando el huracán de los calendarios ya ha desmantelado la esperanza.

sábado, 26 de noviembre de 2022

Dulcinea y el Caballero Dormido

 


Una mujer manchega, llegada a los arrabales de la senectud, recuerda cómo el azar la convirtió años atrás en un nombre imborrable de nuestra cultura gracias a que un conocidísimo hidalgo, Alonso Quijano, la transformase en dama de sus pensamientos (“Pienso en lo afortunada que fui, pues entre todas las mujeres del mundo me eligió a mí”). En su juventud, recuerda ahora, fue amiga de Antonia, la sobrina del hidalgo; y por ella conoció los desvaríos del enjuto anciano. Y por ella visitó la casa, donde el más célebre de los caballeros del mundo la vio por primera vez y quedó encandilado con sus rasgos.

Ahora, recuerda de vez en cuando ante unos niños del pueblo las escenas más curiosas de aquella novela “extraña, cruel y llena de pesadumbre”, que la hizo famosa. Y nos explica a los lectores que, de un modo que nosotros ignoramos, alcanzó a ver en una segunda ocasión a don Quijote, aunque el escritor arábigo que puso en letras de molde las aventuras del caballero prefirió omitir por razones desconocidas el episodio. ¿Cuándo se produjo aquel segundo e invisible encuentro entre ambos? ¿Cuáles fueron las circunstancias en que aconteció? La anciana Aldonza Lorenzo, la sin par Dulcinea del Toboso, nos lo explica con detalle en las páginas finales de este libro. Pero yo, como es natural, no cometeré la indiscreción de revelarlo.

Permítanme, eso sí, que les copie un párrafo inigualable de esta novela, que revela la exquisitez de su autor. Refiriéndose al hidalgo, Dulcinea asegura: “Nadie continuó mejor que él la obra de Dios. Pues lo que quiere Dios es que juguemos con las cosas, como hacen los niños. Y eso era lo que hacía el caballero; como le pasó al buen Jesús cuando transformó el agua en vino, o se puso a andar sobre las aguas, que no se puede decir que estas acciones sirvieran para mucho, y que más parecían surgir del gusto de hacerlas que por querer demostrar al mundo que tenía una misión que cumplir. ¿Y saben por qué jugamos? Jugamos por miedo. Miedo a la soledad, a los pasillos interminables, a la muerte que antes o después vendrá a llevarnos a su reino de oscuridad. Pero también porque sí, sin ninguna razón, porque existe la gracia en el mundo”.

Se llama Gustavo Martín Garzo y es un narrador absolutamente maravilloso, que aquí nos entrega una delicada novelita, que emociona por igual a jóvenes y no tan jóvenes, haciendo que la anciana Dulcinea se convierta no solamente en testigo privilegiado de las aventuras de don Quijote, sino en cronista emocionada y tierna de la melancólica languidez que asaltó en sus últimos días al héroe derrotado e incomprendido.

jueves, 24 de noviembre de 2022

Diarios (2)

 



Cuando terminé el primer volumen de los Diarios de Rafael Chirbes, llegué a plantearme la posibilidad de no leer el siguiente tomo. No me movía, desde luego, el desinterés o la decepción: mis días de submarinismo por la primera entrega (“A ratos perdidos 1 y 2”) me depararon muchas gratificaciones estéticas y no pocos aprendizajes literarios. Se trataba de otra cosa. Era más bien una especie de rara vergüenza inexplicable, porque había sido testigo de cómo el narrador valenciano se desnudaba por dentro y por fuera, sin apenas filtros, y eso me había producido (por qué no confesarlo) incomodidad. Pero cuando se anunció la salida de la segunda parte descubrí que mi pudor se había adormecido y que seguían interesándome sus opiniones literarias, sus análisis psicológicos e incluso sus confesiones íntimas (la decadencia de la edad, la amnesia, las amistades rotas). Las sexuales, no tanto. Ni me interesaron en la primera entrega ni en la segunda: es un reducto en el que considero que ni yo ni nadie tenemos por qué entrar, ni siquiera siendo invitados.

En las generosas setecientas páginas del libro hay tres bloques temáticos que, por su condición recurrente, se fijan en la memoria del lector. El primero de ellos son los viajes que emprende (o se resigna a asumir, por motivos profesionales) el autor. Así, lo encontramos en Marsella, en Berlín o en Nueva York, ciudades que va describiendo con los ojos de la inteligencia y jamás con la mirada superficial del turista: sus heridas, sus fases de construcción, sus habitantes, su idiosincrasia, su sociología. Rafael Chirbes es un viajero que sabe observar, no solamente mirar (es curiosa la forma en que él mismo ironiza con esa virtud, explicando que “si para algo sirven estos cuadernos es para demostrar que Chirbes no tuvo el don de la prosa, y muy ajustado el de la observación”, p.437); y nos deja la impresión de que sus pupilas son tan afiladas como su lengua. El segundo bloque se centraría en sus abundantes y variadas lecturas, que cubren un arco temático y cronológico amplísimo, que va desde La Celestina (muy recomendables sus anotaciones sobre el libro) hasta Jonathan Littell (quien acababa de obtener el premio Goncourt por Las benévolas, que nuestro diarista lee en francés); desde Cicerón (al que acude constantemente desde su juventud) hasta Álvaro Pombo (al que define en la página 674 como “el mejor narrador contemporáneo”); desde Rimbaud (“Me parece un jovencito petulante, convencido de que va a escandalizar a su lector, como escandalizaba a su madre. Dice palabrotas, blasfema, habla de placeres (que uno ni siquiera tiene muy claro que conozca). Todo eso nos seducía a los dieciocho años, pero hoy, al menos a mí, me parece cartón piedra”, p.143) hasta Michel Houellebecq (“acaba aburriéndome el último libro”, p.194). Chirbes devora páginas y reflexiona siempre sobre ellas, dejando por escrito sus impresiones, con la cuales se podrá o no estar de acuerdo, pero sobre cuya calidad intelectual no es posible discutir. Y el tercer bloque está integrado por las incontables líneas en las que el diarista nos comunica sus opiniones sobre el mundo de la escritura (“Los escritores debemos hablar menos y escribir más, y cuando nos pregunten nuestra opinión en la radio, en la televisión o en el periódico, pedir a quien nos la pregunta que se lea nuestros libros: ese es exactamente nuestro pensamiento, ahí están nuestras opiniones”, p.34) o la impotencia que siente ante su propia novela, que no consigue redactar de la forma deseable: siempre le encuentra errores, cursilerías, párrafos prescindibles o equivocaciones en la elección del narrador, hasta el punto de llegar incluso a arrojar la toalla (“Decido que la novela no tiene salvación. La dejo”, p.686).

Libro de una densidad dolorosa, de una lucidez implacable y que nos muestra los tormentos (físicos, emocionales, económicos, políticos y estéticos) de un hombre que veía cómo avanzaban sin piedad los calendarios.

miércoles, 23 de noviembre de 2022

Nuevos momentos estelares de la Humanidad

 


En el mundo de la literatura, si no dispones del don no es previsible que dejes huella. Puedes rimar con tino o ser un excelente medidor de sílabas, pero no eres poeta. Puedes disponer de un ingente vocabulario o ser un soberbio escultor de caracteres, pero no eres narrador. Hablamos de otra cosa: del duende, de la magia, del esplendor, del (vuelvo a escribirlo) don. Stefan Zweig disponía, creo, de ese atributo inasible, especial, único. Y lo demuestra en todos sus libros, haciendo que las palabras, la sintaxis y la estructura del texto se alíen para conformar volúmenes que, pareciendo paralelepípedos, son en realidad esferas: puras superficies inmaculadas, que brillan como gotas de rocío y se deslizan como seda por nuestros ojos, hasta invadirnos y empaparnos.

En Nuevos momentos estelares de la Humanidad (que traduce Alfredo Cahn para la colección Austral de Espasa-Calpe) nos encontramos otra vez con ese fulgor indesmayable, que irradia desde las cinco historias del tomo: vemos a Händel, atosigado por las deudas y malherido por las secuelas de una apoplejía, quien durante tres semanas prodigiosas compone El Mesías; vemos a Rouget de Lisle, el oscuro militar francés al que, por una noche (la que emplea en concebir La marsellesa), le es concedido “ser hermano de la inmortalidad”; vemos a Núñez de Balboa, quien se embarca en expediciones legendarias y casi suicidas, tras las cuales descubre para Europa el océano Pacífico; vemos a Mahomet II, disfrazado de cordero (“Cuando los déspotas preparan una guerra, hablan abundantemente de paz mientras no se han armado del todo”) y preparando la brutal toma y saqueo de Bizancio; vemos a Cyrus W. Field, el intrépido visionario que tuvo la idea de cablear el fondo del Atlántico para comunicar telegráficamente América con el Viejo Continente.

Y esas cinco narraciones, que en otras manos hubieran ofrecido un aspecto simplemente informativo, en Zweig se transforman en canto europeo, en himno sobre las proezas humanas, en Belleza. Sin duda, uno de los narradores más brillantes que ha dado la literatura en el siglo XX.

lunes, 21 de noviembre de 2022

Maestros y amigos

 


Me encuentro con el volumen Maestros y amigos, de Andrés Amorós (Fórcola, 2020), y descubro en él dos ríos caudalosos que me refrescan y me fascinan con la misma intensidad: de un lado, el escritor que recopila las semblanzas y recuerdos que atesora sobre un buen número de personajes (escritores, pintores, actores, toreros) con los que la vida ha tenido a bien relacionarlo; del otro, la mirada bondadosa sobre el prójimo, de la que quedan excluidas la maledicencia, la anécdota chusca o vergonzante, la ridiculización que siempre comporta el aireado de intimidades. Ambas pulsiones me seducen. La primera lo ha hecho siempre; la segunda, lo reconozco, solamente en los últimos años, cuando la edad me ha llevado a descubrir que el afecto, la ternura, la amistad, el respeto y la admiración pueden exhibirse con el mismo orgullo que la mala leche. Yo era umbraliano y, cerca de la jubilación, me siento bastante más amoroso (es decir, más decantado hacia Amorós).

Me ha emocionado la manera en que el crítico valenciano elabora sus retratos, tan hermosos desde el punto de vista literario como admirables desde el punto de vista humano. Si de algún personaje conoce sombras (y cómo no, tras años y hasta décadas de relación), las omite con caballerosa elegancia, porque lo que importa no es el escándalo, sino el dibujo íntimo; no la polémica, sino la divulgación de la grandeza. Alguien podrá pensar que este camino conduce directo hacia la frontera de la hagiografía, pero Andrés Amorós elude con la misma mesura la hipérbole, y se ciñe a hechos contrastados, a logros objetivos, a esplendores indiscutibles. Así, nos habla del respetuoso e infatigable historiador don Américo Castro; del gran actor (cómico y trágico) Alfredo Landa, que supo reinventarse a sí mismo gracias a la excelencia de su arte; del filólogo Rafael Lapesa, que impregnó con su elevada sabiduría los estudios sobre la lengua española y que tenía enmarcada en su despacho la frase “Dios bendiga a quien no me haga perder el tiempo”; del serio, versátil y minucioso José María Rodero, gloria de los escenarios; de la bonhomía constante de Miguel Delibes, que le hizo acreedor de unánimes simpatías; del vitalismo y la autenticidad de José Luis Sampedro; del torero Luis Miguel Dominguín, la “inteligencia natural más grande que yo he conocido, en toda mi vida, en cualquier ámbito”; o del premio Nobel Camilo José Cela, del que refiere una anécdota simpatiquísima: “Estábamos charlando una mañana, Camilo y yo, en la universidad de Salamanca, en una de esas reuniones a las que acuden montones de gente, cuando pasó a nuestro lado una joven y él me dijo, con toda seriedad: “¿Ha visto usted, Amorós, qué señorita tan guapa?”. No se le escapaba una, a Camilo José Cela. Desde hace años, esa señorita es mi mujer”.

Un libro sin duda admirable, para disfrutar y para aprender, del que sale con una sonrisa y con el alma limpia, llena de gratitudes, elogios y reconocimientos.

domingo, 20 de noviembre de 2022

Peribáñez y el Comendador de Ocaña

 


Me gusta volver, con cierta periodicidad, a las obras de Lope de Vega, bien para releer las que ya conozco, bien para adentrarme en nuevas páginas suyas. Y lo cierto es que suelo salir fascinado con esa experiencia cíclica, porque el Fénix rara vez decepciona. Incurre, claro está, en repeticiones y en clichés de época (qué autor prolífico y enraizado en su tiempo no lo hace); pero entrega, como hermosa compensación, versos magníficos, situaciones deleitosas, sonrisas indelebles y el infrecuente perfume de la grandeza literaria.

En esta ocasión, he querido volver a un drama que leí en 1983 (eso apunté en un margen, con letras a lápiz ya casi borradas: desde 1985 adquirí la feliz costumbre de pasarme al rotulador rojo o bolígrafo) y que me vuelve a fascinar: Peribáñez y el comendador de Ocaña. Primero, Lope nos invita en sus páginas a que asistamos a la alegre boda de un villano; luego, a que advirtamos el modo turbio en que el comendador se prenda de la beldad de la joven esposa; después, a la artimaña de estirpe bíblica (recordemos la historia del rey David y su súbdito Urías) de alejar a Peribáñez de su morada, tras nombrarlo de forma abrupta capitán de una pequeña tropa; por fin, al retorno suspicaz del recién casado, que llega a tiempo de impedir la consumación del adulterio forzoso.

Dueño de unos recursos casi ilimitados para animar a sus criaturas escénicas, Lope consigue que atravesemos, al lado de sus protagonistas, sucesivos territorios emocionales: la felicidad, el recelo, la traición, la defensa a ultranza de la honra, la majestad del perdón, la ira, la benevolencia, el triunfo de la justicia… Y cada una de las estaciones de ese viaje se construye sobre la sonoridad de unos versos que Lope traslada al papel con insultante facilidad aparente: apenas se advierte en ellos esfuerzo (o el dramaturgo es, al menos, capaz de disimularlo con notable éxito), y los parlamentos se introducen por nuestros ojos y oídos como si el agua se deslizase por nuestra piel: con la misma gracia sencilla, con el mismo frescor impagable.

Gracias, Lope. Gracias, siempre. Volveremos a disfrutar de más tardes juntos.

sábado, 19 de noviembre de 2022

El canto errante

 


Termino, lleno de una profunda admiración y de continuos aplausos, el libro El canto errante, del nicaragüense Rubén Darío, maestro de la lírica hispana en la transición del siglo XIX al XX. Es verdad que, en algunos fragmentos, el poeta abusa de un chisporroteo de vocabulario “excesivo” (aristoloquia, chincharchar, huepil, nefelibata, panida, curul, egipán, teocalí); pero también es verdad que crea continuas bellezas con el uso inesperado de algunos adjetivos y verbos, a los que dota de singularidad colocándolos en contextos inesperados (“El grillo aturde el verde, tupido carrizal”).

Rubén es magnífico rimando en pareados (estoy pensando en la excelente “Epístola”), construyendo sonetos (incluso en francés: véase el titulado “Helda”) o realizando homenajes a otros escritores, como Dante (“Visión”), Antonio Machado (“Misterioso”) o Valle-Inclán (“Este gran don Ramón de las barbas de chivo…”). Rubén es magnífico cantando a la Argentina (“Desde la Pampa”) o alzando su voz en defensa de la unidad norte-sur en el continente americano (“Salutación al Águila”). Rubén es magnífico dedicándole versos a Cristóbal Colón (“La cruz que nos llevaste padece mengua; / y tras encanalladas revoluciones, / la canalla escritora mancha la lengua / que escribieron Cervantes y Calderones”) y también a indígenas como Tutecotzimí (“La muerte es reina de los reyes”). Rubén es magnífico siempre.

Lo podremos caricaturizar, recordando sus versos más timbálicos y machacones; lo podremos señalar por sus excesos etílicos (la solapa del volumen, con humor más que discutible, afirma que “vivió la embriaguez de su poesía”). Pero no hay forma de ocultar su esplendor como vate, su condición de mago del verso y del ritmo, su imperial dominio del vocabulario. Fue tan grande que no cabía dentro de sí mismo. No fue un poeta, fue la poesía.

viernes, 18 de noviembre de 2022

La tumba del guerrero

 


Gandalf es un viking (utilizo esa forma, en lugar de vikingo, por fervor borgiano) que ha viajado con sus hombres hacia el sur para vengar la muerte de su padre, que combatió en la zona y partió desde allí hacia el Valhala. En la desierta costa a la que llega tiene lugar su encuentro con Blanca, una muchacha que le explica que su fe la impele a orar todos los días, por consejo de su padre, junto al túmulo bajo el que reposa uno de los enemigos que, años atrás, llegaron desde el Norte para asolar la zona. ¿Se tratará de la tumba donde descansan los restos del progenitor de Gandalf?

Partiendo de esa situación, donde misterio, fe religiosa y casualidad se unen con lazos férreos, Henrik Ibsen nos entrega un breve drama poético, muy poco valioso en mi opinión, donde todo parece lírica y argumentalmente forzado, y donde la tesis de fondo (exaltación del cristianismo) queda dibujada con unos trazos más bien burdos. No resultan creíbles los exaltados diálogos de los protagonistas, con más adjetivos de la cuenta; no resulta creíble la situación teatral, que apenas logra sostener la verosimilitud; no resultan creíbles las reacciones de los protagonistas, más de cartón piedra que de auténtica carne.

Obra falsa en todos los sentidos: lenguaje, psicología, argumento y conclusión.

Perfectamente olvidable.

miércoles, 16 de noviembre de 2022

Imago

 


Leo, con mucha lentitud y con mucho silencio alrededor, el breve poemario que lleva por título Imago, firmado por Óscar Navarro Gosálbez y editado por el sello Boria. Y el silencio sigue retumbando cuando vuelvo la última página. Ha habido una absoluta absorción por parte de los versos y siento que mi mente flota. Es (me digo) el momento de leer con detenimiento el prólogo que el también magnífico poeta Ramón Bascuñana le ha consagrado, que he reservado de forma deliberada para el final, con la intención de que sus impresiones no me influyan. Y justo cuando lo acabo comprendo que tengo que callarme, porque no me siento capaz de mejorar (ni siquiera de igualar) las palabras de Ramón. Con una finura increíble (pero, de verdad, increíble), ha penetrado en las sensaciones que yo mismo acabo de experimentar; y las ha pronunciado con vocablos insuperables. Me ha pasado algunas veces. Pocas. Y no tengo problema en admitir que ha sucedido de nuevo: no puedo decir nada sobre este volumen mejor que lo que ha escrito el prologuista. Así que lo más honesto (y siempre trato de ser honesto) es callarme, mientras aplaudo de manera entusiasta a ambos poetas. Qué intensidad de libro y qué intensidad de análisis. Qué fulgor doble.

Escribe Óscar Navarro Gosálbez en la página 27: “Decir sin adjetivos —pero alguno es necesario—”. Para calificar este trabajo (que es música de Boccherini, y flores de jacarandá, y arcilla, y transparencia) se me antoja que resultan necesarios bastantes. Y el lector los descubre enseguida.

La editorial Boria se está despidiendo, como no podía ser menos, a lo grande.

lunes, 14 de noviembre de 2022

La herencia de Eszter

 


¿Cuáles son los límites interiores de una persona que ha hecho de la mentira su forma de vivir? ¿Dónde están las fronteras, las barreras invisibles, que resultan imposibles de franquear? ¿Existen? Si no lo hacen, qué atrocidad vertiginosa. Y si lo hacen, ¿qué abismo insondable palpita al otro lado? Cuando abrí la primera página de la novela La herencia de Eszter, de Sándor Márai (que traduce Judit Xantus Szarvas para el sello Salamandra), estaba muy lejos de imaginar hasta qué punto su argumento iba a perturbarme. Ha resultado, de principio a fin (sobre todo en su tramo último), una lectura desasosegante, en la que notaba cómo mi corazón se aceleraba y cómo mi indignación crecía, enfadándome con Eszter y despreciando a Lajos, ese embustero profesional, ese farsante ventajista, ese encantador melifluo.

La historia nuclear es sencilla: hace veinte años, Lajos (quien afirmaba estar enamorado de Eszter, aunque se casó con su hermana Vilma) se quedó viudo; y, rodeado de deudas, acreedores y estafas, se fue para no volver nunca. Pero el caso es que, transcurridas las dos décadas, ha decidido regresar. Nadie sabe el motivo de ese retorno. Nadie sabe qué pretende. Nadie sabe qué impulsos puedan traerlo al lugar donde solamente dejó inquinas, fraudes y engaños. La expectación es inaudita, sobre todo en el alma de Eszter, que anhela el reencuentro a la vez que tiembla pensando en él. Así que, cuando el personaje finalmente ejecuta su teatral reaparición, los lectores nos quedamos con la boca abierta cuando nos enteramos del motivo de su vuelta. Y ese asombro crecerá hasta la incredulidad, hasta el sofoco, hasta la ira, cuando la propia Eszter explica cuáles son sus intenciones al respecto. ¿Cómo es posible que actúe de esa forma? ¿Acaso ha perdido el juicio?

Sándor Márai, habilidoso e implacable, nos muestra a la araña Lajos moviendo sus quelíceros y al insecto Eszter inmovilizado por sus invisibles hilos pegajosos. Y nos invita a asistir a un espectáculo en el que no podemos (aunque quisiéramos) intervenir. Desde esa posición paralizada debemos resignarnos a avanzar por las páginas, cada vez más tensos, cada vez más enfadados. Y el escritor sólo nos pide una cosa: que intentemos entender a Eszter, como la entiende Nunu. Que nos adentremos en su corazón y seamos capaces de admitir la coherencia, o la justicia, o la sensatez, o el sentido (resulta difícil elegir la palabra) de su decisión.

Un libro que te obliga a enajenarte, a dominar tu impaciencia y a poner entre paréntesis tus códigos morales.

sábado, 12 de noviembre de 2022

Zaragoza


 

Mi abuela Esperanza utilizaba la expresión “el sitio de Zaragoza” para referirse a una situación complicada o agobiante; y mi abuela Juana se empeñó en que mi madre hiciera la primera comunión en esa ciudad, por una promesa que le hizo a la Virgen del Pilar durante la guerra civil de 1936. ¿Con qué mejor bagaje podía adentrarme en las páginas espléndidas de la novela Zaragoza, de Benito Pérez Galdós, que constituye el sexto tomo de sus Episodios Nacionales?

En ellas vuelvo a encontrarme con mi viejo amigo Gabriel de Araceli, que llega a la ciudad cercada por las tropas francesas y se suma a la resistencia contra ellas. No se muestra dichoso por tener que seguir peleando, porque la guerra se le antoja un acontecimiento espantoso, que altera el espíritu de los seres humanos (“De este modo celebra el feroz soldado la muerte de sus semejantes, y el que siente instintiva compasión al matar un conejo en una cacería, salta de júbilo viendo caer centenares de hombres robustos, jóvenes y alegres que, después de todo, no han hecho mal a nadie”, cap.VI); pero se apresta a hacerlo con una clara conciencia de cuál es su deber patriótico. Ese caos de trincheras, bombardeos y escaramuzas no impide que, en los momentos de sosiego y como eficaz contraste, se escuchen también “los compases de la incomparable, de la divina, de la inmortal jota” (cap.IX), que a todos sirve como música de unidad. Igual que el heroísmo inaudito de tantos seres anónimos (incluidas vigorosas mujeres como Manuela Sancho) contrasta con la cerril y obtusa insolidaridad de individuos como el tío Candiola, un usurero mezquino que no se aviene a la alimentación de quienes luchan contra los invasores. Benito Pérez Galdós, galvánico pintor de la contienda, nos regala en el capítulo X un párrafo de inolvidable belleza, que a mí me parece un excelente retrato-resumen de este emocionado homenaje al pueblo de Zaragoza: “¡A la calle todo el mundo! No haya gente cobarde ni ociosa en la ciudad. Los hombres a la muralla, las mujeres a los hospitales de sangre, los chiquillos y los frailes a llevar municiones. No se haga caso de esas terribles masas inflamadas que agujerean los techos, penetran en las habitaciones, abren las puertas, horadan los pisos, bajan al sótano, y al reventar desparraman las llamas del infierno en el hogar tranquilo, sorprendiendo con la muerte al anciano inválido en su lecho y al niño en su cuna. Nada de esto importa. A la calle todo el mundo, y con tal que se salve el honor, perezca la ciudad, y la casa, y la iglesia, y el convento, y el hospital, y la hacienda, que son cosas terrenas. Los zaragozanos, despreciando los bienes materiales como desprecian la vida, viven con el espíritu en los infinitos espacios de lo ideal”.

Dominador excelso de la técnica novelística, Galdós nos ofrece en cada capítulo un motivo diferente por el que admirarlo: este adjetivo majestuoso, este ritmo de la frase, esta descripción, este ángulo de la mirada… Después de tantos disparos, bombardeos, efusiones de sangre, amputaciones, muertes heroicas, barricadas, pilas de cadáveres, restos humeantes, iglesias destrozadas y cristales que estallan, don Benito nos dice en el capítulo XXIX, por boca de uno de sus personajes: “Aquello no era vivir en nuestro pacífico y callado planeta; era tener por morada las regiones del rayo”. Dios bendito. “Las regiones del rayo”. ¿Se puede concebir una fórmula más conmovedora y más brillante desde el punto de vista literario? No he podido sustraerme durante la lectura de esta novela (sobre todo en su tramo final) a la sensación de que Galdós está verdaderamente emocionado cuando detalla los mil horrores que ha tenido que sufrir Zaragoza, “la ciudad de la desolación, digna de que la llorara Jeremías y de que la cantase Homero” (cap.XXXI).

Insisto: un gigante de las letras. Cada libro suyo es un regalo para mí.

viernes, 11 de noviembre de 2022

Números pares, impares e idiotas

 


Creo que Juan José Millás necesita pocas presentaciones para el público lector de España (ha obtenido premios como el Nadal, el Primavera, el Planeta o el Nacional de Literatura), pero quizá resulte menos conocido en su vertiente de escritor para niños. De hecho, la obra que hoy traigo al blog está recomendada por la editorial SM para lectores a partir de 8 años, está ilustrada por el gran dibujante y humorista Forges y lleva por título Números pares, impares e idiotas. Son 237 páginas de puro deleite, en las que el escritor valenciano juega con pequeñas historias divertidas, didácticas, que se construyen sobre el mundo de los números, pero que extienden sus metáforas a otros ámbitos de la vida.

Por ejemplo, las tribulaciones humildes del pobre número 0, que está harto de su insignificancia y trata de reivindicarse; o las ocasiones en que el número 5 se sitúa frente a un espejo para descubrir su auténtica identidad; o el esfuerzo ambicioso del número 2, que se duplica incesantemente porque jamás se considera lo bastante importante; o los estudios universitarios que pretende cursar el número 1 para progresar en la vida; o la triste situación que acongoja al pequeño 8, que sufre el engaño y el secuestro de un matemático, quien experimenta con él drogándolo con “ochocolate”; o la delicada experiencia que vive un matrimonio de números cuando le nace un hijo especial, y el médico dictamina que será un discapacitado, sin calibrar la evidencia de que “no hay números discapacitados, sino diferentes” (p.190).

Mis dos narraciones favoritas son “El 4 mutilado” (donde se reflexiona sobre la intransigencia y la marginación) y “Los números árabes” (en cuyas páginas Juan José Millás nos invita a reflexionar sobre la estupidez que comporta habitualmente la palabra “extranjero”).

Pongan este libro en manos de sus hijos. Y léanlo con ellos, explicándoles aquello que no entiendan. Todos saldrán ganando.

jueves, 10 de noviembre de 2022

Fiesta en Solhaug

 


La joven y hermosa Margit tiene todo cuanto, desde el punto de vista material, sería concebible: una hermosa mansión, sirvientes, ropas de lujo, un marido con poder… Pero la realidad es que su alma permanece infeliz, porque consiguió estas posesiones materiales después de que su gran amor, Gundmund Alfsön, se fuese de Noruega. Ahora, con ocasión de una gran fiesta, Gundmund vuelve al seno de la familia (es primo de Margit) y se le recibe con honores, pese a que su condición de proscrito es notoria (las fuerzas del rey lo persiguen).

Y estallan, con su retorno, violentas pasiones de todo signo: Margit arde de rabia por su presencia, que le recuerda la amargura de su actual matrimonio; Signa, la hermana, descubre que está enamorada (quizá siempre lo ha estado) del joven y bravo Gundmund; Knut, que pretende la mano de Signa, convierte a Gundmund en objeto de su ira; Bengt continúa presumiendo del poder que tiene sobre su bella y encantadora mujercita… Y aparece en escena un diminuto frasco, que contiene un poderoso veneno. Pronto, ese veneno estará en un vaso. Pronto, se producirá una muerte. Y alguien decidirá recluirse para siempre en el convento de santa Sunniva.

Mezclando tradiciones y canciones nórdicas con posibles influjos de William Shakespeare, el espléndido dramaturgo Henrik Ibsen nos entrega una pieza muy emotiva sobre los amores invisibles que se guardan en el corazón, sobre la ira como desencadenante de tragedias y sobre el carácter cambiante de todas las situaciones humanas. He tenido acceso a esta Fiesta en Solhaug gracias a la traducción de Else Wasteson para la editorial Aguilar.

miércoles, 9 de noviembre de 2022

La habitación de Nona

 


Hay varios (posiblemente muchos) tipos de escritores: el cristalino, el abstruso, el trascendente, el pedante, el entretenido… A todos (creo) los he frecuentado con diferentes grados de complacencia, pero la edad me va decantando hacia aquellos que, desde el principio, me seducen con la musicalidad de su prosa. Soy capaz de aceptar que, como determinadas montañas, hay escritores cuyo arranque es rudo, áspero o insatisfactorio, aunque después muestren bellezas sin límite. Imposible dudarlo. Ahora bien, mi paciencia (insisto: tiene que ser la edad) se ha vuelto muy limitada: si en la página tres no ha logrado interesarme, cierro el volumen (sin desdén, sin menosprecio, aunque con firmeza) y paso a otra cosa. Carezco ya de esa tenacidad musculosa que cultivé durante la juventud, que me permitió encontrar maravillas narrativas que empezaban a desplegarse con vigor a partir de la página cincuenta. No se trata, como es fácil entender, de un criterio que yo propugne como el mejor: es, simplemente, el mío de ahora.

Termino, con una absoluta felicidad, el tomo de relatos La habitación de Nona, de Cristina Fernández Cubas, que se ajusta de forma inmaculada a esa estructura de “imán” que tanto anhelo en los libros. Desde las primeras páginas, ya estaba ahí la escritora de Arenys de Mar, poderosa y hechicera, regalándome una prosa indejable (me invento la palabra) y unas historias que, con sencillez y majestad (en literatura, esos dos conceptos son compatibles y pueden ser complementarios en casos excepcionales, como el suyo), me atraparon. Me presentó a una niña con una imaginación desbordada y poliédrica; a una anciana superficialmente encantadora; a una niña que lloraba con desesperación, apoyada en el lateral de una cama; a una mujer joven que consiguió imponerse en el hogar y en el corazón de un viudo con tres hijas; a una mujer que recuerda con languidez conmovedora a su marido fallecido; a una adolescente que es informada sobre la existencia de la tribu Wasi-Wano, habitante de la Amazonia.

En todos los cuentos conviven dos magnetismos poderosos: de un lado, la forma brillante, fluida, redonda con la que están redactados; del otro, la hondura (nada rimbombante) de sus argumentos, donde los mimbres de la melancolía, el amor, el recelo, el pánico, la inquietud o la languidez se entrelazan de forma única.

Una altísima maestra de la narración.

martes, 8 de noviembre de 2022

El fin del cuento

 


No recuerdo con exactitud cuándo llegó a mis manos por primera vez un libro de Pura Azorín, pero sí recuerdo que desde entonces he intentado acercarme a sus obras con curiosidad, porque la experiencia inicial fue gratificante. Gracias a la edición de El fin del cuento que ha preparado MurciaLibro incorporo mi quinta reseña sobre la autora yeclana al blog.

Se trata de una colección de relatos (los primeros, muy breves) donde recibo la solidez argumental, los giros inesperados y los chispazos sugerentes de una escritura espléndida, que la narradora utiliza para contarnos historias de humor sexual galáctico (“Luna”), magníficas y enérgicas reivindicaciones del papel de la mujer en la sociedad (“Bruja”), críticas admirables a la estupidez que comportan los roles genéricos en el mundo de hoy en día (“Campeones”), viñetas orientales de finísimo trazo (“Acuarela”), crónicas de la amistad entre dos mujeres muy distintas (“En la cocina”), historias de amor en las que cada parte nos facilita su propia percepción de lo sucedido (“Sinfonía para dos cuerdas”) o crónicas viajeras y gastronómicas en las que se erige en protagonista un conocido dulce regional murciano (“La honorable Sociedad del Camino”).

Hay mucha delicadeza en el modo de escribir de Pura Azorín y mucha belleza a la hora de presentarnos a personajes como Pura la Loca. Creo que es un estupendo libro y me siento muy feliz de haberlo abordado.

lunes, 7 de noviembre de 2022

Nueve cuentos republicanos

 


Muchas han sido (y son) las repúblicas que han existido a lo largo de la Historia, aunque inevitablemente cuando leo en la cubierta de un libro el rótulo Nueve cuentos republicanos tiendo a pensar de inmediato en el régimen político que la guerra civil española de 1936 desbarató. Así que al coger este libro de relatos de la madrileña Elena Prado-Mas (Baile del Sol, 2021) imaginé que se trataría de cuentos ambientados en la época previa a la rebelión militar del 36. Pero no es así: la riqueza de épocas y países que la autora nos propone es tan amplia y tan absolutamente fascinante que el lector descubrirá allí historias ambientadas en los primeros años del siglo XX (1911) o en su mitad (1958), pero también en el siglo XXI (2003, 2013, 2019); e incluso en épocas remotas (como la Roma de Julio César) o en lugares imaginarios (el mundo de Star Wars).

Convincente en el manejo de los mecanismos narrativos (sabe medir los tiempos y dibuja con notable pericia a los personajes), la autora del libro consigue una obra donde burbujean temas tan variados como el espiritismo, la preparación de un crimen, el desencanto de una adolescente que descubre que su novio es simpatizante de Vox o el inicio de un amor desigual entre una alemana y un chico madrileño; y donde los protagonistas ficticios comparten estrellato con Federico García Lorca, Benito Pérez Galdós o Emilia Pardo Bazán, que son convertidos en personajes en varias de estas propuestas. Además, Elena Prado-Mas consigue crear bellas atmósferas melancólicas, que capturan de inmediato la atención (y la emoción) de los lectores.

Si me pidieran que eligiese uno de los textos para integrarlo en una antología, creo que me decantaría por “Año 1932. Los dos Federicos”, aunque tampoco se me escapa la contundente perfección de “Año 1958. Lecciones de Astronomía”. Pero si me pidieran que eliminase uno de los nueve relatos del libro lo tendría mucho más difícil: todos mantienen un hermoso nivel literario y se vertebran entre sí para conforman un volumen, créanme, estupendo.

domingo, 6 de noviembre de 2022

Rinoceronte

 


Traduce para mí María Martínez Sierra la obra Rinoceronte, de Eugène Ionesco. Y sobrecoge el profundo simbolismo de la pieza, en la cual el personaje central de Berenguer lucha denodadamente por no convertirse en rinoceronte. Así, como suena: en rinoceronte. Todos los demás personajes, aunque al principio se muestren horrorizados por la forma en que esas bestias avanzan por las calles, lo arrasan todo con su volumen y con el desconcierto de su brutalidad (aplastan gatitos, provocan el pánico, etc), lo van haciendo gradualmente. Así, se produce la deshumanización y la “rinocerontización” de la sociedad.

La obra, desde luego, parece una metáfora del nazismo, triunfante en Europa con su estela de sangre y de barbarie homicida y racista; pero también parece una crítica a la masificación del mundo actual, en el que las individualidades alcanzan el rango de “elementos extraños”, en punibles y sospechosas formas de la rebeldía. Es, asimismo, una defensa de la plena racionalidad del hombre, en un mundo irracional y turbio que lo destroza interiormente.

En mi primera lectura de esta pieza (septiembre de 1987), subrayé en rojo el final de la misma (“¡Contra todo el mundo, me defenderé contra todo el mundo, me defenderé! ¡Soy el último hombre, seguiré siéndolo hasta el fin! ¡Yo no capitulo!”). Ahora, en la nueva visita que le hago al texto, subrayo una nueva línea: “La soledad me pesa. La sociedad también”.

Tengo que seguir revisando las obras de Ionesco. Los viejos amores nunca mueren.

sábado, 5 de noviembre de 2022

Salzillo, la procesión y los escritores

 


Tres con los caudales que, ya desde el título de la obra, nos indican qué podemos encontrar en el último trabajo del profesor Francisco Javier Díez de Revenga: el mundo del arte (en concreto, la escultura), el ancho espacio de la devoción religiosa y el universo de la literatura. Esos tres latidos se unen para nutrir las páginas de Salzillo, la procesión y los escritores (Real Academia Alfonso X el Sabio, 2022), donde se recopilan los artículos que el autor ha ido publicando durante el último cuarto de siglo en la revista Nazarenos de la Real y Muy Ilustre Cofradía de Nuestro Padre Jesús Nazareno de Murcia. En ellos, se acerca con gran detalle a los escritores que se sintieron curiosidad y admiración por las figuras inmortales del imaginero. Por ejemplo, la gallega Emilia Pardo Bazán, que visitó Murcia en el otoño de 1899, tras la sugerencia que le formuló la marquesa de Salinas para que conociese personalmente las figuras de Salzillo. Por ejemplo, la cartagenera Carmen Conde, quien dedicó varios artículos de prensa (y una hermosa página de su libro Por el camino, viendo sus orillas) a las tallas barrocas de don Francisco, y de la cual nos ofrece Díez de Revenga una visión cercanísima (“Conocí personalmente a Carmen Conde […] en la puerta de la iglesia de Jesús la tarde del Jueves Santo, 15 de abril de 1976”, p.69). Por ejemplo, la detallada aproximación al libro que Antonio Oliver Belmás publicó en 1944 sobre la figura de Salzillo (con el seudónimo de Andrés Caballero) y que ilustró Luis Garay. Por ejemplo, la resonancia internacional que adquirió la figura del imaginero cuando en el año 1966 una editorial milanesa publicó un estudio de Giovanna Grandi, con asombrosas fotografías de gran creatividad y belleza (fotografías que, según nos cuenta Francisco Javier Díez de Revenga, se tomaron en su presencia, porque en aquel tiempo trabajaba como meritorio en el museo). Por ejemplo, la única visita registrada del gran filólogo Marcelino Menéndez Pelayo a Murcia (abril de 1898), en la que pudo presenciar la procesión del Viernes Santo, aunque por desgracia no acabase escribiendo sus impresiones sobre la misma. Por ejemplo, la celebrada llegada a Murcia en marzo de 1902 del poeta malagueño Salvador Rueda, quien terminaría componiendo dos sonetos dedicados al Ángel y a la Dolorosa de Salzillo. Por ejemplo…

El profesor Francisco Javier Díez de Revenga sabe; y, además, sabe contar. De ahí que sus libros no defrauden nunca, porque con ellos se aprende y se disfruta. Un lujo para los lectores.

viernes, 4 de noviembre de 2022

El castillo antiguo

 


Pendiente de afrontar los “libros mayores” de Robert Graves, me distraigo hoy con una narración juvenil muy amena y agradable que, con el título de El castillo antiguo, publica El Aleph (traducción de Susana Rodríguez-Vida e ilustraciones de Elizabeth Graves). En ella, el novelista de Wimbledon nos pide que acudamos al castillo de Lambuck, situado entre Bristol y Chester, donde trabaja como guardián el antiguo sargento George Harington, un veterano de guerra que perdió un brazo luchando contra los alemanes y que ahora cría a su hijo Giles. Se trata de un hombre tranquilo, ordenado y cumplidor, pero cuya honorabilidad es puesta en duda por el miserable Slark, que lo difama ante sir Anderson Wigg. A partir de ese señalamiento comenzará un auténtico calvario para el bueno de Harington, que tendrá que demostrar su inocencia ante su antiguo coronel, el gobernador lord Badger. A la vez, y como colofón de la historia, se añade un espectacular descubrimiento dentro del castillo de Lambuck, que hará las delicias de los lectores y que yo, discúlpenme, no voy a detallar.

Eficaz y nítido en el manejo de la prosa, Graves logra componer en estas páginas (“algo más que un relato para niños”, se lee con justicia en la contraportada) una historia que conjuga lo mejor de los relatos infantiles (sorpresas, emociones) con lo mejor de las novelas para adultos (análisis del corazón humano, descripciones magníficas). El resultado es un libro estupendo, que me ha gustado conocer.

jueves, 3 de noviembre de 2022

Celia en los infiernos

 


Leo la pieza teatral Celia en los infiernos, de Benito Pérez Galdós, que nos cuenta la particular situación de una joven millonaria que, nada más acceder a la mayoría de edad, descubre que el sirviente al que ama (Germán) está en realidad unido sentimentalmente a otra sirvienta (Ester). Airada y dominada por la decepción, los expulsa de su casa. Pero unos meses después, recapacitando sobre su intransigencia, decide salir a buscarlos, consciente de que los ha arrojado a la pobreza más absoluta: quiere enmendar su yerro. Hasta ahí, todo bien. El problema sobreviene precisamente desde ese punto, porque el escritor canario, lejos de construir un drama creíble, carga demasiado las tintas en los lugares equivocados, convirtiendo a la “bienhechora social” en una figura esperpéntica llena de altanería y paternalismo y a los sirvientes expulsados en angelicales criaturas bondadosas, que todo lo perdonan y agradecen con humildad servil. Sirva un único ejemplo: cuando Celia (disfrazada de pobre) consigue llegar hasta Ester, ella la invita a comer de su cocido. Lejos de limitarse a dar las gracias, la señora marquesa pronuncia estas palabras: “Sí, muy a gusto me pongo a tu nivel. He bajado al infierno para ver de cerca las estrecheces de las clases inferiores. Soy en este momento una obrera humilde como tú”. Reléase el párrafo para comprender su clasismo nauseabundo (me pongo a tu nivel), para advertir su mirada maniquea (he bajado el infierno), para estremecerse con su pensamiento social (las clases inferiores) y para, en fin, abominar de su paternalismo displicente (soy en este momento una obrera humilde como tú). Es imposible que Galdós juzgase esas tres líneas como una muestra de bondad interior o de sinceridad cristiana. Pero es que tanto Germán como Ester, agradecidos por su bondadoso gesto, besan su mano mientras el resto de obreras de la fábrica lanzan el grito de “Viva la marquesa”… Leoncio, agitador social, le recuerda entonces a la joven Celia que no es la caridad, sino la justicia, la que resuelve los problemas de los pobres. Y ella decide adquirir la fábrica donde trabajan y establecer unos sueldos justos, vertebrar un sistema de pensiones para quienes se jubilen, etc. La gazmoñería con música de violines (que parece un final de comedia de Lope de Vega) es evidente. La virtuosa dama establece una única condición: que todos los obreros que estén enamorados y vivan en pareja se casen formalmente. No especifica (quizá sea un lapsus) si tienen que ir a misa los domingos, asistir a la procesión del Corpus y dar vivas al rey.

Una obra fallida, donde el “redentorismo” se tiñe de santurronería y melindres, bordeando peligrosamente los acantilados de la caricatura.

miércoles, 2 de noviembre de 2022

Teatro en la guerra

 


Emociona (es decir, agolpa una burbuja de llanto en la garganta) la forma en que Miguel Hernández, cuando era un joven de 26 años y publica estas pequeñas piezas teatrales, comparte con nosotros su fervor por una escritura dramática que refleje el sentir del pueblo y que se rebele contra “aquellos espectáculos que no sirven para otra cosa que para mover la lujuria, dormir el entendimiento y tapiar el corazón reluciente de los españoles” (o dicho de otro modo: contra el teatro concebido como una simple distracción burguesa). En esa línea se inscriben las cuatro pequeñas obras que publicó la editorial Nuestro Pueblo y que Pictografía reprodujo en 2009 en formato facsimilar.

En La cola, una madre muestra su indignación contra las muchachas que pelean por un puesto para comprar, mientras sus maridos siguen sin acudir a la lucha, como están haciendo todos los hombres de bien del momento. “No sois dignas de vivir estos momentos gloriosos de España”, les escupe con amargura. Y añade: “No merecéis pisar la tierra en que ha caído la sangre de los hijos de tantas madres”. Porque lo ideal sería “que todos participemos en la salvación de España. Que a todos nos duela y nos sangre en el pecho el corazón de Madrid”.

En El hombrecito nos estremecemos con el chico de quince años que abandona a su madre para combatir al frente, sintiendo que todos los brazos son pocos para enfrentarse a los enemigos. Cuando ella intenta disuadirlo (no lo quiere ver muerto), él la tilda de facciosa. Y como cierre del texto, la voz del poeta anima a todas las madres a que dejen libres a sus hijos para emprender la misma ruta.

En El refugiado charlan dos republicanos: el mayor (setenta años) insiste en la idea de que le repugnan los traidores y cobardes, a los cuales “habrá que fusilar en su día”, porque ya va siendo hora de que “los pueblos sean los únicos jueces”. El más joven pretende ayudarlo con unas monedas, que el viejo rechaza con orgullo, pero el otro le replica que no lo hace por caridad sino por justicia (“Quien da lo que le sobra es tan perro como quien acepta las sobras de quien se las da”).

Y en Los sentados nos encontramos con la voz airada de un soldado, que juzga seres “desesperantemente pacíficos” a quienes permanecen sentados charlando de banalidades, mientras los demás empuñan fusiles en las trincheras y vierten su sangre para defender España. Al final, convencidos, los tres indiferentes salen hacia el combate.

Habrá quien considere que se trata de cuatro piezas mediocres (las situaciones son forzadas, los diálogos son esquemáticos, el espíritu es panfletario), pero quizá resulte más justo dictaminar que son cuatro piezas “mediocradas” (admítaseme el neologismo). Es decir, un póker de escenas que las circunstancias históricas convirtieron en textos publicitarios, en armas ideológicas, en vehículos rápidos de consignas y adrenalina espiritual. Miguel Hernández (él, el primero) habría preferido no tener que escribirlas. Juzguémoslas desde esa mirada.

martes, 1 de noviembre de 2022

Cronopios

 


Existe una estirpe de libros (de reducido número, pero de poderío vigoroso) que, lejos de limitarse a plantearnos historias o emociones, nos trasladan una cosmogonía. Es decir, una plétora de ideas, caminos, intuiciones, tanteos y luces, que se amalgaman ante los ojos (y dentro también de los ojos) del lector. Son volúmenes que se resisten a las etiquetas y que, como potros, corcovean y dan brincos en direcciones inesperadas. Yo acabo de leer uno de esos tomos. Se titula Cronopios y aparece firmado por Bartolo Burceña Hilló, que no es sino el disfraz bajo el que sonríe Luis Pereda Ortiz del Río.

¿Es un libro en prosa? Sí. ¿Es un libro en verso? También. ¿Es narrativa? No se puede dudar. ¿Es filosofía? No me atrevería a negarlo. ¿Es ensayo? Muchas de sus páginas se inscriben en esa línea. ¿Es humor? Imposible no admitirlo. Bien, pero entonces, ¿qué etiqueta es la que conviene adjudicarle? Vive Dios que ninguna. Recordemos la sentencia de Ramón Gómez de la Serna: que en cuanto advirtamos que alguien nos quiere adherir alguna escapemos a correr. Eso hace este Cronopios, que es libro cortazariano, juguetón y extravagante (en el sentido etimológico: que circula por veredas infrecuentes). En sus 264 páginas hierve un mundo de bichitos azul-Bilbao, un burbujeo continuo de autores y libros, un análisis de los famas campanarios, diatribas contra los críticos literarios, los conferenciantes y los poetas que apedrean a los lectores con sus blogs (véanse las demoledoras páginas que van de la 34 a la 38), búsquedas de una hipotética definición perfecta de la poesía, disección implacable de los “tuertulianos” (a los que define en la página 115 como “virus parlantes que se ganan la vida infectando los medios de comunicación”) o los “nationalistos” (la sátira que dedica a los “gudaris de salón” es memorable), dibujos ingeniosos… Yo qué sé.

Una simple enumeración de todas las sorpresas que este libro acumula requeriría media docena de folios. No caeré en tamaña torpeza. Dejaré que cada lector llegue a descubrirlas por sí mismo. Es lo más honesto y lo más gratificante.

Prepárense. Leerán pocos libros como este.