Me
asaltan sensaciones contradictorias cuando coloco los dedos sobre el teclado
para elaborar esta reseña sobre Los apuñaladores, de Leonardo Sciascia,
que he leído en la traducción de Juan Manuel Salmerón para Tusquets. Por un
lado, cómo no, la prosa del siciliano, que siempre es magnífica y que produce
evidente atracción (al menos, sobre mí). En ese apartado, todo resulta seductor,
porque Sciascia siempre sabe construir su relato de la manera más adecuada.
Pero (ay, los peros) del otro está la narración en sí, que en este caso
resulta perfectamente inane. El motivo no es imputable al escritor, sino a la
materia misma que nos traslada: los sucesos históricos que tuvieron lugar en
octubre de 1862 y en enero de 1863, cuando una macabra serie de apuñalamientos
invadieron la ciudad de Palermo y sembraron el pánico entre sus habitantes. ¿Se
trataba de una maniobra delictiva o política? ¿Quién estaba detrás de estos
luctuosos sucesos? Al principio, las declaraciones de uno de los implicados
(Angelo D’Angelo) provocaron que las investigaciones se orientasen en una
determinada dirección, y que algunos elevados personajes de la época, como
monseñor Calcara o el príncipe de Sant’Elia, quedasen salpicados por los
rumores. Ahora bien, ¿estaban de verdad relacionados con aquella sangrienta
trama?
Sciascia
se adentra en ese mundo de delaciones, intrigas políticas e intentos de
desestabilización del gobierno; y, manejando hipótesis más o menos arriesgadas,
perfila las fronteras de una explicación.
El problema se complica cuando nos preguntamos hasta qué punto esta historia puede interesar hoy en día a un lector de España. Mi respuesta incorpora un suspiro y un encogimiento de hombros. Admito que la contraportada nos hable de Los apuñaladores diciendo que construye “un amargo retrato del poder y de los laberintos de corrupción que lo envuelven, y configura un tortuoso relato sobre la derrota de la justicia y la vulnerabilidad de la sociedad ante un Estado degradado”. Vale. Es posible que sea así. Pero yo, lector y admirador de Sciascia, reconozco haber leído la segunda mitad del libro (la conjetural) entre bostezos. Esperaba un giro novelesco que la obra, ay, al final no aborda. Decepción.