viernes, 30 de noviembre de 2012

Prueba de sabor




Desde hace tiempo, leo la poesía de Fulgencio Martínez con un respeto y una reverencia indesmayables, quizá porque advierto en sus versos los fulgores de un estilo otro, de una arquitectura interna que se diferencia ostensiblemente de los demás poetas a quienes frecuento. No se trata, desde luego, de una situación de superioridad o de inferioridad, sino de distinción. Cualquier poema de Fulgencio establece su propio canon e inunda la mente del lector con su particular cadencia interna de ritmos y propuestas filosóficas. En esta Prueba de sabor, que nos llega de la mano de la editorial sevillana Renacimiento, el poeta comienza su obra (madurísima ya) planteándose no sólo la noción de los límites, sino también la noción de ‘utilidad’ de su mensaje lírico (“¿Puede lo que uno escribe / servir de alguna ayuda / en un tiempo de emergencia social?”, p.16). Y, a continuación, se dispone a desentumecer nuestra inteligencia con una serie de sentencias hondas, en las que podríamos detenernos a reflexionar durante horas... o quizá durante toda nuestra vida (“Lo pequeño es infinito / si encontramos la medida del deseo”, p.25). Pero tampoco renuncia, como es habitual en sus páginas, a las emociones más dulces y tibias, como cuando nos acerca la imagen de un anciano que arroja migas a los pajarillos (p.24). Tales condiciones (la densidad filosófica, la ternura lírica) no impiden que, en ocasiones, el poeta se adentre por otros senderos menos habituales, como en ese texto que titula Ecopoema para pedir la abolición de la esclavitud silenciosa de nuestros días, donde se pregunta si la cola del paro no es un tema lo suficientemente preocupante como para que los poetas se dediquen a su análisis. O que nos revele sus filiaciones intelectuales en medio de un poema, con un mecanismo tan chocante como creativo en el aspecto léxico (“Este místico blasotear, unamuniar, / pascalear, kierkegaardear...”, p.91). Y es que ése es otro de los aspectos que hacen brillante y luminoso este libro: Fulgencio Martínez no se limita a poetizar sus ideas con suavidad o con música, como hacen otros poetas, sino que establece un auténtico, encarnizado combate con la materia verbal: emplea encabalgamientos abruptos, se muscula mediante metáforas intrépidas, fuerza adjetivaciones singulares... De tal suerte que los lectores tienen que estar pendientes de cada sustantivo, de cada giro, de cada jeribeque sintáctico, porque suele haber una intención oculta detrás de esos juegos. Lo he dicho alguna vez con respecto a la obra de Fulgencio Martínez y vuelvo a repetirlo: se lee esta poesía con la concentración de estar adentrándose en un texto sagrado, complejo, lleno de inteligentes sustancias interiores. No se puede viajar por estos versos sin proveerse de bombonas de oxígeno, porque la inmersión es larga y nos agotará los pulmones (o porque la ascensión es ardua y fatigará nuestras reservas de aire, como prefieran). Leer al poeta Fulgencio Martínez (1960) implica lentitud, paciencia, reflexión. Hay que actuar como un sumiller: tomar el poema, acercarlo a los ojos (y a la inteligencia); saborear con los labios, con la lengua, con el paladar; percibir el aroma, destilar esencias... Fundirse con el objeto poético y tratar de entender las mil luces que nos acechan en su interior. A veces, con tono de Jorge Guillén; a veces, con esquirlas de E. M. Cioran. Saldrán exhaustos de ella quienes lo intenten. Saldrán enriquecidos.

domingo, 25 de noviembre de 2012

Retazos de los días




El primer punto que quiero dejar asentado acerca de este libro es que se trata de una obra hermosa. Así de simple. Éste es un hermoso libro: destila belleza, rezuma suavidad y empapa con su tempo despacioso, tenue, bien pautado. Ahora después aportaré más detalles, por si son tan amables de seguir leyendo, pero esa condición básica de delicia que les comento es anterior o superior a todas las cirugías menores que yo pudiera realizar sobre él. El libro mismo es calma, inteligencia y sensibilidad. Durante un año, María del Amor Olmos fue anotando en su particular cuaderno de navegación las imágenes que la asaltaban, las reflexiones que construía, las personas con las que se cruzada y las enseñanzas (sensoriales e intelectuales) que la vida la iba deparando.
Un dietario, de sobra se sabe por los antecedentes conocidos, es un cajón virginal y acogedor donde puede depositarse cualquier cosa: desde una piedra embarrada hasta un diamante. Jorge Luis Borges, con su habitual perspicacia poética, afirmó una vez que todo escritor se dedica durante su vida a escribir sobre héroes, flores, relojes, tigres, mapas, océanos, heridas, amaneceres, lágrimas, escombros y hogueras. Y que sólo al final se acaba descubriendo que toda esa enumeración caótica dibuja la imagen de su cara. No es metáfora baladí. Viene a explicarnos que todos los temas del escritor, todos sus escenarios, todos sus personajes, todas sus miradas conforman el caligrama secreto de su espíritu. María del Amor Olmos también se suma a esa interesante idea concibiendo una bitácora («Quien lo lea le ponga nombre», p.137) que se extiende durante un año exacto, de otoño a otoño. A lo largo del volumen se van sucediendo las marcas temporales que sitúan de forma conveniente al lector (Nochevieja, capítulo XXXV; primeros de febrero, capítulo XLII; finales de marzo, capítulo LV; segunda quincena de agosto, capítulo XC; etc), pero la autora se preocupa igualmente de que la textura temática, sus matices, sus colores fijen esa cronología, que no se detiene en lo meramente nominal. Del mismo modo se preocupa a la hora de establecer las condiciones topográficas del texto, que giran casi siempre alrededor de un eje murciano (de Murcia capital): la plaza de santa Eulalia, el mercado de san Lorenzo, el teatro de Julián Romea, la calle de Trapería, el Malecón, la avenida del teniente Flomesta... Para no caer en el reduccionismo provinciano nos da cuenta también de sus viajes a Madrid (capítulo VI), Andalucía (capítulo XIV) o Praga (capítulo LXXXIV).
¿Y qué es lo que ve María del Amor Olmos? ¿De qué nos habla en este fino prontuario de diapositivas? Lo cierto es que de muchas cosas; y muy variadas. Componen este tomo docenas de impactos emocionales, que la escritora recibe y traslada meticulosamente al papel: la visión de la torre de la catedral, el espectáculo invisible de la gente que pasea, los mendigos que suplican un auxilio, el peculiar e inquietante ruido de las cañerías de una casa, los piropos de un anciano gentil, la lección moral silenciosa de un chico en silla de ruedas, la prosa de Azorín, un concierto que la subyugó, el desgaste paulatino que sufren en nuestra vida las grandes palabras... La escritora murciana se convierte en una especie de imán, en un termómetro, en un microscopio, en un espejo que camina por el mundo, en una esponja que se empapa, orteguianamente, de sus circunstancias. Y luego, una vez que todo ha pasado ante sus ojos y ha viajado hacia el interior de su corazón, lo pone en el papel. Eso es Retazos de los días. En el capítulo CXXVI, cuando el libro está llegando a sus últimos mensajes, María del Amor Olmos anota estas dos líneas reveladoras bajo el título En blanco: «Hay que salir de sí. Siempre. Todo está afuera. Adentro, llevar sólo una gran tela blanca». Y aunque es probable que más de un lector no esté de acuerdo con ese aforismo (hay quien opina que todo está dentro de nosotros, y que la auténtica sabiduría consiste en escarbar y descubrirlo), no deja de ser un interesante argumento para la reflexión. Déjense seducir por las estampas que María del Amor Olmos, que seguro que les depararán felices ratos de lectura.

domingo, 18 de noviembre de 2012

El lado oculto de la noche



Todos los ingredientes que componen este libro de Norberto Luis Romero (Córdoba, Argentina, 1951) se unen para conformar lo que su contraportada define con acierto como «una fábula perversa». El narrador es un chico que asume con normalidad su condición de bastardo y que, mediante pinceladas narrativas, nos va dibujando el anómalo mundo en que creció y ha vivido. En la cúspide del poder se encuentra el hombre gordo, solitario, déspota, cruel y manipulador. Tiene a sus órdenes una ingente colección de guantes vivientes, que le sirven según su color: los azules son los adalides de la corrección y los buenos modales; los negros se adornan con los tintes de la brusquedad, la violencia y el poder ciego; los amarillos concentran sus habilidades en los manejos amatorios: tocan, arañan y masturban; los verdes son especialistas en protocolo y consejos para la vida; y los grises, menestrales y hacendosos. Todos ellos, trabajando al unísono como esclavos fieles del hombre gordo, convierten su vida en una constante y voluptuosa sucesión de caprichos satisfechos.
Por debajo de este sultán omnipotente figura una élite de «compradores trocadores» (capítulo XIII), compuesta por hombres y mujeres de alta condición social y económica que son invitados a las fiestas privadas del hombre gordo, donde reciben el agasajo de la comida, la bebida... y las atenciones sexuales de los guantes amarillos, que los llevan hasta la extenuación del orgasmo. Y en lo más humilde de la sociedad se encuentran las gentes como el narrador, que soportan la ignominia del maltrato, amontonan colecciones de objetos absurdos (su madre, pájaros disecados; su abuela, trapos de colores; él, esferas de todo tipo) y sufren con estoicismo las vejaciones de los guantes. Este sistema, jerárquico, estanco e inmisericorde, recuerda por momentos las castas de La India: nadie se cuestiona su validez, nadie acaricia la posibilidad de quebrantarlo o subvertirlo. Y, como telón de fondo, se nos habla de un nebuloso conflicto inacabable (la guerra de las fosas), donde murió el padre del narrador y donde se supone que él también tendrá que combatir. Sólo un detalle los diferencia: al ser hijo espurio de un guante negro, que violó salvajemente a su madre mientras unos guantes amarillos la inmovilizaban (capítulo VIII), el chico que nos cuenta la historia sabe que está inmunizado ante la muerte.
¿Fábula perversa? ¿Fábula moral? ¿Fábula expresionista o simbólica? Será desde luego el lector quien tenga que meditar y decidir su respuesta. A mí, si he de ser sincero, no me parece que sea necesario buscar interpretaciones extratextuales para este relato de Norberto Luis Romero, porque la atmósfera que el autor argentino consigue en sus páginas libera al libro de servidumbres externas. ¿Quiero decir con eso que no puede ser leído como un texto en clave? En modo alguno. De hecho, calibro que la tentación será en muchos casos irresistible. Lo que intento exponer es que tales interpretaciones no son escrupulosamente necesarias. Determinados poemas, determinadas canciones, determinados cuadros conquistan con su vigor el derecho a ser considerados universos autónomos, para los que no existe una lectura, sino múltiples lecturas. Gracias a la belleza enigmática de su textura, El lado oculto de la noche se inserta en ese formato.
Y tampoco olvidemos el modo eficaz con el que Hugo Rodríguez García, el joven ilustrador segoviano que firma como pobreartista y que se encarga de la parte gráfica de este breve y exquisito volumen, potencia esas cualidades narrativas con sus dibujos oscuros, tenebrosos, inquietantes, que logran desazonar el alma de los lectores y sumergirlos en la profundidad abisal que el narrador construye desde la primera línea. En la interesante colección de obras ilustradas que la editorial Traspiés mantiene desde hace tiempo ya habían aparecido textos memorables de Joseph Conrad (Un puesto avanzado del progreso, a cargo de Federico Villalobos), Ambrose Bierce (El club de los parricidas, bajo la batuta gráfica de Pablo López Miñarro) y Robert Louis Stevenson (El diablo de la botella, que iluminó con pulso firme Pablo Ruiz). La aportación de Norberto Luis Romero abre la colección hacia el ámbito hispánico, lo que siempre es una buena noticia, que conviene aplaudir con fervor. No será la última vez, probablemente, que traiga libros de la editorial Traspiés a esta página.

jueves, 15 de noviembre de 2012

Cela: un cadáver exquisito




Leo sobre el más esperado combate de machos alfa de la literatura española, el duelo otoñal en medio de la niebla, el encuentro en un ring imposible, el libro sobre Camilo José Cela que Francisco Umbral venía prometiendo o susurrando desde hace lustros (en Las palabras de la tribu ya adelantaba que se aprestaría pronto a su confección), el acta notarial y tributaria de un discípulo aventajado, casi faraónico, que se prosterna ante el Nobel gallego (“El ser glorioso que he tratado más de cerca es Cela”, p.131), pero que no se recata a la hora de señalar sus defectos: afirma (entre otras muchas y suculentas cosas) que La catira es un libro que se hace pesado (p.31); que La cucaña tiene un título muy vulgar (p.43); que Cela era un “franquista residual” (p.61); que amañó más de una “sucia trama” (sic) de autopromoción (p.81); que estaba aquejado de impotencias notorias (“Cela donde falla es en los argumentos”, p.82); o que más bien empleaba poco tiempo en la seducción de la mujer (“Los hipopótamos no coquetean”, p.141). O sea, el pulso a cara de perro entre el ácrata de derechas y el ácrata de izquierdas.
Pero a mí, que soy lector inveterado y fervoroso de Umbral (calculo que unos 50 libros suyos), y que conozco bien los primores líricos que puede alcanzar con su pluma, me ha sorprendido la escasez deslavazada de este ensayo, fabricado con una prosa casi doméstica, de urgencia gris, exiliada de los brillos habituales en él. Es como si el dolor por la pérdida del amigo, del padre y del profesor de energía, lo hubiera paralizado, le hubiese impedido obtener el punto exacto, rojo y caliente, de su literatura más arrebatadora, que sí encontró a la hora de glosar las muertes de su madre o de su hijo.
Por eso creo que este volumen sería bueno ostentando otra firma en la portada; pero que, llevando la suya, no pasa de ser un discretísimo tomo. Quevedo no hubiera escrito sin rubor un poema de Antonio Gala. Y creo que esta obra (tan largamente esperada por sus lectores) habría sido mejor dejarla reposar, para aquilatarla, pulirla y enriquecerla, unos años. Lo que ocurre es que entonces no habría gozado de la inmediatez comercial que el caso requería. Pero ese es otro asunto, más económico que literario, y estimo que Umbral no tendría que haber sucumbido a la tentación de venderse con tanta rapidez.

domingo, 11 de noviembre de 2012

No me cuentes cuentos



Lo difícil de las antologías de relatos, a la hora de elaborar reseñas, consiste en elegir qué historias y ángulos del volumen han de ser extraídos, diseccionados y expuestos; cuáles subrayar e iluminar, en fin, ante los ojos de los lectores. Por regla común, suele haber entre todos ellos tres o cuatro propuestas notables y una porción numerosa (a veces, ay, muy numerosa) de metralla, sobre la que se pasa respetuosamente y de puntillas, silbando con disimulo. Nadie merece el desdén tras haber concebido y redactado una historia, pero el talento —se ha dicho mil veces, y es verdad— no es democrático. Se manifiesta de modo selectivo: a veces, con arbitrariedad; a veces, con tintes crueles. De ahí que suela rehuir este tipo de obras, como es lógico.
Pero de vez en cuando aparecen felices excepciones, en las que da gusto sumergirse, bucear y sacar a la luz las bellezas que uno ha hallado (como diría Pedro Salinas) en su fondo preciosísimo. Es el caso de No me cuentes cuentos, el más reciente volumen publicado por el colectivo La Molineta. Durante 96 páginas nos vemos seducidos por las veinte historias que allí se alinean y que abordan temas variados, se sirven de estrategias narrativas diferentes y acuden a sorpresas estilísticas de poliédrico tono y feliz ejecución. Hablar de todas en el reducido marco de esta reseña resulta imposible, pero quisiera dejar claro que no hay un solo relato desdeñable en esta recopilación, lo cual dice mucho del nivel de sus participantes y de la exigencia que se impone el grupo a la hora de publicar... Al humor acuden Pablo Molero (para mostrarnos cómo un seductor de barra puede quedar confundido y finalmente abochornado por un escorzo inoportuno), Giuseppe Poli (quien nos desgrana la excitante aventura que tiene como protagonista a un treintañero que acude a un local comercial chino), Fulgencio García (que nos muestra los anonadantes extremos en los que puede incurrir un enamorado que desea demostrar el alcance inaudito de su pasión por una mujer) o Paco López Mengual (cuya narración Once pollitos añade además la tristeza, la ternura y el surrealismo, para construir un texto memorable)... Sobre el amor se aplicarán en sus páginas Pablo de Aguilar (que nos hablará de la espera, de la ilusión, de la frustración y de tibias recompensas secretas), Ignacio Flórez (una deliciosa propuesta que se inicia en la Francia de finales del XVIII y concluye en la Norteamérica de comienzo del XIX) o Julia R. Robles (sobre los sentimientos ocultos de una mujer atractiva, que termina derramando lágrimas insospechadas)... De la enfermedad se ocupan María Teresa Soriano (adentrándose en el peliagudo y actualísimo tema de la anorexia nerviosa) o Carmina Martínez Maricó (que nos muestra la cara más humana de la solidaridad, en una historia donde los tapones de plástico adquieren protagonismo).
Sumemos a todo esto, que ya sería impresionante por sí solo, el lirismo enigmático y magnético de Juan de Dios Sáez (Amores prohibidos (3)); las pinceladas de mafia, sexo y fatalismo que nos suministra Berta Höpfner (Un bourbon, por favor); las reflexiones estáticas de una mujer ideada por Pedro Brotini, que medita sobre el amor, la soledad y la vida (Dignidad); la trepidante lucha entre un jabeque moro y una goleta cristiana, que Elías Meana ambienta en 1779 (¡Piratas!); el espíritu calderoniano que impregna las líneas de Manuel Moyano (Un hombre que se parecía a Clark Gable); o, por no extenderme más, el hálito cinematográfico que inunda las estupendas historias de Santa Cruz García Piqueras (Médium) y Rafael Rabadán (Solo).
Quedan, no obstante, más autores y más cuentos en este libro. No he querido agotar sus virtudes porque, sin duda posible, esa tarea corresponde a las personas que tengan la brillante idea de hacerse con este libro y leerlo. Estas Historias para niños grandes (así reza el subtítulo del volumen) no defraudan ni ofrecen bisutería. Por el contrario, suministran un caudal asombroso de alta joyería, que embriagará tanto a los lectores que ya conozcan a algunos de los escritores implicados como a quienes se acerquen a ellos por vez primera. Si el movimiento se demuestra andando, la lectura se demuestra leyendo. Les aseguro que me van a agradecer el consejo.

miércoles, 7 de noviembre de 2012

Un día más y un dólar menos




No creo que pueda herir sensibilidad alguna si afirmo que Un día más y un dólar menos, libro firmado por la norteamericana Terry McMillan (y traducido por Mª Dolores Bueno) es una novela negra. Y no porque su género sea el policíaco, ni porque sus protagonistas estén alojados en la parte más suburbial de la ciudad, sino porque se nota con claridad meridiana que ha sido escrita por una persona de esa raza, como ocurría con los gozos precedentes de Raíces (Alex Haley) o El color púrpura (Alice Walker). Además, sospecho que la obra fue concebida desde el punto de vista argumental con el ojo puesto en el público consumidor también negro, porque nos relata los avatares de una extensa familia afroamericana, cuyos problemas, vocabulario y ansiedades son los típicos (y tópicos) de este segmento de la sociedad estadounidense, retratados mil veces por el cine de Hollywood: drogas, cárcel, incomprensiones sociales, marginación, etc.
Y la aguja que va enhebrando esta historia es Viola Price, una matriarca que ha visto cómo cada uno de sus hijos (e incluso su marido Cecil, que la abandona casi en la vejez) se ha ido complicando la vida del modo más inverosímil: Paris, con su adicción a los tranquilizantes; Lewis, con sus exasperantes y guadiánicas estancias en la prisión; Janelle, con un compañero sentimental que abusa de la hija común; y Charlotte, cuya relación con la madre es extremadamente conflictiva, pues se siente marginada desde su niñez en el seno de la familia.
El lenguaje, además, es plenamente coloquial y barriobajero (he tenido la paciencia de contar las veces que aparece la palabra mierda y son, salvo error, 161; y no muchas menos son, puedo asegurarlo, las ocasiones en que surgen en estas páginas el vocablo hijoputa, el adjetivo jodido o el sintagma despectivo negro culo). La sintaxis del volumen es también muy simple (575 páginas sin complicaciones), y se vertebra sobre una enorme abundancia de diálogos, lo que facilita muchísimo la lectura de este libro. Nada del otro mundo, créanme.

domingo, 4 de noviembre de 2012

El año de la venganza



Es probable que algunas de las personas que tienen la amabilidad de seguir esta página se hayan percatado de que no suelo dedicarme con demasiada frecuencia en ella a los libros juveniles. Y si algunas de esas personas saben que mi profesión es la de profesor de literatura en un instituto quizá les choque un poco ese vacío. Empezaré, pues, aclarando ese extremo. Soy lector ocasional, pero constante, de literatura juvenil. Entre otras cosas, para saber cuáles son las tendencias, estilos, técnicas y temáticas que interesan a mis alumnos. No creo que se pueda enseñar literatura de forma razonable a los adolescentes sin preocuparse de qué cosas les llaman a ellos la atención. De ahí que Care Santos, Jordi Sierra i Fabra, Joan Manuel Gisbert, Laura Gallego o Stephenie Meyer formen parte de mis estanterías. Pero es verdad: no suelo traerlos a esta página.
Hoy rompo la tendencia por una razón simplicísima: he leído un libro que me ha parecido formidable. Se titula El año de la venganza, lo ha publicado el sello Edelvives (uno de los grandes) y su autora es murciana. Se llama Antonia Meroño y el libro que nos ocupa es su primera novela. De ahí que la sorpresa sea aún mayor, porque no se aprecian en sus páginas vacilaciones de bisoña, ni trucos manidos de manual, ni altibajos estilísticos o argumentales. La obra es sólida de principio a fin. Y se construye con una técnica tan sencilla como irreprochable: la analepsis. Así, desde la página inicial nos encontramos con Valentina, hija de padres divorciados, que comienza a recordar la historia que nutrirá este libro... Su madre era jefa de estudios de un instituto y ella, repetidora de 4º de ESO, se vio obligada a estudiar allí, aunque no lo deseaba en absoluto. Sus condiciones objetivas (digámoslo de esa forma) no eran desde luego las más adecuadas para integrarse en un nuevo centro: exceso de peso, piercings más bien aparatosos, escaso interés por las relaciones sociales... Todo se confabulaba para que no terminara de encajar. Pero como el Destino a veces se complace en jugar con nosotros como lo haría un gato con un ovillo de lana, he aquí que aparece en su misma aula una chica llamada Albertina, que no puede ser más estrafalaria: acude a clase con una maleta, se viste con ropas llamativas de estilo hippie... y es capaz de adivinar las preguntas que terminarán saliendo en los exámenes.
A partir de ese momento, el curso se va desarrollando por cauces más bien extraños y con ingredientes no siempre fáciles de digerir: un conserje que tiene una actitud variable frente a Valentina y el resto de alumnos (oscila entre la simpatía y los ademanes violentos); un profesor de matemáticas de lo más maniático (y eso que es la asignatura favorita de la narradora); una profesora de física que es incapaz de mantener el mínimo de disciplina en clase y que es sistemáticamente saboteada por los típicos graciosos de turno; y por fin, para quebrantar del todo la atmósfera que rodea a profesores y alumnos, la misteriosa desaparición de dos chicos, que pone patas arriba a la comunidad. Valentina, metida casi por sorpresa a detective improvisada, supone que la responsable de estos secuestros tiene que ser la doctora Aguirre, la quebradiza profesora de física (a la que los dos chicos en cuestión ocasionaron en el pasado un grave daño emocional relacionado con su gato). Pero no tiene pruebas determinantes...
En esta novela de Antonia Meroño todos los elementos funcionan, porque sobre todos ellos se ha operado con mesura y con inteligencia una sabia alquimia: los personajes, que responden a seres auténticos (basta con acercarse a cualquier instituto y podrán ustedes verlos); las acciones, que jamás ingresan en la extravagancia; y el lenguaje, que se adapta maravillosamente al público al que está enfocada la obra, sin que chirríe por su altura ni abochorne por su ramplonería. No estamos, pues, ante una autora casual, sino ante alguien que maneja los hilos narrativos y psicológicos con perspicacia y con solvencia. Realizar apuestas siempre es complejo en el ámbito de la literatura; pero yo, viendo las condiciones de El año de la venganza, apostaría por esta autora sin dudarlo.