Desde hace tiempo, leo la poesía de
Fulgencio Martínez con un respeto y una reverencia indesmayables, quizá porque
advierto en sus versos los fulgores de un estilo otro, de una arquitectura interna que se diferencia ostensiblemente
de los demás poetas a quienes frecuento. No se trata, desde luego, de una
situación de superioridad o de inferioridad, sino de distinción. Cualquier poema de Fulgencio establece su propio canon
e inunda la mente del lector con su particular cadencia interna de ritmos y
propuestas filosóficas. En esta Prueba de
sabor, que nos llega de la mano de la editorial sevillana Renacimiento, el
poeta comienza su obra (madurísima ya) planteándose no sólo la noción de los
límites, sino también la noción de ‘utilidad’ de su mensaje lírico (“¿Puede lo
que uno escribe / servir de alguna ayuda / en un tiempo de emergencia social?”,
p.16). Y, a continuación, se dispone a desentumecer nuestra inteligencia con
una serie de sentencias hondas, en las que podríamos detenernos a reflexionar
durante horas... o quizá durante toda nuestra vida (“Lo pequeño es infinito /
si encontramos la medida del deseo”, p.25). Pero tampoco renuncia, como es
habitual en sus páginas, a las emociones más dulces y tibias, como cuando nos
acerca la imagen de un anciano que arroja migas a los pajarillos (p.24). Tales
condiciones (la densidad filosófica, la ternura lírica) no impiden que, en
ocasiones, el poeta se adentre por otros senderos menos habituales, como en ese
texto que titula Ecopoema para pedir la
abolición de la esclavitud silenciosa de nuestros días, donde se pregunta
si la cola del paro no es un tema lo suficientemente preocupante como para que
los poetas se dediquen a su análisis. O que nos revele sus filiaciones intelectuales
en medio de un poema, con un mecanismo tan chocante como creativo en el aspecto
léxico (“Este místico blasotear, unamuniar, / pascalear, kierkegaardear...”,
p.91). Y es que ése es otro de los aspectos que hacen brillante y luminoso este
libro: Fulgencio Martínez no se limita a poetizar sus ideas con suavidad o con música,
como hacen otros poetas, sino que establece un auténtico, encarnizado combate
con la materia verbal: emplea encabalgamientos abruptos, se muscula mediante metáforas
intrépidas, fuerza adjetivaciones singulares... De tal suerte que los lectores
tienen que estar pendientes de cada sustantivo, de cada giro, de cada jeribeque
sintáctico, porque suele haber una intención oculta detrás de esos juegos. Lo
he dicho alguna vez con respecto a la obra de Fulgencio Martínez y vuelvo a
repetirlo: se lee esta poesía con la concentración de estar adentrándose en un
texto sagrado, complejo, lleno de inteligentes sustancias interiores. No se puede
viajar por estos versos sin proveerse de bombonas de oxígeno, porque la
inmersión es larga y nos agotará los pulmones (o porque la ascensión es ardua y
fatigará nuestras reservas de aire, como prefieran). Leer al poeta Fulgencio
Martínez (1960) implica lentitud, paciencia, reflexión. Hay que actuar como un
sumiller: tomar el poema, acercarlo a los ojos (y a la inteligencia); saborear
con los labios, con la lengua, con el paladar; percibir el aroma, destilar
esencias... Fundirse con el objeto poético y tratar de entender las mil luces
que nos acechan en su interior. A veces, con tono de Jorge Guillén; a veces,
con esquirlas de E. M. Cioran. Saldrán exhaustos de ella quienes lo intenten.
Saldrán enriquecidos.
viernes, 30 de noviembre de 2012
domingo, 25 de noviembre de 2012
Retazos de los días
El primer punto que quiero dejar
asentado acerca de este libro es que se trata de una obra hermosa. Así de
simple. Éste es un hermoso libro: destila belleza, rezuma suavidad y empapa con
su tempo despacioso, tenue, bien
pautado. Ahora después aportaré más detalles, por si son tan amables de seguir
leyendo, pero esa condición básica de delicia
que les comento es anterior o superior a todas las cirugías menores que yo
pudiera realizar sobre él. El libro mismo es calma, inteligencia y sensibilidad.
Durante un año, María del Amor Olmos fue anotando en su particular cuaderno de
navegación las imágenes que la asaltaban, las reflexiones que construía, las
personas con las que se cruzada y las enseñanzas (sensoriales e intelectuales)
que la vida la iba deparando.
Un dietario, de sobra se sabe por los
antecedentes conocidos, es un cajón virginal y acogedor donde puede depositarse
cualquier cosa: desde una piedra embarrada hasta un diamante. Jorge Luis Borges,
con su habitual perspicacia poética, afirmó una vez que todo escritor se dedica
durante su vida a escribir sobre héroes, flores, relojes, tigres, mapas,
océanos, heridas, amaneceres, lágrimas, escombros y hogueras. Y que sólo al
final se acaba descubriendo que toda esa enumeración caótica dibuja la imagen
de su cara. No es metáfora baladí. Viene a explicarnos que todos los temas del
escritor, todos sus escenarios, todos sus personajes, todas sus miradas conforman el caligrama secreto
de su espíritu. María del Amor Olmos también se suma a esa interesante idea
concibiendo una bitácora («Quien lo lea le ponga nombre», p.137) que se
extiende durante un año exacto, de otoño a otoño. A lo largo del volumen se van
sucediendo las marcas temporales que sitúan de forma conveniente al lector
(Nochevieja, capítulo XXXV; primeros de febrero, capítulo XLII; finales de
marzo, capítulo LV; segunda quincena de agosto, capítulo XC; etc), pero la
autora se preocupa igualmente de que la textura temática, sus matices, sus
colores fijen esa cronología, que no
se detiene en lo meramente nominal. Del mismo modo se preocupa a la hora de
establecer las condiciones topográficas del texto, que giran casi siempre
alrededor de un eje murciano (de Murcia capital): la plaza de santa Eulalia, el
mercado de san Lorenzo, el teatro de Julián Romea, la calle de Trapería, el
Malecón, la avenida del teniente Flomesta... Para no caer en el reduccionismo
provinciano nos da cuenta también de sus viajes a Madrid (capítulo VI),
Andalucía (capítulo XIV) o Praga (capítulo LXXXIV).
¿Y qué es lo que ve María del Amor
Olmos? ¿De qué nos habla en este fino prontuario de diapositivas? Lo cierto es
que de muchas cosas; y muy variadas. Componen este tomo docenas de impactos emocionales, que la escritora
recibe y traslada meticulosamente al papel: la visión de la torre de la
catedral, el espectáculo invisible de
la gente que pasea, los mendigos que suplican un auxilio, el peculiar e
inquietante ruido de las cañerías de una casa, los piropos de un anciano
gentil, la lección moral silenciosa de un chico en silla de ruedas, la prosa de
Azorín, un concierto que la subyugó, el desgaste paulatino que sufren en
nuestra vida las grandes palabras... La escritora murciana se convierte en una
especie de imán, en un termómetro, en un microscopio, en un espejo que camina
por el mundo, en una esponja que se empapa, orteguianamente, de sus
circunstancias. Y luego, una vez que todo ha pasado ante sus ojos y ha viajado
hacia el interior de su corazón, lo pone en el papel. Eso es Retazos de los días. En el capítulo
CXXVI, cuando el libro está llegando a sus últimos mensajes, María del Amor
Olmos anota estas dos líneas reveladoras bajo el título En blanco: «Hay que salir de sí. Siempre. Todo está afuera.
Adentro, llevar sólo una gran tela blanca». Y aunque es probable que más de un
lector no esté de acuerdo con ese aforismo (hay quien opina que todo está
dentro de nosotros, y que la auténtica sabiduría consiste en escarbar y
descubrirlo), no deja de ser un interesante argumento para la reflexión.
Déjense seducir por las estampas que María del Amor Olmos, que seguro que les
depararán felices ratos de lectura.
domingo, 18 de noviembre de 2012
El lado oculto de la noche
Todos los ingredientes que componen
este libro de Norberto Luis Romero (Córdoba, Argentina, 1951) se unen para
conformar lo que su contraportada define con acierto como «una fábula
perversa». El narrador es un chico que asume con normalidad su condición de
bastardo y que, mediante pinceladas narrativas, nos va dibujando el anómalo
mundo en que creció y ha vivido. En la cúspide del poder se encuentra el hombre
gordo, solitario, déspota, cruel y manipulador. Tiene a sus órdenes una ingente
colección de guantes vivientes, que le sirven según su color: los azules son
los adalides de la corrección y los buenos modales; los negros se adornan con
los tintes de la brusquedad, la violencia y el poder ciego; los amarillos
concentran sus habilidades en los manejos amatorios: tocan, arañan y masturban;
los verdes son especialistas en protocolo y consejos para la vida; y los
grises, menestrales y hacendosos. Todos ellos, trabajando al unísono como
esclavos fieles del hombre gordo, convierten su vida en una constante y
voluptuosa sucesión de caprichos satisfechos.
Por debajo de este sultán omnipotente
figura una élite de «compradores trocadores» (capítulo XIII), compuesta por
hombres y mujeres de alta condición social y económica que son invitados a las
fiestas privadas del hombre gordo, donde reciben el agasajo de la comida, la
bebida... y las atenciones sexuales de los guantes amarillos, que los llevan
hasta la extenuación del orgasmo. Y en lo más humilde de la sociedad se
encuentran las gentes como el narrador, que soportan la ignominia del maltrato,
amontonan colecciones de objetos absurdos (su madre, pájaros disecados; su
abuela, trapos de colores; él, esferas de todo tipo) y sufren con estoicismo
las vejaciones de los guantes. Este sistema, jerárquico, estanco e
inmisericorde, recuerda por momentos las castas de La India: nadie se cuestiona
su validez, nadie acaricia la posibilidad de quebrantarlo o subvertirlo. Y,
como telón de fondo, se nos habla de un nebuloso conflicto inacabable (la guerra
de las fosas), donde murió el padre del narrador y donde se supone que él
también tendrá que combatir. Sólo un detalle los diferencia: al ser hijo
espurio de un guante negro, que violó salvajemente a su madre mientras unos
guantes amarillos la inmovilizaban (capítulo VIII), el chico que nos cuenta la
historia sabe que está inmunizado ante la muerte.
¿Fábula
perversa? ¿Fábula moral? ¿Fábula
expresionista o simbólica? Será desde luego el lector quien tenga que meditar y
decidir su respuesta. A mí, si he de ser sincero, no me parece que sea
necesario buscar interpretaciones extratextuales para este relato de Norberto
Luis Romero, porque la atmósfera que
el autor argentino consigue en sus páginas libera al libro de servidumbres
externas. ¿Quiero decir con eso que no puede ser leído como un texto en clave?
En modo alguno. De hecho, calibro que la tentación será en muchos casos
irresistible. Lo que intento exponer es que tales interpretaciones no son
escrupulosamente necesarias. Determinados poemas, determinadas canciones,
determinados cuadros conquistan con su vigor el derecho a ser considerados
universos autónomos, para los que no existe una lectura, sino múltiples
lecturas. Gracias a la belleza enigmática de su textura, El lado oculto de la noche se inserta en ese formato.
Y tampoco olvidemos el modo eficaz con
el que Hugo Rodríguez García, el joven ilustrador segoviano que firma como pobreartista y que se encarga de la
parte gráfica de este breve y exquisito volumen, potencia esas cualidades
narrativas con sus dibujos oscuros, tenebrosos, inquietantes, que logran
desazonar el alma de los lectores y sumergirlos en la profundidad abisal que el
narrador construye desde la primera línea. En la interesante colección de obras
ilustradas que la editorial Traspiés mantiene desde hace tiempo ya habían
aparecido textos memorables de Joseph Conrad (Un puesto avanzado del progreso, a cargo de Federico Villalobos),
Ambrose Bierce (El club de los parricidas,
bajo la batuta gráfica de Pablo López Miñarro) y Robert Louis Stevenson (El diablo de la botella, que iluminó con
pulso firme Pablo Ruiz). La aportación de Norberto Luis Romero abre la
colección hacia el ámbito hispánico, lo que siempre es una buena noticia, que
conviene aplaudir con fervor. No será la última vez, probablemente, que traiga
libros de la editorial Traspiés a esta página.
jueves, 15 de noviembre de 2012
Cela: un cadáver exquisito
Leo sobre el más esperado combate de machos alfa de
la literatura española, el duelo otoñal en medio de la niebla, el encuentro en
un ring imposible, el libro sobre Camilo José Cela que Francisco Umbral venía
prometiendo o susurrando desde hace lustros (en Las palabras de la tribu ya adelantaba que se aprestaría pronto a
su confección), el acta notarial y tributaria de un discípulo aventajado, casi
faraónico, que se prosterna ante el Nobel gallego (“El ser glorioso que he
tratado más de cerca es Cela”, p.131), pero que no se recata a la hora de
señalar sus defectos: afirma (entre otras muchas y suculentas cosas) que La catira es un libro que se hace pesado
(p.31); que La cucaña tiene un título
muy vulgar (p.43); que Cela era un “franquista residual” (p.61); que amañó más
de una “sucia trama” (sic) de autopromoción (p.81); que estaba aquejado de
impotencias notorias (“Cela donde falla es en los argumentos”, p.82); o que más
bien empleaba poco tiempo en la seducción de la mujer (“Los hipopótamos no
coquetean”, p.141). O sea, el pulso a cara de perro entre el ácrata de derechas
y el ácrata de izquierdas.
Pero a mí, que soy lector inveterado y fervoroso de
Umbral (calculo que unos 50 libros suyos), y que conozco bien los primores líricos
que puede alcanzar con su pluma, me ha sorprendido la escasez deslavazada de
este ensayo, fabricado con una prosa casi doméstica, de urgencia gris, exiliada
de los brillos habituales en él. Es como si el dolor por la pérdida del amigo,
del padre y del profesor de energía, lo hubiera paralizado, le hubiese impedido
obtener el punto exacto, rojo y caliente, de su literatura más arrebatadora,
que sí encontró a la hora de glosar las muertes de su madre o de su hijo.
Por eso creo que este volumen sería bueno
ostentando otra firma en la portada; pero que, llevando la suya, no pasa de ser
un discretísimo tomo. Quevedo no hubiera escrito sin rubor un poema de Antonio
Gala. Y creo que esta obra (tan largamente esperada por sus lectores) habría
sido mejor dejarla reposar, para aquilatarla, pulirla y enriquecerla, unos años.
Lo que ocurre es que entonces no habría gozado de la inmediatez comercial que
el caso requería. Pero ese es otro asunto, más económico que literario, y
estimo que Umbral no tendría que haber sucumbido a la tentación de venderse con tanta rapidez.
domingo, 11 de noviembre de 2012
No me cuentes cuentos
Lo difícil de las antologías de
relatos, a la hora de elaborar reseñas, consiste en elegir qué historias y
ángulos del volumen han de ser extraídos, diseccionados y expuestos; cuáles
subrayar e iluminar, en fin, ante los ojos de los lectores. Por regla común,
suele haber entre todos ellos tres o cuatro propuestas notables y una porción
numerosa (a veces, ay, muy numerosa) de metralla, sobre la que se pasa
respetuosamente y de puntillas, silbando con disimulo. Nadie merece el desdén tras
haber concebido y redactado una historia, pero el talento —se ha dicho mil
veces, y es verdad— no es democrático. Se manifiesta de modo selectivo: a
veces, con arbitrariedad; a veces, con tintes crueles. De ahí que suela rehuir
este tipo de obras, como es lógico.
Pero de vez en cuando aparecen felices
excepciones, en las que da gusto sumergirse, bucear y sacar a la luz las
bellezas que uno ha hallado (como diría Pedro Salinas) en su fondo
preciosísimo. Es el caso de No me cuentes
cuentos, el más reciente volumen publicado por el colectivo La Molineta.
Durante 96 páginas nos vemos seducidos por las veinte historias que allí se
alinean y que abordan temas variados, se sirven de estrategias narrativas
diferentes y acuden a sorpresas estilísticas de poliédrico tono y feliz
ejecución. Hablar de todas en el reducido marco de esta reseña resulta
imposible, pero quisiera dejar claro que no hay un solo relato desdeñable en
esta recopilación, lo cual dice mucho del nivel de sus participantes y de la
exigencia que se impone el grupo a la hora de publicar... Al humor acuden Pablo
Molero (para mostrarnos cómo un seductor de barra puede quedar confundido y
finalmente abochornado por un escorzo inoportuno), Giuseppe Poli (quien nos
desgrana la excitante aventura que tiene como protagonista a un treintañero que
acude a un local comercial chino), Fulgencio García (que nos muestra los
anonadantes extremos en los que puede incurrir un enamorado que desea demostrar
el alcance inaudito de su pasión por una mujer) o Paco López Mengual (cuya
narración Once pollitos añade además
la tristeza, la ternura y el surrealismo, para construir un texto memorable)...
Sobre el amor se aplicarán en sus páginas Pablo de Aguilar (que nos hablará de
la espera, de la ilusión, de la frustración y de tibias recompensas secretas),
Ignacio Flórez (una deliciosa propuesta que se inicia en la Francia de finales
del XVIII y concluye en la Norteamérica de comienzo del XIX) o Julia R. Robles
(sobre los sentimientos ocultos de una mujer atractiva, que termina derramando
lágrimas insospechadas)... De la enfermedad se ocupan María Teresa Soriano
(adentrándose en el peliagudo y actualísimo tema de la anorexia nerviosa) o
Carmina Martínez Maricó (que nos muestra la cara más humana de la solidaridad,
en una historia donde los tapones de plástico adquieren protagonismo).
Sumemos a todo esto, que ya sería
impresionante por sí solo, el lirismo enigmático y magnético de Juan de Dios
Sáez (Amores prohibidos (3)); las
pinceladas de mafia, sexo y fatalismo que nos suministra Berta Höpfner (Un bourbon, por favor); las reflexiones
estáticas de una mujer ideada por Pedro Brotini, que medita sobre el amor, la
soledad y la vida (Dignidad); la
trepidante lucha entre un jabeque moro y una goleta cristiana, que Elías Meana
ambienta en 1779 (¡Piratas!); el
espíritu calderoniano que impregna las líneas de Manuel Moyano (Un hombre que se parecía a Clark Gable);
o, por no extenderme más, el hálito cinematográfico que inunda las estupendas
historias de Santa Cruz García Piqueras (Médium)
y Rafael Rabadán (Solo).
Quedan, no obstante, más autores y más
cuentos en este libro. No he querido agotar sus virtudes porque, sin duda
posible, esa tarea corresponde a las personas que tengan la brillante idea de
hacerse con este libro y leerlo. Estas Historias
para niños grandes (así reza el subtítulo del volumen) no defraudan ni
ofrecen bisutería. Por el contrario, suministran un caudal asombroso de alta
joyería, que embriagará tanto a los lectores que ya conozcan a algunos de los
escritores implicados como a quienes se acerquen a ellos por vez primera. Si el
movimiento se demuestra andando, la lectura se demuestra leyendo. Les aseguro
que me van a agradecer el consejo.
miércoles, 7 de noviembre de 2012
Un día más y un dólar menos
No creo que pueda herir sensibilidad alguna si
afirmo que Un día más y un dólar menos,
libro firmado por la norteamericana Terry McMillan (y traducido por Mª Dolores
Bueno) es una novela negra. Y no porque su género sea el policíaco, ni porque
sus protagonistas estén alojados en la parte más suburbial de la ciudad, sino
porque se nota con claridad meridiana que ha sido escrita por una persona de
esa raza, como ocurría con los gozos precedentes de Raíces (Alex Haley) o El
color púrpura (Alice Walker). Además, sospecho que la obra fue concebida
desde el punto de vista argumental con el ojo puesto en el público consumidor
también negro, porque nos relata los avatares de una extensa familia
afroamericana, cuyos problemas, vocabulario y ansiedades son los típicos (y tópicos)
de este segmento de la sociedad estadounidense, retratados mil veces por el
cine de Hollywood: drogas, cárcel, incomprensiones sociales, marginación, etc.
Y la aguja que va enhebrando esta historia es Viola
Price, una matriarca que ha visto cómo cada uno de sus hijos (e incluso su
marido Cecil, que la abandona casi en la vejez) se ha ido complicando la vida
del modo más inverosímil: Paris, con su adicción a los tranquilizantes; Lewis,
con sus exasperantes y guadiánicas estancias en la prisión; Janelle, con un
compañero sentimental que abusa de la hija común; y Charlotte, cuya relación
con la madre es extremadamente conflictiva, pues se siente marginada desde su
niñez en el seno de la familia.
El lenguaje, además, es plenamente coloquial y
barriobajero (he tenido la paciencia de contar las veces que aparece la palabra
mierda y son, salvo error, 161; y no
muchas menos son, puedo asegurarlo, las ocasiones en que surgen en estas páginas
el vocablo hijoputa, el adjetivo jodido o el sintagma despectivo negro culo). La sintaxis del volumen es
también muy simple (575 páginas sin complicaciones), y se vertebra sobre una
enorme abundancia de diálogos, lo que facilita muchísimo la lectura de este
libro. Nada del otro mundo, créanme.
domingo, 4 de noviembre de 2012
El año de la venganza
Es probable que algunas de las personas
que tienen la amabilidad de seguir esta página se hayan percatado de que no
suelo dedicarme con demasiada frecuencia en ella a los libros juveniles. Y si
algunas de esas personas saben que mi profesión es la de profesor de literatura
en un instituto quizá les choque un poco ese vacío. Empezaré, pues, aclarando
ese extremo. Soy lector ocasional, pero constante, de literatura juvenil. Entre
otras cosas, para saber cuáles son las tendencias, estilos, técnicas y
temáticas que interesan a mis alumnos. No creo que se pueda enseñar literatura de
forma razonable a los adolescentes sin preocuparse de qué cosas les llaman a
ellos la atención. De ahí que Care Santos, Jordi Sierra i Fabra, Joan Manuel
Gisbert, Laura Gallego o Stephenie Meyer formen parte de mis estanterías. Pero
es verdad: no suelo traerlos a esta página.
Hoy rompo la tendencia por una razón
simplicísima: he leído un libro que me ha parecido formidable. Se titula El año de la venganza, lo ha publicado
el sello Edelvives (uno de los grandes) y su autora es murciana. Se llama
Antonia Meroño y el libro que nos ocupa es su primera novela. De ahí que la
sorpresa sea aún mayor, porque no se aprecian en sus páginas vacilaciones de
bisoña, ni trucos manidos de manual, ni altibajos estilísticos o argumentales.
La obra es sólida de principio a fin. Y se construye con una técnica tan
sencilla como irreprochable: la analepsis. Así, desde la página inicial nos
encontramos con Valentina, hija de padres divorciados, que comienza a recordar
la historia que nutrirá este libro... Su madre era jefa de estudios de un
instituto y ella, repetidora de 4º de ESO, se vio obligada a estudiar allí,
aunque no lo deseaba en absoluto. Sus condiciones
objetivas (digámoslo de esa forma) no eran desde luego las más adecuadas
para integrarse en un nuevo centro: exceso de peso, piercings más bien
aparatosos, escaso interés por las relaciones sociales... Todo se confabulaba
para que no terminara de encajar. Pero como el Destino a veces se complace en
jugar con nosotros como lo haría un gato con un ovillo de lana, he aquí que
aparece en su misma aula una chica llamada Albertina, que no puede ser más
estrafalaria: acude a clase con una maleta, se viste con ropas llamativas de
estilo hippie... y es capaz de adivinar las preguntas que terminarán saliendo
en los exámenes.
A partir de ese momento, el curso se va
desarrollando por cauces más bien extraños y con ingredientes no siempre
fáciles de digerir: un conserje que tiene una actitud variable frente a
Valentina y el resto de alumnos (oscila entre la simpatía y los ademanes
violentos); un profesor de matemáticas de lo más maniático (y eso que es la
asignatura favorita de la narradora); una profesora de física que es incapaz de
mantener el mínimo de disciplina en clase y que es sistemáticamente saboteada por
los típicos graciosos de turno; y por fin, para quebrantar del todo la
atmósfera que rodea a profesores y alumnos, la misteriosa desaparición de dos
chicos, que pone patas arriba a la comunidad. Valentina, metida casi por
sorpresa a detective improvisada, supone que la responsable de estos secuestros
tiene que ser la doctora Aguirre, la quebradiza profesora de física (a la que
los dos chicos en cuestión ocasionaron en el pasado un grave daño emocional
relacionado con su gato). Pero no tiene pruebas determinantes...
En esta novela de Antonia Meroño todos
los elementos funcionan, porque sobre todos ellos se ha operado con mesura y
con inteligencia una sabia alquimia: los personajes, que responden a seres
auténticos (basta con acercarse a cualquier instituto y podrán ustedes verlos);
las acciones, que jamás ingresan en la extravagancia; y el lenguaje, que se
adapta maravillosamente al público al que está enfocada la obra, sin que
chirríe por su altura ni abochorne por su ramplonería. No estamos, pues, ante
una autora casual, sino ante alguien que maneja los hilos narrativos y
psicológicos con perspicacia y con solvencia. Realizar apuestas siempre es complejo
en el ámbito de la literatura; pero yo, viendo las condiciones de El año de la venganza, apostaría por
esta autora sin dudarlo.
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