sábado, 30 de noviembre de 2024

Estudio en escarlata

 


Es curioso que, habiendo sido un fervoroso lector de Agatha Christie durante mi adolescencia, no se me ocurriera nunca tantear en aquellos años las novelas de Sherlock Holmes para comprobar si también me gustaban. Ahora me sorprendo de aquella actitud, aunque, a decir verdad, tampoco le puse remedio al llegar a la madurez. Así que, amparándome en esa sentencia que pregona que más vale tarde que nunca, me acabo de sumergir en mi primera narración de Arthur Conan Doyle. Y sí, es estupenda. Me refiero a Estudio en escarlata, que he disfrutado en la preciosa edición de Debolsillo (traducción de Esther Tusquets).

Como es lógico, conocía ya perfectamente los mecanismos (tan detallados como, en ocasiones, cogidos por los pelos) que son frecuentes en este tipo de narraciones detectivescas, pero el novelista irlandés sabe sin duda organizar sus materiales para que el relato, al margen de sus rocambolescas ocurrencias, resulte también seductor desde el punto de vista literario: la forma en que traza a sus personajes, la elegancia con la que equilibra su prosa, el eficaz modo de jugar con los tiempos (el salto de la primera parte a la segunda resulta tan sorprendente como magnético: te obligas a descubrir la conexión entre los dos bloques, antes de que te lo explique). Dice el doctor Watson que Sherlock Holmes “ha aproximado tanto la investigación detectivesca a una ciencia exacta como nadie podrá hacerlo en el futuro”. Es muy probable. Pero no menos interesante resulta la respuesta del detective violinista: “En la madeja incolora de la vida encontramos la hebra escarlata del asesinato, y nuestro deber consiste en desenredarla, separarla de las restantes y sacar a la luz hasta el menor de sus detalles”.

Esta historia donde se mezclan la venganza, el rencor, la infamia, el amor y el enigma me ha convencido. Así que pronto volveré a otra entrega de Sherlock. El joven Rubén me mira con vergüenza y acaso con gratitud. Yo lo miro con ternura.

jueves, 28 de noviembre de 2024

Carver y el metro de Berlín

 


Me van a permitir que los invite a un viaje. Es un viaje agradable y cómodo, no se preocupen. Súbanse conmigo a este tren moderno, calmado y silencioso, por cuyas ventanillas van a contemplar todo tipo de historias y de paisajes. A nuestro lado (¿se han dado cuenta?) pasa un autobús. En él viaja Leo, una profesora universitaria que vuelve al pueblo de su infancia y que no deja de recordar detalles de su niñez y de su familia. Es melancólico, sí, pero el panorama cambia cuando giramos el cuello y miramos por las ventanillas del otro lado: a lo lejos, una mujer de unos sesenta años está colocando su toalla en la arena de la playa y se dispone a tomar el sol, o quizá a bañarse: el socorrista, que acaba de llegar, está hablando con ella. Para distraernos, podemos también contemplar al hombre que, con aspecto atribulado, se sienta dos filas más allá: se le nota que está triste y, tras escuchar de forma involuntaria una conversación telefónica suya, descubrimos que el motivo radica en que ha muerto su amigo Iván, que quizá fue mucho más que un amigo, por la congoja que impregna su voz. Discretos, bajamos la vista hacia el periódico que tenemos en el regazo (no queremos que nos juzguen unas personas indiscretas) y ojeamos la noticia de portada: un hombre ha asesinado a su esposa de varias puñaladas, guiado por los celos o a saber por qué inadmisibles razones. La policía (explica el periodista) lo ha detenido mientras dormitaba en un banco público, mojado por la lluvia.

En la siguiente hora, si aguzamos el oído, escucharemos cómo todos los viajeros y viajeras van hablando (con su acompañante o por el móvil) sobre la gata que se les ha muerto; sobre el chico que, justo al apagarse el estruendo del último cohete de las fiestas, ha decidido poner fin a su vida ahorcándose; sobre sueños llenos de arañas; o sobre calles que nunca aparecerán en una película de Woody Allen. Y si al final nos acercamos hasta el vagón restaurante nos servirán una sopa caliente, para confortar nuestro estómago después de lo que acabamos de ver un par de horas antes.

Este magnífico tren, doloroso y bello, circula (y nos invita a subir) gracias a los buenos oficios de un maquinista que se llama, no lo olviden en el futuro, Ovidio Parades. Acepten la invitación, es mi consejo.

miércoles, 27 de noviembre de 2024

Opúsculo


 

Sería muy ambicioso por mi parte (y posiblemente muy equivocado o discutible) establecer qué requisitos o qué cualidades se deben acopiar en un libro para que pueda ser calificado de “memorable”. Resulta evidente, eso sí, que uno de esos requisitos no es, pese a lo que pueda pregonarnos cierta modernidad editorial (propensa a los tomos más bien mastodónticos), el volumen que presenta la obra. El cementerio marino, El túnel o la poesía completa de san Juan de la Cruz desbaratarían cualquier intento de fijar en el número de páginas la importancia de un libro. Por eso, me siento justificado para decir que Opúsculo, de Antonio Marín Albalate (que ya desde el título manifiesta su humildad), es un trabajo literario, pese a su reducidísima extensión, muy revelador y muy hermoso; y, por tanto, memorable. El propio poeta nos confiesa nada más abrirlo que estos trece poemas son el único fruto lírico que pudo cosechar durante el primer año y medio de vida de su hija Nuria (1991-1992). Así que, aunque en realidad pueda ser leído en apenas diez minutos, creo que conviene hacerlo en el más delicado de los silencios.

Luego me cuentan.

martes, 26 de noviembre de 2024

Maribel y la extraña familia

 


Es sorprendente que un muchacho pueda ser tan tímido que necesite la ayuda de su madre y de su tía para explicar a la muchacha de la que está enamorado que lo acepte por esposo. Es mucho más sorprendente que esa muchacha se dedique al alterne (digámoslo con suavidad, tal vez con palabra ya obsoleta) y que el chico, tras haberla conocido en un bar de copas y haber recibido su mirada y su sonrisa profesionales, no se haya percatado de la evidencia mercantil de la situación. Y no resulta menos sorprendente que la madre y la tía escuchen música de Elvis Presley a su avanzada edad, que paguen a una pareja para que acuda de visita dos veces al mes, que preparen cócteles modernos, que tengan una casa que parece un museo de antigüedades y que, pese a la ordinariez y la escasa longitud de la falda de la chica, tampoco se percaten de su comprometido estatus laboral. Estas rarezas (y otras no menos notables, que irá descubriendo quien se adentre por las páginas de Maribel y la extraña familia, de Miguel Mihura) llegarán a su cénit cuando la muchacha, nerviosa por el equívoco y deseando aclarar la situación, advierta que nadie entiende sus indirectas, que nadie parece dispuesto a escuchar sus confesiones. Añadan a ese panorama tres compañeras de trabajo de Maribel que acuden de visita a la casa; un médico que no sale de su asombro cuando la muchacha le pregunta si la familia está majareta; un señor que administra los negocios de la familia (y que es cliente de una de las amigas de Maribel); una puerta misteriosa; y, por encima de todo, el enigmático (o sospechoso) drama que aconteció cuando la primera esposa de Marcelino se ahogó en un lago… que ahora el ilusionado novio quiere, vaya por Dios, visitar con Maribel.

Siempre eficaz en la organización de sus materiales dramáticos, Mihura entrega en esta célebre pieza unas interesantes reflexiones sobre la timidez, sobre el dolor, sobre el espíritu humano y sobre la redención (palabra quizá también vieja y obsoleta, pero que convendría reivindicar) que, pese al inevitable amarillo que ya colorea las emociones de la obra, aún se lee con agrado. ¿Que el candor de Marcelino roza lo risible o lo patológico? No me atreveré a dudarlo. ¿Que la forma en que Maribel se transforma interiormente huele a moralina? A kilómetros. Pero lo importante, me parece, no reside en esas dos flaquezas hiperbólicas (que cualquiera puede detectar y aun denigrar), sino en la brillantez con la que el dramaturgo madrileño nos lleva de la mano para, con una sonrisa, conducirnos hacia un final amable y reconfortante. Insisto: aún se lee con agrado. Háganlo.

domingo, 24 de noviembre de 2024

Muerte en las nubes

 


Qué gusto me ha dado volver a un libro de Agatha Christie. No sé si alguna vez he llegado a contar en este blog que me inicié en el mundo de la novela con esta autora, a la que leí con fruición y con deslumbramiento entre los 12 y los 16 años (más o menos). El reto consistía siempre en adentrarme en una propuesta suya, tratar de seguir el hilo de la historia, acompañar al detective en sus pesquisas y, si ello fuera posible, adelantarme y descubrir al culpable antes que él. Huelga decir que, humillantemente, nunca lo logré. No porque Agatha Christie hiciese trampas (se jactaba con razón de no hacerlas), sino porque mi pasión por la lectura me impulsaba para que fuese demasiado deprisa y, así, obviaba detalles que luego se revelaban cruciales para esclarecer el final de la narración. Mea culpa. (O quizá no tanto: quizá la culpable fue en realidad la autora inglesa, que con su magnetismo narrativo me hacía despistarme).

En Muerte en las nubes (que leo en la traducción de Alfonso Nadal) viajamos en un avión muy curioso, porque reúne a una serie de personas harto variopintas: dos arqueólogos, una peluquera que ha ganado un premio y lo disfruta viajando, una prestamista, un dentista, dos camareros y, por supuesto, el inefable Hércules Poirot, quien se ve implicado en un nuevo asunto policial cuando la prestamista madame Giselle (cuyo nombre auténtico era Marie Morisot) encuentra la muerte por el presunto picotazo de una avispa que se había colado de forma extraña en la cabina. Como es habitual, el observador detective belga descubre en el suelo un detalle que desmiente esa explicación: un pequeño dardo untado en veneno, al que pronto acompañará una cerbatana, escondida bajo un asiento. ¿Cómo es posible que alguien haya disparado un dardo sin que los demás viajeros adviertan la maniobra? ¿Y quién ha podido ser?

Lentamente, irán brotando los mil pormenores de una trama endiabladamente compleja, con personalidades fingidas, falsos testimonios, acentos reveladores, cartas escondidas, disfraces y, en fin, toda la parafernalia de la que siempre hizo gala la socarrona, eficaz y convincente Agatha Christie.

Una jornada de nostalgia y literatura.

viernes, 22 de noviembre de 2024

Pasión de la Tierra

 


Me reencuentro, veinte años después de mi primera lectura en la Biblioteca de Premios Nobel de la editorial Aguilar, con esta exquisitez de Vicente Aleixandre, que me he comprado en la edición bellísima de Cátedra. Y, como antaño, siento el licor surrealista embriagándome y convenciéndome.

Hay una respiración de belleza que empapa las frases y las une como aforismos magnéticos hasta conformar mosaicos increíbles. Al principio, los ojos de quien lee se abren de sorpresa; luego, de felicidad; por fin, de éxtasis. No importa que el cerebro experimente la imposibilidad de ordenar y explicar el conjunto que tiene ante sí. No es ese el camino: tampoco la fe religiosa o la esperanza admiten ecuaciones. La detallada exploración sensorial, imaginativa, febril que Aleixandre recorre en estas páginas no admite una exégesis única, porque toda luz es muchas luces. Pongamos algunos ejemplos: la persona que lee llega hasta el texto titulado Vida y encuentra fragmentos como este: “Una rosa sentida, un pétalo de carne, colgaba de su cuello y se ahogaba en el agua morada, mientras la frente arriba, ensombrecida de alas palpitantes, se cargaba de sueño, de muerte joven, de esperanza sin hierba, bajo el aire sin aire. Los ojos no morían. Yo podría haberlos tenido en esta mano, acaso para besarlos”. O se avanza hasta Del color de la nada y se encuentra este otro fragmento: “Se iban ahogando las paredes. Se veía venir el minuto en que los ojos, salidos de su esfera, acabarían brillando como puntos de dolor, con peligro de atravesarse en las gargantas. Se adivinaba la certidumbre de que las montañas acabarían reuniéndose fatalmente, sin que pudieran impedirlo las manos de todos los niños de la tierra”. O se detienen las pupilas en Sobre tu pecho unas letras y entonces sucede que nos dice: “Hermoso cuerpo, látigo descansado, ceñido ciego que no buscas por qué el cielo es azul y por qué el color de tus ojos permanece entreabierto aun cuando llueva dulcemente sobre mis velos. Las formas permanecen a pesar de este sol que seca las gargantas y hace de plata los propósitos que esta mañana nacieron frescos”.

En ese territorio irracional, lúdico, colorista y sorprendente se mueve el poeta malagueño; y en él nos invita a entrar, siempre que seamos capaces de suspender los prejuicios rigurosos de nuestro cerebro. Seamos niños y entremos en su Reino. Tengamos fe y accederemos a la Poesía.

miércoles, 20 de noviembre de 2024

El bigote


 

En ocasiones, un argumento de novela que comienza con tintes humorísticos o absurdos se va complicando hasta que, mientras entornamos los ojos y tragamos saliva, nos asalta la impresión, honda e inquietante, de que al fondo de la historia late algo más. Es lo que ocurre, indudablemente, con El bigote, la propuesta narrativa que firma Emmanuel Carrère y que, traducida por Esther Benítez, podemos disfrutar gracias al sello Anagrama. En las primeras páginas, la sonrisa no se ha borrado de nuestro rostro: el protagonista, después de haber insinuado ante su mujer que debería afeitarse el bigote (que lo ha acompañado desde hace tantos años que ella, incluso, no lo conoce sin él), aprovecha una salida de ella para rasurarse y observar su reacción cuando regrese. El problema es que, cuando lo hace, ni un solo músculo se altera en el rostro de Agnès. ¿Cómo es posible que haya conseguido camuflar tan ágilmente su sorpresa? Para su pasmo, tampoco los amigos con quienes cenan emiten comentario alguno sobre tan drástica transformación. Enojado por este evidente complot burlesco, el protagonista se decide a pedirle explicaciones a Agnès, pero ella se sorprende y le responde que por qué le pregunta algo tan extraño, cuando es obvio que jamás ha llevado bigote.

A partir de ese punto, asistimos a un crescendo de tensión que los conduce a “una especie de guerrilla conyugal” (sic), en la que el narrador se siente molesto por convertirse en diana de una broma absurda y pertinaz. Pero las revelaciones no han hecho más que empezar, porque sus dos compañeros de trabajo (Samira y Jérôme) también insisten en que nunca ha ostentado un bigote. El narrador, harto de esta asfixiante situación, pide a Agnès que le muestre las fotos que se tomaron durante las vacaciones en Java, donde podrá comprobar que sí lo llevaba, pero la mujer es tajante: nunca han estado en Java. ¿Quiere su esposa volverlo loco? ¿Ha enloquecido ella? ¿Se trata de una broma de un barroquismo sofocante?

La persona que coja el libro y lo vaya recorriendo avanzará de sorpresa en sorpresa y deberá elaborar su propia hipótesis, pero me apuesto lo que quieran a que no acertarán con el final de la historia, cuyos hilos Emmanuel Carrère maneja con un virtuosismo indiscutible.

Muy curiosa.

lunes, 18 de noviembre de 2024

Monstruos en la pared

 


Como cualquier persona, tengo defectos y, quizá en menor medida (no me dejaré engañar por la vanagloria), virtudes. Pero creo poder afirmar sin demasiada inexactitud que entre las últimas se encuentra (no sé si en primer término, pero sí en principalísimo lugar) mi condición de buen lector. Más de cuarenta años con libros en la mano me han servido, estoy seguro, para ir afinando mi mirada y mi olfato, que me permiten descubrir con cierta rapidez a los buenos. Y con Ismael Orcero Marín llegué a esa conclusión desde el principio: es un bueno. Lo intuí con su primera entrega en Boria (https://rubencastillo.blogspot.com/2018/02/el-fin-del-mundo.html); lo refrendé con la segunda en la misma editorial (https://rubencastillo.blogspot.com/2021/07/teatro-fantasma.html); y lo rubriqué con la aproximación a sus impresionantes textos Deuda de sangre (https://rubencastillo.blogspot.com/2023/01/deuda-de-sangre.html) y el no menos estupendo Penitencia (https://rubencastillo.blogspot.com/2023/10/penitencia.html).

Ahora, el sello Niña Loba tiene el exquisito buen gusto de poner encuadernación al conjunto de relatos Monstruos en la pared, que muestra una ilustración de cubierta tan llamativa como entrañable. En su interior, nueve historias en las que traumas, recuerdos y obsesiones de la infancia adquieren brillante forma literaria y nos permiten sumergirnos en un mundo que, siendo pretérito, tan cercano se encuentra aún: personas que sufren el trauma de una pérdida, asombrosas peripecias ambientadas en la pandemia de 2020, mujeres que arrastran con el fruto de una equivocación de su juventud, desmanes que se cometen (que quizá todos hemos cometido) durante la niñez, venganzas que se disfrutan con deleite al cabo de los años, leyendas sobre un personaje estrambótico… El imaginario de este volumen es tan amplio como sugerente. Pero, por encima de todo, quisiera que se fijasen ustedes (si tienen el buen juicio de acercarse hasta las páginas de la obra) en el primor vigoroso con el que están escritas, en la energía secreta que nutre el estilo de Ismael Orcero. Y si lo hacen querrán, en la mayoría de los casos, visitar sus trabajos anteriores y seguir disfrutando de sus historias.

Acepten la sugerencia y búsquenlo.

sábado, 16 de noviembre de 2024

El cuento de Navidad de Auggie Wren

 


Paul Auster se vio una vez atrapado por un compromiso que, según nos cuenta, propició él mismo diciéndole que sí al New York Times y que consistía en crear un cuento navideño para publicar en el periódico. El asunto es que, una vez aceptado el encargo, no supo qué podía escribir, porque su espíritu navideño era, cómo diríamos, más bien endeble. Por fortuna, cuando compartió esa zozobra con su amigo Auggie Wren, que regentaba un local en el que Paul compraba puritos holandeses, todo comenzó a solucionarse, porque este último se avino a contarle un suceso en el que se vio involucrado y que tenía ambientación navideña.

Con ese planteamiento de partida, el escritor de Nueva Jersey se adentra por la vieja línea de los cuentos “escuchados”, que desde la época medieval ha dado miles de frutos interesantes, y nos deja en los ojos una historia a mitad de camino entre lo sensible y lo irónico, que en esta preciosa edición de Booket se completa con las ilustraciones de la argentina Isol.

No les cuento más para no estropearles la sorpresa.

Buen regalo para el próximo mes.

jueves, 14 de noviembre de 2024

A hombros de gigantes

 


Sabemos que los objetos que manejó madame Curie (Maria Slodowska) quedaron hasta tal punto impregnados de radiactividad que llegaban a emitir luz; y aún se conservan, en cajas revestidas de plomo en la Biblioteca Nacional de Francia, en París, las notas manuscritas que dejó la genial investigadora. Esa imagen fue la primera que vino a mi mente cuando terminé A hombros de gigantes, el último poemario de Rosario Guarino: la de una persona que, gozosamente empapada por los mitos, los dioses y las figuras legendarias del mundo grecolatino, irradia luz en forma de versos y nos alcanza, y nos asombra, y nos contamina (en el sentido admirable y hermoso que tal verbo adquiere en la canción interpretada por Víctor Manuel y Ana Belén).

Por eso, asomando sus rostros y sus historias míticas, vemos que en cada renglón de estas páginas surgen Zeus y sus transformaciones; el soberbio Ares, derrotado por la sin par belleza de Afrodita; la excelencia endecasílaba de “Lo ineludible”; los estériles y desgarradores esfuerzos de Casandra por ser creída; el célebre caballo de Troya (que más bien debió de ser yegua, según sugiere la poeta, pues se encontraba preñado de soldados); los hipérbatos elegantísimos y sonoros que enjoyan casi todos los poemas; la extenuación acuática del enamorado Leandro; la delicada viñeta autobiográfica de “Agosto”; el inesperado humorismo de ”El pacto”; el admirable desparpajo reivindicativo de Lesbia, que se yergue ante el caprichoso Catulo… Y de pronto, con lentitud inteligente, se van colando en los poemas alusiones al intertexto, a las ondas hertzianas, al ciberespacio, a las vespas, a la “Cartagena tres veces milenaria”, a María del Mar Bonet o Aurora Saura, a esa hija que escucha las historias de la madre… y, cuando examinamos el conjunto y realizamos un balance, parece encenderse una luz en nuestra cabeza y nos detiene la duda: ¿no estará la poeta, al hablar de los clásicos, hablando de nosotros? ¿No estará retratando con sus historias antiguas el corazón atribulado, o torpe, o febril de quienes ahora latimos? Les ahorraré todo el tiempo que podrían invertir en llegar a una conclusión y les facilitaré la respuesta: no les quepa duda. Charo Guarino, escribiendo del ayer, escribe del hoy. Glosando historias polvorientas, pinta el mundo que nos rodea. Hablando de ellos, habla de sí misma. Y de mí. Y de ti. Por eso hay que leerla.

miércoles, 13 de noviembre de 2024

Las luces de septiembre

 


Mentiría si dijera que la novela juvenil Las luces de septiembre, de Carlos Ruiz Zafón, me ha desagradado. Pero mentiría también si dijese que me ha gustado. Lo más exacto sería declarar, honestamente, que he experimentado con ella unas sensaciones ambiguas. La prosa, desde luego, es bastante atractiva, sobre todo si se toma en consideración que está dirigida a un público adolescente; y también es atractiva la manera en que construye el relato, con un impoluto ensamblaje de escenas que se van alternando en espacios y tiempos distintos. En esos aspectos, chapeau. No es que me gusten mucho las historias tan fantásticas como esta, con sus sombras diabólicas, sus inquietantes presencias nocturnas o sus robots poseídos por fuerzas maléficas, pero tampoco las rechazo de plano.

El problema, en mi opinión, es que al novelista se le ve sudar en este libro. Es decir, se advierte el esfuerzo (el esfuerzo a veces estruendoso) que hace en cada página por impresionar a los lectores, sobrecargando de adjetivos y sustantivos infatuados cada párrafo y estirando las escenas más inquietantes o aterradoras (estirándolas demasiado, como si fueran un chicle negro). Y la conjunción de esos esfuerzos asemeja algunos segmentos de la novela al rostro de ese culturista que, obligado a sonreír ante las cámaras de los fotógrafos, está rojo y parece a punto de explotar. No sé en qué medida resulta inteligible para un quinceañero leer, por citar un ejemplo, que “la linterna, una suerte de émbolo que coronaba la cúspide de la cúpula, desprendía un hipnótico halo de reflejos caleidoscópicos” (p.294). Y el ejemplo está escogido entre muchos similares.

Obviamente, no juzgo a Carlos Ruiz Zafón un mal autor juvenil, ni mucho menos. No se me pasa por la cabeza incurrir en ese dislate, aunque sí que lo considero, después de leer esta obra, inferior a José María Latorre o César Fernández; y, por supuesto, muy por debajo de la reina del género juvenil (Care Santos) y del rey del mismo género (César Mallorquí).

¿Repetiré con él? No les quepa duda. Aunque, probablemente, me decida por el abordaje de alguna de sus novelas dirigidas al público adulto, a ver qué tal.

Si ustedes son tan amables de esperarme, ya les contaré.

lunes, 11 de noviembre de 2024

Escenas de cine mudo

 


“Desde cada fotografía, nos miran siempre los ojos de un fantasma”, escribe con languidez Julio Llamazares en el capítulo 2 del libro Escenas de cine mudo. Da igual que la imagen reproduzca a nuestros abuelos, a nuestros padres, a nuestros amigos ya fallecidos, a nosotros mismos o incluso a nuestros hijos o nietos. Nada importa. El formol de la imagen ha cuajado un instante que ya no existe, porque los segunderos del reloj avanzan siempre inexorables y nuestras células apenas saben nada de poesía ni de eternidad. Caminamos en el tiempo; y, caminando, nos vamos desgastando, erosionando, yendo. Consciente de esa evidencia, el gran escritor leonés recupera (o inventa, qué más da: queden las precisiones de ese rango para otros) su infancia en un pueblecito minero, su amor por las carteleras del cine, sus primeros cigarrillos, sus amigos iniciales, la escuela (donde su padre impartía clase), la blancura de la nieve, el frío, el motorista que se mató ante sus ojos, los músicos que acudían a tocar pobremente en las fiestas. Él era entonces “un niño rubio vestido con pantalones largos y un jersey de lana gorda verde y blanco” (cap.1), con un hermano mayor que se había ido a estudiar fuera y que terminaría convenciéndolo para que emprendiese idéntico camino. Ahora, bastantes años después, el narrador ha podido revisitar las fotos que su madre “guardó y conservó hasta su muerte” y ha añadido melancólicos “pies de fotos personales para este álbum perdido” (cap.4). El resultado es una obra lánguida, reflexiva, honda y magnífica, donde se medita sobre uno de los grandes temas: el paso del tiempo. Lo impresionante es que el escritor no recurre a efectos burdos o lacrimógenos (que tan habituales resultan en otros libros de este tipo), sino que se limita a contarnos lo que nosotros ya sentíamos desde siempre, pero habíamos sido incapaces de convertir en las palabras adecuadas. Por eso Llamazares, no lo duden, es un grande.

sábado, 9 de noviembre de 2024

La suma y la resta

 


Podría utilizar solamente una palabra para definir este libro y sería “Mujeres”. Pero, como todas las definiciones, su brevedad conceptista puede llevar a equívocos. Es evidente que este libro se centra en las mujeres (todos los relatos están titulados con el nombre de una, para empezar), pero ese detalle no debe conducirnos a la aplicación de una etiqueta limitante o reivindicativa. En absoluto. Irene Jiménez se propone en estas páginas trazarnos un retrato mucho más ambicioso, porque abarca la realidad (es decir, el entorno en que vivimos) y la humanidad (es decir, quienes en él vivimos).

Seguro que todos hemos escuchado alguna vez a alguien que nos ha subrayado con énfasis que su vida es una novela, y que si supiera escribir la plasmaría en un libro impresionante. Es rigurosamente falso. Todas las vidas, hasta la más gris o la más anodina (pensemos en Fernando Pessoa o en los personajes de Miguel Delibes o Juan Rulfo) son susceptibles de ser miradas de una determinada forma y ser convertidas en palabras con habilidad y destreza. Ahí reside la literatura, y no en las peripecias, los violines de fondo o los zambombazos del azar. Por eso, el despliegue que lleva a cabo Irene Jiménez en las páginas de este libro conmueve e impresiona tanto. Quedándose en silencio, mirando a sus personajes con mucha concentración y escogiendo luego los vocablos para convertir sus días en texto, el resultado es una literatura excelente, en la que todos los relatos se unen con hilos tenues, que aproximan el conjunto al espíritu de una novela (Tana está a punto de llegar a mayoría de edad en el primer cuento; Manuel decide alquilar una vivienda en el segundo; Hortensia es la dueña de esa vivienda y aparece en el tercero; Tana es una niña de cuatro años en el último; etc). De esa manera, la escritora construye una tela de araña de brillante perfección, en la que se aprecia una impoluta geometría. O, mejor, un mosaico de teselas impecables, en el que los colores muestran un delicado equilibrio. O, mejor, la vida, sin más.

Porque de eso se trata en el fondo: de explicarnos un espacio y un tiempo llenos de cigarrillos, música, conversaciones, anocheceres, tristezas, juegos infantiles, duchas, joyas, parterres, proyectos frustrados, viajes, balcones y cafés. Y en esa zona amplia y poliédrica (fría a veces, tibia a veces, cálida a veces) sitúa a sus personajes y los observa maniobrar, apuntando sus emociones y sus giros.

Acudamos a la página 80 del volumen y escuchemos lo que piensa Gloria: “Una de sus teorías, por ejemplo, era la de la suma y la resta. A decir de Gloria, mucha gente entendía la vida como una resta, la de todo aquello que nunca iba a poder hacer. Pero la vida había que entenderla como la suma de lo que se había hecho, porque así el resultado no era equivalente, sino siempre superior”. Mediten sobre ese fragmento y luego acudan al libro. Ya verán.

jueves, 7 de noviembre de 2024

Los reyes

 


Conocemos la historia, porque numerosas páginas nos la han contado, con gran acopio de detalles: el rey Minos, después de ver cómo su esposa Pasifae da a luz al hijo que ha tenido tras una aventura fogosa con un gran toro rojo, ordena a Dédalo que construya un laberinto en Creta. Tiene que ser un laberinto cuyas dimensiones y complejidad aturdan a la estirpe de los hombres. Y una vez que se encuentra edificado, colocará dentro a su odiado bastardo, el Minotauro, mitad hombre mitad toro. La leyenda continúa contándonos que, cada año, el engendro exige la entrega de siete muchachas vírgenes y siete muchachos hermosos, todos ellos atenienses, a los que devora con saña. Un día, llega hasta Creta el impetuoso héroe Teseo, que anhela adentrarse en el laberinto y matar el monstruo; y podrá hacerlo porque Ariana, hija también de Minos, le entregará un ovillo para que lo vaya desenrollando conforme avance por las siniestras galerías y, ultimada su proeza, pueda salir desandando el camino.

Pero de pronto llega Julio Cortázar y comprende que la historia puede ser leída de otro modo, menos convencional, más lírico. El Minotauro no cobija realmente ninguna maldad: de hecho, quienes entraron a su reino no sufrieron mal alguno, sino que ahora cantan y bailan a su alrededor. Pero el héroe, que siempre está adornado por la brutalidad y atiborrado de testosterona, necesita matarlo, para que los conceptos del Bien y el Mal queden rigurosamente establecidos y no se tambaleen los cimientos de la sociedad. ¿El hilo de Ariana? Oh, muy sencillo de explicar: la chica quiere que su hermano derrote al soberbio espadachín y que pueda encontrar la salida del laberinto. Por desgracia, él lo entiende de otro modo: cree que ella desea la victoria de Teseo y, decepcionado y triste, le ofrece de forma laxa su sumisión, para que lo mate.

Un librito lleno de frases hermosas y de conceptos nuevos, que representa otra faceta de aquel hermoso diamante narrativo que se llamó Julio Cortázar, a quien adoro.

martes, 5 de noviembre de 2024

La cruz de El Dorado

 


Supongo que todos ustedes recuerdan con nitidez (yo sí, desde luego) la emoción pura, fervorosa, galvánica, que se experimenta en el cine con las películas de Indiana Jones, siempre pobladas de selvas frondosas, terribles secretos, tesoros ocultos, objetos de valor incalculable, enemigos que parecen estar siempre al acecho y continuos giros de guion, que te impiden apartar las pupilas de la pantalla. Esa endiablada habilidad narrativa la despliega también, y de qué manera, el escritor César Mallorquí en libros como La cruz de El Dorado, con el que obtuvo el premio Edebé de novela juvenil en 1999. Como llevo muchos años leyendo sus libros (y haciendo que los lean mis alumnos del instituto), podría decir que no me pilla de sorpresa que el corazón se acelere al pasear por sus páginas; pero, por increíble que pueda resultar, declararé con sorpresa y con aplauso admirativo que el barcelonés me sigue embriagando como el primer día.

En este caso, la aventura transcurre en el continente americano, al que se desplazan el niño arancetano Jaime Mercader y su padre, un tahúr que tiene que poner pies en polvorosa a causa de sus actividades delictivas. Durante la larga y penosa travesía conocerán a Alí Akbar, un sirio de mirada glacial que tal vez pertenezca a la secta de los hashishian y que pronto se convertirá en la sombra de Jaime. Juntos se verán envueltos en la búsqueda de un objeto que se perdió en la época de los conquistadores españoles: una enorme cruz de oro envuelta en piedras preciosas, que quizá esté aún escondida en algún lugar de la selva o de las montañas. Como es lógico (hacen ustedes bien en suponerlo), hay una chica muy hermosa, y hay un antagonista cruel y sanguinario, y hay un personaje tuerto que persigue y acecha (sin que durante muchas páginas sepamos por qué) a Jaime, y hay un personaje que se ahorca, y una extraña pintura, y unas enormes cabezas de piedra en el interior de la selva, y tortuosos caminos de montaña, y mosquitos a miles, y una Biblia que esconde un mensaje oculto, y…

De acuerdo, de acuerdo, me callaré. Pasen ustedes mismos y sumérjanse en la historia. Me van a agradecer el consejo.

lunes, 4 de noviembre de 2024

El vecino de abajo


Decir que la novela El vecino de abajo, de Mercedes Abad, me ha parecido buena o mala resultaría, bien lo sé, una simplificación, porque contiene elementos que decantan la balanza de uno y de otro lado, pendularmente. ¿Elementos positivos? La claridad de la prosa, el buen ritmo narrativo, la conclusión inteligente de la pieza. ¿Elementos negativos? Su creciente inverosimilitud, su trama en ocasiones forzada. Me atrevería a definirla como una aceptable novela de humor, aunque ignoro si entre las pretensiones de la autora se encontraba formular un relato de ese tipo. Resumamos (y pido disculpas por el esquematismo) el argumento de la obra. Una traductora, que está vertiendo del alemán al español cierta novela de Agni Rinecke, se encuentra de pronto con la sorpresa de que a este autor le acaban de conceder el premio Nobel de Literatura. Como es lógico, la editora comienza a presionarla para que culmine su traducción con la mayor celeridad posible… pero ninguna de las dos cuenta con el capricho snob de Miquel Aubet, el vecino de abajo, que ha decidido meter en su casa una legión de albañiles para que, con sus martillos, sus mazos, sus radiales y demás utensilios diabólicos, se encarguen de renovar de arriba abajo la vivienda. Ese ruido infernal se prolonga durante días, y luego durante semanas, hasta destrozar el sistema nervioso de la traductora, quien va encadenando desgracias (sus flores se mustian, su portátil se rompe, tiene que cambiar de residencia, pasa un par de semanas en prisión por agredir a un agente de la ley) hasta que, desbordada y neurótica, decide emprender una campaña feroz vengativa contra el maldito Aubet. Hasta aquí, genial: un buen planteamiento para entretener a los lectores.

El problema comienza cuando los sucesivos pasos de la venganza se van tiñendo de inverosimilitud, y entran en juego una vecina secretamente millonaria, unos extranjeros que deciden apoyar a la protagonista a cambio de que todo se grabe en vídeo (para su disfrute), una editora que le ofrece un dineral por su primera (y aún no comenzada) novela… Quien lee la historia va, poco a poco, frunciendo el ceño a medida que los azares (cogidos con alfileres y siempre al límite de la credibilidad) se amontonan. De hecho, en ocasiones se plantea uno abandonar un relato que se antoja, en mi opinión, excesivamente esperpéntico. A ver, que sí que es ameno. Cómo negarlo. Mercedes Abad muestra un evidente dominio de la técnica narrativa, y eso siempre se agradece, pero este manejo del humor me gusta más cuando lo emplea Eduardo Mendoza.

Vuelvo a decir lo mismo que ya apunté cuando realicé mi comentario de Ligeros libertinajes sabáticos (https://rubencastillo.blogspot.com/2022/01/ligeros-libertinajes-sabaticos.html), que leí en 2022: que quizá haga otro intento con esta autora. Ahora lo veo un poco menos probable.


sábado, 2 de noviembre de 2024

La trama de los días

 


Siempre que termino un buen libro de poemas (y acabo de terminar La trama de los días, con el que Ramón Bascuñana obtuvo el premio Juana Castro, que sin duda lo es) me encuentro con la misma inquietante pregunta: ¿y ahora qué digo? ¿Cómo puedo explicar a los lectores que estas páginas son excelentes, y que el poeta alicantino (al que no veo en persona desde hace mil años) es un magnífico autor? Porque con las novelas y con los relatos, ciertamente, lo tengo muchísimo más fácil, porque siempre puedo referirme a las historias del volumen, a la solidez de los argumentos, incluso a la construcción de los personajes; pero con un libro de versos todo es tan difícil de definir como la música. ¿Cómo se le explica a una persona que cierto réquiem o cierto cuarteto o cierta cantata la va a conmover? Confieso mi impotencia para resolver ese enigma.

Pero el caso es que he leído los versos de Ramón Bascuñana y he sentido cómo la música de sus endecasílabos y de sus encabalgamientos me iba convenciendo; he sentido cómo sus referencias culturales (muchas de ellas compartidas: Machado, Zenobia Camprubí, Cioran, Borges) provocaban mi aplauso; y he sentido también cómo sus ciudades, sus viajes, sus reflexiones sobre los puentes de la vida o sobre las carreteras secundarias me dejaban en ese silencio final que todo gran poema consigue crear en el corazón y en la mente de quienes lo leen en voz alta (yo he leído este poemario en voz alta, caminando por el pasillo de mi casa). Por eso sé que he tenido el privilegio de leer una obra magnífica, llena de una serenidad lánguida y de una melancólica lucidez; y me desazona no atinar con un modo contundente de decirlo. Tal vez serviría decirles que abran el volumen por la página 14 y lean “Retrato apenas esbozado de Zenobia en Puerto Rico hacia 1955”; o que paseen hasta la página 45 y se adentren en “El puente”. Pero creo que el mejor consejo es que se acerquen hasta el poemario, lo abran y dejen que sus palabras se les vayan colando por los ojos.

Afirma el autor en la página 24 que “la infelicidad / es el estado poético por excelencia”, pero confío en que esa oración no muestre tintes autobiográficos, porque entonces seríamos los lectores quienes nos sentiríamos infelices ante un poemario tan, tan, tan hermoso como este.

viernes, 1 de noviembre de 2024

Las confesiones de un pequeño filósofo


 

No necesito muchas palabras para definir lo que los lectores encontrarán, como he encontrado yo, en el interior de este libro. De hecho, precisaré solamente una: Azorín. Quienes hayan recorrido alguna de sus obras, me entenderán de forma clara. Quienes se apresten a su primera aproximación al prosista alicantino, que lo recuerden para futuros abordajes. Porque Azorín es siempre Azorín. Si no fuera porque podría ser juzgado como broma, usaría para etiquetar a Azorín la fórmula con la que definen al entrenador José Mourinho: Special One. Es exactamente eso. “Dudo ante las cuartillas [nos dice] de si un pobre hombre como yo, es decir, de si un pequeño filósofo, que vive en un grano de arena perdido en lo infinito, debe estampar en el papel los minúsculos acontecimientos de su vida prosaica” (p.46). Por fortuna, esta vacilación se queda en un simple recurso retórico, pues de inmediato el escritor de Monóvar comienza a explicarnos cómo fue su infancia, con sus maestros ásperos, que le provocaban “una angustia indecible” y que convertían el colegio en “una caverna lóbrega” (p.57), donde se veía obligado a incorporarse a unos ritmos estúpidos, de los que se liberaba mirando por las ventanas (temprana fascinación por el paisaje) y escuchando el tañido de las campanas (las eternas campanas de sus páginas mejores). A la vez, nos va dando noticia, en pequeñas viñetas deliciosas, sobre algunos de sus familiares, sobre las profesiones pequeñitas, que siempre lo han impresionado (las tenerías, los percoceros, los regatones) y, continuamente, sobre la localidad de Yecla, que nos retrata con tintes más bien oscuros, derivados quizá de su tristeza infantil: “un pueblo terrible” (p.70), “una ciudad soberbia y extraña” (p.73), “un poblachón sombrío” (p.112), etc.

Pero decía al principio que este volumen es puro Azorín; y eso significa que, si no disfrutas con el ritmo lento y melancólico de su mirar y de su prosa desde las primeras páginas, déjalo. No insistas. Es su forma de mirar y de contar. No hay en ella evoluciones ni cambios. O la tomas o la dejas. Yo, desde luego, la tomo. Es uno de mis clásicos.