jueves, 30 de octubre de 2014

Cuentos romanos



El modo en que algunos autores llegan a tus manos es de lo más azaroso. Tras muchos años leyendo elogios sobre Alberto Moravia, y sin haber leído ninguno de sus libros, un día me encontré con uno de ellos en un mercadillo solidario de la universidad de Murcia: Cuentos romanos. Era un volumen denso y extenso (508 páginas de apretada tipografía) que conservaba aún perfectamente legibles los sellos de la biblioteca de la que alguien, desaprensivo, lo sustrajo. Resultaba impensable comprarlo y devolverlo, porque estaba ya muy ajado; pero sí juzgué que debía comprarlo y colocarlo en mi propia biblioteca, redimiéndolo así de la buhonería trashumante y de las inclemencias del tiempo.
El contenido de la obra, que fui degustando con pausa, me satisfizo. No eran en modo alguno relatos vanguardistas, ni cuidadosamente literarios, sino más bien trocitos de la ciudad en los que algunos de sus habitantes (casi todos de clase media y baja) paseaban, se enamoraban, estafaban, vendían, contraían deudas, se casaban, se divorciaban, paseaban en bicicleta, acudían a la playa, entraban en iglesias y se tumbaban en el césped para mirar pasar las nubes. Gentes sin brillo que poblaban historias cotidianas y sencillas. Gentes grises que, salvo en las manos de algunos escritores o cineastas, pasarían por el mundo sin dejar ni la huella más modesta. Y me pareció que Moravia los retrataba con una curiosa mezcla de respeto, humor y fidelidad.
Leyéndolos en pequeñas dosis (cada día, un relato), descubrí a muchos tipos que me llamaron la atención: aquel hombre que, recién salido de la cárcel, se aboca a un crimen que lo devuelve de inmediato a prisión (¡Hasta la vista!); el empleado de una hostería que está a punto de cometer un asesinato, que por fin no ejecuta (Lluvia de mayo); la historia de un cincuentón que canta por los restaurantes y que una noche, advirtiendo su condición patética y fracasada, se ahorca (El payaso); el librero que, invitado a una fiesta de comerciantes, lleva como regalo cuadernos y tinteros para aumentar el nivel cultural de sus vecinos (El pic-nic); la chica que, amargada por no tener hijos, hace la vida imposible a su joven esposo, hasta que finalmente se deja matar en un bombardeo en 1943 (Caterina); el muchacho que descubre con tristeza que sus presuntos amigos no lo son tanto (Los amigos sin dinero); el joven que reencuentra a su exnovia, convertida ahora en una cantante cabaretera, buscona y zafia (Bu bu bu); ese marido y esa mujer que, hartos de pasar hambre, entran a robar en un templo religioso y se llevan una sorpresa (Ladrones en la iglesia); un joven basurero que, lamentándose de su oficio, yerra y pierde al amor de su vida (Te toca a ti); el tapicero maduro que, casado con una muchacha más joven, recibe telefonazos donde se le cuenta cómo ella lo está engañando (¡Tómate un caldo!); ese pobre que, impulsado por la crueldad del hambre, entra a comer en el restaurante de un antiguo compañero de armas, más pobre aún que él (Rómulo y Remo); el joven gordo cuya novia lo abandona por su amigo, menos propenso a las magras (El apetito); ese vigilante de almacén que custodia a la esposa de un maleante y el género robado, y que termina enamorándose sin esperanza de la mujer (El guardián); la pareja de ladrones que, intentando apoderarse del anillo de un muerto, provocan una situación tragicómica (La nariz)...

Me ha encantado esta primera incursión en la narrativa de Alberto Moravia, y sin duda repetiré.

martes, 28 de octubre de 2014

Madera de boj



Después de pasar la última página de Madera de boj y de quedarme pensando en lo que había leído llegué a una conclusión: este libro de Camilo José Cela es una absoluta mierda. E insisto: este libro. Al gallego lo he admirado por muchas obras y tengo en mis estanterías no menos de cincuenta de ellas. Pero sería un falso y un hipócrita si cantara las presuntas virtudes de este volumen.
Primer escollo que yo veo en el libro: ese catálogo de aforismos tontucios que Cela va esclafando aquí y allá, sin ton ni son (“Los que mejor y más cadenciosamente mueren son los negros”, p.21; “Los muertos se tiran muchos pedos”, p.59; “Los jorobados tienen mucha afición a masturbarse delante del espejo”, p.133; “Un hombre con los pies planos no tiene obligación de amar al prójimo ni de honrar padre y madre”, p.191; “A un hombre murmurador se le debe escarmentar cortándole la lengua y metiéndosela por el culo”, p.262; etc.), que dan más vergüenza ajena que sensación de “ingenio literario”.
Segundo escollo: Cela enumera ráfagas de anécdotas, amontonamientos de minucias argumentales, trozos de vidas inanes e instantes grises de vidas grises. ¿Voluntad sociológica del Nobel gallego? Qué va. Son como trocitos recuperados de un naufragio general. Pero es inútil tratar de que encajen entre sí como un puzle.
Tercer escollo grave: esa técnica que mezcla el collage, el barullo, el chiste, la zumba y el caleidoscopismo queda sorprendente (o chocante, o simpática) la primera vez, pero luego se vuelve sospechosa y un pelín repetitiva. Y no digamos cuando se prodiga de forma inalterada durante más de trescientas páginas.
Cuarto escollo: no se engancha uno con este libro, porque te das cuenta muy rápido de que podrías haber parado en la página 100 y que no te habrías perdido nada importante de la historia. O que el volumen podría prolongarse durante 700 páginas más y tampoco nada se vería alterado en su atractivo literario o en su argumento.

En fin. ¿Para qué seguir “analizando” esta pavada? Cela, con su artería de zorro viejo, dice en la página 294 que “la vida no tiene argumento”, y quizá considere que esto es suficiente excusa para disculpar la monotonía de su obra. Pero ignora (o finge ignorar) que el novelista realiza siempre una intromisión artificial en la vida: construye cosas. Y en esa selección y en esa disposición de materiales (tomando, desechando, ordenando) no viene mal un hilo hilvanador, un trabajo subterráneo que se termine convirtiendo en base firme, en una arquitectura. Camilo José afirmaba que eso no era moderno, pero yo opino que se le notaba el truco (y quizá la impotencia). En esta entrega, desde luego, se equivocó. Y defraudó.

domingo, 26 de octubre de 2014

Lo que aprendemos de los gatos



Paloma Díaz-Mas (Madrid, 1954), que ha publicado novelas y cuentos de notable interés y que ha obtenido premios literarios tan solventes como el Herralde o el Euskadi, nos acaba de entregar bajo el sello Anagrama su último trabajo: Lo que aprendemos de los gatos. Y el volumen resulta chocante, si lo miramos desde el punto de vista puramente “argumental”. ¿Por qué? Pues porque se limita a contarnos en sus páginas cómo fue la convivencia doméstica con los gatos que ha tenido en los últimos tiempos (primero, Tris-Tras; luego, Tris y Tras). Suena a chiste, a broma privada o a sinopsis borde, pero les aseguro que no es así. Y me anticipo a su sonrisa asegurándoles también que merece la pena, y mucho, leer estas páginas, porque consignando con detalle y con un enorme afecto las minucias de esa relación entre humanos y gatos Díaz-Mas nos está retratando y poniendo ante los ojos la Serenidad, la Paz, la Civilización...
La escritora madrileña nos sugiere en estas líneas que los animales domésticos nos sirven, en realidad y principalmente, como elemento moldeador o educativo («Nos hacemos más delicados, más atentos, menos centrados en nosotros mismos y más pendientes de la pequeña necesidad o, ni siquiera eso, del pequeño gusto de un ser también pequeño, al que queremos complacer a cambio de nada, a cambio simplemente de su presencia»). Y esa enseñanza mejora de forma ostensible nuestra condición social humana, porque nos vuelve mejores personas («Adquirida, gracias a los gatos, la costumbre de pensar en los demás, de facilitarles las cosas, de ofrecerles generosamente las comodidades que aún no nos han pedido, podemos acabar anticipándonos a los deseos y necesidades de los que nos rodean»). De ahí que convivir con gatos nos permita ser más sabios, sufrir menos tensiones y disfrutar de los placeres del instante, que siempre tenemos tan olvidados.

Muchos padres de escritores han muerto a lo largo de la Historia, pero recordamos de forma indeleble al de Jorge Manrique. Muchos hijos de escritores han muerto a lo largo de la Historia, pero cómo olvidarse de aquel soldadito rubio que se le fue a Francisco Umbral. Muchos perros de escritores han muerto, pero ahí está Troylo, protagonizando un libro de Antonio Gala. La literatura es, en ocasiones, un delicado frasquito de formol en el que perviven las imágenes y los recuerdos de los seres que se marcharon. Paloma Díaz-Mas se suma a esa corriente hablándonos de su gato, fallecido cuatro meses atrás. Y es posible que quienes no hayan tenido nunca un animal en su casa (un animal querido, un animal de compañía) esbocen una sonrisa irónica tras conocer el contenido narrativo de este volumen. Pero yo les pediría que borraran ese gesto, porque realmente nos definimos por ese tipo de complicidades y convivencias domésticas. Quien ama y cuida, ama y cuida. No importa a la postre el destinatario de sus afectos. Porque amando y cuidando se aprende. Se aprende siempre. Nos sometemos a una depuración, a una ascesis. Por eso me ha gustado mucho leer esta historia, en la que paradójicamente una Paloma se hace amiga de una gata. Me ha dado calma y me ha hecho reflexionar. Cuántas cosas descubriríamos si supiéramos cómo son nuestros escritores favoritos a puerta cerrada: con sus hijos, con sus parejas... o con sus gatos.

jueves, 23 de octubre de 2014

El tiempo que nos vive



Sobre un grande de las letras no se puede ejercer el vituperio de la desmemoria. Y Salvador García Aguilar es uno de nuestros más grandes y exquisitos prosistas, por lo cual todos los reconocimientos que se le tributen siempre serán merecidos y loables. El modo en que lo hizo la Editora Regional de Murcia fue estupendo: publicar una voluminosa trilogía de novelas (Sonata a una puesta de sol, Sonata a un crepúsculo y Sonata de la medianoche) que, incluso reduciendo el tamaño de la letra y estrechando el interlineado, se acerca al medio millar de páginas. Todo un reto para los lectores que, sin embargo, harán bien en sumergirse en este oceánico magma de palabras y sentimientos, pues descubrirán en él las magias inequívocas de este escritor.
Salvador García Aguilar vuelve aquí al pueblo de Diosondo, y nos pone ante los ojos la ebullición de unos personajes que, sucediéndose en el tiempo, tejen con sus vivires, esperanzas, triunfos y decepciones la médula de un largo torrente narrativo. Ahí está Leontino Escarabajosa, gacetillero sin recursos y al que la suerte sonríe con ademán sarcástico; o Pepe Canela, un riquísimo exportador de frutas, que se abisma en componendas empresariales y políticas; o Alonso Carrobles, prófugo de un convento en momentos difíciles y luego atormentado en su ancianidad por esa deserción. Pero sin duda habremos de fijarnos sobre todo en las mujeres para llegar a lo más sorprendente y denso de la novela, y que podríamos cifrar en tres nombres: Ester (personaje que hubiera firmado Rómulo Gallegos), Gloria (que parece surgida de la pluma de José Luis Castillo-Puche) y Cristina Grutwig (que recuerda el vigor de las más sinuosas féminas de Arturo Pérez-Reverte).

Pero no solamente en el trazados de los personajes encontramos la magnitud ciclópea de este escritor, sino también en las descripciones (ese fusilamiento de las páginas 202-203) y en la música de la sintaxis (ríspida cuando tiene que serlo; fluida cuando así lo exige la situación; atinada siempre). Si es verdad que una gran obra es aquella que admite relecturas, podemos afirmar sin temor a la hipérbole que nos encontramos ante una de ellas. Salvador García Aguilar, desde la calma y la sabiduría de su taller de palabras, nos regala en estas obras un volumen para el deleite y la reflexión.

martes, 21 de octubre de 2014

69 huellas eróticas



Hay un cuento en el Sendebar donde un hombre, al volver a casa, descubre que su perro tiene las fauces ensangrentadas y, creyendo que ha devorado al bebé de la familia, lo mata sin más contemplaciones. Luego descubre con horror que lo que ha hecho el animal ha sido, por el contrario, destrozar a una serpiente que intentaba acercarse a la cuna del chiquillo. El pago por su valerosa actuación ha sido recibir un castigo inmerecido por parte de su dueño. La moraleja estaba, obviamente, implícita: nunca juzgues a la ligera o por las apariencias.
Viene a colación esta historia por el error que cometería quien pensase que el último trabajo de Mariángeles Ibernón Valero (69 huellas eróticas) es un tomo de poesía libidinosa, reducible a lo obsceno o lo genital. Nada más lejos. Hay en él imágenes excitantes, claro está; y mucho incendio carnal, como tiene que ser en versos de estas características. Pero también hay mucha atención al lenguaje, al cuidado formal y estético, al equilibrio rítmico, al juego musical de los sonidos que conforman cada texto. Mariángeles Ibernón no construye poemas burdos, ni tontamente flamígeros: sabe perfectamente lo que está haciendo. Construye pequeñas casitas de deseo, hogueras condensadas, diamantes sexuales. Y logra su propósito porque en el sintagma “poesía erótica” se concentra mucho más en el sustantivo que en el adjetivo.
Lo concretaré con un ejemplo estadístico, numérico, que parecerá irreverente a algunos degustadores de poesía pero que esgrimo con respeto... En este libro se habla del sexo o del pubis en tres ocasiones, y de los pechos femeninos en nueve; pero se mencionan dieciséis veces los labios y veintisiete veces la boca. Las cifras cantan. ¿No es señal más bien transparente de que estamos ante un producto de inequívoca condición verbal?

Los 69 pequeños poemas que componen este trabajo logran turbar, convencer y seducir a quienes se acercan hasta ellos. Me parece que es un logro digno de ser aplaudido.

domingo, 19 de octubre de 2014

Los aires difíciles



Todos los libros que Tusquets le había editado a Almudena Grandes hasta la aparición de Los aires difíciles (es decir, Las edades de Lulú, Te llamaré Viernes, Malena es un nombre de tango, Modelos de mujer y Atlas de geografía humana) coincidían en el hecho de reproducir en su portada la imagen de una sola figura femenina, sin paisaje de fondo. Con este volumen se ampliaba la propuesta iconográfica y nos ofrecía en su cubierta dos figuras (un hombre y una mujer) que paseaban por la arena de una playa. Era, pues, una obra que se nos avisaba, ya desde su arranque visual, más densa y compleja que las anteriores. Y basta sumergirse en sus casi 600 páginas para descubrir con gozo que es efectivamente así.
Almudena Grandes se propone (y consigue) reconstruir la vida de sus variados protagonistas (Sara, Juan, Maribel, Andrés, Charo, Damián, Nicanor, Alfonso, Tamara) con escrúpulo arqueológico, detallando con fruición todos sus pliegues biográficos y espirituales, registrando filatélicamente sus emociones, sus miedos, sus zozobras y sus esperanzas. Todos ellos, de un modo u otro, confluyen en la costa gaditana con el objetivo de aclarar, rehacer o varar allí sus vidas; y la autora, Relojera Mayor de esas existencias millonarias de detalles, juega con el curso de las historias y las reconstruye y perfila hacia adelante y hacia atrás, consciente de que “el tiempo no sabe avanzar en línea recta” (p.480) y de que sus protagonistas luchan por ponerse en limpio mientras sienten en sus rostros “el exacto peso del aire” (p.192). Son vidas zarandeadas por el viento, cruzadas por esos aires difíciles que orientan secreta y férreamente sus existencias, hasta que acaban por descubrir que “el levante se lo lleva todo” (p.593).

Estamos ante una obra monumental, definitiva, ciclópea, con una espesura amazónica de detalles, con auténtica densidad geológica; un vendaval de aires y espléndida prosa; una summa novelística que instalaba a la madrileña Almudena Grandes en el territorio literario más difícil de todos: el de la perdurabilidad, que luego ha ido matizando y completando en sus siguientes obras. Compruébenlo si tienen dudas.

jueves, 16 de octubre de 2014

El baile



Su nombre (Irène Némirovsky) se me había aparecido en algunas librerías y en un par de bibliotecas, pero nunca me animaba a coger una de sus obras y leerla con detenimiento. Mas he aquí que de pronto me topo con El baile, observo que tiene pocas páginas (menos de cien) y pienso que quizá merezca la pena conocer a esta escritora rusa. No creo que hubiese hecho la prueba si el volumen hubiera tenido las dimensiones de Los hermanos Karamazov, pero animarse con algo liviano es menos inquietante; y puede deparar más de una sorpresa.
La conclusión del experimento ha sido satisfactoria: el modo sencillo que tiene Némirovsky de contar su historia se combina con la aproximación psicológica a sus personajes, conformando un relato de gran poder seductor y lleno de magia.
La protagonista absoluta es Antoinette, una adolescente de 14 años que vive en el seno de una familia de nuevos ricos, empeñados más en aparentar que en ser felices. Gracias a una hábil operación de Bolsa se han convertido en millonarios, y la madre no tiene más obsesión que ser admitida y reconocida en los círculos selectos de la ciudad. Para lograrlo, deciden celebrar una fiesta megalómana a la que invitan a dos centenares de personas (la confección de la lista nos permite descubrir que la inmensa mayoría son detritus humanos, aupados a lo alto de la “consideración social” en virtud de su dinero o de las circunstancias). Allí habrá de todo: una orquesta de finos intérpretes, caviar servido con derroche, jarrones orientales distribuidos por la estancia, criados impolutos, centenares de flores... Pero la decepción destrozará el alma de Antoinette cuando descubra que sus padres no van a permitirle asistir a ese evento, ni siquiera “un cuarto de hora” (es la moderada petición de la chica). Irritada, inconsolable y vengativa, la joven llevará a cabo una venganza inaudita, que teñirá de patetismo el final de la obra y la conducirá por un sendero inesperado.

Muy bien Irène Némirovsky, sin duda. Esta novela, editada por Salamandra y traducida por Gema Moral, me ha convencido. Alguien que escribe como esta malograda autora rusa (la gasearon los nazis en Auschwitz en 1942, cuando tenía tan sólo 39 años) no puede ser ignorada tan fácilmente. No se consigue un estilo así por casualidad. Tendré que acudir a otro libro suyo más pronto que tarde, lo tengo claro.

martes, 14 de octubre de 2014

Huesos en el jardín



Me ocurre con Henning Mankell (Estocolmo, 1948) un fenómeno peculiar: cada vez que me leo un libro suyo salgo encantado con la experiencia, me seduce con la sencillez elegante de su prosa y con sus discretos pero sólidos personajes... pero luego me demoro a la hora de volver a coger otra obra suya. ¿Explicación? No alcanzo a dármela. Es simplemente así.
En esta ocasión me he acercado hasta el último volumen de la serie Wallander, que lleva por título Huesos en el jardín y que traduce Carmen Montes Cano para el sello Tusquets. Se nos cuenta en sus páginas cómo Kurt Wallander, el famoso policía que la protagoniza, anda buscando casa para su próxima jubilación. Sus recursos económicos no son muy elevados, pero tiene la suerte de que uno de sus compañeros de trabajo conoce una vivienda que le podría venir bien: situada a las afueras, amplia, tranquila... Wallander se ilusiona con las expectativas, pero la mala fortuna quiere que, mientras la visita para valorar su posible adquisición, descubra los restos de una mano que emergen del suelo en el jardín. Pronto, los especialistas desenterrarán un cadáver de ese macabro lugar (una mujer de unos 50 años, que parece ser que murió ahorcada). Y luego un segundo cuerpo (un varón de idéntica edad, con severas fracturas en el cráneo). Y el mecanismo de investigación se pone en marcha, aunque las pistas sean casi inexistentes.
Se trata de una novela muy sobria, muy eficaz, en la que Henning Mankell cierra de un modo irreversible el ciclo Wallander. No jubila al personaje, ni lo hace morir, pero nos aclara en un magnífico epílogo (lleno de anécdotas interesantes sobre cómo concibió al personaje y cómo lo fue llenando de contenido a lo largo de los años) que no habrá más textos con él como protagonista. Que considera cerrada esta etapa de su vida como fabulador. Y que ni siquiera se ha planteado (aunque esa puerta sí que la deja entreabierta) la posibilidad de redactar algún caso policial más con Linda, la hija de Wallander, como eje.

Una novela que se lee con auténtico placer.

domingo, 12 de octubre de 2014

Los trofeos efímeros



Afirmaba el portentoso argentino Jorge Luis Borges que en ocasiones la vida humana puede ser perfectamente cifrada o resumida en un gesto, en un instante, en un signo; y que en él duermen sin aspavientos las claves de su esencia. Lo que ocurre es que, por regla general, no es el protagonista de dicha vida quien advierte la particularidad del signo, sino que son los otros quienes lo detectan y le otorgan su condición de metáfora, quienes valoran su potencial expresivo o condensador. Román Piña Valls (Palma de Mallorca, 1966) acaba de publicar un poemario donde esta asombrosa idea empapa con eficacia y con inusitada belleza los cuarenta y un textos que lo conforman.
En unas ocasiones, el escritor acudirá como fuente de inspiración al mundo del cine (y nos hablará del abrigo de Woody Allen, del puro de Groucho Marx o del excelente Gran Torino de Walt Kowalski); en otras, acudirá al universo de la música (centrándose en el acordeón de Julieta Venegas o en el pastillero de Whitney Houston), de la televisión (el magnético bastón del doctor House) o de otros territorios dispares. Pero resulta obvio para los lectores que el campo de inspiración más extenso lo encuentra Román Piña Valls en la propia literatura, tanto nacional (Ramiro Pinilla, Miguel Ángel Velasco) como foránea (Roberto Bolaño, Gustave Flaubert, Kurt Vonnegut, Malcolm Lowry, J.D. Salinger...), de la cual extrae fértiles momentos para la reflexión y el deleite estético.
En la solapa del volumen se nos dice que el gallego Eugenio Fernández Granell llamó la atención hace años sobre la condición de “poeta novelístico” de Román Piña. Y no se antoja un juicio desatinado si nos atenemos a la condición corpórea de esta poesía, porque su esqueleto y su entramado muscular sí que son (absurdo sería negarlo) narrativos. Pero yo discreparía en cuanto a la textura de su aliento. En ese territorio, es innegable que el mallorquín se mueve ya en el ámbito de la poesía, porque tiene una forma inequívocamente lírica de situarse ante los temas y personajes. Decía Francisco Umbral en uno de sus libros (juraría que en Mortal y rosa) que los niños tienen una mirada especial, que les hace fijarse en los detalles minúsculos o insignificantes, en los que los adultos ni siquiera reparamos, y que eso permite que un botón, un hilo o una mancha se conviertan, a sus ojos, en objetos únicos, llenos de magnetismo y belleza. Yo creo que con los poetas (iba a decir “con los poetas auténticos”, pero he borrado a tiempo la tautología) ocurre algo similar: son capaces de ver lo que los demás simplemente miramos. Y en ese sentido Román Piña es poeta valioso.

Acuda todo aquel que quiera comprobarlo a los versos impresionantes y sobrecogedores de “La cámara de Ricardo Ortega”; experimente la fascinación por unos lindos pies femeninos en “El zapato de Emma Bovary”; asómbrese con la dignidad de quien elige una muerte propia, huérfana de estadísticas y gestos convencionales (“El arpón de Ahab”); emociónese con la forma en que Gustav von Aschenbach queda prendado de un niño polaco en Venecia (“El bañador de Tadzio”); o lea “El diario de Wilson”, que provocará sus lágrimas si ha sufrido alguna muerte reciente entre sus seres queridos... Recorran estas páginas y descubrirán a un gran poeta. Consejo de amigo.

jueves, 9 de octubre de 2014

Las manos



No sería muy difícil constatar que la mayoría de novelas se afanan –y aun se extenúan– en detallarnos un viaje. Como es natural, las variantes de ese viaje son prácticamente infinitas y pueden retratarnos una navegación exterior o una navegación interior: ¿viaja don Quijote por las tierras de España o más bien recorre los bosques y páramos de su fantasía? ¿Horacio Oliveira busca o se busca? ¿Sabe Martín Marco que en realidad no patea las calles de Madrid, sino los meandros de la sordidez y el oprobio? Mario Parreño, el protagonista de Las manos (la última publicación del granadino Miguel A. Zapata), es también un viajero, un peculiar urbanita que, mientras contempla el paseo de la selección nacional de fútbol con la copa del mundo, advierte cómo el trofeo resbala de los dedos de Fernando Torres y desaparece entre la multitud.
A partir de ese momento se inicia una estrafalaria persecución en la que Mario, que se define a sí mismo como “Teniente Colombo de La Roja”, recorrerá varias zonas de la capital española; luego dará el salto a Austria (donde algunos millonarios asisten a una singular puja para hacerse con ella, entre otras joyas y reliquias); proseguirá su búsqueda en los Estados Unidos de América (un error en la facturación del equipaje envía la copa hacia allí); y finalmente recalará en Japón, en una pequeña ciudad que ha sufrido la devastación de un tsunami y, posteriormente, las radiaciones nucleares de la central de Fukushima… Agotado ese viaje, Mario Parreño vuelve a casa, sin que tenga muy claro qué sensación es la que domina en su mente y en su corazón (“Ahora, de vuelta al punto de origen, no había en él orgullo ni excitación, sino la sensación vaga de que nada había tenido un valor definitivo en su aventura y que sus andanzas homéricas eran dados lanzándose sin ton ni son desde alguna esquina del Universo”, p.231).
En medio, como ingredientes de su narración, Miguel A. Zapata nos irá dejando algunas perlas de raigambre casi lírica (“El sol mordisquea los tejados de Madrid”, p.40), reflexiones azarosas o cuánticas (“Los dados me ayudan a seguir líneas que no se pueden ver, me ayudan a saltar sobre los agujeros de las líneas”, p.69), metáforas llenas de humor (cuando habla de las cheerleaders norteamericanas y nos explica “que hacen de la silicona una forma casi líquida de poesía en movimiento”, pp.133-134) o secuencias tan memorables como las charlas que mantiene el protagonista con un taxista neoyorkino o con el señor Yukio Nakata, ya en las postrimerías de la novela.
¿Pero qué quiere contarnos en realidad esta historia? ¿Qué pretende Mario Parreño con esta búsqueda delirante, mundial, propia de un Ignatius J. Reilly o de un náufrago que está siendo bebido por el océano? ¿Transmutarse en héroe? ¿Y eso para qué? ¿Justificarse? ¿Justificarse por qué? ¿Reivindicarse? ¿Reivindicarse ante quién? Su viaje griálico o químico (no deja de buscar el auxilio del idalprem, el vandral y otras farmacopeas) esconde tantos pliegues y brumas como el propio cerebro humano o la misteriosa agenda de nuestros impulsos. ¿Para qué quiere, en realidad, la copa del mundo una persona como Mario Parreño? Ése es el gran interrogante de la novela. Durante meses, absorto en una persecución obcecada, tendrá que buscar trabajos precarios para obtener un poco de dinero (en un burger, disfrazado de Papá Noel, dispensando cervezas el día de St. Patrick...) y se encontrará con muchos personajes variopintos (la imprevisible Zulema, la mitómana Elisabeth, el fraudulento y palabrero Peter O’Hara, el fracasado William Homer Jordan), que le permitirán conocer un arco iris psicológico de anonadante complejidad.

A la postre, el sentido último de la búsqueda queda, como siempre ocurre en los buenos textos novelísticos, en las manos de los lectores. Y nunca mejor dicho.

martes, 7 de octubre de 2014

Homero



Si hacemos caso a la imagen más conocida, diremos que Homero fue un poeta ciego que, laborioso y genial, nos dejó dos libros inmortales para la historia de la cultura: La Ilíada y La Odisea. Es la afirmación que suscribirían miles de estudiantes o de interesados por el mundo de la literatura. Pero la realidad es mucho más tributaria de la niebla que todo eso: ateniéndonos a los documentos, no podemos afirmar nada acerca de él. No sabemos si existió, si nació en esta ciudad o en la otra, si compuso ambas obras o ninguna, si vivió en tal siglo o en tal otro... Homero es un enigma. Es lo que, de forma mucho más técnica, nos viene a explicar el profesor Jasper Griffin en esta obra que hoy traigo a mi blog.  “No sabemos nada de Homero como hombre [...]. Es una leyenda romántica el suponerle un aedo ciego” (nos dice en la página 14).
Eso no resulta un impedimento, claro está, para que el investigador se sumerja en las páginas de ambos libros y vaya diseccionando y documentando todos sus pormenores, con el fin de intentar llegar a algunas conclusiones interesantes. El profesor Griffin está convencido de que La Ilíada, por ejemplo, es obra de un solo autor (frente a quienes sostienen una autoría múltiple); pero también cree que es un autor diferente del autor de La Odisea. Estaríamos, pues, antes DOS poetas geniales, y no solamente ante uno, como quiere la tradición.
En las páginas de este breve y denso libro, Jasper Griffin analiza la importancia de la mujer en ambos poemas, el concepto de valor y de respeto al adversario que se desarrolla en ellos, el papel que se concede a la astucia o las fórmulas de tratamiento de los personajes... Y lo hace además de un modo fluido, atractivo, alejado de la sequedad erudita.

Un pequeño manual francamente útil para especialistas y curiosos.

domingo, 5 de octubre de 2014

Cancionero y rimas burlescas



Del vigor poético de Fulgencio Martínez (Murcia, 1960) no creo que quepan dudas razonables, habida cuenta del número de sus publicaciones recientes. En 2009 publicó León busca gacela; en 2010 hizo lo propio con El cuerpo del día; en 2012 nos entregó Prueba de sabor; en 2013 le tocó el turno a El año de la lentitud; y en 2014, este delicioso, profundo y a veces gamberro Cancionero y rimas burlescas. El ritmo de publicaciones es tan anonadante como envidiable. Ya desde uno de los poemas iniciales del volumen (“Un furtivo deseo”), el autor ya nos deja una muestra del tono irónico y demoledor que imprimirá a algunas de las composiciones que contiene: “Prescindiré de mis expectativas, / me bajaré los humos, iré a clases de yoga: / o me haré católico, amoral, imbécil, poeta lírico; /o (y no es lo último ni más abyecto que estoy dispuesto a hacer) / me leeré un libro de Prada creyendo que es buena literatura” (p.17). Pero que no se entienda que este tipo de pullas las reserva para el mundillo literario. Véase también el modo en que carga de dinamita las “Letrillas de la crisis completas”, un bravo poema de larga extensión dedicado a indicar los aspectos más negativos del antiguo rey Juan Carlos I. Se inicia con dos versos incendiarios (“¿Quién va de Corona a Corina / y no pierde su Majestad?”) y contiene estrofas tan incisivas como ésta: “Está España hecha unos zorros, / (es literal), de zorros llena. / ¿Quién no ve la patria deshecha / y la Hacienda en camisón? / -El Borbón”. Las burlas se extenderán también a políticos (Luis Bárcenas, Mariano Rajoy, María Dolores de Cospedal) y, en general, a la situación que vive España. Un ejemplo transparente de esto lo podemos detectar en el poema “Noche de Hispania”, un duro repaso a la actualidad de un país sin cultura, en el que la envidia y la mezquindad campean; en el que los jóvenes tienen que irse fuera para lavar “en las cocinas de Europa” (sic); en el que los políticos prefieren no dedicar su tiempo a la tarea de mejorar las cosas; en el que domina la más atroz oscuridad... “Aquí nace sin padre / cada generación”, lamenta el poeta en la página 95. Pero que no solamente espere amarguras o exabruptos quien abra las hojas de este magnífico libro: también encontrará un precioso romance escrito en homenaje a su madre (“Mujer de espaldas, y niño de frente”); celebraciones del viejo tópico del carpe diem, centradas en la degustación del vino, un licor que ha cruzado la cultura occidental para teñir de gozo a sus frecuentadores (“La brevedad de la vida”); un homenaje a esas muchachas que, morenas y hermosísimas, vuelven de la playa a la ciudad y perturban la visión de quienes se van cruzando con ellas, explosión de hermosura (“Septiembre y el síndrome de Stendhal”); y, como cierre del tomo, una colección de 150 aforismos, que se mueven entre lo lírico, lo humorístico y lo filosófico. Este Cancionero y rimas burlescas es, simplemente, un libro inteligente para degustar con calma. No se lo pierdan.

jueves, 2 de octubre de 2014

Mario y el mago



Volver de vez en cuando a los clásicos que amamos, para leer sus obras menos famosas o para releer las que ya degustamos años atrás, siempre es una buena idea: bien porque nos aporta hermosura, bien porque nos suministra matices (positivos o negativos) que completan y perfeccionan la imagen que teníamos. En este volumen que hoy comento se unen dos novelas cortas de Thomas Mann, traducidas por F. Oliver Brachfeld y editadas por Plaza & Janés.
La primera es Mario y el mago, que se ambienta en Torre di Venere, cerca del mar Tirreno, y que nos relata una velada incómoda pero magnética en la cual el mago Cipola ejecuta sus trucos como hipnotizador. El modo desdeñoso y altanero en que trata al público, la mezcla de admiración y repulsa que genera, sus constantes libaciones alcohólicas y, finalmente, su burla hacia la virilidad y el amor no correspondido de un pobre camarero local, terminan derivando en catástrofe.
La segunda propuesta, mucho más wagneriana, lleva por título Sangre de Welsas, y nos instala en los días previos a la boda de la joven Sieglinde con su vulgar prometido Beckerath. Mientras que la muchacha pertenece a una familia riquísima (y algo snob), su futuro esposo es un simple empleado, un burgués sin más virtudes aparentes que la cortesía gris y la mediocridad. Este cuadro narrativo se complica con la presencia de Sigmundo, el hermano mellizo de Sieglinde, quien mantiene con ella una vinculación tan fraternal como cenagosa: caminan dándose la mano, gustan de acariciarse sin ningún recato, se besan en los labios...

Maestro de las atmósferas ambiguas y de las relaciones turbias, Thomas Mann nos asombra e inquieta, una vez más, en estas páginas.