El modo en que algunos autores llegan a tus manos
es de lo más azaroso. Tras muchos años leyendo elogios sobre Alberto Moravia, y
sin haber leído ninguno de sus libros, un día me encontré con uno de ellos en
un mercadillo solidario de la universidad de Murcia: Cuentos romanos. Era un volumen denso y extenso (508 páginas de
apretada tipografía) que conservaba aún perfectamente legibles los sellos de la
biblioteca de la que alguien, desaprensivo, lo sustrajo. Resultaba impensable
comprarlo y devolverlo, porque estaba ya muy ajado; pero sí juzgué que debía
comprarlo y colocarlo en mi propia biblioteca, redimiéndolo así de la buhonería
trashumante y de las inclemencias del tiempo.
El contenido de la obra, que fui degustando con
pausa, me satisfizo. No eran en modo alguno relatos vanguardistas, ni
cuidadosamente literarios, sino más bien trocitos de la ciudad en los que
algunos de sus habitantes (casi todos de clase media y baja) paseaban, se
enamoraban, estafaban, vendían, contraían deudas, se casaban, se divorciaban,
paseaban en bicicleta, acudían a la playa, entraban en iglesias y se tumbaban
en el césped para mirar pasar las nubes. Gentes sin brillo que poblaban
historias cotidianas y sencillas. Gentes grises que, salvo en las manos de
algunos escritores o cineastas, pasarían por el mundo sin dejar ni la huella
más modesta. Y me pareció que Moravia los retrataba con una curiosa mezcla de
respeto, humor y fidelidad.
Leyéndolos en pequeñas dosis (cada día, un relato),
descubrí a muchos tipos que me llamaron la atención: aquel hombre que, recién
salido de la cárcel, se aboca a un crimen que lo devuelve de inmediato a
prisión (¡Hasta la vista!); el
empleado de una hostería que está a punto de cometer un asesinato, que por fin
no ejecuta (Lluvia de mayo); la
historia de un cincuentón que canta por los restaurantes y que una noche,
advirtiendo su condición patética y fracasada, se ahorca (El payaso); el librero que, invitado a una fiesta de comerciantes,
lleva como regalo cuadernos y tinteros para aumentar el nivel cultural de sus
vecinos (El pic-nic); la chica que,
amargada por no tener hijos, hace la vida imposible a su joven esposo, hasta
que finalmente se deja matar en un bombardeo en 1943 (Caterina); el muchacho que descubre con tristeza que sus presuntos
amigos no lo son tanto (Los amigos sin
dinero); el joven que reencuentra a su exnovia, convertida ahora en una
cantante cabaretera, buscona y zafia (Bu
bu bu); ese marido y esa mujer que, hartos de pasar hambre, entran a robar
en un templo religioso y se llevan una sorpresa (Ladrones en la iglesia); un joven basurero que, lamentándose de su
oficio, yerra y pierde al amor de su vida (Te
toca a ti); el tapicero maduro que, casado con una muchacha más joven,
recibe telefonazos donde se le cuenta cómo ella lo está engañando (¡Tómate un caldo!); ese pobre que,
impulsado por la crueldad del hambre, entra a comer en el restaurante de un
antiguo compañero de armas, más pobre aún que él (Rómulo y Remo); el joven gordo cuya novia lo abandona por su amigo,
menos propenso a las magras (El apetito);
ese vigilante de almacén que custodia a la esposa de un maleante y el
género robado, y que termina enamorándose sin esperanza de la mujer (El guardián); la
pareja de ladrones que, intentando apoderarse del anillo de un muerto, provocan
una situación tragicómica (La nariz)...
Me ha
encantado esta primera incursión en la narrativa de Alberto Moravia, y sin duda
repetiré.