martes, 29 de noviembre de 2016

La leyenda de El Dorado



Existe un espacio en nuestra mente (en la mente de todos) donde reinan la fantasía, las fábulas y el misterio; y ésa es la explicación de que determinadas obras (sean novelísticas o cinematográficas) triunfen de forma multitudinaria. Así, las historias de Matilde Asensi; así, las películas de Indiana Jones. Christian Kupchik editó con el sello Nowtilus un volumen que ahondaba en una de esas vetas: la búsqueda de riquezas y reinos imposibles o fabulosos en el Nuevo Mundo. Es decir, el mito de El Dorado, la Fuente de la Eterna Juventud, el reino de Paititi, la Ciudad de los Césares y algunos otros referentes inexcusables que alimentaron la ingente leyenda de América. Y lo hace amontonando un vertiginoso caudal de datos históricos, citas de exploradores y misioneros, observaciones de estudiosos y hasta indicios arqueológicos plenamente modernos. Todo ese material dota al libro de un aire serio y ponderado, que lo aleja de cualquier tentación sensacionalista.
Así, cuando nos habla de las presuntas amazonas que habitaban en las inextricables selvas del Nuevo Continente se nos advertirá de que tal mito carece de todo fundamento, pues se articula sobre referencias culturales europeas adaptadas a las Vírgenes del Sol de tierras americanas (que poco tenían de guerreras y mucho de estandartes religiosos). Y cuando tiene que abordar algún tema polémico, como el célebre tesoro perdido del emperador Moctezuma, se limitará a indicarnos que, según fuentes de la época, fue sumergido en una laguna (página 112), sin prestarse a más conjeturas.
Quizá las dos aproximaciones que más pueden sorprender al lector medio sean las que el argentino Christian Kupchik dedica al piloto norteamericano James Angel (quien, mientras trataba de encontrar el famoso oro de El Dorado, descubrió el salto de agua más elevado del mundo, llamado desde entonces Salto del Ángel, en su honor) y al explorador Percy Harrison Fawcett (quien a mitad de los años 20 se adentró en la selva amazónica en busca de una legendaria ciudad perdida y jamás volvió a saberse de él; actualmente el público lo recuerda porque sirvió como inspiración para el personaje de Indiana Jones, al que Steven Spielberg ha dotado de fama universal).

Un nutrido catálogo de fotografías (desde restos arqueológicos hasta los más variados paisajes americanos), citas textuales entresacadas de docenas de libros y un asombroso y elaborado cuadro de biografías y cronologías completan un volumen que, lejos de avanzar por el fácil sendero de la verborrea mistérica o del efectismo tipo Íker Jiménez, nos concede la posibilidad de conocer mucho y bien de cuanto escondió y sigue escondiendo el amplio mundo de las culturas precolombinas. Un trabajo tan elogiable como recomendable.

domingo, 27 de noviembre de 2016

El pequeño corredor



Tiene parte de razón el prologuista Mariano Baquero Goyanes cuando señala, en este libro de José Cervera Tomás, una escasa presencia de fulgores estilísticos; pero no es menor verdad que, si transitamos por los relatos del tomo con cierta lentitud contemplativa, nos sorprenden de vez en cuando alegrías formales que, discretas, enjoyan algunos de sus párrafos. Fijémonos, por poner un único ejemplo, en la página 70, donde nos habla de una carretera “que deja el adoquín para adoptar el asfalto”.
Pero es evidente que al escritor le preocupan mucho más otros aspectos. Sobre todo, trasladarnos una historia sencilla, trazada con pinceladas leves, escuetas y airosas: la del chiquillo aficionado al ciclismo que tiene una ensoñación centrada en el famoso Tour de Francia (“El pequeño corredor”), la del crío que contempla con estupor la regañina que su padre recibe de su superior jerárquico (“El niño que quiso ser hombre”), la del chaval pobre cuya única ilusión es que los Reyes le dejen un precioso juguete que ha visto en un escaparate (“La injusticia de un caballo”), la paradójica escena que se produce alrededor de una muerte (“El velatorio”)... o incluso aquellos relatos que muestran tintes más existencialistas (“Unos ojos sobre el mar”) o kafkianos (“El hombre del cuello torcido”).

José Cervera captura la magia pequeñita del instante y nos la sirve en un cristal de microscopio para que extraigamos de ella su gota de luz, su quintaesencia, su arquitectura fugaz o eterna. Su hijo, el catedrático Vicente Cervera Salinas, en la introducción del volumen, completa el panorama con unas líneas elegantes, contenidas y emocionadas. Un auténtico Pórtico de la Gloria para una obra que se lee sin decepción.

viernes, 25 de noviembre de 2016

Las palabras en la arena



Estamos en el año 30 d. C., en las inmediaciones de Jerusalén. Noemí, la esposa de Asaf (jefe de la milicia del Sanedrín), se encuentra inquieta e ilusionada, porque un viaje de su marido le va a posibilitar cumplir un deseo: citarse con el centurión romano Marcio, de quien está enamorada. De hecho, envía a su sirvienta (a la que todos llaman La Fenicia) para que le comunique la noticia al soldado imperial.
Entretanto, su marido y otras personalidades religiosas de la ciudad (saduceos, sacerdotes, fariseos) vuelven del Templo absolutamente irritados: al parecer, un predicador llamado Jesús, al que muchos llaman Rabí, ha impedido la justa lapidación de una pecadora utilizando un recurso inesperado: ha escrito unas palabras en la arena. Mientras le explica la escena a su esposa se da cuenta de que tanto ella como la sirvienta parecen demasiado nerviosas; y su suspicacia se verá incrementada cuando a La Fenicia se la caiga al suelo una bolsa donde brillan las monedas que Marcio le ha dado como pago por sus servicios como recadera. De ahí a acusar a la criada de prostitución hay un paso muy corto. Y ella tendrá que defenderse de la única manera posible: explicando que ha sido su señora quien le ha ordenado realizar esa misión.

Antonio Buero Vallejo, uno de los dramaturgos más talentosos de la Historia de España, consigue construir en esta breve pieza una historia tan terrible como eficaz, donde nos pone ante los ojos una profunda reflexión sobre la culpa, sobre la fidelidad y sobre la ira. Escoger a este autor es una de las mejores ideas que se pueden tener a la hora de elegir un libro.

miércoles, 23 de noviembre de 2016

Alma



El nombre y la fama literaria de Manuel Machado se han visto salpicados, con más frecuencia que justicia, por la comparación con su hermano Antonio. Y en ese ejercicio Manuel siempre ha resultado perjudicado: se ha señalado su menor rango filosófico, su menor profundidad, su menor influencia en otros vates. Las apreciaciones son, desde luego, razonables; pero incurren en la miopía de negar validez poética a un escritor por el hecho de que su hermano, su padre o su hijo alcanzasen mayores cotas de importancia. ¿Heinrich Mann frente a Thomas Mann? ¿Camilo José Cela frente a Jorge Cela Trulock? ¿Gonzalo Torrente Ballester frente a Gonzalo Torrente Malvido? Ninguno de los seis que acabo de traer a la memoria merece la etiqueta de mal escritor. Manuel Antonio Rafael de la Santísima Trinidad Machado Ruiz, ciertamente, tampoco.
En Alma (un volumen que fue publicado en 1902) advertimos que se mueve con la misma gracia y con la misma soltura en el arte menor y en el arte mayor. En el primer ámbito consigue maravillas alígeras como el poema Otoño, construido sobre versos sincopados y saltarines; y en el terreno de los versos más largos no se olvidan nunca, una vez leídos, textos como Castilla, donde ofrece un retrato impagable del Cid; o el no menos egregio poema Felipe IV, que debería figurar en muchos más libros de literatura para que nuestros estudiantes de Secundaria lo frecuentasen y admirasen.
A veces (absurdo e inútil sería negarlo), las tintas están un poco cargadas en el platillo declamatorio, lo que barniza el poema de cierta pomposidad. Ocurre, a mi juicio, en algunas líneas de Adelfos (“Nada os pido. Ni os amo, ni os odio. Con dejarme, / lo que hago por vosotros hacer podéis por mí... / ¡Que la vida se tome la pena de matarme, / ya que yo no me tomo la pena de vivir!”). Pero, por lo general, sabe contenerse mucho mejor que otros contemporáneos suyos, más desatados o estruendosos.

Los poemas de Alma están, sí, salpicados por una cohetería de guitarras, estrellas fulgentes, amores que no son de este mundo, hetairas, almas de nardo y otras pirotecnias modernistas que hoy leemos con una leve sonrisa irónica. Pero hay que reconocerle a Manuel Machado que, con esos mimbres, consiguió trenzar unas vasijas poéticas más que notables.

lunes, 21 de noviembre de 2016

Parpadeos



No cabe sino llamarlo azar. Es imposible concebir que pueda tratarse de otra cosa. Frente a los millones de libros posibles, frente a los miles de autores que se encuentran disponibles en castellano (no leo otro idioma), mis 35 años de lector me han puesto ante los ojos, como no podía ser de otra manera, a una pequeña parte de ellos. Y resulta muy fácil advertir que, salvo en el caso de los grandes nombres (Shakespeare, Borges, Flaubert, Kafka), a la gran mayoría de los otros se accede por rutas peregrinas: la intriga de una sinopsis, una portada especial, un título sorprendente, una recomendación encendida... No recuerdo qué albur colocó en mis manos Velocidad de los jardines, de Eloy Tizón. Pero sí sé que, sumergido en sus historias, tuve la sensación, explosiva e instantánea, de que me encontraba ante un escritor del que quería mantenerme cerca a partir de ese momento; un escritor al que necesitaba respirar y seguir. Por eso me convertí desde entonces en visitante asiduo de sus libros.
Ahora revisito su volumen Parpadeos y sigo maravillándome con los relatos que ya me impresionaron en su primera lectura: el dolor hondo, terrible y proteico que empapa las líneas de “Pájaro llanto”; el simbolismo fértil de “La tristeza del león”; el espeluzno casi cinematográfico de “Los invasores”; la lectura alegórica que nos permite ejecutar “Teoría del hueco”; los destinos inesperados que abofetean a los protagonistas de la serie Heidi en “Cimas blancas contra el cielo azul” o la bellísima historia del inquilino que entrevió al fantasma Jeremías Hünerberg... Vuelvo también a encontrarme con aquel microrrelato que tanto me sobrecogió en los años 90 (“Hoy después de comer he retirado el mantel, he lavado los platos, y un día estaré muerto”) y con aquellas líneas enumerativas que condensan toda una existencia (“La vida pasó, indiferente, con su menuda caravana de ruidos, fastidios, brindis, obligaciones, enfermedades, sobrinos, viajes, almuerzos, coitos, facturas, regalos, cabalgatas de reyes, domingos, nacimientos y muertes. Y al final de todo aquello: un silloncito de orejas”).
Eloy Tizón posee en grado sumo el “don de fluir” (utilizo la fórmula de Jorge Drexler), y con él esculpe páginas de agua, de aire, de tierra y de fuego. Páginas que, leídas años después, comprendes que son de mármol y que se insertan en un lugar privilegiado de la Historia de la Literatura Española.

Sin duda, uno de mis autores.

sábado, 19 de noviembre de 2016

La Estancia



Hace años se publicó en España (traducido por Miguel Candel y Marta Pino para el sello Paidós) un interesante trabajo de Stuart Kelly que se titulaba La biblioteca de los libros perdidos. En él nos ofrecía un paseo (erudito pero también muy sugerente e imaginativo), por gran número de obras literarias que jamás se escribieron o que en la actualidad se encuentran perdidas. Entre sus páginas aparecían referencias a Shakespeare, Aristófanes, Gogol, Jane Austen, Dickens, Dante, Milton, Flaubert, Goethe o Zola, pero no se mencionaba por ningún sitio a John Polidori, aquel médico tímido que convivió con lord Byron y Mary Shelley en Ginebra, durante el verano de 1816, y que no alcanzó más que una tibia repercusión después de publicar su breve novela El vampiro, antecedente del posterior Drácula, escrito por Bram Stoker.
Ahora, el escritor murciano Pedro Brotini se lanza a sugerirnos desde las páginas de La Estancia (publicada por La Fea Burguesía) una hipótesis llena de interés narrativo: ¿es posible que Polidori, a pesar de haber vivido siempre a la sombra castradora de lord Byron, concluyese una obra maestra y se editara de la misma un cortísimo número de ejemplares, que la convirtieron en una rareza editorial? Los testimonios de autores y críticos que dicen haber visto esa novela son tan escasos y circunstanciales que ningún investigador se toma en serio su presunta existencia... salvo Armando, un bibliófilo de finísimo olfato que dedica una buena parte de sus esfuerzos a esclarecer el misterio. Tras su muerte, será su viuda quien decida enarbolar ese estandarte y continuar la búsqueda de la enigmática narración de Polidori, para lo cual necesitará la ayuda de Irene (una antigua doctoranda que en la actualidad trabaja como cuidadora de ancianos) y de Markus (un brillante falsificador, que ya rebasó la edad de la jubilación).
Pero Pedro Brotini no se queda anclado en ese esquema narrativo, que resulta accesible a cualquier mentecato con ínfulas de bestseller. Lo que sus páginas nos proponen, por el contrario, es algo más denso, más duradero, más sugerente: un ejercicio de buena literatura, donde el lenguaje, la sintaxis y la erudición se conjugan con un exquisito cuidado de la arquitectura novelesca. Al avanzar por La Estancia, el lector se da cuenta de que está adentrándose en una propuesta que no está edificada con trucos baratos o repetidos, diseñados para capturar su atención, sino que se vertebra sobre personajes creíbles, con un hilo argumental verosímil y con un manejo brillante del material literario. Y también se da cuenta de que, en el fondo, Pedro Brotini le está contando varias historias de amor, fundidas en un mismo volumen: el amor entre Mary y John; el amor entre Armando y Aurora; y, por encima de todo, el amor a los libros, que es una constante que empapa, en gran medida, a los personajes de esta novela, desde el origen de los hechos históricos (Lord Byron, Mary Shelley, John William Polidori) hasta el presente.

El ganador del IV Premio Volkswagen Qué Leer (lo obtuvo en el año 2011 con su novela El tiempo de las palabras azules) ha vuelto con un libro muy notable, donde corrobora las excelentes sensaciones literarias que nos dejó. Y la editorial La Fea Burguesía vuelve a acertar con esta incorporación a su catálogo.

jueves, 17 de noviembre de 2016

Poemas



“Este pequeño compendio de poemas sale a la luz pidiendo disculpas, como quien dijo sin querer algo que sólo lo estaba pensando [...] Leedlo de noche, medianamente ebrios y con holgura en el cerebro”. Ésta es la petición que formula el conquense José Luis Coll en las últimas líneas del prólogo que abre sus Poemas, puestos en las librerías por Polar Ediciones en 1983.
Se trata de un tomo donde se cobijan dos tipos de composiciones. En las de aliento más largo (versos de arte mayor) el famoso humorista no suele acertar casi nunca con el aliento poético. Se muestra falto de ritmo; emplea unas rimas pobres (cuando no directamente ripiosas: “Yo tengo nariz para oler lo bueno. / Con ella no huelo lo que huele a cieno”); y tampoco consigue brillar en el empleo de metáforas y adjetivos. En los poemas de arte menor, en cambio, sí que logra algunos instantes felices, teñidos de un cierto toque filosófico o temporal (“La muñeca de mi hija / siempre está quieta. / La muñeca de mi hija / es ya mi nieta”) o embarcados en reflexiones sobre asuntos tan humanos como el amor, la compasión o la amistad (“Hallé un día entre los hombres / un leal y fiel amigo. / Jamás se lo dije a nadie. / Nadie me hubiera creído”).

En suma, un volumen no demasiado relevante en la trayectoria literaria del autor y que, con otra firma, ni siquiera habría sido publicado.

martes, 15 de noviembre de 2016

El tesoro de los Nazareos



Dentro del mundo de los libros, podría definirse el “canon” como el conjunto de obras que, a juicio de los críticos más almidonados, son las que ocupan los primeros puestos del ránking de la Historia de la Literatura. Así, serán ustedes informados de que “hay que leer” (el imperativo es casi kantiano) el Ulises de Joyce o los Cantos pisanos de Ezra Pound, pero que podemos tranquilamente pasarnos sin leer ni una sola novela de Noah Gordon o Stephen King. ¿Argumento? Pues que ciertos críticos, con sus lupas intelectuales, han determinado que así sea. Y quien reconozca que no entiende a Joyce, se aburre con Onetti, se atraganta con Kundera, bosteza con Murakami, le chirría en los ojos y oídos la prosa de Faulkner o se marea con Rilke ya se ha hecho merecedor de la etiqueta de “analfabeto”, con la que será apedreado. ¿Y qué pasa entonces con los millones de lectoras que devoran a Gordon, Clancy o King? Pues nada: que se equivocan, que no tienen gusto ni criterio. Curiosamente, cuando se pregunta a estos autores “bestsellerianos” por sus autores favoritos suelen demostrar una alta dosis de cultura y de tolerancia, reconociendo que adoran a García Márquez, Borges o Roth. ¿Quiénes son, en este berenjenal, los sectarios y los mentecatos? ¿Los que reconocen que leen de todo y que disfrutan con ello; o quienes niegan el pan y la sal a los constructores de fábulas dinámicas, atrayentes y seguidas por millones de personas, con el peregrino argumento de que “no tienen calidad”?
Por fortuna, crece día a día el número de escritores que, lejos de dejarse amilanar por estos intransigentes (Dámaso Alonso llamó “miserable criticastro” a Luis Astrana Marín por bastante menos), se dedican a lo que realmente les llama la atención: contar historias. Y contarlas, además, con palabras que puedan ser entendidas, y valoradas, y degustadas, por quienes no saben lo que es una hipálage, una antanaclasis o un políptoton, ni maldita la falta que les hace.
Uno de esos escritores potentes, enérgicos, vigorosos e imaginativos es el murciano Jerónimo Tristante, que en 2008 lanzó El tesoro de los Nazareos con el sello barcelonés Roca. En ese volumen nos encontramos a Rodrigo Arriaga, un antiguo espía de espectacular trayectoria que, para conseguir que los restos de su amada sean sacramentados y pueda obtener así el descanso eterno, acepta una delicada misión que le encomienda el enigmático Silvio de Agrigento, secretario del cardenal Lucca Garesi. ¿Y cuál es la misión? Pues infiltrarse en la todopoderosa y opaca Orden del Temple para descubrir de qué mecanismos se están valiendo para chantajear al Papa y conseguir cada vez más poder. ¿Acaso han encontrado algún documento vital en los sótanos del Templo de Jerusalén? ¿Disponen de reliquias inimaginables? ¿O han descubierto alguna información que les permite extorsionar y tener sojuzgada a toda la cúpula de la cristiandad?

Con este punto de partida, Jerónimo Tristante construye una historia llena de humor (episodios en los que siempre  interviene el lúbrico Toribio, criado de Arriaga), intrigas políticas, venganzas, traiciones, amores falsos y auténticos, persecuciones, peleas, pasadizos subterráneos rezumantes de humedad, templos misteriosos construidos en los sótanos de un castillo, tesoros perdidos, reliquias de incalculable valor económico e ideológico... El cóctel no gustará a los “canónicos” (es decir, a los partidarios del canon), pero regalará muchas horas entretenidas y amenas al público lector, que es soberano y dispone, siempre que los dictadores de normas no afirmen lo contrario, de inteligencia propia.

domingo, 13 de noviembre de 2016

Cuéntame cosas que no me importe olvidar



La mayoría de los seres humanos nacemos, crecemos y morimos en círculos pequeños, donde los parámetros vitales están definidos con nitidez: un cierto idioma, unas ideas religiosas imperantes, un entorno previsible, unas relaciones sociales convencionales, unos modos. En suma, una dialéctica bastante sencilla y anquilosada entre el “esto sí” y el “esto no”. Sólo en vacaciones o en carnavales osamos traspasar tímidamente esas fronteras y nos autorizamos habitar una piel distinta. Así que la fábula terrible que Pablo de Aguilar González nos propone en Cuéntame cosas que no me importe olvidar zarandea nuestra arquitectura interior y nos hace tragar saliva.
Estamos en plena Navidad y en las tristes inmediaciones de una oficina de empleo. Allí se encuentran varias personas a quienes la actual crisis-estafa ha expulsado de su círculo y ha lanzado al vértigo de la niebla: Reyes, que después de tres décadas desempeñando un cargo administrativo ha perdido su trabajo y ha sido abandonado por su esposa; Susano, que realiza equilibrios en el angustioso filo del desahucio y que no consigue apartar de su memoria a Abril, una sobrina política de la que está enamorado; Nacho, antiguo dios arrogante de las inmobiliarias, que no acaba de aceptar que su vida poblada de coches de alta gama, despilfarros en alcohol y contratación de putas de lujo ha tocado a su fin; Félix, al que erosiona un cáncer y que, por dignidad, se niega a seguir el extenuante e inútil tratamiento que los médicos le prescriben... Todos se verán envueltos en un misterioso enigma cuando sea encontrado el cadáver de uno de ellos y se descubra que, tiempo atrás, recibió casi dos millones de euros en la lotería. ¿Quién lo asesinó en su propia casa y se llevó una parte del dinero que guardaba allí?

Pablo de Aguilar, utilizando ese hilo negro, consigue unir en este volumen las historias de un grupo de perdedores que, en el fondo, representan a todos los perdedores de un país y de una época. El aquí y el ahora de una España envilecida hasta el vómito por quienes han manejado durante décadas los hilos de la política y del dinero, sin preocuparse por las consecuencias. De tal suerte que la telaraña final nos muestra, con detallismo doloroso, un buen manojo de derrotas crueles y hasta un complicado enredo relacionado con el tráfico de drogas, que se irán trenzando en una novela muy bien construida, en la que el autor consigue dibujar juegos malabares muy habilidosos con delincuentes violentos, seres derrotados, policías adúlteros, cuñados vengativos y otros especímenes igualmente chocantes, que mantienen la atención del lector sin ningún desmayo narrativo. Una gran propuesta para este final de año literario.

viernes, 11 de noviembre de 2016

El ojo de la cerradura



El valenciano Juan José Millás es, aparte de un novelista respetado y que ha obtenido multitud de premios por sus producciones (el Nadal, el Primavera, etc), un articulista brillante, eficaz e irónico, en el que chisporrotean docenas de imágenes memorables, adjetivos majestuosos, enfoques únicos y remates dignos de grabarse en mármol.
En El ojo de la cerradura se apresta a comentar, utilizando su inconfundible estilo, lleno de humor negro, inteligencia y cultura, un manojo de fotografías sobre las que aplica su mirada de observador agudo. Comentar estas páginas sin tenerlas delante constituye, desde luego, un atrevimiento, porque palabras e imágenes se funden en este libro para crear territorios inesperados, fogonazos de luz y bofetadas de asco. Así, cuando vemos, por ejemplo, a una serie de iraquíes (entre los que hay incluido un niño) atados y con los ojos vendados, que permanecen en cuclillas, ironiza con tristeza sobre la superioridad moral de los occidentales, que peinamos bien a los niños para este tipo de imágenes. O cuando nos coloca ante los ojos la imagen de una mujer que ha pasado por una clínica de cirugía estética y que muestra un escote esplendoroso y turgente, aclara que durante su niñez pensaba que los senos de las mujeres eran totalmente redondos, y que el descubrimiento de los pezones le produjo, años después, vértigo. La frase con la que completa el párrafo es estupenda: “Emocionalmente estoy en contra del pezón, pero racionalmente apoyo su existencia”. O cuando nos hace tragar saliva con la columna La maleta es un cuerpo, protagonizada por una anciana que tiene que abandonar su hogar tras el derrumbe del mismo. O cuando lamenta que nunca sea el momento oportuno (vaya por Dios) para retirar los símbolos franquistas de las calles españolas. O cuando...
Podría multiplicar los ejemplos y seguiría sin dar ni siquiera un pálido reflejo de lo que este volumen contiene, porque en todas sus páginas aletean el ingenio, la acerada exactitud de su ironía o el fulgor estilístico de un prosista excelso. Dense el gusto de disfrutar con esta obra y luego me cuentan.

miércoles, 9 de noviembre de 2016

Odas de Ricardo Reis



Para mí, leer o releer a Fernando Pessoa siempre es una aventura, un reto y un bálsamo. Si los textos son nuevos, porque me provocan con su inteligencia y me seducen con el primor de su estilo; si ya los conocía, porque renuevan en mi ánimo la maravilla de visitar de nuevo a un genio. Me he terminado ahora, en diez noches intensas de café y flexo, las Odas de Ricardo Reis, que traduce Manuel Moya para el sello Visor.
Y la verdad es que no quiero decir nada más.
No me hace falta.
Solamente, que he disfrutado de Pessoa.
Que me ha hecho pensar y sentir.
Que ha vuelto a conquistarme (una vez más, y van...).

Y que copio algunos de los versos del volumen, para mi disfrute y el vuestro: “Que noche hay antes y después / de lo poco que duramos” (Que há noite antes e após / o pouco que duramos); “En cualquier hora puede sucedernos / que nos cambie todo” (Em qualquer hora pode suceder-nos / o que nos tudo mude); “Sólo en la ilusión de la libertad / la libertad existe” (Só na ilusão da liberdade / a liberdade existe); “No en el objeto, sino en el modo está el amor” (Não no objecto, no modo está o amor); “De los dioses quiero tan sólo que no se acuerden de mí” (Quero dos deuses só que me não lembrem); “A quien nada conceden los dioses, tiene libertad” (A quem deuses concedem nada, tem liberdade); “Todo contiene mucho si los ojos saben ver” (Tudo contém muito se os olhos ben olharem); “Vive la imperfecta hora / perfectísimamente / y sin nada esperar / de los hombres, ni de los dioses” (Vive a imperfeita hora / perfeitissimamente / e sem nada esperares / dos homens, nem dos deuses).

lunes, 7 de noviembre de 2016

Equipaje ligero



Leyendo a velocidad normal, se necesitan apenas quince minutos para leer este poemario de Francisco Javier Illán Vivas, que se titula Equipaje ligero y que salió a la luz hace un año con el sello ADIH. Si, por el contrario, uno detiene la mente en el sentido filosófico o existencial de cada uno de los pequeños poemas del volumen, la duración de la lectura puede extenderse hasta donde se quiera: un día, una semana, un año. Porque la condición de estos versos aparentemente desnudos, engañosamente desnudos, es que cobijan una densidad interna muy notable, casi como si fueran magnetares.
Habita en ellos un amplísimo arco de emociones (la desesperanza, el amor, la frustración, la soledad, el hastío, la duda, el miedo), que el poeta conjuga con pocas y exactas palabras, para crear sus músicas de miniatura, sus viñetas diamantinas, sus teselas tristes. Así, nos encontramos en sus páginas con breves pero amargas confesiones existenciales (“No sueño / no aguardo / no confío / no vivo: / paso, / sin más”), con metáforas en las que brilla el óxido de la acedía (“Este tren / no se detiene / en ninguna estación”), con reflexiones de espíritu oriental (“De tu mirada / a mi mirada / ¿sólo un paso?”), con  estructuras en las que la epanadiplosis nos hace tragar saliva (“Sangro / de silencio, / sangro”) o con juegos visuales que habrían hecho las delicias de muchos poetas simbolistas (“En el horizonte, / el día / apaga su colilla”).
Pero también nos encontramos con la fuerza impulsora del amor, que borra los grises y da sentido a la existencia del vate (“Las puertas cerradas / y confusión, / esos trenes / viajan opuestos, / antes de conocerte / sólo puertas cerradas / y confusión, / sombras / sombras de nada / y confusión. / Antes de conocerte”) o que lo impulsa a convertir los dones de la amada en su estandarte, alzado para mostrar al mundo la felicidad que lo embarga (“Escribiré sobre mi espalda, / convertida en concha, / el año, el mes, el día, / la ciudad, la calle, el lugar / donde me miraste”).
Versos para sentir y para pensar, para saborear y para asimilar, para perderse y para encontrarse.

Versos de Francisco Javier Illán Vivas.

sábado, 5 de noviembre de 2016

Butaca de patio



Piensen en el nombre de cualquier escritor brillante, buen conocedor de los millones de posibilidades estilísticas que su lengua le permite articular. Piensen ahora en un periodista que acumule todas las destrezas del artículo, sus trucos y resortes. Piensen ahora en un cinéfilo de reputación bien labrada, que haya devorado cine antiguo y moderno, español y foráneo. Tal vez en el primer grupo les haya venido el nombre de Antonio Muñoz Molina o el de Ana María Matute; tal vez en el segundo les asaltaron los de Maruja Torres o Manuel Alcántara; tal vez en el tercero acudieron a Miguel Marías o Carlos Boyero.
Ahora, sin necesidad de realizar ningún esfuerzo (ni de memoria, ni síntesis, ni de búsqueda), la editorial MurciaLibro pone en manos de los lectores el volumen Butaca de patio, donde el novelista, articulista y cinéfilo Antonio Parra Sanz (reciente ganador del certamen Libro Murciano del Año 2015 por su obra La mano de Midas) nos ofrece casi medio centenar de textos donde los mundos del celuloide, la política, la cultura, la educación o el fútbol se unen en columnas periodísticas de altísimo brillo literario y de inigualable humorismo. ¿Se acuerdan de aquella famosa serie de los años 80 que se llamaba “Remington Steele”? Si es así, seguro que no han olvidado al elegante Pierce Brosnan, que se quedaba pensativo cuando escuchaba los pormenores de un caso detectivesco y, de inmediato, enunciaba el título de una película relacionable con él. Pues aquí el madrileño Antonio Parra Sanz procede del mismo modo: observa la realidad, constata sus detalles (singulares o torpes, elocuentes o patéticos, excelentes o indignos) y luego los encadena con el argumento de una historia fílmica bien conocida por todos.
En estos ejercicios de estilo y de buen humor, de cultura y de agilidad mental, Antonio Parra nos invita a que demos un paseo por el mundo de los sindicatos españoles (y los relaciona con la película Belle de jour, por su extraña doble moral); por las abusivas tasas que cobra la Sociedad General de Autores de España (y que el comentarista ilustra con la película Entrevista con el vampiro); por las baladronadas bochornosas de Javier Arzallus, aquel simio al que tuvimos que soportar durante años, conteniendo el vómito y pensando que su pobre madre a lo mejor no tenía la culpa del homúnculo que había parido (y el largometraje al que Antonio Parra Sanz recurre es Mi gran amigo Joe); por el lamentable estado en que se encuentra España después de haber soportado a las diversas promociones de chorizos, políticos corruptos y mangantes de toda condición que la han estrujado hasta el límite de las gunfias (y aquí no podía ser más riguroso a la hora de elegir película: Todos a la cárcel); o por otros muchos temas que ustedes, francamente, no se deberían perder por nada del mundo. Las sonrisas y las reflexiones están aseguradas.

Antonio Parra Sanz tiene talento narrativo a raudales, y no sólo podemos localizarlo en sus cuentos y novelas, sino también en sus reseñas literarias y, por supuesto, en estos excelentes artículos que la editorial MurciaLibro ha tenido la inteligencia de rescatar, ordenar en forma de libro y poner en manos de los lectores. Busquen su ejemplar y disfruten con uno de los escritores más brillantes de la actualidad. Les alegrará el día.

jueves, 3 de noviembre de 2016

Recuerdos y olvidos (1906-2006)



Lo afirma en la página 28 de este contundente volumen que publica Alianza Literaria el escritor granadino Francisco Ayala (1906-2009): “La biografía de un escritor son sus escritos mismos. En ellos se encierra el sentido de su existencia”. Sin duda, tiene razón. Pero no resultaría menos exacto decir que los admiradores de un gran novelista, de un cuentista de excepción, de un dramaturgo profundo o de un poeta excelso, perfeccionan su conocimiento acerca del mismo cuando tienen la fortuna de leer algunas de sus anotaciones íntimas, que enriquecen su visión de conjunto.
Ocurre así con este tomo monumental que supera las 800 páginas (a las 720 de textos hay que añadir dos importantes anexos fotográficos, que se intercalan para dividir la obra en tres partes casi idénticas), donde el portentoso autor de Muertes de perro o El fondo del vaso se apresta al minucioso recuento de sus avatares vitales, de sus exilios y publicaciones, de sus lecturas y de las abundantes personas ilustres que conoció en su primer siglo de vida. Pese a ello, se resiste a dejarse llevar por un orden cronológico demasiado estricto porque, como aclara en la página 197, “no estoy tratando de escribir una autobiografía, sino de apuntar mis recuerdos tal como van surgiendo en la memoria”... Al principio, somos informados acerca de las escasas dotes administrativas de su padre, que lastimaron la economía familiar hasta llevarla a graves límites de aflicción y penuria, que provocaron que los años infantiles del futuro escritor y sociólogo estuvieran “marcados por los sobresaltos de la pobreza” (p.54).
Luego, guiados por la inaudita lucidez y la narración deliciosa de Ayala, lo vemos acceder a las aulas de la universidad, lo vemos asistir a tertulias literarias, nos alegramos con la obtención de su cátedra y lo acompañamos, ay, en su exilio tras la guerra civil, en sus cursos dictados en varios países y en sus encuentros con intelectuales y políticos de toda condición. Los retratos que sobre ellos nos deja resultan siempre interesantes, sobre todo cuando nos aporta un ángulo distinto desde el que contemplar al personaje en cuestión, sea éste Ramón Gómez de la Serna (“Insoportable en el trato personal”, p.105), Pablo Neruda (“Era, además de un gran poeta, un político ambicioso, y como político incurrió más de una vez en la perversión de poner la poesía al servicio de sus fines”, p.345), Miguel de Unamuno (“Había adoptado una actitud y un atuendo de paleto, más que de provinciano, para construir su propio personaje”, p.431), Julio Cortázar (“Me consta, pues le conocí muy a fondo, que jamás puso en práctica ninguno de los recursos que de ordinario se emplean para lograr la publicidad”, p.594) o Rafael Cansinos-Assens (“Era un escritor de talla más que mediana; de ningún modo merece la oscuridad a que por último hubo de acogerse, el olvido en que luego cayó”, p.655), aunque tal vez la andanada más virulenta se la reserve a uno de sus antiguos editores, Losada: “Tuvo la avilantez de retacearme mediante varios trucos el pago de mis derechos de autor con un descaro tan grande que terminé por llamarle ladrón en su cara” (p.357)...

El volumen, que está lleno de este tipo de viñetas, también lo está de bellísimas secuencias literarias, en las que Ayala demuestra la brillantez de su prosa y la magnética habilidad que despliega a la hora de elegir su vocabulario. Valga un solo ejemplo, entre muchos posibles. El narrador granadino se apresta a aportarnos su visión sobre tres regímenes bochornosos del siglo XX y utiliza esta fórmula: “Si el totalitarismo italiano era grotesco, y ahora el totalitarismo alemán era siniestro, el totalitarismo argentino sería abyecto” (pp.380-381). No hubiera podido exonerar del diccionario tres adjetivos más exactos.

martes, 1 de noviembre de 2016

Correspondencia (1899-1904)



De un lado tenemos a Antón Chéjov, uno de los dramaturgos más conocidos de su país, cuyas piezas son leídas con admiración y representadas entre el aplauso del público; del otro, nos encontramos con Olga Leonárdovna Knipper, una prometedora actriz que forma parte del Teatro del Arte de Moscú y que trabaja a las órdenes de Konstantin Stanislavski. Entre ambos, autor y actriz, comenzará a surgir una corriente de admiración mutua y de mutua simpatía, que se irá desarrollando en una colección de cartas que traduce y anota Paul Viejo para la editorial Páginas de Espuma.
En ese vínculo se va observando cómo aumenta de un modo firme el grado de intimidad entre ellos. Al principio, Olga le pregunta por la familia, por sus actividades de escritura o por sus perros (llamados con nombres muy adecuados a la profesión médica de Chéjov: Bromuro y Quinina); más adelante, será el dramaturgo quien avance pasos, aprovechando incluso el sentido del humor para llenar sus líneas de sonrisas y de insinuaciones (“No me olvide. De otra manera me ahogaré o me casaré con una escolopendra”, p.37); después, será Olga quien felicite a Chéjov, porque se ha enterado de que piensa casarse con la hija de un pope (aunque pronto se nos informará de que la joven siente celos de la actriz); y, por fin, la elogiada intérprete terminará destapando sus cartas con una dulzura y una sinceridad que conmueven: “¿Es que no quieres conocerme? ¿Puede contigo la idea de querer unir tu destino al mío? Escríbeme sobre todo esto con franqueza. Entre nosotros todo debe ser puro y transparente, que ni tú ni yo somos ya niños. Cuéntame todo lo que guarda tu corazón, pregúntame lo que sea y te contestaré. ¿Es que no me amas acaso?” (p.65). Chéjov, por su parte, sucumbirá también a ese río de afecto, al principio de un modo más prudente, pero después con indefensión emocionada (“Me he acostumbrado a usted y ahora me aburro. De ningún modo logro hacerme a la idea de no verla hasta la primavera, me pongo rabioso”)… Una vez que estaban ya casados, continuó la relación epistolar, porque Chéjov se veía obligado a permanecer durante largas temporadas en centros sanitarios para tratarse su delicada salud (murió a los 44 años, de una larguísima enfermedad pulmonar) y porque Olga debía continuar con su trabajo como actriz itinerante.

El volumen se cierra con unas cartas preciosas (en las que no hay sensiblería ni patetismo, sino ternura tibia), en las que Olga se dirige a su difunto marido explicándole cuánto lo echa de menos y cómo se siente de triste y de desamparada desde que él falta de su lado. Apenas tres años de matrimonio, con amplios períodos de separación, quedan consignados en estas páginas llenas de anécdotas, referencias teatrales, comentarios literarios, pequeñas disputas, melancolías y ternezas, que nos ofrecen otra cara de aquel poliedro fascinante que se llamó Antón Chéjov.