lunes, 30 de marzo de 2009

Con la soga al cuello



Una de las dificultades, y de las magias, que tiene un volumen de relatos, es que la persona que lo compone debe cambiar de tono, de registro, de personajes y de tema varias veces, sin que el conjunto se resienta, se desnivele o resquebraje. Es un esfuerzo titánico, que pocas firmas consiguen. La escritora Flavia Company (de la cosecha bonaerense del 63) ha compuesto, en este libro que le acaba de publicar el perspicaz Juan Casamayor en Páginas de Espuma, una de esas raras piezas. Diecinueve composiciones, diecinueve malabarismos, diecinueve universos, condensados en un tomo de bellísima presentación y de enjundioso contenido, que captura a los lectores desde las primeras líneas. Tenemos allí, esperándonos, a las ancianas que conviven con la dignidad y con la pobreza en Una vida en común; la intrigante situación de Paqui, una sirvienta de la que su señora no puede tener más queja que el hermetismo que la envuelve (La criada); la historia de infidelidad de una abogada escrupulosa y ordenancista, que traiciona a su pareja con su nueva ginecóloga (Rodajas de limón); la anómala convivencia de un hijo que frisa los sesenta años y un padre que supera los ochenta, tan maniático como manipulador (Padre e hijo); el desasosiego que genera un hombre de mentalidad inestable en los miembros de su familia (La réplica); etc. Las ofertas y seducciones literarias que nos lanza Flavia Company son muy diversas, y todas construidas con finura, elegancia y sensibilidad. Además, hay algunos cuentos que habrían hecho las delicias de otros tantos maestros del género, y que parecen rendirles tributo. Así, el relato Con luz verde explora las posibilidades infernales de un taxi, de la misma forma que Cortázar había indagado las de un autobús; y Julio Equis, aparte de su intrínseco homenaje nominal, sin duda hubiera sido del agrado de quien escribió sobre las peripecias de Lucas o sobre las cosas que suceden cuando se da la vuelta al día en ochenta mundos... Pero es que la versátil Flavia Company (de la que se nos dice en la solapa del volumen que es licenciada en Filología Hispánica, traductora, periodista, profesora, patrona de yate y que toca el piano) no se conforma con regalarnos diecinueve argumentos sorprendentes, sino que postula otros tantos lenguajes, otras tantas piruetas estilísticas, para que el lector no se acomode nunca en una aproximación fácil y repetida: los cambios de voz narrativa, la sintaxis mutante y la movilidad de escenarios salpican el texto de mercurio, de fiebre, de alegría. Se nota que la escritora disfruta contando, y que lo desea hacer (y lo hace) de mil maneras distintas. Dice José Carlos Llop en uno de sus libros (El informe Stein) que el padre Cristino “sabía a la perfección a quién iba a suspender la vida, a quién iba a aprobarlo y a quién a darle un notable. Porque el padre Cristino sabía que la vida no regalaba jamás un sobresaliente”. Es una frase dura y quizá cierta. Pero no es arriesgado asegurar que el talento desplegado por Flavia Company en este volumen editado por Páginas de Espuma sí que se merece, cuando menos, un notable bien alto.

martes, 24 de marzo de 2009

Un puente hacia Terabithia



Todos necesitamos (no sólo durante la niñez o la adolescencia, sino incluso en la época aparentemente estable de la madurez) un lugar en el que refugiarnos, en el que sentirnos seguros, en el que creernos a salvo de los problemas exteriores. Un reino donde la fantasía anule los relojes y nos convenza de que todo está bien, y que no tenemos por qué llorar o preocuparnos. Jess, un chaval de diez años, cuya máxima ambición es convertirse en el corredor más rápido de su clase (quinto curso), conoce a una chica sorprendente, recién llegada al pueblo: se trata de Leslie Burke, a la que los muchachos miran con malos ojos porque los vence con una facilidad insultante en las pruebas atléticas, y que acabará haciendo buenas migas con el protagonista. Ambos fundan junto al río un territorio especial, único, para ellos solos (“Un país mágico como Narnia”, dice Leslie en la pág. 62), que bautizan como Terabithia, y dentro del cual se rigen por normas diferentes: hablan como si fueran reyes medievales, invocan a los dioses del bosque, e incluso se hacen con un pequeño perrito, al que nombran “Príncipe Terrien”. Para acceder a este reino de ensueño, han de hacerlo mediante una cuerda, que los transporta al otro lado del río. Terabithia se convierte, pues, en su patria, en su zona de aislamiento, donde Jess olvida a sus insoportables hermanas, donde Leslie encuentra al primer amigo auténtico de su niñez y donde ambos, poco a poco, irán consolidando una relación hermosa e imborrable. Pero el Destino es cruel, y no es frecuente que autorice la dicha sin que los implicados paguen un precio. Un precio altísimo. Y ese precio se convierte en una prueba de madurez, casi en un rito iniciático. Katherine Paterson, una de las escritoras de mayor peso en el campo de la literatura juvenil, consiguió con esta novela un éxito internacional, refrendado por traducciones, comentarios elogiosos en innumerables medios de comunicación, y hasta una versión cinematográfica de la obra (de la que este libro incorpora treinta deliciosas imágenes a todo color). Se lee con envolvente rapidez y seducirá a todo tipo de públicos: desde chavales de la misma edad de sus protagonistas (unos diez o doce años) hasta padres o profesores (que encontrarán un nivel de lectura más hondo en sus páginas, cargadas de símbolos).

El demonio de la tarde




Hay una frase que, atribuida normalmente al actor Sean Connery, parece pensada para abrir este comentario: “En el riesgo está el placer”. Y es, en efecto, lo que seguramente pensó el escritor Josep Sempere mientras estaba escribiendo su obra El demonio de la tarde, una pieza compleja y sin concesiones que presentó al premio Gran Angular del año 2007. Y aunque no obtuvo el galardón (que recayó finalmente en la joven murciana Marta Zafrilla) sí que elaboró una novela de gran valía, asombrosa estructura y loable densidad.

Su protagonista es el escritor Claudio Muns, que está sufriendo una prolongada sequía creativa que dura ya tres años y que acude a impartir una charla en un centro educativo. Allí conoce a Abril, una extraña muchacha de dieciséis años que le entrega un cuaderno con el título de El demonio de la tarde. La chica le recuerda a una antigua novia, y parece calcar los rasgos faciales de un cuadro de Botticelli. Pero la situación se complica cuando sale del centro, porque una enorme nevada se abate sobre su coche, provocando su aislamiento y sepultura. Cuando, pasado mucho tiempo, consiguen localizar el vehículo, la mayor de las perplejidades asalta a todos: Claudio Muns no está en su interior. ¿Qué ha ocurrido con el novelista? ¿Cómo consiguió salir del coche en medio del vendaval? ¿Y dónde se encuentra, entonces? ¿Acaso ha aprovechado la coyuntura de la tormenta para huir y emprender una nueva vida? Preguntas como éstas llevan a su hijo Julio hasta el centro educativo donde se vio a su padre por última vez. Allí se interesa por conocer a Abril (de la que tiene noticia por un cuaderno que ha dejado su padre en el interior del vehículo inmovilizado por la nieve)... y comenzará una gran cadena de sorpresas y revelaciones misteriosas, que no sería conveniente ni justo desvelar aquí. Que nadie espere, en todo caso, una obra fácil, una novela repleta de enigmas niñoides o caminos trillados. Nada más lejos. Josep Sempere decidió arriesgarse, y lo hizo a conciencia. Metió los brazos en un argumento donde la realidad, los sueños, la vida oculta de las frustraciones, las culpas que todos arrastramos, el peso del ayer y las misteriosas reacciones del ser humano se combinan y barajan en cien páginas que son auténtica dinamita. Prepárese el lector para emociones fuertes; y prepárese también para una trama que da vueltas, dibuja giros y traza quiebros de magnitud considerable. ¿Obra para adolescentes? Sin duda. Pero también para adultos que estén dispuestos a sumergirse en una aventura que los llevará al límite de su credulidad. Cuando uno de los personajes dice, en la página 61: “Me había metido de lleno en un verdadero laberinto”, está diciendo la verdad, porque El demonio de la tarde es una novela construida sobre juegos de espejos, una novela donde los narradores sucesivos o encajados van destapando poco a poco las matriuskas del argumento. Muy recomendable.

lunes, 23 de marzo de 2009

Del libro de los sueños



Hay un tema en el que, por mucho que discutamos los lectores, los críticos, los herederos y los editores, no creo que exista posibilidad de llegar a un acuerdo de validez universal, y es éste: ¿qué se debe hacer con las hojas que deja escritas un escritor famoso, sin haber sido publicadas en vida suya? ¿Es lícito darlas a la luz sin su consentimiento, sin su última corrección? ¿Es admisible que los herederos (María Kodama, Juan Espinosa, Marina Castaño o quien sea) dictaminen qué debe publicarse y qué no? Hay quienes argumentan que la herencia consiste en una total transferencia de poderes; y quienes, por el contrario, se refugian en la idea de que el arte no puede ser parangonado con una finca, un automóvil o las acciones que el finado tenía en Telefónica. En todo caso, la realidad es que siguen apareciendo de forma constante volúmenes donde se recogen textos inéditos de escritores que ya han fallecido, y que los lectores recibimos con ellos algunas páginas de nuestros autores favoritos que, por ley natural, ya no esperábamos.
Es lo que ocurre con Del libro de los sueños, un compendio de relatos no muy extensos del gaditano Fernando Quiñones (1930-1998), que acaba de salir en la colección Calembé, fruto de la colaboración entre el ayuntamiento de Cádiz y la editorial Algaida. Un prólogo de Nieves Vázquez Recio y un epílogo de José Manuel García Gil enmarcan siete historias ambientadas en el mundo onírico, donde nos es dado contemplar una lluvia de monedas blandas o un enigmático tablero de ajedrez clavado en tierra («Del libro de los sueños»); o la turbadora visión de una mulata que, desnuda y con los pechos medio cortados, dice padecer un cáncer (que tiene la forma de un cangrejo minúsculo) («Sueño de la mulata»); o se nos pone delante de los ojos una curiosa estampa napoleónica, llena de anacronismos jocosos, como un anuncio de refresco o la aparición de un automóvil («Sueño del sitio y toma francés»); o nos enfrenta a un delirio narrativo donde varios cantaores, el escritor José Manuel Caballero Bonald y otros curiosos intervinientes se mueven en una atmósfera donde brillan la música, el conflicto bélico que aturde las calles y unas alcachofas («El sueño de los alcauciles»). Abundan también las referencias que se podrían juzgar fácilmente como autobiográficas («El sueño de los cargamentos» se desarrolla en un ambiente portuario, y recordemos que Quiñones trabajó durante su adolescencia en un muelle).
Estos siete relatos no son, en sentido estricto, obras de arte por sí mismas (negarlo sería absurdo); pero conviene leerlas como complemento a otras obras del formidable escritor que fue Fernando Quiñones. Las esquirlas de mármol que reposaban a los pies de Miguel Ángel habían estado, minutos antes, rodeando las formas perfectas de su David.

martes, 17 de marzo de 2009

Los espíritus blancos




Conseguir que los lectores más jóvenes puedan descubrir en la realidad las puertas secretas que los conduzcan a reinos de fantasía no es nada fácil. Pero obras como Los espíritus blancos, de Jaume Miquel Peidró, lo consiguen plenamente. El escritor de Jijona nos embarca en un viaje que, partiendo de su localidad natal, lleva a un grupo de escolares hasta la estación de esquí de La Masella, en el Pirineo catalán. Allí, las intrépidas profesoras Mari Eli y Macu, ambas de Educación Física, habrán de controlar como buenamente puedan a treinta y ocho alumnos ávidos de descensos vertiginosos, aventuras y diversión. En ese grupo están la narradora (cuyo nombre, María, no conocemos hasta la página 81) y su amiga Rosario; ambas sufrirán un curioso accidente mientras suben en un telesilla: un extraño pajarraco de grandes dimensiones y profundo color negro se abalanza sobre ellas y les deja en los cuellos unas peculiares marcas idénticas. Ése será el inicio de una serie de episodios enigmáticos: una carta que aparece por sorpresa encima de sus camas, llena de hojas antiguas, plumas negras y gotas de sangre reseca; un sorprendente anciano que las abordará para entregarles un curioso objeto, del que no deberán desprenderse; desapariciones; extrañas ermitas románicas que aparecen en medio de la nieve; caballeros medievales que acuden a desafíos; guantes que se pierden y aparecen en los sitios más insospechados; un profesor universitario (don Emilio Tibau), que no para de fumar en pipa y que parece comprender el misterio que une todos estos hilos... Chocantes detalles que golpean a María y Rosario, quienes sin pretenderlo se ven involucradas en una traición que ocurrió en la Edad Media y que pide su partición para ser resuelta. La prosa con que está escrita esta novela es fluida, coloquial y muy accesible, permitiendo que incluso lectores menores de 12 años (es la franja de edad para la que está indicada) la puedan seguir sin aparentes problemas. Igualmente es acertada la pintura de personajes: quienes frecuenten el libro se sentirán identificados con alguno de ellos, tanto por su modo de ser como por su lenguaje. Una obra, por tanto, perfecta para quienes se inician en el mundo de la lectura.

sábado, 14 de marzo de 2009

Temporada de caza para el león negro





Golo no es un personaje cualquiera: no se quita de los pies sus deportivos Converse (que no obstante acabará perdiendo al final de la obra); es un pintor experimental e iconoclasta al que, curiosamente, no parece preocuparle en exceso su propia pintura; declara sin ambages que no cree en Dios; ladra cuando algo no le satisface o cuando quiere manifestar su oposición; duerme como un tronco a la mejor oportunidad que tiene (una vez estuvo tres días de forma ininterrumpida en esa tarea morfeica); es adicto a todo tipo de drogas; carece de cualquier sentido de la fidelidad; puede llegar a ser violento hasta unos extremos inauditos (sobre todo con los dientes); y, huérfano de límites que modulen su temperamento, acomete las acciones más inverosímiles (como inyectarle cocaína a Martínez, el gato de su vecina, del que se terminará deshaciendo en una bolsa de basura)... Pero quizá por la yuxtaposición de todas esas extravagancias, ejerce una seducción magnética sobre el narrador de la historia, un experto en el mundo del arte que se convertirá desde el principio en su amante.
Varias veces durante la obra nos dice que quería a Golo, pero que le resulta imposible dictaminar por qué. Probablemente sea por la atracción que el abismo suscita sobre algunos seres. Quién lo puede saber. Sus normas al respecto eran, hasta el día en que conoció a Golo, muy estrictas («Yo no me acuesto con imbéciles. Es mi única política», dice en la página 21; para luego matizar, casi sonriente: «Tampoco con personas de mala ortografía», página 36). Pero el irrefrenable Golo venció todos sus escrúpulos y puso su universo del revés. Si Adela, la hija menor de Bernarda Alba, decía que era capaz de hacer arrodillarse a un caballo con la fuerza de su dedo meñique, iguales facultades parece atesorar el excéntrico pintor, que se encuentra obsesionado por la idea de que morirá joven y que lo arrastra a escenas de una degradación inaudita, como la que rellena el capítulo 61: defecaciones en la alfombra, drogas por vía anal, etc.

Este proceso destructivo (y autodestructivo) está resumido por el joven narrador Tryno Maldonado en 99 secuencias que son como 99 fogonazos o como 99 dispositivas fosfóricas (aunque en realidad son menos, porque algunas están repetidas, íntegramente o con la diferencia de una sola frase: la 1-41-84; la 2-72; la 42-98; la 5-99; etc). La apuesta formal es arriesgada, pero el novelista mexicano la ejecuta con brío y con nervio fabulador, intercalando personajes secundarios que son todo un acierto (Nostalgic Zebra, Orlando); y demuestra que igual que las fotografías que nos traemos de un viaje pueden servir como mostración y resumen del mismo, estos apuntes desgarrados y volcánicos sobre la vida de Golo pueden servir para contarnos una historia densa, compleja y vibrante.

sábado, 7 de marzo de 2009

El señor de Cheshire





Lo he dicho más de una vez. Y como las verdades no se oxidan ni se erosionan por repetirlas lo diré de nuevo: Antonio Gómez Rufo es uno de los escritores más notables de España. Cada libro suyo es una brisa de calidad que orea y llena de júbilo el ánimo de los lectores. Es un autor que ha abordado temas diversos, siempre con sensibilidad exquisita: véase su revisión de personajes históricos como Marco Junio Bruto (La leyenda del falso traidor, 1994), su reflexión sobre el amor entre mujeres (Si tú supieras, 1997), su enérgica mirada a la postguerra civil española (El desfile de la Victoria, 1999) o ese fausto monumento narrativo que es Adiós a los hombres (2004).
Hoy deseo hablar de otra novela del autor madrileño. Su título es El señor de Cheshire, obtuvo el premio Ciudad Ducal de Loeches en 2005 y fue publicada poco después por Ediciones Irreverentes. Nada ofensivo asevero sobre la novela al decir que es ligera e irónica. El propio Gómez Rufo tiene la zumba de subtitularla «Un divertimento literario»; y atina plenamente. En ella, el desocupado sir William James Harrod se entretiene en encargar la fabricación de una muñeca para que el señor de Cheshire, sobrino de Lewis Carroll, distraiga sus horas en prisión con un alivio sexual adecuado a sus gustos. Pero la modelo que utiliza Mr. Whiteman para construir esa ingeniosa muñeca es tan seductora que el propio sir William acaba sucumbiendo a sus encantos. La infidelidad conyugal que el noble perpetra es tan ostensible como adecuadamente correspondida: su esposa, lady Harrod, se deja auscultar todos los pliegues de su organismo, con sonoro beneplácito, por el doctor Linz, un fogoso galeno al que acaba introduciendo en su casa.
Quien desee descubrir la elegancia expresiva de Antonio Gómez Rufo sólo tiene que acudir, por ejemplo, a la página 44, y leer con una sonrisa que el doctor Linz y lady Harrod, «en un delirio de procacidad, se llegaron a rozar las manos al pasarse el azucarero»; quien anhele encontrar perlas de humor, sírvase leer esta maravillosa descripción de un gatillazo («Lo que podía haber sido dureza de pedernal sajón se ha convertido en endeblez de salchicha germana», página 96) o la afortunada ironía que reserva para hablar de «los restos de afecto que suelen sobrevivir en parientes de primer y segundo grado en las familias británicas», página 119); y quien tenga curiosidad por leer la excitante secuencia en la que el doctor Linz ata a la cama a lady Harrod, la embadurna libidinosamente con aceite con lentitud sabia, le deja caer gotas de cera y consigue volverla loca de placer con varios orgasmos consecutivos, también podrá hacerlo. (Aquí no indico la página, para no fomentar lecturas parciales del volumen).

Prepárense a disfrutar (literariamente) todos los que abran las hojas de esta novela, donde el humor, la buena prosa, la sensualidad y un certero análisis del espíritu humano se alían bajo el nombre egregio de Antonio Gómez Rufo.

domingo, 1 de marzo de 2009

La Luna Roja





Hace unos años, ironizaba Joaquín Sabina en una de sus canciones sobre esos críticos que lo acusaban de jugar demasiado a la ruleta rusa; y añadía que, en caso de no haberlo hecho así, seguro que lo hubieran señalado con acrimonia por estancarse en “Calle Melancolía”. Luis Leante, ganador del premio Alfaguara del año 2007, ha decidido no aprovecharse del éxito multitudinario de su novela Mira si yo te querré para construir una obra idéntica, ni tampoco para reducirse a los cauces de una pieza comercial, fácil, de venta asegurada. Él, como buen degustador de literatura, conoce a la perfección los mecanismos que componen una novela “vendible”, de consumo rápido y aceptación masiva. Pero ha decidido circular por otro camino: el de calidad, el de la autoexigencia, el de la honestidad.
El resultado es La Luna Roja, una pieza mayor, un tapiz donde muchos hilos, de muchos colores y texturas, se unen para componer la base de una narración rica, poliédrica y sorprendente. Acostumbrados a que el autor murciano nos pasee por ámbitos geográficos muy diversos (El vuelo de las termitas nos hizo viajar por toda España; Paisaje con río y Baracoa de fondo nos condujo hasta la hermosa y lejana Cuba; Mira si yo te querré o La puerta trasera del paraíso nos invitaron a conocer los desiertos septentrionales de África), lo acompañamos ahora hasta Turquía. Estambul, sus cafés, sus calles, sus viejas imprentas, su contaminación, el carácter de sus pobladores, sus puentes y sus conflictos, se convertirán en la semilla de una historia muy extensa en el tiempo que, por azares que conviene leer en la propia novela, culmina en Alicante. Varios son sus protagonistas: René Kuhnheim, un traductor que no encuentra su rumbo en el universo de las letras (le gustaría dedicarse a la creación literaria, pero no ha pasado de publicar en su juventud un volumen de cuentos que fue recibido sin pena ni gloria por lectores y críticos); un escritor turco llamado Emin Kemal (cuyo nombre sonó hace años para el premio Nobel de Literatura, pero que actualmente vive en un silencio inhóspito, en una pequeña vivienda alicantina); Derya, la hermosa e intrigante esposa de Kemal (que llega a su vida en 1970, cuando era una mantenida de lujo y él un escritor que redactaba sus obras en un café estambulí); Aurelia (mujer misteriosa que se manifiesta sobre todo a través del teléfono y cuyo auténtico papel en la narración no descubrimos hasta que faltan cincuenta páginas para acabar la obra); y un buen caudal de personajes que sería inadecuado calificar de secundarios, y que traban las acciones de la novela con la maestría que sólo un excelente fabulador sabe imprimir a sus líneas.
Todos los tipos de lectores encontrarán acomodo y placer en La Luna Roja. Quienes buscan amenidad y argumento los encontrarán de sobra en sus capítulos: el cadáver de un hombre, que es encontrado en su casa con un libro abierto sobre el pecho; los restos carbonizados de un anciano, al que no puede identificarse; un enigmático personaje, cuyos años transcurren en la languidez atroz de un sanatorio mental; una mendiga de oscuro pasado y atormentado presente; un amor de juventud, estorbado por la obcecación, que es recuperado cuando parecía que ya no quedaba tiempo para gozarlo; cruces de identidades, que terminan deparando más de una sorpresa (algunas, anonadantes); etc. Quienes, por el contrario, le prestan más atención a la técnica, disfrutarán sobradamente con los alardes del autor: su manejo prodigioso del flashback; su pericia a la hora de construir personajes, a los que dota de una profundidad biográfica y psicológica muy notable; la endiablada marea necesaria de datos históricos, ambientales y cronológicos que va deslizando con naturalidad exigente… Y quienes se interesen por las curiosidades que los autores introducen en sus obras de creación también descubrirán en La Luna Roja elementos bastantes para saciarse: así, observarán que uno de los personajes, que aparece en el capítulo 1, es el inspector Chacón (segundo apellido del novelista de Caravaca); o que otro de los actores de la obra es Leandro Davó (cuyo parecido fonético con “Leante Chacón” no parece casual); o que René Kuhnheim, el crítico literario alrededor del cual gira buena parte de la trama, escribió en su juventud un libro de relatos que llevaba por título El criador de canarios (idéntico marbete al que Luis Leante le puso al volumen que publicó en el año 1996 en la editorial Ópera prima).

La Luna Roja es, pues, una novela donde los ingredientes son muchos y la ambición es alta. Decía al principio que Luis Leante no ha querido rendirse a la facilidad, y podrá comprobarlo cualquier lector que se aproxime a estas páginas. El gesto le honra. Lo cómodo hubiera sido lo contrario: instalarse en la sencillez de la línea recta. Pero el autor murciano no pertenece a esa estirpe de fabuladores. Luis Leante cree en el riesgo, cree en la solidez de las buenas historias; y, lo más importante de todo, cree en los lectores. Sabe que no puede ofrecerles ganga con la etiqueta de mena. De ahí que les brinde una trama donde los obliga al esfuerzo de seguir con la mente las acciones que se desarrollan en tiempos y escenarios muy distintos (tres décadas, una veintena de personajes, dos países). Pero es que, por fuerza, tenía que ser así: todas las vidas son siempre nudos y encrucijadas, por las que pululan, entran y salen innumerables personas, enturbiándolas o aclarándolas. No somos planos, sino poliedros. Nuestras existencias están horadadas por miles de otras existencias, que nos arrojan su luz o sus sombras. Luis Leante, consciente de tal hecho, se propone contar ese mundo, sin reducirse a una línea argumental esquelética, que hubiera resultado tan sencilla como mentirosa. El resultado es un lienzo del que salimos embriagados y felices. La etapa de sedimentación de Luis Leante no podría haber comenzado con mejor pie.