Una de las dificultades, y de las
magias, que tiene un volumen de relatos, es que la persona que lo compone debe
cambiar de tono, de registro, de personajes y de tema varias veces, sin que el
conjunto se resienta, se desnivele o resquebraje. Es un esfuerzo titánico, que
pocas firmas consiguen. La escritora Flavia Company (de la cosecha bonaerense
del 63) ha compuesto, en este libro que le acaba de publicar el perspicaz Juan
Casamayor en Páginas de Espuma, una de esas raras piezas. Diecinueve
composiciones, diecinueve malabarismos, diecinueve universos, condensados en un
tomo de bellísima presentación y de enjundioso contenido, que captura a los
lectores desde las primeras líneas. Tenemos allí, esperándonos, a las ancianas
que conviven con la dignidad y con la pobreza en Una vida en común; la
intrigante situación de Paqui, una sirvienta de la que su señora no puede tener
más queja que el hermetismo que la envuelve (La criada); la historia de infidelidad de una abogada escrupulosa y
ordenancista, que traiciona a su pareja con su nueva ginecóloga (Rodajas de limón); la anómala
convivencia de un hijo que frisa los sesenta años y un padre que supera los
ochenta, tan maniático como manipulador (Padre
e hijo); el desasosiego que genera un hombre de mentalidad inestable en los
miembros de su familia (La réplica);
etc. Las ofertas y seducciones literarias que nos lanza Flavia Company son muy
diversas, y todas construidas con finura, elegancia y sensibilidad. Además, hay
algunos cuentos que habrían hecho las delicias de otros tantos maestros del
género, y que parecen rendirles tributo. Así, el relato Con luz verde explora las posibilidades infernales de un taxi, de
la misma forma que Cortázar había indagado las de un autobús; y Julio Equis, aparte de su intrínseco
homenaje nominal, sin duda hubiera sido del agrado de quien escribió sobre las
peripecias de Lucas o sobre las cosas que suceden cuando se da la vuelta al día
en ochenta mundos... Pero es que la versátil Flavia Company (de la que se nos
dice en la solapa del volumen que es licenciada en Filología Hispánica,
traductora, periodista, profesora, patrona de yate y que toca el piano) no se
conforma con regalarnos diecinueve argumentos sorprendentes, sino que postula
otros tantos lenguajes, otras tantas piruetas estilísticas, para que el lector
no se acomode nunca en una aproximación fácil y repetida: los cambios de voz
narrativa, la sintaxis mutante y la movilidad de escenarios salpican el texto
de mercurio, de fiebre, de alegría. Se nota que la escritora disfruta contando,
y que lo desea hacer (y lo hace) de mil maneras distintas. Dice José Carlos
Llop en uno de sus libros (El informe
Stein) que el padre Cristino “sabía a la perfección a quién iba a suspender
la vida, a quién iba a aprobarlo y a quién a darle un notable. Porque el padre
Cristino sabía que la vida no regalaba jamás un sobresaliente”. Es una frase
dura y quizá cierta. Pero no es arriesgado asegurar que el talento desplegado
por Flavia Company en este volumen editado por Páginas de Espuma sí que se
merece, cuando menos, un notable bien alto.
lunes, 30 de marzo de 2009
martes, 24 de marzo de 2009
Un puente hacia Terabithia
Todos necesitamos (no sólo durante la
niñez o la adolescencia, sino incluso en la época aparentemente estable de la
madurez) un lugar en el que refugiarnos, en el que sentirnos seguros, en el que
creernos a salvo de los problemas exteriores. Un reino donde la fantasía anule
los relojes y nos convenza de que todo está bien, y que no tenemos por qué
llorar o preocuparnos. Jess, un chaval de diez años, cuya máxima ambición es
convertirse en el corredor más rápido de su clase (quinto curso), conoce a una
chica sorprendente, recién llegada al pueblo: se trata de Leslie Burke, a la
que los muchachos miran con malos ojos porque los vence con una facilidad
insultante en las pruebas atléticas, y que acabará haciendo buenas migas con el
protagonista. Ambos fundan junto al río un territorio especial, único, para
ellos solos (“Un país mágico como Narnia”, dice Leslie en la pág. 62), que
bautizan como Terabithia, y dentro del cual se rigen por normas diferentes:
hablan como si fueran reyes medievales, invocan a los dioses del bosque, e
incluso se hacen con un pequeño perrito, al que nombran “Príncipe Terrien”.
Para acceder a este reino de ensueño, han de hacerlo mediante una cuerda, que
los transporta al otro lado del río. Terabithia se convierte, pues, en su
patria, en su zona de aislamiento, donde Jess olvida a sus insoportables
hermanas, donde Leslie encuentra al primer amigo auténtico de su niñez y donde
ambos, poco a poco, irán consolidando una relación hermosa e imborrable. Pero
el Destino es cruel, y no es frecuente que autorice la dicha sin que los
implicados paguen un precio. Un precio altísimo. Y ese precio se convierte en
una prueba de madurez, casi en un rito iniciático. Katherine Paterson, una de
las escritoras de mayor peso en el campo de la literatura juvenil, consiguió
con esta novela un éxito internacional, refrendado por traducciones,
comentarios elogiosos en innumerables medios de comunicación, y hasta una
versión cinematográfica de la obra (de la que este libro incorpora treinta
deliciosas imágenes a todo color). Se lee con envolvente rapidez y seducirá a
todo tipo de públicos: desde chavales de la misma edad de sus protagonistas
(unos diez o doce años) hasta padres o profesores (que encontrarán un nivel de
lectura más hondo en sus páginas, cargadas de símbolos).
El demonio de la tarde
Hay una frase que, atribuida
normalmente al actor Sean Connery, parece pensada para abrir este comentario:
“En el riesgo está el placer”. Y es, en efecto, lo que seguramente pensó el
escritor Josep Sempere mientras estaba escribiendo su obra El demonio de la tarde, una pieza compleja y sin concesiones que
presentó al premio Gran Angular del año 2007. Y aunque no obtuvo el galardón
(que recayó finalmente en la joven murciana Marta Zafrilla) sí que elaboró una
novela de gran valía, asombrosa estructura y loable densidad.
Su protagonista
es el escritor Claudio Muns, que está sufriendo una prolongada sequía creativa
que dura ya tres años y que acude a impartir una charla en un centro educativo.
Allí conoce a Abril, una extraña muchacha de dieciséis años que le entrega un
cuaderno con el título de El demonio de la tarde. La chica le recuerda a una
antigua novia, y parece calcar los rasgos faciales de un cuadro de Botticelli.
Pero la situación se complica cuando sale del centro, porque una enorme nevada
se abate sobre su coche, provocando su aislamiento y sepultura. Cuando, pasado
mucho tiempo, consiguen localizar el vehículo, la mayor de las perplejidades
asalta a todos: Claudio Muns no está en su interior. ¿Qué ha ocurrido con el
novelista? ¿Cómo consiguió salir del coche en medio del vendaval? ¿Y dónde se
encuentra, entonces? ¿Acaso ha aprovechado la coyuntura de la tormenta para
huir y emprender una nueva vida? Preguntas como éstas llevan a su hijo Julio
hasta el centro educativo donde se vio a su padre por última vez. Allí se
interesa por conocer a Abril (de la que tiene noticia por un cuaderno que ha
dejado su padre en el interior del vehículo inmovilizado por la nieve)... y
comenzará una gran cadena de sorpresas y revelaciones misteriosas, que no sería
conveniente ni justo desvelar aquí. Que nadie espere, en todo caso, una obra
fácil, una novela repleta de enigmas niñoides o caminos trillados. Nada más
lejos. Josep Sempere decidió arriesgarse, y lo hizo a conciencia. Metió los
brazos en un argumento donde la realidad, los sueños, la vida oculta de las
frustraciones, las culpas que todos arrastramos, el peso del ayer y las
misteriosas reacciones del ser humano se combinan y barajan en cien páginas que
son auténtica dinamita. Prepárese el lector para emociones fuertes; y prepárese
también para una trama que da vueltas, dibuja giros y traza quiebros de
magnitud considerable. ¿Obra para adolescentes? Sin duda. Pero también para
adultos que estén dispuestos a sumergirse en una aventura que los llevará al
límite de su credulidad. Cuando uno de los personajes dice, en la página 61:
“Me había metido de lleno en un verdadero laberinto”, está diciendo la verdad,
porque El demonio de la tarde es una novela construida sobre juegos de espejos,
una novela donde los narradores sucesivos o encajados van destapando poco a
poco las matriuskas del argumento. Muy recomendable.
lunes, 23 de marzo de 2009
Del libro de los sueños
Hay un tema en el que, por mucho que
discutamos los lectores, los críticos, los herederos y los editores, no creo
que exista posibilidad de llegar a un acuerdo de validez universal, y es éste:
¿qué se debe hacer con las hojas que deja escritas un escritor famoso, sin
haber sido publicadas en vida suya? ¿Es lícito darlas a la luz sin su
consentimiento, sin su última corrección? ¿Es admisible que los herederos
(María Kodama, Juan Espinosa, Marina Castaño o quien sea) dictaminen qué debe
publicarse y qué no? Hay quienes argumentan que la herencia consiste en una
total transferencia de poderes; y quienes, por el contrario, se refugian en la
idea de que el arte no puede ser parangonado con una finca, un automóvil o las
acciones que el finado tenía en Telefónica. En todo caso, la realidad es que
siguen apareciendo de forma constante volúmenes donde se recogen textos
inéditos de escritores que ya han fallecido, y que los lectores recibimos con
ellos algunas páginas de nuestros autores favoritos que, por ley natural, ya no
esperábamos.
Es lo que
ocurre con Del libro de los sueños,
un compendio de relatos no muy extensos del gaditano Fernando Quiñones
(1930-1998), que acaba de salir en la colección Calembé, fruto de la
colaboración entre el ayuntamiento de Cádiz y la editorial Algaida. Un prólogo
de Nieves Vázquez Recio y un epílogo de José Manuel García Gil enmarcan siete
historias ambientadas en el mundo onírico, donde nos es dado contemplar una
lluvia de monedas blandas o un enigmático tablero de ajedrez clavado en tierra
(«Del libro de los sueños»); o la turbadora visión de una mulata que, desnuda y
con los pechos medio cortados, dice padecer un cáncer (que tiene la forma de un
cangrejo minúsculo) («Sueño de la mulata»); o se nos pone delante de los ojos
una curiosa estampa napoleónica, llena de anacronismos jocosos, como un anuncio
de refresco o la aparición de un automóvil («Sueño del sitio y toma francés»);
o nos enfrenta a un delirio narrativo donde varios cantaores, el escritor José
Manuel Caballero Bonald y otros curiosos intervinientes se mueven en una
atmósfera donde brillan la música, el conflicto bélico que aturde las calles y
unas alcachofas («El sueño de los alcauciles»). Abundan también las referencias
que se podrían juzgar fácilmente como autobiográficas («El sueño de los
cargamentos» se desarrolla en un ambiente portuario, y recordemos que Quiñones
trabajó durante su adolescencia en un muelle).
Estos siete
relatos no son, en sentido estricto, obras de arte por sí mismas (negarlo sería
absurdo); pero conviene leerlas como complemento a otras obras del formidable
escritor que fue Fernando Quiñones. Las esquirlas de mármol que reposaban a los
pies de Miguel Ángel habían estado, minutos antes, rodeando las formas
perfectas de su David.
martes, 17 de marzo de 2009
Los espíritus blancos
Conseguir que los lectores más jóvenes
puedan descubrir en la realidad las puertas secretas que los conduzcan a reinos
de fantasía no es nada fácil. Pero obras como Los espíritus blancos, de Jaume Miquel Peidró, lo consiguen
plenamente. El escritor de Jijona nos embarca en un viaje que, partiendo de su
localidad natal, lleva a un grupo de escolares hasta la estación de esquí de La Masella , en el Pirineo
catalán. Allí, las intrépidas profesoras Mari Eli y Macu, ambas de Educación
Física, habrán de controlar como buenamente puedan a treinta y ocho alumnos
ávidos de descensos vertiginosos, aventuras y diversión. En ese grupo están la
narradora (cuyo nombre, María, no conocemos hasta la página 81) y su amiga
Rosario; ambas sufrirán un curioso accidente mientras suben en un telesilla: un
extraño pajarraco de grandes dimensiones y profundo color negro se abalanza
sobre ellas y les deja en los cuellos unas peculiares marcas idénticas. Ése
será el inicio de una serie de episodios enigmáticos: una carta que aparece por
sorpresa encima de sus camas, llena de hojas antiguas, plumas negras y gotas de
sangre reseca; un sorprendente anciano que las abordará para entregarles un
curioso objeto, del que no deberán desprenderse; desapariciones; extrañas
ermitas románicas que aparecen en medio de la nieve; caballeros medievales que
acuden a desafíos; guantes que se pierden y aparecen en los sitios más
insospechados; un profesor universitario (don Emilio Tibau), que no para de
fumar en pipa y que parece comprender el misterio que une todos estos hilos...
Chocantes detalles que golpean a María y Rosario, quienes sin pretenderlo se
ven involucradas en una traición que ocurrió en la Edad Media y que pide
su partición para ser resuelta. La prosa con que está escrita esta novela es
fluida, coloquial y muy accesible, permitiendo que incluso lectores menores de
12 años (es la franja de edad para la que está indicada) la puedan seguir sin
aparentes problemas. Igualmente es acertada la pintura de personajes: quienes
frecuenten el libro se sentirán identificados con alguno de ellos, tanto por su
modo de ser como por su lenguaje. Una obra, por tanto, perfecta para quienes se
inician en el mundo de la lectura.
sábado, 14 de marzo de 2009
Temporada de caza para el león negro
Golo no es un personaje cualquiera: no
se quita de los pies sus deportivos Converse (que no obstante acabará perdiendo
al final de la obra); es un pintor experimental e iconoclasta al que,
curiosamente, no parece preocuparle en exceso su propia pintura; declara sin
ambages que no cree en Dios; ladra cuando algo no le satisface o cuando quiere
manifestar su oposición; duerme como un tronco a la mejor oportunidad que tiene
(una vez estuvo tres días de forma ininterrumpida en esa tarea morfeica); es
adicto a todo tipo de drogas; carece de cualquier sentido de la fidelidad;
puede llegar a ser violento hasta unos extremos inauditos (sobre todo con los
dientes); y, huérfano de límites que modulen su temperamento, acomete las
acciones más inverosímiles (como inyectarle cocaína a Martínez, el gato de su
vecina, del que se terminará deshaciendo en una bolsa de basura)... Pero quizá
por la yuxtaposición de todas esas extravagancias, ejerce una seducción
magnética sobre el narrador de la historia, un experto en el mundo del arte que
se convertirá desde el principio en su amante.
Varias veces
durante la obra nos dice que quería a Golo, pero que le resulta imposible
dictaminar por qué. Probablemente sea por la atracción que el abismo suscita
sobre algunos seres. Quién lo puede saber. Sus normas al respecto eran, hasta
el día en que conoció a Golo, muy estrictas («Yo no me acuesto con imbéciles.
Es mi única política», dice en la página 21; para luego matizar, casi
sonriente: «Tampoco con personas de mala ortografía», página 36). Pero el
irrefrenable Golo venció todos sus escrúpulos y puso su universo del revés. Si
Adela, la hija menor de Bernarda Alba, decía que era capaz de hacer
arrodillarse a un caballo con la fuerza de su dedo meñique, iguales facultades
parece atesorar el excéntrico pintor, que se encuentra obsesionado por la idea
de que morirá joven y que lo arrastra a escenas de una degradación inaudita,
como la que rellena el capítulo 61: defecaciones en la alfombra, drogas por vía
anal, etc.
Este proceso
destructivo (y autodestructivo) está resumido por el joven narrador Tryno
Maldonado en 99 secuencias que son como 99 fogonazos o como 99 dispositivas
fosfóricas (aunque en realidad son menos, porque algunas están repetidas,
íntegramente o con la diferencia de una sola frase: la 1-41-84; la 2-72; la
42-98; la 5-99; etc). La apuesta formal es arriesgada, pero el novelista
mexicano la ejecuta con brío y con nervio fabulador, intercalando personajes
secundarios que son todo un acierto (Nostalgic Zebra, Orlando); y demuestra que
igual que las fotografías que nos traemos de un viaje pueden servir como
mostración y resumen del mismo, estos apuntes desgarrados y volcánicos sobre la
vida de Golo pueden servir para contarnos una historia densa, compleja y
vibrante.
sábado, 7 de marzo de 2009
El señor de Cheshire
Lo he dicho más de una vez. Y como las
verdades no se oxidan ni se erosionan por repetirlas lo diré de nuevo: Antonio
Gómez Rufo es uno de los escritores más notables de España. Cada libro suyo es
una brisa de calidad que orea y llena de júbilo el ánimo de los lectores. Es un
autor que ha abordado temas diversos, siempre con sensibilidad exquisita: véase
su revisión de personajes históricos como Marco Junio Bruto (La leyenda del falso traidor, 1994), su
reflexión sobre el amor entre mujeres (Si
tú supieras, 1997), su enérgica mirada a la postguerra civil española (El desfile de la Victoria , 1999) o ese
fausto monumento narrativo que es Adiós a
los hombres (2004).
Hoy deseo
hablar de otra novela del autor madrileño. Su título es El señor de Cheshire, obtuvo el premio Ciudad Ducal de Loeches en
2005 y fue publicada poco después por Ediciones Irreverentes. Nada ofensivo
asevero sobre la novela al decir que es ligera e irónica. El propio Gómez Rufo
tiene la zumba de subtitularla «Un divertimento literario»; y atina plenamente.
En ella, el desocupado sir William James Harrod se entretiene en encargar la
fabricación de una muñeca para que el señor de Cheshire, sobrino de Lewis
Carroll, distraiga sus horas en prisión con un alivio sexual adecuado a sus
gustos. Pero la modelo que utiliza Mr. Whiteman para construir esa ingeniosa
muñeca es tan seductora que el propio sir William acaba sucumbiendo a sus
encantos. La infidelidad conyugal que el noble perpetra es tan ostensible como
adecuadamente correspondida: su esposa, lady Harrod, se deja auscultar todos
los pliegues de su organismo, con sonoro beneplácito, por el doctor Linz, un
fogoso galeno al que acaba introduciendo en su casa.
Quien desee
descubrir la elegancia expresiva de Antonio Gómez Rufo sólo tiene que acudir,
por ejemplo, a la página 44, y leer con una sonrisa que el doctor Linz y lady
Harrod, «en un delirio de procacidad, se llegaron a rozar las manos al pasarse
el azucarero»; quien anhele encontrar perlas de humor, sírvase leer esta
maravillosa descripción de un gatillazo («Lo que podía haber sido dureza de
pedernal sajón se ha convertido en endeblez de salchicha germana», página 96) o
la afortunada ironía que reserva para hablar de «los restos de afecto que
suelen sobrevivir en parientes de primer y segundo grado en las familias
británicas», página 119); y quien tenga curiosidad por leer la excitante
secuencia en la que el doctor Linz ata a la cama a lady Harrod, la embadurna
libidinosamente con aceite con lentitud sabia, le deja caer gotas de cera y
consigue volverla loca de placer con varios orgasmos consecutivos, también
podrá hacerlo. (Aquí no indico la página, para no fomentar lecturas parciales
del volumen).
Prepárense a
disfrutar (literariamente) todos los que abran las hojas de esta novela, donde
el humor, la buena prosa, la sensualidad y un certero análisis del espíritu
humano se alían bajo el nombre egregio de Antonio Gómez Rufo.
domingo, 1 de marzo de 2009
La Luna Roja
Hace unos años, ironizaba Joaquín
Sabina en una de sus canciones sobre esos críticos que lo acusaban de jugar
demasiado a la ruleta rusa; y añadía que, en caso de no haberlo hecho así,
seguro que lo hubieran señalado con acrimonia por estancarse en “Calle Melancolía”.
Luis Leante, ganador del premio Alfaguara del año 2007, ha decidido no
aprovecharse del éxito multitudinario de su novela Mira si yo te querré para construir una obra idéntica, ni tampoco
para reducirse a los cauces de una pieza comercial, fácil, de venta asegurada.
Él, como buen degustador de literatura, conoce a la perfección los mecanismos
que componen una novela “vendible”, de consumo rápido y aceptación masiva. Pero
ha decidido circular por otro camino: el de calidad, el de la autoexigencia, el
de la honestidad.
El resultado es
La Luna Roja , una pieza mayor, un tapiz donde
muchos hilos, de muchos colores y texturas, se unen para componer la base de
una narración rica, poliédrica y sorprendente. Acostumbrados a que el autor
murciano nos pasee por ámbitos geográficos muy diversos (El vuelo de las termitas nos hizo viajar por toda España; Paisaje con río y Baracoa de fondo nos
condujo hasta la hermosa y lejana Cuba; Mira
si yo te querré o La puerta trasera
del paraíso nos invitaron a conocer los desiertos septentrionales de
África), lo acompañamos ahora hasta Turquía. Estambul, sus cafés, sus calles,
sus viejas imprentas, su contaminación, el carácter de sus pobladores, sus
puentes y sus conflictos, se convertirán en la semilla de una historia muy
extensa en el tiempo que, por azares que conviene leer en la propia novela,
culmina en Alicante. Varios son sus protagonistas: René Kuhnheim, un traductor
que no encuentra su rumbo en el universo de las letras (le gustaría dedicarse a
la creación literaria, pero no ha pasado de publicar en su juventud un volumen
de cuentos que fue recibido sin pena ni gloria por lectores y críticos); un
escritor turco llamado Emin Kemal (cuyo nombre sonó hace años para el premio
Nobel de Literatura, pero que actualmente vive en un silencio inhóspito, en una
pequeña vivienda alicantina); Derya, la hermosa e intrigante esposa de Kemal
(que llega a su vida en 1970, cuando era una mantenida de lujo y él un escritor
que redactaba sus obras en un café estambulí); Aurelia (mujer misteriosa que se
manifiesta sobre todo a través del teléfono y cuyo auténtico papel en la
narración no descubrimos hasta que faltan cincuenta páginas para acabar la
obra); y un buen caudal de personajes que sería inadecuado calificar de secundarios,
y que traban las acciones de la novela con la maestría que sólo un excelente
fabulador sabe imprimir a sus líneas.
Todos los tipos
de lectores encontrarán acomodo y placer en La
Luna Roja. Quienes buscan amenidad y argumento los
encontrarán de sobra en sus capítulos: el cadáver de un hombre, que es
encontrado en su casa con un libro abierto sobre el pecho; los restos
carbonizados de un anciano, al que no puede identificarse; un enigmático
personaje, cuyos años transcurren en la languidez atroz de un sanatorio mental;
una mendiga de oscuro pasado y atormentado presente; un amor de juventud,
estorbado por la obcecación, que es recuperado cuando parecía que ya no quedaba
tiempo para gozarlo; cruces de identidades, que terminan deparando más de una sorpresa
(algunas, anonadantes); etc. Quienes, por el contrario, le prestan más atención
a la técnica, disfrutarán sobradamente con los alardes del autor: su manejo
prodigioso del flashback; su pericia a la hora de construir personajes, a los
que dota de una profundidad biográfica y psicológica muy notable; la endiablada
marea necesaria de datos históricos, ambientales y cronológicos que va
deslizando con naturalidad exigente… Y quienes se interesen por las
curiosidades que los autores introducen en sus obras de creación también
descubrirán en La Luna Roja elementos
bastantes para saciarse: así, observarán que uno de los personajes, que aparece
en el capítulo 1, es el inspector Chacón (segundo apellido del novelista de
Caravaca); o que otro de los actores de la obra es Leandro Davó (cuyo parecido
fonético con “Leante Chacón” no parece casual); o que René Kuhnheim, el crítico
literario alrededor del cual gira buena parte de la trama, escribió en su
juventud un libro de relatos que llevaba por título El criador de canarios (idéntico marbete al que Luis Leante le puso
al volumen que publicó en el año 1996 en la editorial Ópera prima).
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