No soy un gran frecuentador de los
libros de investigación histórica, pero quizá por eso mismo cuando encuentro
uno realmente notable me gusta dar cuenta de sus bondades. Es lo que ocurre en
esta ocasión, con el volumen Cuatro
generaciones de una familia española. Los Chico de Guzmán. 1736-1932, que
el investigador Juan González Castaño publica gracias al esfuerzo conjunto de
Tres Fronteras, la Real Academia Alfonso X el Sabio, la Fundación Cajamurcia,
la Fundación Alfonso Ortega y los ayuntamientos de Mula y Cehegín. Es un tomo
contundente (próximo a las quinientas páginas) y que, en principio, podría
provocar reticencias en ciertos lectores, por dedicarse al estudio de una
familia provinciana durante dos siglos. Pero les puedo asegurar que la
prevención es infundada. Es verdad que el libro, por motivos profesionales más
que evidentes, está impregnado con una abundante bibliografía donde no sólo se
mencionan libros, sino también manuscritos, legajos, cartas particulares de
varios archivos, balances de cuentas, etc. Pero, al contrario de lo que ocurre
con otro tipo de obras de este género, está escrito con impecable finura y aporta
elementos de la más exquisita amenidad, incluso cuando se detiene en los
detalles más aparentemente nimios. Aportemos un ejemplo: cuando glosa un viaje
de Pedro Chico de Guzmán a la ciudad del Tajo, a finales del siglo XVIII, lo
hace con estas palabras: “La Semana Santa de 1798, que cayó entre el 1 y el 8
de abril, la pasó en Toledo, extasiándose con sus desfiles procesionales y
recorriendo la ciudad. El viaje le costó 546 reales” (p.125). Ese miembro de la
familia (al que se le dedican muchísimas páginas de la obra) no llegó a cumplir
los cuarenta años, pero durante su existencia se significó por muchos motivos
singulares. Así, Juan González Castaño nos explica que fue, a su entender, un
buen poeta, y que sus composiciones se le antojan “merecedoras de ver la luz en
un volumen” (p.165). En ellas llega a hablar de alguna hija a la que luego no
reconoció (pp.171-172) y de alguna amante sobre cuya identidad el minucioso
autor de la investigación se permite aventurar algunos datos (p.185).
Igualmente, don Pedro Chico de Guzmán se comprometió en varias empresas
culturales relacionadas con el mundo de la investigación y de la edición.
Entusiasmado con los pormenores intelectuales que descubre en él, Juan González
Castaño no duda en afirmar: “¡Qué gran político se perdieron las Cortes
gaditanas, ante su negativa a formar parte de ellas!” (p.280). Particularmente
delicioso para los amantes de las letras es el exhaustivo escrutinio que el
historiador realiza de la biblioteca de don Pedro, que ocupa el capítulo 14 y
se extiende entre las páginas 333 y 350, donde salen a colación desde Esopo
hasta Cadalso, pasando por Lope de Vega, Shakespeare, Góngora, Píndaro u
Homero. En otros momentos de la obra, refiriéndose a otros de los componentes
de la familia, don Ginés, el autor de la obra sospecha que el motivo oficial de
su muerte (la fiebre amarilla, que se lo llevó a la tumba en 1811) pudo no ser
el auténtico. Tras leer con atención las cartas y documentos del personaje,
advierte en la enumeración de sus dolencias los “síntomas probables de un
cáncer de colon o de próstata” (p.49). Detalles como éste evidencian que el
autor no es un mero acumulador de datos, sino un investigador en el sentido más
amplio y rico de la palabra. Léase, pues, esta obra como lo que es: no sólo un
valioso documento de investigación sino, además, un relato ameno y bien
organizado que, por momentos, se adorna con aires de novela. Muy notable.
domingo, 30 de diciembre de 2012
jueves, 27 de diciembre de 2012
Todo un hombre
En la novela que publicó justo antes que ésta (la famosísima
La hoguera de las vanidades, de 1987,
donde nos relató la angustiosa historia del agente de bolsa Sherman McCoy), el
virginiano Tom Wolfe aclaraba en una de sus páginas que “Charlie es el mote con
el que los negros insultan a los peores racistas blancos”. Y no deja de ser
curioso que nuestro autor haya elegido bautizar al protagonista de su siguiente
producción con el mismo nombre: Charlie E. Croker, un millonario de zafia
actitud, que pronuncia con desgarro sureño (se come la mitad de cada palabra) y
que esconde, bajo su paternalismo prepotente y fanfarrón, a un self made man sexagenario con evidentes
toques de racismo, sexismo y clasismo. Está, además, casado con una veinteañera
turbadoramente hermosa y obscenamente perturbada por el lujo que los
incontables millones de su marido le proporcionan. Y tiene unos amigos (como
Inman Armholster) que comparten con él sus dilapidadoras aficiones de rico y su
espantoso esnobismo social. Todo ello, encuadrado en la populosa ciudad de
Atlanta, gobernada por un alcalde negro (Wesley Dobbs Jordan), con más de dos
tercios de la población de la misma raza, y con una clase empresarial compuesta
en su totalidad por hombres blancos, entre los cuales Charlie Croker e Inman
Armholster brillan con especial luz, gracias a sus espectaculares imperios económicos.
¿Estamos ya situados ambientalmente, con este conjunto inicial de datos que les
acabo de suministrar en pocas líneas? Bien, pues ahora la novela nos propone su
vértigo mediante una detonación: el joven y prometedor deportista negro Fareek El cañón Fanon es acusado por la hija de
Inman Armholster de haberla violado. La aparente tranquilidad racial en la que
vive inmersa la ciudad de Atlanta desde hace décadas amenaza con
resquebrajarse, porque un asunto de tan gravísima envergadura no puede ser
abordado con tacto ni con sigilo, sobre todo teniendo en cuenta los modales
barriobajeros y achulados de Fareek (que se cree el ombligo del mundo) y el carácter
resolutivo de Inman Armholster (que parece dispuesto a cualquier cosa, con tal
de hundir al profanador de su única hija).
Tom Wolfe, tan maquiavélico y tan habilidoso como
siempre, utiliza estos elementos (y muchísimos más, que el limitado espacio de
esta reseña me hace omitir) para elaborar un espacio novelesco de primera
magnitud, donde los diálogos alcanzan cotas magistrales (yo creo que superiores
a las logradas en La hoguera de las
vanidades, que ya eran altas de por sí), donde cohabitan unos registros
idiomáticos muy diferentes (el trabajo del traductor, Juan Gabriel López Guix,
hay que tildarlo en este terreno de absolutamente encomiable) y donde no
existen personajes secundarios, porque a todos dedica Wolfe su atención
descriptiva y su parcela de profundización: el mediocre Raymond Peepgass, que
busca un pelotazo que dé tranquilidad y dinero a su vejez; Conrad Hensley, un
trabajador afectado por la reducción de plantilla en una empresa de Croker;
Roger White II, abogado encargado de defender a Fareek; Harry Zale, un yuppie
bancario que disfruta con su trabajo hasta límites inauditos; etc.
En un libro tan voluminoso como éste (más de
setecientas cincuenta páginas de apretada tipografía), gratifica constatar el
primoroso cuidado que ha puesto la editorial en su confección, del que sólo se
escapa un defecto: en la página 573 aparece un “hayamos” que debería ser “hallamos”.
Lo demás, para quitarse el sombrero.
martes, 25 de diciembre de 2012
Blanco sobre negro
Leo en la página 11 de este libro: “No quiero
describir el hedor de la decadencia humana nilo abyecto de su animalidad. Es
decir: no es mi intención multiplicar el ya infinito rosario de cargas
encadenadas de maldad. No quiero”. Quien con tan gráficas palabras se expresa
es Rubén Gallego, un joven paralítico cerebral (nieto de Ignacio Gallego,
dirigente del Partido Comunista de España en el exilio), que conoció la
inmundicia de los orfanatos soviéticos y que padeció en manos de sus niñeras
mil y una tribulaciones y penalidades, que lo llevaron a desear morir. De ese
horror que duró años nos refiere anécdotas escalofriantes (como la que sirve de
apertura al libro, donde nos cuenta que en cierta ocasión tuvo que salir
arrastrándose de su dormitorio para ir al aseo, y que nadie lo atendió, a pesar
de que estaba desnudo y que afuera nevaba), pero también ejemplos de
solidaridad y hermandad profunda en las adversidades (como los que conoció con
su amigo Sasha).
Flotan en este libro (y saltan hacia los ojos del
lector) pequeñas historias colosales, de supervivencia, dolor y desencanto (el
viejo espía ya inservible que se corta el gaznate; la rata que se pasea, oronda
y repulsiva, por un gélido asilo de ancianos); tristes anécdotas pobladas de
amargura, barreras visibles e invisibles, y melancólicas renuncias que laceran
el alma. Pero que nadie se llame a engaño, suponiendo que leerá un volumen
sensiblero, cuyo mérito esencial es el fomento de las lágrimas, por acumulación
de sevicias. Nada hay de esto en las páginas que conforman el volumen. O no lo
hay, al menos, en primera instancia. El autor sabe manejar con notable soltura
los tiempos narrativos y juega hábilmente con el argumento y con la sintaxis de
sus historias, conformando un espléndido libro que trasciende con amplitud su
anécdota biográfica (aunque parezca difícil o milagroso) e instalándolo rn el
terreno de las obras literarias dignas. Sirvan como ejemplo capítulos tan
magistralmente contados como “El héroe”, o episodios de tanta intensidad
emocional como el de la croqueta (páginas 70-74), en el que Rubén nos cuenta cómo
durante una época se negó a comer, porque su peso (apenas 17 kilos, ya con 11
años) resultaba muy oneroso para las niñeras. Una obra para descubrir cómo
algunas personas sobreviven al infortunio con dosis increíbles de coraje.
sábado, 22 de diciembre de 2012
Lazos de sangre
Encontrar un buen cuento es una alegría
para la inteligencia. Encontrar un buen libro de cuentos es, más bien, un
milagro. Y Lola López Mondéjar ha logrado, en Lazos de sangre, ese milagro. Uno abre su tapa y le salta a los
ojos el primer bombón, lleno de licores venecianos (“Las invitadas”), y la boca
se le convierte en un palacio de Versalles, inundada de magia y de belleza. Y
cuando uno extrae el último bombón (“Sospecha”) comprueba con felicidad, con
asombro, con gratitud, que la escritora ha actuado como ese anfitrión bíblico
que no dejaba para el final el vino mediocre, sino que homenajeaba a sus
invitados ofreciéndoles de principio a fin las mismas excelencias etílicas.
Esta circunstancia, por otro lado, no
nos debería sorprender, porque la escritora murciana lleva años construyendo
una biografía literaria de lo más sólida, donde a los primores estilísticos se
les une un ingrediente que yo valoro muchísimo en sus obras: el afán de
introducirse en la mente humana, para explorarla e intentar entenderla. Ella
sabe, como profesional de la psicología, que somos pozos, laberintos,
enredaderas y ciénagas, pero también que experimentamos secuencias de luz,
alborotos de risa e instantes de reconciliación. El chileno Pablo Neruda lo
dijo sintéticamente en un verso memorable: «Todo fue para mí noche o
relámpago»; es decir, mares de oscuridad y algunas estrellas en lo alto. Lola
López Mondéjar, buceadora, minera, cirujana de lo abstracto (tan concreto a
veces), topógrafa del alma, mira a sus personajes por dentro y nos relata lo
que ve, lo que intuye, lo que puede deducir. Estudia sus comportamientos para
saber quiénes son. Porque, quizá, no establece una frontera nítida entre
personas y personajes, y ha comprendido que si describir tu aldea es describir
el mundo, analizar seres ficticios puede servir para entender algo mejor a los
reales.
En esta selección de piezas de diversos
tamaños que nos ofrece ahora nos encontraremos con una mujer que se embriaga
con una ciudad hasta el punto de convertirla en excusa para actuar de un modo
abusivo con una amiga (es el caso de Clara en “Las invitadas”); con un
ingeniero que trabaja como guía turístico en la ciudad de Roma y que termina
comprendiendo antiguas y dolorosas tragedias familiares, que han empañado su
forma de relacionarse consigo mismo y con los demás (Renzo, en la magnífica
narración “Vicolo d’Orfeo”), con una señora que, golpeada por la enfermedad y
por una imagen obsesiva, decide tomar una importante decisión después de viajar
a Noruega (“El hermano gemelo”); con una anciana que, a lo largo de los años,
va convirtiendo su hogar en un sitio cada vez más autárquico (cultivando un
huerto, criando animales, instalando fuentes de energía propias, etc) hasta
desembocar en un final profético o metafórico que logra estremecer en su último
párrafo a los lectores (“El huerto”); con el humor o con la incomodidad que se
generan en el protagonista de un registro, que vacía la casa de sus difuntos
padres para proceder a su venta (“La herencia”); o con el singular narrador que
nos va contando la vida de Aurelia y Marcial, un matrimonio que ha ido
envejeciendo de forma desigual y sobre el que acechan como buitres las tristes
sombras de la decrepitud... Y si acudimos a la segunda sección del volumen (que
lleva por título Petits fours) nos
deleitaremos con pequeñas, tibias historias de celos (“Viola de gamba”), con
metáforas de atinada factura (“Migraciones”), con reflexiones ingeniosas sobre
el misterio tonal del amor (“Insatisfacción”) o con un relato equilibrístico
que sólo a su término nos entrega la llave interpretativa exacta (“Sospecha”).
Lola López Mondéjar, en fin, ya no
tiene que buscarse: se ha encontrado. Libro tras libro, con férrea voluntad, ha
ido aquilatando sus técnicas narrativas (que eran notables desde el principio)
y ha consolidado eso tan difícil de definir pero tan fácil de apreciar por
parte de los lectores a lo que llamamos estilo.
De ahí que recomendar la adquisición y lectura de este libro no sea una
decisión derivada de la amistad, sino un acto de pura justicia. Lazos de sangre es una colección de
hermosas historias que hará disfrutar y pensar durante estas Navidades a quien
decida hacerse con ella.
jueves, 20 de diciembre de 2012
La soñadora
Gustavo Martín Garzo (Valladolid, 1948), escritor
que comenzó a ser conocido con la publicación de El lenguaje de las fuentes (Nacional de Narrativa en el año 1994),
que siguió sorprendiendo a los lectores con Marea
oculta (por la que le dieron el premio Miguel Delibes), que estuvo a punto
de pifiarla para siempre con aquella tontería llamada Ña y Bel, y que alcanzó mediana consagración al obtener el premio
Nadal de 1999 con Las historias de Marta
y Fernando, nos muestra en La
soñadora (Areté) un relato melancólico donde se nos relatan viejas
historias de amor (sentimiento que es hermosamente descrito por el novelista
como “la conquista de la lentitud” en la página 185), ambientadas en el pueblo
castellano de Medina de Rioseco.
Todo comienza cuando el arquitecto Juan Hervás
regresa al pueblo de su infancia e inicia un sorprendente diálogo con el
fantasma de Aurora, su novia primera. Juntos, van rescatando del olvido la
historia de Adela, un viejo episodio lleno de pasiones, erotismo y búsqueda de
lo absoluto, que les contó en su infancia doña Manolita y que terminó de forma
trágica (“Todas las mujeres están obsesionadas con entregarse a una gran pasión.
Viven esperando ese momento sin saber que, cuando llegue, las destruirá”,
p.59).
Poco a poco, el lector irá descubriendo las
conexiones entre esta aciaga pasión y la historia de Juan y Aurora, a base de
acercamientos parciales, convergentes o complementarios. Y también descubrimos,
con lentitud sacra, que la historia de Adela y Monzó, como la historia de los
narradores, es en realidad una misteriosa pirámide cuyo secreto (que yo aquí no
desvelaré) se hunde en la arena siempre imprevisible de la memoria.
Una novela seductora y llena de nieblas de la que,
bien es verdad, Gustavo Martín Garzo podría haber extirpado muchos laísmos
chirriantes (“Creo que la molestó mi sinceridad”, p.165; “¿Qué nombre la puso?”,
p.245; etc) y alguna que otra preposición colocada con el discutible sistema
del esturreo. Por lo demás, bien.
martes, 18 de diciembre de 2012
Cartas a Katherine Whitmore
Cuando ya resultaba muy difícil elegir, porque
estaba casado y era padre, el poeta Pedro Salinas conoció a Katherine Reding,
una alumna de la que se enamoró instantáneamente y con la que vivió sensaciones
que lo llevaron a redactar La voz a ti
debida y Razón de amor, sus dos
libros mejores. Fue una pasión secreta (quizá todas las grandes pasiones son
secretas) que iluminó sus días durante una época (1932-1947), llenándolo de
ilusiones, felicidad e impulsos creativos; y que, como el mismo Salinas previó
en sus poemas más realistas o resignados, se acabó disolviendo en la nada. Era
un amor imposible (quizá todos los grandes amores son imposibles) y los meses y
los años luchaban en su contra. Katherine Reding, más sensata que el escritor o
tal vez empujada por una mayor dosis de conformidad o amargura, levó anclas de ese
puerto cuyas aguas quietas comenzaban a pudrirse y contrajo matrimonio con otro
hombre, pasando así a convertirse en Katherine Whitmore. Los dos barcos, en
alta mar (poeta y amada) se alejaban el uno del otro.
Ahora, buena parte de aquella larga historia tristísima,
real, encendida y gozosa, aparece en estas 151 cartas que la editorial
Tusquets, bajo el cuidado de Enric Bou, ofrece a los lectores españoles, tras
muchos años de permanencia muda en los archivos de la universidad de Harvard. En
ellas vemos a un Pedro Salinas entusiasta, juguetón, febril, que emplea
diminutivos adolescentes para dirigirse a su amada y que se desespera, también
con ansiedad adolescente, por la tardanza o la brevedad de sus contestaciones.
Le dice a Katherine que no ha de albergar sentimientos de culpa por este amor (“Lo
que a ti te doy a nadie se lo quito”), que las dificultades ayudan a sublimarlo
y poetizarlo (“Me querías con la mirada. No podías quererme con otra cosa”) y
que nada conseguirá diluir en el futuro la belleza de ese don (“Ya nadie me
podrá quitar esta cosa tan grande en la vida: haber encontrado un alma así, y
que me haya querido, que me quiera”).
Un libro delicioso, dulce y terrible que nos
desvela el epistolario íntimo y secreto de quien fue, con el permiso de Pablo
Neruda, el mejor poeta amoroso en español del siglo XX. Si alguna vez ha amado
usted de verdad, léaselo.
domingo, 16 de diciembre de 2012
La señorita Julie
Estamos en la cocina de la casa del
conde y en ella, entre fogones, sartenes, mesas bastas y algún especiero, va a
desarrollarse una acción de lo más peculiar e inesperada: Julie, la hija y
heredera, asiste a un baile en el que confraterniza con la servidumbre y
muestra con ellos una liberalidad tan extrema, tan impropia, tan incómoda, que
produce una inquietud generalizada. En un sistema jerárquico y clasista, las
concesiones no son nunca juzgadas con agradecimiento sino con suspicacia...
salvo en el caso de Jean, un criado ambicioso y de espíritu soberbio que ve en
esta situación equívoca la gran oportunidad de obtener los favores sexuales de
la señorita Julie, icono erótico y estamental que le perturba desde la
infancia. Con el auxilio de la cerveza, del baile y, sobre todo, de la oratoria
(que ha desarrollado escuchando a sus superiores), el astuto Jean envolverá a
la imprudente joven en una tela gelatinosa hacia la que se abalanza.
Kristin, la cocinera, que es medio
novia de Jean, explica los devaneos de la señorita utilizando una clave
fisiológica («Tiene el periodo y entonces se porta siempre de una manera rara»,
p.47); pero August Strindberg prefiere entregar a los lectores una
interpretación más centrada en el ámbito psicológico. Así, comprobamos que el
nivel simbólico de sus ensoñaciones delata con claridad a los protagonistas: la
señorita Julie ha imaginado más de una vez que se encuentra en lo alto de una
columna (como Simón el Estilita o el clérigo Fermín de Pas) y siente deseos de
arrojarse, hacia el suelo o el subsuelo; Jean se figura tumbado a la sombra de
un árbol y anhela trepar hasta un nido altísimo «donde está el huevo de oro»
(p.54). Es imposible retratar con más exactitud los temperamentos de una y
otro. Pero no pensemos que las burbujas
psicológicas acaban en esa secuencia: las descubrimos también en el
escalofrío que recorre la piel y el corazón de Jean cada vez que se acuerda de
las botas relucientes y señoriales del conde (p.68) o en la vertiginosa escena
sádica en la que el criado corta con un hacha el cuello del jilguero de Julie
(p.93): hacer daño, humillar y verter sangre (virginidad) son símbolos caros al
psicoanálisis. Con sus provocaciones sexuales hacia abajo, la señorita Julie habilita inonscientemente las altanerías
hacia arriba de Jean. Y cuando quiere
ponerles un freno ya imposible, restableciendo el mármol del status («Los
criados serán siempre criados»), escucha la réplica desafiante, brutal, crecida
del muchacho («Y las putas, putas»).
En ese punto de inflexión de la obra
(cuando las tornas se cambian y es Jean quien se hace con las riendas) comienza
el análisis sin duda más interesante del drama: un criado que vislumbra en este
desliz de su señora la ocasión única del medro... y una chica a la que el bochorno
invade y que se imagina abofeteada por el qué
dirán social. August Strindberg (Estocolmo, 1849), hombre de importantes
desequilibrios psíquicos cuya biografía, escrita por Jorge Guinart, aparecerá
también en el sello Funambulista, introduce aquí el bisturí con tanta precisión
como falta de misericordia, diseccionando a sus personajes hasta el más pequeño
recoveco, para inquietud y zozobra de los lectores, que se quedarán mudos de
asombro cuando asistan al espeluznante giro final de la pieza.
Introducida con un maravilloso texto
sobre teoría teatral elaborado por el propio Strindberg (donde se analiza el
papel educativo de la escena, se reflexiona sobre la temática del drama, se
ofrecen explicaciones topográficas sobre la función del decorado o se discute
la conveniencia de reducir el espacio físico dedicado a los espectadores),
traducida por Jesús Pardo y con un epílogo brillante del ya mencionado
estudioso Jorge Guinart (Strindberg y el
canibalismo psíquico), esta obra nos presenta a uno de los personajes más
complejos y enigmáticos del autor sueco, aunque también a uno de los más
ligados a su propia alma (Francisco Uriz anotó en su edición de la pieza, en
1982, que «probablemente a nadie le habría extrañado que Strindberg hubiera
dicho: La señorita Julia soy yo»).
Léase pues este drama, breve pero intenso, con la certidumbre de que nos encontramos
ante una de las obras teatrales más importantes del siglo XIX.
miércoles, 12 de diciembre de 2012
Recuerdos míos
Un poeta se nutre (muchas veces se ha dicho, y casi
siempre con razón) de las cálidas brasas de su infancia, de todas aquellas
experiencias y personas que conoció en su niñez, y que lo empaparon de símbolos
y de figuras. Lo que ocurre es que quien se dedica a rastrear esos remotos estadios
de la memoria y a mostrarnos el resultado de esa espeleología espiritual no
suele ser alguien de la familia, alguien que conviviese con el poeta desde el
principio, sino un erudito que, con voluntad y a veces incluso con acierto,
indaga las claves desde fuera.
Del genial Federico García Lorca teníamos la suerte
de contar con algunos documentos realmente importantes (estoy pensando en el
libro Federico y su mundo, de su
hermano Francisco) y ahora, gracias a la labor tenaz y esforzada de su hermana
Isabel, podemos disfrutar desde hace una década del volumen Recuerdos míos, que recibió el XV Premio
Comillas y que, en edición de Ana Gurruchaga y con prólogo de Claudio Guillén,
podemos encontrar en el catálogo de la editorial Tusquets.
Nos enteramos de infinidad de detalles de la
Granada natal del poeta, de su casa y sus sirvientes, de los juegos que
inventaba junto a su hermana Concha, de ese cuarto que tenía con el techo
pintado de color violeta (p.55), de su rechazo tajante de la popularidad
(p.88), de que le gustaba jugar a decir misa (p.48) o de que “tenía ratos de
gran seriedad, como si estuviera ausente” (p.30). Pero también nos sirve este
volumen para conocer mejor a la hermana pequeña de Federico, profesora de
literatura en los Estados Unidos, lacerada ya para siempre por la terrible
muerte de su hermano. Y aprendemos detalles que van desde lo pintoresco (como
que la primera maestra que tuvo fue una tía abuela de Luis García Montero) hasta
lo desgarrador (afirma en la página 234 que Luis Cernuda era el ser humano más
falto de cariño que había conocido en su vida).
Pero, por encima de todo, está el esfuerzo de
quien, negándose al olvido, rememora (a veces con un cierto caos: “No puedo
tener un orden al recordar porque soy esencia de inquietud”, p.51) la memoria
viva de su hermano. Una memoria, eso sí, empapada por la tristeza: “Yo no
recuerdo la voz de Federico”, dice en la página 96. Se me figura la más
desgarradora de las frases del libro y, con ella retumbando, les invito a leer
la obra. Se emocionarán.
sábado, 8 de diciembre de 2012
Cuadernos (1957-1972)
Francamente, no sé por qué me llama
tanto la atención la obra literaria de Emil Michel Cioran (1911-1995): no soy
lector habitual de filosofía, el suicidio no figura entre mis asuntos
literarios favoritos, apenas sé nada de la nación rumana, me resultan tan
incongruentes la fe como el ateísmo y no me gustan los autores monotemáticos.
Pero, cada vez que se anuncia un libro nuevo del pensador de Rasinari, me pongo
como loco y no paro hasta dar con él y devorarlo. ¿Por qué? No sabría, sinceramente,
dar una explicación, salvo la que se deriva de algo tan pueril como
incontestable: me encantan los aforismos. Y Cioran, como Nietzsche, es una
fuente maravillosa de ellos. Ese pensamiento en burbujas (que tanto provocaba
la burla de Jorge Luis Borges cuando se lo aplicaba a Gómez de la Serna) a mí
me resulta fascinante, aunque tengo claro que es peligrosísimo: se puede
incurrir con cierta facilidad en el error de reducir a un pensador profundo a
la condición de mercachifle que vende baratijas vistosas. A mí no me pasa ni
con E.M. Cioran ni con Friedrich Nietzsche, pero es evidente que la tentación
está ahí, flotando.
Este «filósofo aullador» (p.18), que se
consideraba a sí mismo «un eremita en pleno París» (p.23) y que recordó siempre
la frase escuchada a un loco en Berlín (Ich
will meine Ruhe haben, Quiero que me dejen en paz), tenía muy claro que el
núcleo central de su misión filosófica consistía en «sacar a la gente de su
sueño eterno, aun sabiendo que cometo un crimen y que valdría mil veces más
dejarlos perseverar en él, ya que, además, cuando despiertan, nada tengo que
proponerles» (p.174). Toda la lucidez desgarrada de alguien que piensa así se
concentra en este volumen, construido a partir de las libretas que el escritor
iba rellenando con ideas, aforismos, proyectos y análisis en absoluto
complacientes sobre sus propias obras. De ahí que los senderos que nos proponga
sean tan variados, tan acres, tan llenos de vértigo; y que no se pueda recorrer
de un tirón sin asfixia. A Cioran conviene aproximarse con cautela, con ironía
y con la mente liberada —en la medida de lo posible— de prejuicios, porque sólo
así se está facultado para llegar a entender
la almendra de sus reflexiones. Liberados de la necesidad de darle la razón (o
de negársela con ademanes furibundos), Emil Michel Cioran nos susurra sus ideas
en frasquitos breves, esmerilados, densos. En algunos de ellos, nos explica que
la más terrible maldición que aqueja al ser humano es la de no poder amar (que
es «salir de la tristeza propia», p.21); que la única justificación histórica y
psicológica que los hombres tienen para vivir en comunidad es «la de
atormentarse, hacerse sufrir unos a otros» (p.64); que la charla con otros
hombres se le antoja una simple forma de entretener el tiempo, pero jamás un
modo de aprendizaje o intercambio de ideas («Como tengo la manía de leer, no
siento la necesidad de aprender mediante la conversación; para mí es diversión
y nada más. ¡Malditos sean los que quieren instruirme!», p.179); y que, lejos
de experimentar satisfacción ante una persona que lo admira, se siente
francamente incómodo en su presencia («El extraordinario malestar delante de un
admirador. Sensación de estar
vigilado, acechado, amenazado. En cambio, ¡qué libertad la de no ser observado
por nadie!», p.226).
¿Que Cioran exagera o lleva sus frases
hasta el esperpento, mediante el uso de la deformación? No seré yo quien lo
niegue. Pero es que quizá en esas brutales hipérboles se esconda la verdad, que
siempre es huidiza y efímera. Decía Francisco Umbral que la metáfora acaece
cuando una cosa quiere ser otra... y comienza a serlo. ¿Por qué no podría
ocurrir que Cioran, forzando el pensamiento, retorciendo las frases y los
conceptos, esté extrayendo de ellos su auténtico zumo vital, su núcleo de revelación
y de enjundia?
Sometiéndolo siempre a lecturas
reflexivas (no comulgo con Emil Michel Cioran, como no comulgo con nadie),
seguiré perseverando en su prosa, libro tras libro, cuaderno tras cuaderno. Y
ojalá que sus inéditos no acabasen nunca. Siempre le concedo a las mentes que
me parecen brillantes el fervor de la audiencia.
lunes, 3 de diciembre de 2012
Cartas (1937-1954)
En las cuestiones literarias soy
claramente romano. Es decir, que no sólo parto a priori del politeísmo sino que
conforme voy conquistando otros pueblos incorporo a sus dioses máximos a mi
panteón. De tal suerte que, aproximándome al medio siglo, tendría muy claros
los seis nombres que colocaría en las caras de un hipotético dado lector: Julio Cortázar, Jorge Luis
Borges, Paco Umbral, Antonio Muñoz Molina, Fernando Pessoa y William
Shakespeare. Moriré feliz pensando que la vida me deparó, entre muchísimas
otras que leí con gozo y con gratitud, esas seis presencias brillantes,
luminosas, disímiles y magnéticas.
Cronológicamente, mi primer
deslumbramiento fue Julio Cortázar, así que la excelente edición de sus cartas
que acaba de lanzar el sello Alfaguara en cinco deslumbrantes volúmenes me ha
regalado la alegría de volver a él en unas páginas nuevas. Los encargados de la
edición son Aurora Bernárdez y Carles Álvarez Garriga. Y la obra, lejos de la
condición meramente chismosa o anecdótica de este tipo de recopilaciones post
mórtem, aporta muchísimos detalles sobre la personalidad, la vida, los gustos y
la obra del argentino. Se trata —fácil resulta constatarlo— de misivas largas,
enjundiosas, para nada circunstanciales, donde Cortázar se explaya en infinitos
detalles sobre sus lecturas, sus paseos, sus tribulaciones económicas y
académicas o su asistencia a conciertos y museos. De ahí que, en ocasiones,
resulte abrumadora la cantidad de pintura, música o arte en general que el
narrador hispanoamericano muestra haber devorado y asimilado durante sus
estancias en Francia e Italia. Pero no conviene perder de vista que hablamos de
centenares de referencias introducidas en su correspondencia privada, lo cual anula toda tentación de
adjudicarles intenciones eruditas o falsarias. Fue un proceso gozoso y
constante de empapado (viajes,
pinacotecas, iglesias) que nutrió su alma.
Eso no quita para que aparezcan también
(¿cómo podría ser de otra forma?) un buen cúmulo de informaciones menores,
aunque siempre graciosamente formuladas, que afectan a su salud («Este traidor
hígado que me ha dado la naturaleza», pág.123); sus gustos relacionados con los
líquidos (adora el mate, pero la coca-cola se le antoja una «bebida infecta»,
pág.272); sus habilidades domésticas, reflejadas con gran carga irónica («Ya me
plancho las camisas como un rey; la gente se para en la calle para
felicitarme», pág.358) o sus gustos literarios (hablando de Octavio Paz en 1954
lo define como «un muchacho simplemente extraordinario, y todo un poeta», lo
cual no deja de tener su gracia porque ambos, mexicano y argentino, nacieron en
1914: eran ya dos muchachos de
cuarenta años).
A mi juicio, la carta más densa e
interesante de este amplio primer volumen (592 páginas) es la que dirige a Juan
José Arreola. En ella le elogia con minucia sus cuentos y expone algunas de sus
ideas acerca del género breve. Dice, por ejemplo, que sería muy atinado crear
«una escuela para educación de lectores de cuentos» y enseñarles cómo deben
enfrentarse a los mismos; que muchos de los autores que conciben este tipo de
historias cortas lo hacen sin prestar casi atención a las peculiaridades que
deben adornarlas y a la ingeniería que debe presidir su redacción («El cuento
está desprestigiado por los cuentos»); lanza su crítica contra quienes se
obstinan en «creer que un cuento, que es el diamante puro, puede confundirse
con la larga operación de encontrar diamantes, que eso es la novela»; y añade,
para concluir: «No me gustan las fórmulas pero me parece que aquí tengo razón:
un cuento es siempre el vellocino de oro, y la novela es la historia de la
búsqueda del vellocino».
En la página 150, escribiéndole a su
amigo Luis Gagliardi, aseguraba Julio Cortázar que él entendía el género
epistolar como «un rito, una consagración tan atenta como la labor
esencialmente creadora; sin la tensión, es cierto, que supone el poema; sin su
desgarramiento, sus impaciencias, sus placeres indescriptibles ante el hallazgo
o la esperanza del logro poético. Pero siempre una ceremonia un poco —¿cómo
decirlo? —, un poco sagrada». Con esa clave han de ser entendidas estas páginas.
Les puedo asegurar que no me voy a reprimir los deseos de ir dando cuenta de
los demás volúmenes de la colección: he descubierto aquí mil ángulos ignorados
de mi ídolo.
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