jueves, 28 de junio de 2018

Desorganización




Durante mi etapa como estudiante universitario de Filología Hispánica recuerdo con especial angustia el nombre de Alonso Zamora Vicente, autor del sacrosanto volumen Dialectología española. que debíamos empollarnos de pe a pa, como si fuera el cuerpo de Cristo. Jamás he vuelto a acercarme a la obra, por el odio africano que desarrollé hacia la asignatura. Eso, desde luego, no me ha impedido leer después otras producciones del autor, como este libro de relatos, que se titula Desorganización (Espasa-Calpe, Madrid, 1975).
En él despuntan algunas ingeniosidades, como cuando habla de una persona que tiene “toda la dentadura a la intemperie” (p.78), o de aquella que tiene “una cenefa de melancolía en la voz” (p.88), o de esa chica que era “rubia momentánea” (p.153). Pero no hay un solo cuento (ni uno, de verdad; y no me mueve el desdén) donde el brillo fulja o el primor asalte a los lectores. No hay más que diálogos de pobres gentes, situaciones de lo más chato y muletillas por un tubo.
En resumen, un trabajo donde hay fragmentos geniales para ilustrar en un libro de lengua el “lenguaje coloquial”, pero poco más. Probaremos más adelante con otra obra suya.

lunes, 25 de junio de 2018

Cifra y aroma




Acabo Cifra y aroma, de Isabel Escudero, delgado volumen enmarcado por un auténtico batallón de comentaristas, prologuistas y epiloguistas, siendo un libro que, francamente, no precisa tantos valedores, pues se sostiene por sí mismo con solvencia manifiesta. Qué bonito, leve y profundo poemario. Tiene toda la fuerza de la oralidad, la fragancia de lo lírico y el espesor de un tratado de filosofía.
Me lo indicó mi amigo Pepe Colomer cuando me prestó el libro, y veo que tenía razón. Es alígero y profundo, serio y jocoso, grave y agudo, trascendente y lúdico. Me quedo, eso también es verdad, con las ganas de copiar un centenar largo de sus composiciones, pero me ceñiré a unas pocas, para que los lectores se sientan impulsados de acudir al tomo y devorar por ellos mismos las demás: “No hay quien lo entienda:/ tengo los pasos contados,/ y perdí la cuenta”. “¡Con qué gozo / hoza en la moza / el mozo!”. “Dice el alcalde / que puede la gente / hablar de balde”. “No le hace falta / al sol que te despiertes / por la mañana”. “Hablando de amor / o diciendo verdad,/ conviene exagerar”. “Caracol baboso,/ ¿a quién le vale / tu brillante pasado?”. “Contigo hasta la muerte,/ pero ni un paso más”. “Esa niña de las paletas,/ los labios muerden,/ los dientes besan”. “Mas el que avisa / dos veces es traidor:/ Piénsalo”. “¡Cómo se cobra Dios / los derechos de Autor!”. “Es propio del muerto / ser tan perfecto”.
Dense el placer de recorrer sus páginas y saldrán encantados.

sábado, 23 de junio de 2018

El caso Newton



Probablemente muchos de los lectores conozcan detalles acerca del Priorato de Sion gracias a la novela El código Da Vinci, de Dan Brown, o a la película del mismo título, protagonizada por Tom Hanks, Audrey Tautou y Jean Reno: la existencia de una asombrosa estirpe de descendientes de Jesús de Nazaret y María Magdalena, que desde hace siglos son protegidos por fuerzas poderosas y que preservan la sangre, la herencia, el ADN, de aquel a quien los católicos llaman el Hijo de Dios. Multitud de indicios iconográficos (entre ellos, el célebre cuadro “La última cena”, de Leonardo) son aportados como pruebas que corroboran esta sorprendente hipótesis.
En su reciente publicación El caso Newton (Erein, 2018), el durangués Anton Arriola retoma esta interesante línea narrativa y la funde con otros elementos no menos vistosos: de un lado, un manuscrito encriptado por el padre de la Ley de la Gravedad, que ha sido sustraído del Trinity College de Cambridge por un catedrático de la universidad de Deusto y que vuelve a ser sustraído en Bilbao por manos desconocidas; del otro, un ejemplar del Elogio de la locura, de Erasmo de Rotterdam, que se suma a la lista de valiosos libros robados. ¿Quién se encuentra detrás de estas sustracciones y por qué las está perpetrando? Y, sobre todo, ¿por qué están produciéndose en el País Vasco una serie de actos vandálicos que se rubrican con la posterior publicación de frases de Erasmo, en latín, en la prensa local?
El antiguo sacerdote Ander Azurmendi, que ahora trabaja como profesor en las aulas de Deusto y que comparte su vida con la dulce Ane, se verá arrebatado por un espectacular torbellino de acontecimientos donde no faltarán atropellos nocturnos, agresiones sexuales, accidentes que luego resultan ser premeditados, fotografías borrosas, prelados inquietantes, matones sin escrúpulos, policías ambiguos, allanamientos de morada, perros eviscerados y otros ingredientes de alto voltaje argumental, que Arriola resuelve con buen pulso y sin dejar que el ritmo de la narración se le descarríe o enrede.
Además, las reflexiones que se vierten al final de la obra sobre la condición de nuestro mundo y nuestra época añaden un tinte filosófico que enriquece estas páginas. Un experimento novelesco (mezclar esoterismo, género negro y análisis del nihilismo que preside el arranque del siglo XXI) de muy notable factura.

viernes, 22 de junio de 2018

Dios está lejos




Una obra de teatro puede ser excelente por varios motivos: por la capacidad que tenga el autor para mover a sus criaturas en escena, haciendo que bailen una danza ágil, tensa o intensa; por las ideas que sea capaz de trasladarnos acerca de un determinado tema; por su revisión de sucesos históricos, a través de algunos entes ficcionales; por la lección simbólica que podamos extraer de los hechos que se representan ante nosotros… En ese ámbito, voces como las de Shakespeare, Strindberg, Buero Vallejo o Molière resultan paradigmáticas.
A ese elenco no conviene añadir a Marcial Suárez, al menos por lo que demuestra en su obra Dios está lejos, por más que le concedieran el premio Lope de Vega en 1979. Si tuviéramos que sintetizar su argumento en pocas líneas, diríamos que se nos muestra a Rosario, una mujer casada pero que ejerce la prostitución para sacar un dinero extra, se encuentra en un tren con Julio, que ha sido destinado como juez a la localidad. Cuando está con él en casa se entera de que su marido ha muerto tras caer de un andamio. Estaba acompañado por Daniel, hermano de Rosario… A partir de ese instante, todo son vueltas y revueltas alrededor de una serie de preguntas que nadie sabe resolver con seguridad: ¿mató Daniel a su cuñado por algún odio que surgió entre ellos? ¿Se suicidó el marido para librarse de la ignominia de saberse cornudo? ¿Cayó por accidente? ¿Actuó Daniel como asesino, tras haber pactado el crimen con su hermana?
Esa insistencia en los cauces de la niebla, de la vacilación, de la duda, que podría haber quedado maravillosa en las manos de un genio como Buero Vallejo, se convierte aquí en un pestiño insufrible que provoca bostezos.

miércoles, 20 de junio de 2018

De ratones y hombres




En ocasiones asumimos tareas que terminan por desbordarnos y volverse contra nosotros. Es lo que le ocurre a George, un vagabundo que se desplaza de rancho en rancho buscando trabajos eventuales con la única compañía estable de Lennie, un enorme retrasado mental que le fue encomendado por su tía Clara. En Weed ya tuvieron algún que otro problema, derivado de la manía que tiene Lennie de acariciar las cosas que le parecen suaves: lo intentó con el vestido de una niña y sus reacciones de pánico convencieron a todos de que estaba intentando abusar de ella. Posteriormente, Lennie se ha acostumbrado a llevar ratones, a los que acaricia hasta que los mata sin querer con sus grandes y fuertes manazas.
Ahora, en el rancho al que llegan, intentan que las cosas sean diferentes: George y Lennie trabajarán duro sin meterse en líos, ahorrarán hasta el último céntimo y se comprarán una granja con chimenea y con conejos, para que el ingenuo grandullón los vaya alimentando con alfalfa. Es un sueño pequeñito, tierno, razonable… y también utópico, sobre todo porque el carácter fanfarrón de Curley (el hijo del patrón) y la condición casquivana de su esposa no van a plantearles más que problemas.
La escena final, con George teniendo que encargarse por última vez de Lennie, es una de las más impresionantes que redactó John Steinbeck, premio Nobel de Literatura en 1962. A mí se me han manteniendo los brazos erizados por la pena y por la ansiedad durante varios minutos. Espectacular novela del californiano e inmejorable colofón para un relato donde la amistad, la compasión, la pobreza y la fatalidad caminan juntos.

lunes, 18 de junio de 2018

La Ciudad del Sol




Un libro utópico de Tomás Campanella, que se titula La ciudad del Sol, y que traduce Emilio G. Estébanez (Mondadori, Madrid, 1988). Se lee en una tarde, dada su brevedad, y contiene risibles y abundantes extravagancias sobre una presunta ciudad ideal. Quizá debería mostrarme más mesurado y circunspecto, habida cuenta del prestigio que en ocasiones otorga el paso de los siglos, pero es lo que hay: este proyecto de Campanella sólo es una tontuna más, en el largo ciclo de tontunas dirigistas que ha salpicado la historia de la cultura. Me chocan todos estos intentos “intelectuales” por dibujar una sociedad perfecta, pues todos incurren en el mecanicismo (todo-siempre-igual), en el feroz ordenancismo libremente asumido, en la falta de excepciones, de albures y de voliciones, etc. Una chapucilla de laboratorio, vaya.
Campanella nos habla de una ciudad sin propiedad privada, con niños que van descalzos para fortalecerse, que se dedican a aprender todas las artes y oficios, donde los médicos dicen qué se debe comer, donde hasta la edad mínima para el sexo o la ingestión de vino está regulada, donde la guerra es terapéutica, donde no hay catarros ni flato (y está muy mal visto escupir) y donde se incinera todos los cuerpos para evitar idolatrías. O sea, un texto que resulta imposible leer hoy en día sin una risa de conmiseración, probablemente justa.
Queda interesante cuando dice que “quien sabe una sola ciencia, no sabe bien ni ésa ni las otras” y resulta una metáfora ordinaria cuando afirma que “el mar es el sudor de la tierra”.
Altamente prescindible.

sábado, 16 de junio de 2018

No levantes la voz



Una mujer recibe mensajes de un hombre que afirma ser la persona que aparece desnuda en sus sueños. Un señor sufre unos terribles dolores estomacales que los médicos no aciertan a sanar y no le queda más opción que acudir a un curandero. Un divorciado lee y fuma tranquilamente mientras espera la llamada telefónica de una divorciada, dudando sobre la forma en que debe responder. Una nueva especie, utilizando un mecanismo extremadamente inteligente, se adueña del planeta y extermina de raíz a los seres humanos. Un ídolo musical, que se ha cuidado durante años para mantenerse en forma de cara a su público, nos lanza su particular queja.
El espectro de emociones, sensaciones y sucesos que quedan registrados en las páginas de No levantes la voz, de Juan José Lara Peñaranda, es tan variado que los lectores no corren peligro de verse abocados al aburrimiento. Y conviene apuntar que se trata de un logro muy meritorio, porque el autor maneja (y maneja bien) estrategias muy variadas para lograr sus propósitos: el humor, la sorpresa, la melancolía, la reflexión, lo onírico… Todas las armas están sobre la mesa y todas están afiladas, pero la destreza consiste en elegir la más adecuada en cada recinto narrativo. No es fácil, sobre todo porque la tentación de ajustarse a una pauta y repetir el molde acecha siempre; pero el autor cartagenero consigue en esta obra (su primer volumen de relatos publicados, no lo olvidemos) convertirse en un niño y en un bailarín, como pedía Nietzsche al hombre superior: alguien que juega y alguien que se mantiene en un continuo ejercicio de piruetas e innovaciones.
El resultado es un tomo en el que casi treinta pequeñas historias repletas de pactos satánicos, misteriosas habitaciones de hotel, psicópatas peculiares, accidentes aéreos, un hombre elefante, neandertales, sexo y flamboyanes nos esperan para entregarnos su deliciosa propuesta.

miércoles, 13 de junio de 2018

La ruta de don Quijote



Leí La ruta de don Quijote cuando apenas tenía veinte años y se me antojó un libro vacío y de prosa insufrible, una roñosa exaltación de la caspa. Ahora, treinta años más tarde, lo releo con el poso que da la madurez y sigo pensando lo mismo. A Azorín se le puede tolerar en pequeñas dosis (dos o tres páginas), pero intentar dedicarle más de media hora de lectura seguida a este volumen se erige en tarea de Hércules. El no decir nada y, lo que resulta peor, decirlo con un infinito aporte de adjetivos, vuelve empalagosamente inaguantable su prosa. “Ya el cronista se siente abrumado, anonadado, exasperado, enervado, desesperado, alucinado por la visión continua, intensa, monótona de los llanos de barbecho, de los llanos de eriazo, de los llanos cubiertos de un verde imperceptible, tenue”. Es el comienzo de un capítulo. “Las calles son anchas, espaciosas, desmesuradas; las casas son bajas, de un olor grisáceo, terroso, cárdeno; mientras escribo estas líneas, el cielo está anubarrado, plomizo; sopla, ruge, brama un vendaval furioso, helado; por las anchas vías desiertas vuelan impetuosas polvaredas; oigo que unas campanas tocan con toques desgarrados, plañideros, a lo lejos”, se lee en el arranque de otro. Y así durante cien páginas.
José Ortega y Gasset habló de los “primores de lo vulgar” que se advertían en su prosa, pero tampoco hubiera sido disparate afearle este estilo hablando de la “vulgaridad del primor”. Azorín arroja adjetivos como quien esturrea semillas. A voleo, a manotazos, a ver si alguno cuadra. ¿Constituye esto una obra excelente? Yo creo que no. En ningún sentido. Temáticamente, porque supone un elogio de la pobreza, de la pana, del polvo, de la precariedad (a la que quiere aureolarse, de forma incomprensible, de misticismo). Estilísticamente, porque es una prosa de bombardeo y ñoñería, basada en la hipertrofia de adjetivos, quizá el resultado más burdo, menos elegante y menos trabajado.
Puedo disculparle la petulancia de considerarse una especie de Elegido para dejar constancia de aquellos paisajes y aquellas personas (“Yo tengo que realizar una misión sobre la Tierra […] con estas cuartillas que he de llenar hasta el fin de mis días”, cap.I), pero no la impericia de utilizar medio kilo de azúcar para elaborar una magdalena.
O sea, que no, don José. Esta vez no.

lunes, 11 de junio de 2018

Fernando Savater: El arte de vivir




La figura de Fernando Savater siempre me ha llamado la atención, tanto por sus valientes actitudes cívicas como por la elegancia de su prosa, que he disfrutado en media docena de libros. Así que cuando cayó en mis manos este volumen de entrevistas con Juan Arias sospeché que podría interesarme. Y así ha sido. En sus páginas, Savater va respondiendo con inteligencia, con referencias cultas y con análisis lúcidos a las diversas cuestiones que el periodista va poniendo ante él. No estoy de acuerdo con todo lo que dice (faltaría más), pero me quito el sombrero ante una persona que no se arredra a la hora de defender con honestidad y con rigor sus ideas.
Así, y por ofrecer un esquemático florilegio de sus intervenciones, Savater explica que en su opinión “se está formando a gente que va a tener serios problemas para soportar su ocio” (p.25); que la educación tiene que permitir a los ciudadanos comprender que “el mundo interior tiene que ir acumulando su propia riqueza” (p.27); que probablemente el mito del más allá proviene en buena medida del mundo del sueño (“Si no soñásemos, a lo mejor no se nos hubiese ocurrido jamás. La idea de que al caer dormidos empieza otra vida en sueños nos hace pensar que cuando vemos a un muerto, que parece de algún modo un hombre dormido, está también soñando algo”, p.78); que la repugnancia por la violencia física no está reñida con la estima por los cuerpos policiales (“A mí no me gustan las armas pero precisamente por eso agradezco que el Estado tenga un cuerpo de policía para que yo no tenga que llevar pistola”, p.95); que la cultura constituye una coraza contra la muerte (“El hombre ha montado una negación de la muerte porque sabe que va a morir. Insisto, los animales no tienen cultura porque no saben que van a morir y no la necesitan. La cultura es nuestra prótesis de inmortalidad”, p.121); o que la soledad puede ser un oasis de dicha (“Una persona que se encierra en su casa rodeada de libros escritos por otros o escuchando música, pensando cosas en diálogo con otros no está sola. Está sola de la vecina que no viene a darle la lata, pero está en compañía”, p.146).
Y no me resisto a copiar dos de las citas que Savater utiliza en sus respuestas. Ambas son de Schopenhauer: “El dilema humano es que hay que elegir entre la soledad y la ordinariez” / “La capacidad mental de una persona es inversamente proporcional a la capacidad de ruido que soporta”.
Feliz de haber leído este libro.

sábado, 9 de junio de 2018

Corazones negros




Tiene magia. Es así de simple y así de hermosamente indefinible. Noelia Lorenzo Pino (Irún, 1978) tiene magia para construir historias, para esculpir personajes, para narrar. Ese tipo de don es tan impactante como arbitrario. O se tiene o no se tiene. Y la irundarra lo tiene, ya lo creo que sí. Lo que parecía bastante evidente en sus primeras novelas se ha convertido en certeza absoluta en Corazones negros, editada por el sello Erein.
Primero, porque ha sido capaz de concebir durante años unos personajes sólidos, creíbles, densos, memorables: Juncal Baraibar, Eider Chassereau, John Ander Macua, Koldo Mayo, Peio, Eneko, el subcomisario Padura... Segundo, porque ha sabido construir con ellos unas historias tan magnéticas como convincentes, donde realidad y fantasía se entrecruzan de un modo eficaz para mantener hechizados a quienes se sumergen en ellas. Y tercero, porque ha logrado la proeza más difícil: que de cada novela a la siguiente los lectores no pierdan el contacto con sus personajes, no se aparten mentalmente de ellos, no los abalancen al olvido.
En La sirena roja nos acercaba hasta la comisaría de la Ertzaintza en Oiartzun con un caso sorprendente: un misterioso asesino que estaba acabando con la vida de personas tatuadas, para después cortarles la zona de piel donde tenían grabado el dibujo. Y en La chica olvidada nos situaba ante un teórico asesino múltiple, que había actuado de forma brutal en 1999 y que volvía a hacerlo en 2013. En ambos volúmenes nos sedujo con los protagonistas que arriba quedan apuntados y los fue perfilando como criaturas novelescas de primera magnitud. Pero ahora, en las páginas de Corazones negros, Noelia Lorenzo Pino se atreve a ir más allá y nos instala en mundos cenagosos, perturbadores, inquietantes hasta la náusea: la trata de blancas, la esclavitud sexual, el tráfico de drogas, las traiciones entre compañeros. Bastará añadir que uno de los protagonistas claves de este ciclo de novelas encuentra la muerte y que otro de ellos es el culpable directo de la misma. ¿Se le puede añadir más tensión y más morbo a un resumen?
Si Friedrich Dürrenmatt escribió sobre el retorno de una vieja dama, nosotros celebramos hoy la alegría de que la joven dama de la novela negra más reciente vuelva a nuestro lado. Y más aún cuando cierto asunto relacionado con unos huesos nos permite sospechar que la siguiente entrega ya bulle en la mente de la autora. Noelia Lorenzo Pino ha venido al género negro para quedarse. Y qué alegría que así sea.

jueves, 7 de junio de 2018

La isla de las ratas



Un jurado presidido por José Jorquera, y que contaba con miembros como Salvador Jiménez o Juan Bravo, concedió en octubre de 1983 el premio Ateneo de Albacete a la novela La isla de las ratas, que fue publicada al año siguiente en la Editora Regional de Murcia, con portada de Mariano Ballester y varios dibujos de Manuel Frutos Llamazares; y ahora, felizmente, el texto vuelve a estar en las manos de los lectores gracias al editor Diego Marín.
Santiago Delgado, utilizando la primera persona narrativa, nos entrega aquí una historia ágil, excelentemente ambientada, donde según propia confesión incluyó elementos autobiográficos, y donde retorna a los paisajes y vivencias de la infancia, sabedor de que “quien olvida lo pasado se olvida a sí mismo”, como se lee en Tirante el Blanco; o tal vez dándole la razón a Alemán Sainz, quien en su día nos dejó explicado que “hay cosas que parecen olvidadas cuando estamos lejos del lugar donde ocurrieron, pero al regresar a él nos damos cuenta de que podemos recordarlas hasta con los menores detalles” (Regreso al futuro). Santiago se asoma al brocal de un pozo (un pozo que es su propio ayer) y mira dentro: recuerda anécdotas, aventuras, rostros, formas de hablar, pequeñas vergüenzas, complejos, rebeldías, soles de mayo, descubrimientos y felicidades. Y elabora con ese arduo caudal anímico una novela deliciosa donde el humor y la tragedia se trenzan y se contagian.
Cuando el lector termina de recorrer la historia se da cuenta de que ha tenido ante los ojos un relato donde la ternura y la crueldad caminan al unísono; donde las mieles se combinan con los acíbares; y donde se demuestra por la vía narrativa que no siempre es cierto aquello que escribió una vez Juan Manuel de Prada acerca de que “los adultos se dedican a negar y traicionar al niño que fueron” (Animales de compañía). Hay adultos que, como Santiago Delgado, desmienten con fervor ese dictamen y tratan de mantener firmes en la memoria los territorios de la infancia. Lo hacen, desde luego, para entenderse mejor a sí mismos (sólo se entiende quien se recuerda), pero también para reflejar una época, unas costumbres, un lenguaje, un modo de estar en el mundo, que otros coetáneos suyos compartirían sin apenas vacilaciones.
Quien alcanza a condensar, en una novela de apenas cien páginas, el sentir de toda una generación de murcianos no ha escrito tan sólo una obra literaria: ha ingresado en la eternidad de los constructores de metáforas.

martes, 5 de junio de 2018

Perros en el camino




No sé el tiempo que he estado leyendo esta novela de Pedro Ugarte. Semanas. En todo caso, mucho más de lo habitual en mí, que soy lector de avance rotundo. Pero en las páginas de Perros en el camino he preferido caminar con lentitud, saboreando cada capítulo, cada párrafo, cada frase. Y ahora, enfrentándome a la pantalla del ordenador y con los dedos acariciando el teclado, siento que no puedo hacer una reseña como la que sería esperable de un profesor de literatura (oh) y de un crítico que lleva veinticinco años elaborándolas en prensa (oh, de nuevo). No puedo. No me va a salir. Así que desisto antes de adentrarme en ese manglar aséptico y elijo una ruta más pasional: decir, con tanta rotundidad como sencillez, que la novela es magnífica. Y es magnífica por lo que tienen que ser magníficos los libros: por el modo en que están escritos, no por la filigrana de sus argumentos, la arrogancia airosa de su construcción o el final explosivo que las corona.
Perros en el camino me ha mostrado a un prosista superlativo, indesmayable, áureo, que atiende a la sintaxis y a la semántica con igual vigor, esforzándose por localizar los sustantivos más elegantes, los adjetivos más oportunos, el ritmo más envolvente. Y lo consigue cervantinamente: esto es, como si se tratase de una emanación natural de su espíritu, en lugar de fruto de un trabajo tenaz y lleno de esfuerzo. A Pedro Ugarte, maravilla absoluta, no se le ve sudar; y esa virtud es privilegio que pocos narradores alcanzan. Pongo un ejemplo (uno entre docenas posibles) de la página 374: “La tarde experimentó un modo particularmente gentil de anochecer”. A mí me resulta imposible transitar por encima de esa frase sin detenerme a admirar su belleza y su precisión: su verbo, su adverbio, su adjetivo. Por eso he querido pasear, más que correr, por el laberinto narrativo de esta obra.
¿Es una novela sobre la amistad y las traiciones? Sin duda. ¿Es un trabajo donde se reflexiona sobre el mundillo literario actual, tan mercantilizado y lleno de estrategias comerciales? También, claro que sí. ¿Constituye una profundización sobre la culpa, el remordimiento y las cuentas pendientes? Evidentemente. ¿Es un largo poema de amor, que se prolonga en el tiempo y que se aquilata con el paso de los años? Por supuesto… Perros en el camino es mil cosas, pero sobre todo una: un espléndido monumento narrativo, que aconsejo con la mayor y más sincera de las vivezas. Emociona, convence, embriaga, seduce, inunda. Una novela, sin adornos sea dicho, inolvidable.

domingo, 3 de junio de 2018

El dueño del secreto




No concibo mejor reclamo para los lectores que reproducir la frase con la que el escritor de Úbeda comienza esta espléndida novela: “En 1974, en Madrid, durante un par de semanas del mes de mayo, formé parte de una conspiración encaminada a derribar el régimen franquista”. ¿Cómo no sentirse seducido con un arranque tan prometedor? El narrador de la obra es un estudiante no muy desenvuelto, al que el abogado Ataúlfo Ramiro contrata ocasionalmente como mecanógrafo para que lo ayude en sus pleitos. Su interés por la política es más bien relativo (carece del feroz extremismo de su amigo Ramón, junto al que vive en una pensión de medio pelo), pero cuando le llega la noticia de que han ejecutado ignominiosamente “al anarquista catalán Salvador Puig y a un confuso delincuente húngaro o polaco que se llamaba Heinz Chez” termina de perfilarse su animadversión hacia la anacrónica dictadura que estaba padeciendo España.
Un día, de forma más bien inesperada, recibe la invitación para unirse al complot que, con la estrecha colaboración de fuerzas económicas y militares, pondrá fin al poder de Francisco Franco, al que define como “el enano mineral, el galápago eterno”. Durante los días que faltan para el pronunciamiento que restituya la normalidad e instaure la Tercera República, el protagonista tendrá que morderse los labios y no compartir la información de la que dispone con nadie. Ni siquiera con su compañero de vivienda. Ni siquiera con su novia, que aguarda en el pueblo la terminación exitosa de sus estudios en la capital. Pero los secretos (todos somos conscientes) no resultan fáciles de mantener, y menos cuando tienen el calibre del que él cobija dentro de su corazón.
Nada se antoja necesario añadir para quienes conozcan el talento y el talante de Antonio Muñoz Molina porque, con una engañosa facilidad y con una solidez constructiva fuera de toda duda, alcanza en esta novela un nivel de perfección casi gracianesco: pocas páginas le bastan para sumergirnos en una historia magnética, tan imaginativa como sencilla, en la que la insinuación obra con más eficacia que los alardes documentales. Tiene, además, un final melancólico de primer orden, que pone el corazón en un puño. Ternura, nostalgia, civismo y honestidad, servidos en la mejor bandeja literaria posible. Imposible pedir más.

viernes, 1 de junio de 2018

Versos envenenados



Leamos unas palabras que aparecen en la página 101 de esta novela: “Me llamo Isco Vivas, tengo veinticinco años, vivo en La Alcayna, Molina de Segura, Murcia, y soy Policía Nacional”. Es uno de los protagonistas principales de estos Versos envenenados que merecieron ser finalistas en el VII Premio Wilkie Collins de novela negra y que ahora publica el editor Miguel Ángel de Rus. Pero no se trata del único actor en esta interesante obra: también tenemos a Carmen, que trabaja como telefonista para una gran compañía y que mantiene una relación con Carlos, que se terminará por convertir en subdirector gracias a su astucia, carácter frío y despiadado… y el consumo de cocaína, que le permite un brutal ritmo de trabajo; y tenemos a Marta, compañera de Carmen y vinculada emocionalmente a Isco Vivas; y tenemos a Juan Valdeolivas, vigilante en la empresa, enfermo de esclerosis múltiple y protosuicida.
Todos ellos conforman una tela de araña en la que no tardarán en ir produciéndose misteriosas muertes: alguien que cae fulminado a la salida de su despacho, mientras una mujer lo observa impertérrita (y lasciva); otra persona que ingiere un veneno en el momento menos esperable, cuando la felicidad ha llegado a colorear una parte de su vida… El único nexo que parece vincular todas las muertes es que las víctimas tienen en sus bolsillos unos versos de Luis Alberto de Cuenca. El policía Isco Vivas, sabiendo que Carmen es lectora entusiasta del poeta madrileño, comienza a estrechar su cerco sobre ella. Pero no todo parece cerrado cuando ordena su detención.

La narración que nos propone Francisco Javier Illán es, sí, una novela negra; aunque también contiene muchas más cosas: versos de José Zorrilla, Pablo Neruda o Gabriela Mistral; estrofas musicales de Los Panchos o King Crimson; reflexiones sobre el mundo de la cultura y sobre psicología… Esa amalgama enriquece el texto y lo mantiene a salvo de cualquier etiqueta genérica que le queramos adjudicar, porque las asume y a la vez las niega, gracias a la creatividad lúdica de su compositor. En suma, un trabajo libre, innovador y pulposo, donde el novelista murciano abre veredas sorprendentes para los lectores, quienes sin duda quedarán sorprendidos con sus experimentaciones.