miércoles, 30 de octubre de 2013

En jardines ajenos



Hay libros que te llegan a las manos sin estridencias, sin el apoyo de grandes campañas publicitarias que los catapulten, sin grandes nombres del mundo de la cultura que apuesten por ellos; pero que terminan calando en tu ánimo y en tu inteligencia por una u otra razón, de forma indeleble. Me ha ocurrido algunas veces durante los últimos treinta años como lector y ha vuelto a suceder. Hablo de En jardines ajenos, del suizo Peter Stamm, un volumen de cuentos que traduce al español María Esperanza Romero y que publica la exquisita editorial Acantilado. Once historias impregnadas por una serena belleza y por elevados toques de elegancia que terminan por envolverte. No se busque en ellas ninguna sorpresa final (no son cuentos cortazarianos), sino más bien un fluir donde se capturan segmentos de vida, fotografías lánguidas, recuadros en los que la niebla se erige en protagonista.
Tenemos a esa anciana viuda que, con sus hijos desperdigados y la casa solitaria, recibe la visita de su nieta Martina, con su novio (La visita); tenemos a Henry, un tipo del este de Europa que trabaja como especialista en un espectáculo de coches y que, después de llevar una vida bastante solitaria, conoce a una camarera con la que quizá podría construir una vida en común (La pared en llamas); tenemos a una pobre mujer que está ingresada en una clínica y que resulta dibujada desde la óptica de una de sus vecinas, que le riega las plantas y mantiene en orden su hogar vacío (En jardines ajenos); tenemos la larga espera de un hombre, cuya pareja vuelve de un viaje y a la que quiere comunicarle una decisión trascendente (Toda la noche); tenemos una historia portuguesa, donde unas mujeres canadienses algo más bebidas de lo razonable se encuentran con el protagonista de la narración y viven con él unas horas irrepetibles (Fado); tenemos a una sorprendente pareja, que convierte el sexo en un mecanismo tan extraño como perturbador, a mitad de camino entre la perversión y la sociología (El experimento). Por no hablar de la inquietante metáfora que se cobija en el interior del relato La parada, en el que tres jóvenes observan cómo de un tren de enfermos que viajan hacia Lourdes es bajado un cadáver, mientras que el resto (la vida misma) permanece inalterado.
Si tuviera que precisar por qué me gusta la forma de estas historias tendría (lo confesaré) graves problemas; pero quede al menos constancia de mi admiración y de mi sorpresa por haber encontrado a un escritor como Peter Stamm, cuyo arte me gusta. No dudaré en leer otro libro suyo, si se coloca ante mis ojos.

domingo, 27 de octubre de 2013

La tabla periódica



Estudié ciencias puras y mi Selectividad fue también de ciencias puras. Ahora soy profesor de literatura. Eso significa que, en mí, ambos territorios se encuentran fundidos inextricablemente: me parece tan absurdo un poeta que no lea sobre física cuántica como un médico que reniegue de conocer la prosa de Muñoz Molina. Tal vez por eso acerco a esta página con cierta periodicidad novedades editoriales relacionadas con el mundo de la divulgación científica: porque me parece que un lector inquieto debería formarse en todas las disciplinas posibles, y que nada de lo humano (parafraseo a Terencio) debería resultarle ajeno.
La propuesta de hoy es un volumen muy enjundioso que, escrito por Hugh Aldersey-Williams y traducido por Joandomènec Ros, publica el sello Ariel. Y se basa en una idea de lo más original. ¿No decimos a veces que conviene moverse por la vida con pies de plomo, o que alguien tiene un corazón de oro, o que le falta hierro en la sangre? Los elementos de aquella vieja tabla periódica que ideó Mendeléyev, y que continúa rellenándose con cada descubrimiento o síntesis, forman parte de nuestra existencia: los contenemos, los respiramos, los usamos. Están en nuestro lenguaje, en nuestras cocinas, en nuestras células, en nuestros ordenadores. Y un libro donde se nos informe sobre sus peculiaridades, caracteres y anécdotas tenía que ser, por fuerza, ameno y curioso. Éste, sin duda, lo es.
Aprendemos en sus páginas que en los océanos del mundo hay disuelta una cantidad de oro equivalente, en dinero actual, a cuatrocientos billones de euros (p.41); que Jean Cocteau utilizó el mercurio para confeccionar un espejo que, en su película Orfeo, permitiese bajar al inframundo (p.115); que el propio autor de la obra realizó el experimento de destilar una y otra vez su orina, hasta lograr obtener cuatro gramos de fósforo (p.146); que el cloro se usa por su efecto letal en las guerras, ya que «desgarra los vasos sanguíneos que revisten los pulmones y la víctima acaba por ahogarse en el líquido producido mientras el cuerpo intenta reparar el daño» (p.159); que la importancia simbólica de la plata como elemento asociado a la virginidad ha vuelto a la palestra gracias al movimiento Silver Ring Thing, en el que los jóvenes que deciden mantenerse vírgenes de modo voluntario se ponen anillos de plata para simbolizar su compromiso con el grupo; o que el misterio sobre el lugar donde está la tumba de Cleopatra podría estar cercano a su conclusión, pues en el año 2008 se halló al sur de Alejandría (entre las ruinas calizas del templo de Isis y Osiris en la zona de Taposiris Magna) un busto que bien pudiera ser ella (p.322).

Moviéndose con agilidad entre la documentación y la experimentación, entre los datos eruditos y las curiosidades históricas, Hugh Aldersey-Williams consigue que un tema tan aparentemente árido como es el de los elementos inertes de la tabla periódica se convierta en historias, leyendas, bombas, esculturas, fuegos artificiales, etiquetas anacrónicas (dice que el dominico fray Bartolomé de las Casas era «creyente en la teología de la liberación», en la página 35), santificaciones graciosas (llega a bautizar a Madame Curie con el simpático nombre de «Nuestra Señora del Radio», en la página 193) y, en fin, un caudal tan notable de informaciones que conviene leerlas para aprender y disfrutar.

miércoles, 23 de octubre de 2013

Poemas tardíos



Si hablamos de Georg Friedrich Philipp Freiherr von Hardenberg es muy probable que la inmensa mayoría de los lectores (incluso de los lectores informados) abran la boca en señal de estupefacción. Pero si añadimos que este poeta fue conocido con el sobrenombre de Novalis la cosa seguramente cambiará para muchos. Autor de vida corta y obra intensa, Novalis ha tenido una presencia constante en la poesía europea durante todo el siglo XX, sobre todo por sus Himnos a la noche. Gracias a Ediciones Linteo disponemos ahora de un volumen delicioso que, traducido y prologado brillantemente por Antonio Pau, reúne sus Poemas tardíos en un magnífico tomo bilingüe, que se vertebra en tres secciones, llenas de belleza y de versos memorables.
La primera se titula "Poemas de Freiberg" y en ella se nos trasladan muchas ideas interesantes: que el poeta es alguien que "prefiere permanecer callado cuando está contento" (p.31); que debemos ser hospitalarios con aquellos seres que, por azares de la vida o la fortuna, deambulan sin rumbo ("Permaneced amables con el extranjero. / Escasas alegrías le están deparadas", p.31); que el núcleo de la sabiduría auténtica se cifra en aquella frase clásica que conviene no olvidar ("Conócete a ti mismo"); o que la poesía, a veces, se convierte en un lugar mágico desde el que emitir ideas nuevas ("Inauditas, potentes / cosas nunca dichas por labios mortales / quiero proclamar", p.55). No falta tampoco en este apartado algún poema más coyuntural y pedestre, como el que dedica al aniversario de la mina Augusta, justamente olvidable.
La segunda sección son los "Poemas del regreso", que contiene textos de amor tan deliciosos como el que lleva por rótulo "A Julia", donde asegura que la muerte no tiene poder bastante para cancelar el vínculo espiritual que une a dos personas auténticamente enamoradas. Igual de contundente se muestra a la hora de analizar ciertos dolores, cuya eternidad penosa se le antoja evidente ("Hay algunas heridas que están doliendo siempre", p.91). Como detalle anecdótico, ahí está la composición "A Tieck", dos de cuyos versos provocan un cierto espeluzno, sobre todo porque recuerdan a una célebre profecía ideada por Adolf Hitler ("Proclamarás el último reino, / que durará mil años", p.67).
Y el tercer bloque son los "Poemas de la novela Heinrich Von Ofterdingen", donde el poeta se queja de que, hablando en nombre de todos y pensando en todos, no recibe agradecimiento alguno por parte de los destinatarios de sus palabras (pp.113-115); y donde, también, asevera que los arrebatos pasionales y su lamentación pueden unirse de forma indisoluble ("Lágrimas de amor, llamas de amor, / juntas fluid", p.167).
En suma, libro para leer con calma, en silencio, preferiblemente de noche, y en el que están contenidos todos los primores de aquel vate romántico y desgraciado, que sufrió de amor y que ha dejado una huella perdurable en la Historia de la Literatura.

domingo, 20 de octubre de 2013

El equipo Hércules y el oro de Rommel



No es tan fácil, a pesar de lo que algunos ingenuos sospechan, escribir literatura para jóvenes. Primero, hay que elegir unos temas que les parezcan sugerentes; después hay que seleccionar unos protagonistas con los que se puedan identificar, de una u otra forma; más tarde debe buscarse un tono y un vocabulario que les resulten accesibles y seductores; y por fin deben conjuntarse todos esos elementos en una trama ágil, amena, con momentos climáticos y anticlimáticos, sorpresas y quiebros. ¿Fácil? De ninguna manera. Por eso produce tanta felicidad encontrarse con buenos textos juveniles, en medio de la habitual grisura que caracteriza el panorama en España.
Francisco Peñalver Giménez es el autor de El equipo Hércules y el oro de Rommel (Círculo Rojo, 2012), una historia de búsquedas, tesoros, fidelidades y aprendizajes, protagonizada por tres amigos que prometen continuidad: Guillermo (un adolescente con sobrepeso, adicto a los ingenios electrónicos, cerebral e ingenuo), Jorge (musculoso, simpático, impulsivo, voluntario en el cuerpo de bomberos) y Laura (trece años mayor que ellos, exploradora marina, idealista y generosa). Esta primera aventura en la que se ven embarcados (y nunca mejor dicho) arranca cuando Guillermo recibe un misterioso mensaje con unas coordenadas cartográficas que Laura traduce para ellos: el punto que señalan se encuentra en pleno Mediterráneo, no demasiado lejos de Isla Grosa. ¿Qué es lo que se supone que tienen que localizar? ¿Qué secreto se oculta en el fondo del mar, justo en ese punto? Ninguno de los tres lo sabe, como es lógico, pero las inmersiones que comenzarán a producirse para desentrañar el asunto tendrán un añadido inquietante: si tres son los protagonistas de la narración, viajando en el Carcharias, tres serán también los enemigos, que se acercan hasta ellos a bordo del Nemrod: dos sicarios albaneses, tan descerebrados como expeditivos (uno de ellos porta un martillo con restos de sangre, con el que tortura y mata a sus adversarios), capitaneados por un curioso buscador de tesoros que se hace llamar Doctor Toppi, viejo conocido de Laura.
Todos buscan lo mismo pero, acogiéndose al fértil canon de Todorov, unos actúan como protagonistas y otros como antagonistas, estableciéndose una dialéctica de buenos y malos en la que Toppi, educadísimo y culto, parece por momentos nadar entre dos aguas. De hecho, sus exquisitas maneras de gentleman (cortés, pulcro en el vestir, elegante en la dicción, entendido en vinos) comenzarán provocando un cierto síndrome de Estocolmo en Guillermo, más impresionable y candoroso que sus compañeros de aventura.
Pero es que la línea principal narrativa que Francisco Peñalver nos pone ante los ojos no es el único imán para los lectores. Hay al menos otras tres que capturarán su atención y que enriquecerán la trama: los sucesos acaecidos en 1943 (el viaje de un submarino alemán cargado de cajas selladas que nadie ha recuperado nunca), el modo truculento en que el doctor Toppi perdió una de sus manos... y ese final abierto que nos permite soñar con una prolongación de la historia.

Estamos, pues, ante el prometedor arranque de una serie que, esperemos, muy pronto nos ofrecerá su continuación. Francisco Peñalver Giménez se ha ganado el derecho a que confiemos en su pluma, e incluso a que más de un profesor de instituto consulte esta obra y se plantee la posibilidad de ponerla como lectura en su centro.

miércoles, 16 de octubre de 2013

El doctor Fischer de Ginebra



¿Cuáles son los límites de la codicia humana? ¿Cuáles las fronteras que jamás se atrevería a cruzar uno por dignidad, por orgullo, por amor propio? ¿Estaríamos dispuestos a cualquier bajeza con tal de satisfacer nuestras ansias de riqueza? La pregunta se la plantea de forma narrativa Graham Greene en El doctor Fischer de Ginebra, una reflexión inquietante sobre las sentinas del espíritu humano… En sus páginas, compuestas por el maduro Alfred Jones (un hombre al que le falta una mano, traductor de cartas comerciales en una empresa suiza dedicada al chocolate y que estuvo casado con Anna-Luise, hija del doctor que da título a la obra), asistimos a un análisis terrible, que no deja a nadie indiferente. El enigmático doctor es un hombre que ha obtenido su millonaria fortuna gracias a un invento (un dentífrico) y que, misántropo y con un sentido del humor bastante perverso, organiza periódicamente fiestas en las que se rodea de una serie de personajes singulares: un antiguo militar que tiene fama de no haber participado nunca en una lucha, un actor de cine de trayectoria más bien mediocre, una viuda empalagosa, un hombre con la espalda deformada por una enfermedad… Todos ellos tienen un elemento común: les vence el amor por el lujo y la riqueza. Y Fischer, que se ha propuesto demostrar (y demostrarse) que todos tenemos un precio y que basta estar dispuesto a pagarlo para sumir al prójimo en la indignidad, organiza con ellos unos experimentos donde la ironía, la sociología y la náusea caminan de la mano. Todos están invitados a sumarse a sus fiestas, y en ellas tendrán que aceptar sin réplica las humillaciones que el doctor Fischer tenga a bien dispensarles: se burlará de sus deformaciones, de su cobardía, de su comportamiento; pondrá en sus platos comida asquerosa que, no obstante, deberán comer sin protesta (porridge frío, por ejemplo); será desdeñoso y cruel con ellos… Nadie deberá enfadarse, nadie deberá contestar, nadie deberá defenderse. Y el premio, cuando la velada concluya, será un regalo espléndido que el doctor pondrá en sus manos: un objeto de oro, un presente de inmenso valor, una joya. Como telón de fondo, dos historias de amor que no van a concluir de un modo agradable: la de Steiner con la esposa de Fischer y la de Jones con la hija del mismo.
En ese esquema horrendo, que nadie vulnera y nadie cuestiona, se introduce como chirrido inesperado el narrador protagonista, Alfred Jones, un cincuentón que acaba de casarse con la hija veinteañera del doctor Fischer y que, perplejo, se niega a participar en estas esperpénticas reuniones. Pero todo se confabulará para que termine sumándose, aunque sea como testigo, a una de ellas. Desde ese instante, el mecanismo lo atrapará, con consecuencias tan llamativas como reveladoras, que le sirven a Graham Greene para poner ante nuestros ojos los entresijos del alma humana, donde la luz y el cieno conviven.

Escrito con una prosa limpia, diáfana, sin complicaciones retóricas, El doctor Fischer de Ginebra nos habla del amor, de la dignidad, de la rectitud, pero también de la perversión y del peligro de los límites. Al final, resulta ser una novela grata, turbadora y excelente, que nos hace mirar y mirarnos. ¿Qué papel jugaría yo en ese esquema (terminas por preguntarte, aunque no quieras)? ¿Sería Kips, sería Belmont, sería Montgomery, sería Dean? ¿O tal vez sería Jones, Fischer o Steiner? La respuesta no es fácil. Las respuestas nunca son fáciles. Léanla y lo comprobarán.

domingo, 13 de octubre de 2013

La excluida



Los pedantes, cuando se refieren a un escritor que a ellos les gusta mucho (o que, en su opinión, debería conocer el común de los mortales, so pena de excomunión intelectual), suelen usar mucho la desgastada fórmula «No necesita presentación», así que evitaré ese tópico para introducir esta obra del premio Nobel de Literatura Luigi Pirandello, uno de los grandes escritores italianos de entresiglos. Se trata de La excluida, una interesantísima novela que traduce y anota Mónica García Aguilar para el sello Traspiés, donde se aborda el tema de la infidelidad femenina y el modo en que la sociedad siciliana afronta esa delicada cuestión.
Con todo, el arranque de esta novela podría casi definirse como humorístico: los Pentagora andan revolucionados por el descubrimiento que ha hecho el joven Rocco de que su mujer está poniéndole los cuernos. Pero su padre le explica que él mismo fue cornudo, y que el abuelo también lo fue: es una tradición familiar. No obstante, poco tiempo tardará el lector en darse cuenta de un detalle curioso: la aparente infiel, Marta Arjala, en realidad no ha sucumbido a las mieles de la traición. Recibe cartas del abogado Alvignani, eso sí; las lee con atención y casi con coquetería, eso también; e incluso contesta a las mismas tratando de hacerle desistir de sus propósitos... pero no ha llegado a verse a solas con el intrépido madurito. Sus negativas corteses, sus rechazos sin aspavientos y sus palabras serenas no han servido, de todas formas, para frenar la insistencia del cortejador; ni tampoco para convencer a su marido acerca de su fidelidad modélica. Convencido de la consumación, Rocco la echa de casa. Y Marta Arjala se encuentra, de pronto, sin dinero, sin hogar, sin familia y sin la menor posibilidad de procurarse el sustento.
Ella no entiende nada. ¿Por qué todos actúan como si fuera culpable y se tuviera que avergonzar personal y socialmente? Marta es consciente de su férrea dignidad («Ella tenía la conciencia bien tranquila de no haber faltado nunca a sus deberes como esposa y no porque su marido se mereciera este respeto, sino porque no era digno de ella engañarlo», p.68), pero no tiene más remedio que amoldarse a la abominación de ser señalada por todos. De nada le vale su conducta intachable durante el matrimonio con Rocco; de nada le vale su comportamiento rectísimo tras la expulsión del hogar. La miran con desdén o con asco, allá donde vaya («Empezaba a sentir el convencimiento de que ella sola era la excluida, la única que no había encontrado su lugar, hiciese lo que hiciese», p.126).
Pero ni siquiera cuando se sobrepone la dejan en paz: Marta estudia con ahínco unas oposiciones de maestra, las aprueba y consigue un trabajo. Pero la presión social no se rebaja ni un ápice. Y Alvignani, que se había mantenido en un segundo plano durante muchos meses, vuelve a la carga...

Luigi Pirandello borda en estas páginas una aproximación social pero también psicológica al tema de la mujer infiel (en la línea de Ana Ozores, Emma Bovary y tantas otras), pero con matices muy especiales: la insobornable rectitud moral de su protagonista, el ambiente claustrofóbico de Sicilia, la pugna sorda entre Alvignani y Rocco (que quieren a Marta pero a la vez la repudian)... Una novela dura y memorable.

miércoles, 9 de octubre de 2013

Servidor de ustedes



Dos novelas, en apariencia muy diferentes, cohabitan en este volumen que fue publicado en el año 2005. Y en ambas se puede constatar el buen hacer literario de su autor, José María López Conesa.
La primera se llama Servidor de ustedes y nos acerca hasta las dudas teológicas de don Diego, un humilde sacerdote de provincias que, después de quince años de entrega absoluta, desinteresada y vocacional a sus feligreses, descubre erosionados los cimientos de su fe cristiana por el ácido de la duda. Y aunque continúa realizando su labor de manera puntual se siente desazonado. Bien está, se dice, hacer el bien. Pero si no es capaz de descubrir la fragancia y la luz de Dios empapando esas acciones, ¿qué sentido tiene estarlas ejecutando desde la posición de sacerdote? Para aliviar un poco la amargura que lo corroe decide compartir algunas reflexiones con su amigo de infancia David Campos, que trabaja ahora como abogado y que lo escucha con tanto afecto como tristeza.
La segunda obra lleva por título Amores bajo la torre Eiffel y se centra en una temática distinta: el viaje de estudios que protagonizan unos jóvenes y que los llevará por Francia, Austria e Italia. En ese autobús heterogéneo se reúnen unos personajes muy variopintos: dos chicas que están comenzando a vivir la grata experiencia de su homosexualidad, que pretenden gozar sin tapujos hipócritas (Sandra y Silvia); un ingenuo estudiante que procede del ámbito rural y que soporta no pocas chanzas de sus compañeros (Crispín); un conductor divorciado y con bruscos cambios de carácter, que chocará con docentes y chavales (Antonio); una profesora de inglés que no termina de encontrar la felicidad en los brazos de ningún hombre (Gloria)... Todos los incidentes esperables de un viaje de estas características (paseos culturales por museos, alumnos detenidos por pequeños robos, ruidos nocturnos en el hotel, escarceos eróticos de los desenfrenados chicos, retrasos en los horarios) se dan cita en estas páginas, y José María López Conesa sabe contarlos con fluidez y eficacia.
Acabado el tomo, el lector comprende que las dos historias, siendo tan disímiles, ofrecen un nexo que las vincula: ambas nos hablan de personas que se buscan a sí mismas, personas que sufren, personas que dan zarpazos para encontrar su sitio en el mundo, personas que anhelan respuestas. Y José María López Conesa, con la plasticidad de su prosa, consigue que todas sus peripecias nos resulten atractivas y convincentes.

Un libro, sin duda, para leer y conservar.

domingo, 6 de octubre de 2013

Treinta maneras de mirar la lluvia



No me canso de leer a algunos escritores. No me canso de leer a Antonio Muñoz Molina. No me canso de leer a Jorge Luis Borges o Julio Cortázar. No me canso de leer a Pablo Neruda. No me canso de leer, tampoco, a Miguel Sánchez Robles. Lo admiro, degusto sus páginas, atesoro sus libros como diamantes en mi biblioteca y, además, tengo el maravilloso privilegio de gozar de su amistad. Ahora he tenido el placer de acercarme hasta sus Treinta maneras de mirar la lluvia, con el que obtuvo el premio internacional de poesía Gabriel Celaya y que le han editado en San Sebastián, en un volumen tan sobrio como bello.
En sus palabras encontramos, como siempre ocurre en Miguel, un poder inaudito de lenguaje, unas definiciones nebulosas pero exactísimas, de esas que el poeta esmalta como nadie, muñidor de vocablos y emociones («La lluvia, ese sentimiento que se parece tanto a la melancolía de existir, al desamparo dulce, a la ansiedad cumplida y a la felicidad de estar triste o algo así»). Y con ese fastuoso poder de las palabras, con esa insuperada capacidad lírica pero también visual, logra crear unas diapositivas emocionales que perturban, porque están dibujadas con la belleza de lo cotidiano («Me gusta la luz después de haber llovido. / Esta luz de las tardes / veinte minutos antes del crepúsculo / sentado en las terrazas de los bares / o en las plazas tranquilas con estatua»). Otras veces, la tristeza se convierte en sus manos en una luz reveladora, una luz negra encharcada de descubrimiento, que le permite esmaltar fórmulas demoledoras, atroces, innegables («Esta guerra perdida es nuestra vida»); o en versos inauditos, donde la sencillez está llena, explosivamente llena, de significados («Hace sol muy despacio. / Estoy solo en el mundo»). Y, como también es frecuente en las páginas de Miguel Sánchez Robles, hay constantes juegos verbales de contrapunto: es decir, uniones de dos versos que por separado parecen hermosos pero que juntos provocan una eclosión demoledora, como de ojos abiertos hasta el límite («Vivir es sobredosis. / ¿Por qué todo es mediocre?»).
Y, por encima de todo, Miguel Sánchez Robles utiliza esa manera peculiar, única, inconfundible, de decir las cosas, donde flotan la desesperanza, el ansia, la voluntad de luz, el zarpazo ontológico y el grito callado de quien querría que la vida fuese azúcar y música, exaltación y luz, pero que constata que es más bien acíbar, ocasiones heridas por el gris y escalones manchados de fango.

Se ha dicho muchas veces que un poeta (en el sentido amplio de artista, de creador de mundos) es, ante todo, una mirada. Que las cosas del entorno simplemente están ahí, esperando ser contempladas con los ojos adecuados de alguien que las sepa entender con la brillantez y la profundidad requeridas y que sepa llevarlas al terreno estético con palabras, notas musicales o colores. En ese orden de cosas, Miguel Sánchez Robles es siempre un poeta porque dispone de una mirada, tanto cuando escribe versos como cuando se ocupa de redactar cuentos, componer novelas o ultimar ensayos. Y concretamente en este libro es más aún: es treinta miradas, treinta observaciones, treinta modos de colocarse ante el mundo y decirlo. Adéntrense ahora en el alma de este poeta colosal de la única forma posible: leyéndolo.

miércoles, 2 de octubre de 2013

Vuelta de hoja



Nos enseñaron en el colegio que, frente a los árboles de hoja caduca (aquellos que se desvisten durante el invierno y que se convierten en tristes escobajos), existe un grupo mucho más tenaz y codicioso llamado árboles de hoja perenne, porque se niegan rotundamente a dejarlas caer. Bien, pues he aquí un volumen de artículos raro, exquisito y de primorosa factura, que viene a corroborar la sugerente idea de que también existen artículos caducos y artículos perennes. Se titula este libro que hoy les comento Vuelta de hoja, su autor es el genial andaluz Manuel Alcántara, y se compone de cien columnas periodísticas (¡ah, esa tentación de los números redondos!) que, centradas en los más variopintos temas. Fueron apareciendo en diversos periódicos españoles entre los años 1989 y 1997.
Manuel Alcántara es malagueño, como lo fue Pablo Ruiz Picasso, y como él gusta de acercarse a la realidad (a eso que tan engoladamente llamamos la realidad) con ojos curiosos, sagaces, críticos, con ojos de pregunta y bisturí. Una vez, Federico García Lorca dijo que él era un pulso herido que rozaba las cosas desde el otro lado; y en idéntica línea de indagación podemos decir que Manuel Alcántara es el periodista al que no le tiembla jamás el pulso para mirar la noticia desde el otro lado; el inquisidor de pupilas reticentes, bigote escéptico y zumba de subidos quilates; el hombre bueno que, armado con su pluma quijotesca, su espléndida ironía y sus fecundísimos juegos de palabras, señala las brutalidades sin cuartel que asolan el mundo, ninguna a los papanatas de relumbrón y castiga con su verbo a los nefarios y a los malages.
Pero es que, si lo escrito se antojara poco, resulta que Manuel Alcántara posee el rarísimo olfato de descubrir un artículo allí donde no parece haber nada, salvo la anécdota pasajera. Así, la muerte por congelación de un mendigo en Madrid (uno entre tantos, línea perdida en la columna de Breves) le permite crear una maravilla de humanidad, asco y literatura a la que da por título Un hombre de mediana edad, y donde nos propone (¿sarcasmo, denuncia, frivolidad, llanto contenido?) construir casas para los indigentes con las pastillas de turrón que nos sobran todas las navidades. O esos melancólicos instantes en los que evoca el mar de Málaga (“Prefiero ahora [...] llevar la precaria contabilidad de mis recuerdos usando de ábaco a las gaviotas”), como un Vicente Aleixandre de la nostalgia periodística. O sus reposadas denuncias del racismo, de la violencia perpetrada por ETA o los miembros de las tribus urbanas (“Se visten todos en el mismo ferretero y los peina a todos el mismo mohicano”), de los excesos auditivos del CESID o de la notoriedad pública alcanzada por los gilifamosos. La mirada agudísima, humana e inteligente de Manuel Alcántara se extiende como los gases, con ansia de inundarlo todo, de analizarlo todo, de fecundarlo todo.

Ni los múltiples y merecidos premios que atesora (Luca de Tena, Mariano de Cavia, González-Ruano), ni los reconocimientos públicos que su labor como poeta y periodista se le han tributado (es Premio Nacional de Literatura), ni la urgencia exigente de su labor (un artículo diario, como mínimo) han conseguido apoltronarlo, envilecerlo ni rebajar la calidad minuciosa de su escribir (Juan Manuel de Prada dejó escrito en su libro Reserva natural que jamás ha logrado detectarle un solo adjetivo estéril). Por eso Alcántara es un mito del articulismo español. Leerlo es un acto de oxigenación y riqueza para nuestros pulmones cívicos y literarios.