sábado, 30 de noviembre de 2019

Diario






Cuando cursaba bachillerato me enteré de que Zenobia Camprubí era la esposa de Juan Ramón Jiménez; pero eso no me sirvió para descubrirla. Cuando cursé los estudios universitarios me enteré de que Zenobia Camprubí había traducido junto a Juan Ramón los escritos de Rabindranath Tagore, que yo había empezado a leer y que me gustaban mucho; pero eso tampoco me sirvió para descubrirla. En ambas etapas la vi (o me la hicieron ver) como un apéndice vistoso, casi diría que exótico, adherido al premio Nobel de Moguer. Ahora, gracias a la lectura lenta y admirativa de los tres tomos de su Diario (edición de Graciela Palau de Nemes) he podido descubrir la grandeza, la densidad intelectual y humana de esta figura egregia, a la que quizá aún no se ha hecho la justicia que merece.
En el primero de los volúmenes nos explica algunas peculiaridades sensoriales y poéticas de su marido (“J.R. no soporta ningún ruido o movimiento cuando está trabajando”, p.10) y se lamenta de su actitud egoísta (“Nunca quiere hacer nada que otra persona sugiera y la única manera de hacer algo con él es haciendo lo que él sugiere”, p.25); pero también alude a su desprendimiento económico (“La idea de recibir dinero por su trabajo le hace sentirse mal hasta lo indecible y siempre se siente humillado cuando acepta dinero”, p.131) y a su vocación eterna de aislamiento (“Estoy segura de que deseaba ser un monje del siglo XVI absorto sólo en el misticismo y la contemplación y también estoy segura de que solamente una ocurrencia tardía le hizo atraerme a su compañía”, p.268)… Junto a esas reflexiones, también anota multitud de detalles relacionados consigo misma, como su intención de caminar para perder peso (p.35), sus problemas dentales, el dolor que siente en el oído derecho (p.59) o las molestias que se derivan del lipoma que tenía en el estómago y del que Juan Ramón prefería, absurdamente, que no se operase (p.135).
En el segundo tomo se intensifica la irritación contra su marido, el cual juzga que “se le debe rendir pleitesía en todo a cada minuto” (p.13) y que “se ha vuelto un completo misántropo” (p.94). Además, Zenobia considera que esta actitud no muestra señales de ser reversible, lo cual la entristece (“A medida que J. R. vaya envejeciendo, la situación empeorará, no mejorará”, p.223). Ese egoísmo terrible supone que la esposa se sienta ninguneada o preterida (“Dice que quiere trabajar, lo que de veras significa que yo renuncie a todo lo que quiero hacer y pase cada momento de mi vida resolviendo sus problemas”, p.121), hasta el punto de que escriba esta frase demoledora: “Debería estar acostumbrada a la desilusión” (p.180).
Y en el tercer volumen, que coincide con el camino ya descendente de la vida, la escritora comenta la diferente percepción que del amor se tiene con el transcurso del tiempo (“¡Cómo se da uno cuenta de que se quiere más y más a medida que pasan los años! Es porque se da uno cuenta al mismo tiempo de que le va ya quedando poco de estar juntos. Apenas puedo escribir esto. ¡Qué congoja!”, pp. 27-28) y la variación misma que han experimentado sus intereses vitales a intelectuales (“El objeto de lo que me resta de vida es solamente ayudar a J. R. a que se realice lo que se pueda de su obra”, p.176). A veces, cómo no, el creciente egoísmo de su esposo erosiona su ánimo (llega a decir, en la página 248, que la “deja hecha un estropajo”); pero lo que realmente actuará como un mazazo sobre Zenobia será su cada vez más debilitada salud. El dolor y las pruebas médicas la van destrozando, con siniestra eficacia. El cáncer la devora. Y aunque Juan Ramón llega a proponerle a diario el suicidio compartido (así lo confiesa en la página 279), ella se obstina en resistir: quiere pasar a limpio los manuscritos de su marido, ordenar su biblioteca, organizar su legado. Los análisis le dejan claro que tiene “pocas oportunidades de escapar esta vez” (p.337), pero nunca ha sido una persona fácil de derrotar. En una de sus últimas anotaciones escribe: “La Nena me mandó una mata de crisantemos amarillos, como la vez pasada, y enseguida decoré con ellos el retrato de J. R.” (p.366). Poco después, moría.

viernes, 29 de noviembre de 2019

Las suplantaciones




Voy a comenzar copiando unas líneas de la página 87 de este libro, que me parece que encierran un magnífico resumen de su espíritu: “Disparates, personalidades suplantadas, bandas secretas, vidas trastornadas, el mundo convertido en un juego de mesa electrónico que es manipulado por seres desde la sombra, seguramente enloquecidos, con aviesas intenciones. Seres que se creen dioses y que han hecho de la realidad un lugar inhóspito. Un enorme teatro cuyas fronteras entre público y actores han sido emborronadas hasta el delirio”. Así es. En esa maraña de sueños dentro de sueños, de realidades bifurcadas o neblinosas, de laberintos y trampantojos, tienen que moverse los personajes de la novela Las suplantaciones, de Pedro Pujante.
Al principio, el nivel de anormalidad se tiñe con unos colores “tolerables”, merced a la colaboración de Franz Kafka (el protagonista acude a Praga y se encuentra con la sorpresa de que su primo se ha convertido en un gelatinoso insecto). Pero muy pronto las cotas de trastorno alcanzan unas dimensiones difíciles de asimilar (el protagonista descubre que los demás no son quienes dicen ser, y que tampoco él resulta ser quien pensaba). A partir de ahí, el nivel de confusión crece, los planos se mezclan, y nadie sabe muy bien si está viviendo una pesadilla, si se ha vuelto loco o si tal vez la realidad ha comenzado a involucionar o deformarse.
No quiero decir más. Es tan anonadante el cúmulo de sorpresas que el autor les reserva a los lectores que dar más pistas se me antoja una traición que no estoy dispuesto a cometer. Sólo les anticipo que no hay ni un minuto de tregua durante el viaje que Pedro Pujante ha construido con diabólica maña.
Las suplantaciones es una novela tortuosa, para lectores que estén dispuestos a sumergirse en un pantano desconcertante y que acepten renunciar a las verdades sólidas sobre la identidad, sobre el mundo y sobre la vida. Hagan la prueba.

jueves, 28 de noviembre de 2019

Jardinería de interior




Una de las mayores virtudes de los libros de microrrelatos es la diversidad de sus propuestas, el hecho fascinante de que en un solo volumen burbujeen y brillen docenas de argumentos y soluciones narrativas distintas. O, dicho de una manera gastronómica, que los lectores seamos invitados a un menú degustación en el que los platos nos llenan de colores, formas, olores, sabores y sonidos de la más variada condición.
Paz Monserrat Revillo nos propone en las páginas de Jardinería de interior (Enkuadres, 2019) un festín majestuoso y saciante, en el que las sorpresas se van sucediendo sin que nuestro asombro baje nunca de la meseta de calidad que su mano imprime a los textos. En ese viaje embriagador nos encontramos con giros humorísticos (o inquietantes) al socorrido tópico de que los bolsos femeninos cobijan infinidad de fruslerías (“A veinte mil leguas de mi casa”); con niñas que se irritan calladamente por la demolición de su infancia (“Anónimo”); con decisiones que parecieron razonables y que ahora escuecen cuando ya no existe remedio (“Celos”); con oscuros enigmas que flotan en los tonos sepia de antiguas fotografías (“Constelación familiar”); con fantasías zoológicas inquietantes, que nos desazonan y nos obligan a pensar (“Domingo en el zoo”); con la eficaz desmitificación de ciertos cuentos infantiles, cuya prolongación no depara más que disgustos y zozobras a sus protagonistas (“Durmiente”); con curiosos homenajes funerarios, centrados en un ser que jamás hubiera pensado que lo pudiera suscitar (“Elegía”); con pérdidas cotidianas que se convierten en motivo de sonrisa o de melancolía (“Grietas”); con el inquietante germen de una novela de terror (“Oficina de objetos perdidos”); con bellísimos apuntes sobre el azar y los caminos que se cruzan dichosos para crear luz (“Pluscuamperfecto de subjuntivo”); y, cómo no, con ejemplos perfectos de final por KO (“Prórroga”).
¿Qué le falta a esta obra? Absolutamente nada, en mi opinión. Ojalá la escritora catalana vuelva pronto a las mesas de novedades de las librerías con una nueva entrega de relatos. Será una espléndida noticia para los lectores.

miércoles, 27 de noviembre de 2019

Cuaderno de verano




Lo que José María Cumbreño nos propone en su último trabajo (que lleva por título Cuaderno de verano y que ofrece en su cubierta la imagen significativa de un sacapuntas) no es, en el sentido clásico, poesía. Pero sí que es poesía en el sentido etimológico, porque el autor extremeño combina la seriedad, el humor, la palabra y las imágenes para ofrecernos un laberinto de enigmas, del que nos pide que extraigamos conclusiones o enseñanzas. Porque este libro es, ante todo, un vademécum de retos visuales, que podemos recorrer de dos maneras: acelerados, intentando llegar al meollo del volumen; o bien con lentitud, recelosos de que los matices se nos estén escapando o se camuflen.
Si procedemos de la primera forma la lectura nos ocupará diez minutos. Ni uno más. El problema es que saldremos con la impresión errónea de que este libro no es otra cosa que un juego vacío e intrascendente. Pura distracción que a nada conduce y que no nos dejará poso.
Si lo hacemos transitando por la segunda vía, resistiéndonos a pensar que este alarde es un mero desperdicio de tinta, el cofre del tesoro nos mostrará luces de alto brillo: bien por su humor (p.16), bien por sus implicaciones sociológicas (p.37), bien por su profundidad psicológica (p.47), bien por el estremecimiento que nos provoca en la piel y en el alma (p.62).
Yo les recomiendo de corazón que reserven ustedes un par de horas para nadar por estas páginas juguetonas, sabias, alígeras y marmóreas, porque es probable que en ellas encuentren más de un motivo para quedarse pensando. No es poco en los tiempos que corren.

martes, 26 de noviembre de 2019

El criador de canarios




En 1996, el narrador caravaqueño Luis Leante reunió en un volumen doce relatos que le habían premiado en diversos certámenes entre 1986 y 1995. La obra salió en busca de lectores con el título de El criador de canarios y constituye un tomo bastante singular en la bibliografía del exitoso escritor, porque nos muestra la prehistoria de su pluma, los productos más juveniles (pero ya aplaudidos) de su carrera.
Allí estaba, por ejemplo, aquel estremecedor alegato contra la guerra de Vietnam que se titulaba “Al despuntar la aurora”; o “Enroque”, un relato de ajedrez y de amor mercenario que difícilmente encontraría comparación en nuestras letras; o “El negro Malone”, que contiene uno de los mejores diálogos de amenaza que se puede leer en la cuentística española de todos los tiempos, y que hiela la sangre por su frialdad tensa.
Luis Leante demostraba de forma contundente que era un auténtico maestro de la distancia corta, y que el salto a la novela (que ya había ensayado de forma más titubeante durante su juventud) estaba próximo.
Lo que ha venido después, incluido su éxito internacional al obtener el premio Alfaguara en 2007, se encontraba en forma germinal en las páginas de este tomo.

lunes, 25 de noviembre de 2019

Los restos del naufragio




La yeclana Pura Azorín, tras haber cursado estudios de Filología Románica y haber obtenido algunos galardones de importancia por sus cuentos (el Gabriel Miró en 1991, el Diario de León en 1993, etc), se reveló también como cultivadora de la novela corta tras obtener el XIX premio Gabriel Sijé (certamen en el que se impuso a José Carlos Somoza) con su pieza Los restos del naufragio.
Es un relato conmovedor y muy bien estructurado donde se nos cuenta la historia de Óscar, el profesor de griego de un instituto “perdido entre La Mancha y Levante” (p.29), que acaba de morir. Gracias a unas notas que dejó redactadas (y que ahora lee conmovido su amigo Tomás), tenemos acceso a los pormenores melancólicos de su estancia en ese pueblo, de la astenia que lo acongojaba, de su amistad profundísima con Celia, de su amor por Lluís (un joven modelo del que se terminó separando) y de su imparable y doloroso declive físico causado por la enfermedad.
Esos papeles, esos restos del naufragio vital de Óscar, constituyen la médula de un relato sólido, que no se pierde en sensiblerías ni presenta altibajos narrativos dignos de reseñarse.
La localización geográfica que Pura Azorín elige para ambientar su historia es inequívocamente yeclana: nos habla de los libricos (conocido postre local) en la página 40; de la Sierra del Cuchillo en la 48; o de la iglesia de san Francisco en la 89. Igualmente, podría detectarse un guiño al novelista José Luis Castillo-Puche en la página 74, cuando uno de los personajes dice: “Yo, como todos, también llevo la muerte al hombro”.
Interesante narración.

domingo, 24 de noviembre de 2019

Mediodía en la otra orilla




El poeta y narrador Ángel Manuel Gómez Espada (Murcia, 1972) publicó, en el año 2000 su obra Mediodía en la otra orilla, encabezada por unas líneas en las que el autor manifestaba su firme voluntad de escribir una poesía lúdica, anecdótica y sin pretensiones, con el argumento de que quienes aspiren a superar “a autores de la talla de Borges, Pessoa, Cernuda (no digamos ya a Homero o a Quevedo) están perdiendo un tiempo precioso que mejor dedicarían a sus seres más queridos” (p.8).
Lo que no explicaba el inteligente y brillante poeta es que mediante el ardid de presentarnos sus textos bajo el disfraz de lo humilde nos estaba regalando unas reflexiones existenciales de notable vigor (“Maneras de no estar muerto”), relecturas enriquecedoras de los clásicos antiguos y modernos (“Que veinte años no es nada”) o amargas poetizaciones del mundo que nos rodea, tan pródigo en crueldades, paradojas e insensateces (“Recortes de periódico”).
El libro (que se remata con cuatro espléndidas páginas de dedicatorias y aclaraciones) resulta muy agradable de leer y está teñido por un barniz de desenfado que, dotándolo de una apariencia festiva y a veces zumbona, no le merma ni un ápice de calidad ni de inteligencia creadora. Era el primer paso de una carrera literaria que ha seguido una admirable línea ascendente y que aún nos dará espléndidas sorpresas en el futuro.

sábado, 23 de noviembre de 2019

El hombre y la palabra




Diego García López (Mula, 1947) es un bibliófilo enamorado de la poesía que dispone de una colección de Quijotes absolutamente envidiada y envidiable y que irrumpió en el mundo de los libros con la obra titulada El hombre y la palabra, que apareció en 1987.
Con una bravura insólita en quien se lanza al ruedo de la publicación, el muleño se arriesgaba a la combinación de dos elementos peliagudamente matrimoniables: de un lado, la sencillez inmaculada de su léxico; del otro, el molde formal escogido para plasmar su mensaje: el soneto, una estrofa dura, exigente, que pone a prueba la templanza de los vates más experimentados. Pero Diego García superaba la prueba y, merced a su pasión lírica (“Este pecado, que asumo”, anota el autor en la página 51), era capaz de escribir con frescura y desparpajo sobre temas tan dispares como los políticos (p.54), las lluvias que se presentan en forma torrencial (p.58), el cante flamenco (p.69) o Jorge Luis Borges (p.85).
No obstante, y aun aplaudiendo la viveza de su diversidad, quizá los dos mejores sonetos del libro son aquellos que están situados en las páginas 82 y 83, y que dedica a dos mujeres cruciales en su vida: su madre y su esposa María.
Tanto el vocabulario como las metáforas o las rimas que Diego maneja son extremadamente sencillos. Pero que nadie busque en estas circunstancias un signo de la incapacidad del autor. Muy al contrario, se intuye que han sido pensadas, elegidas y decididas por él para trasladarnos una poesía que le nace del corazón y que quiere comunicarnos sin contaminaciones barrocas.

viernes, 22 de noviembre de 2019

Un dios salvaje




Camilo José Cela se definió ante Soler Serrano como una persona que intentaba pasar por el mundo “haciendo la puñeta a la menor cantidad de gente posible”. Y esa loable actitud, sublimada y acaso deformada esperpénticamente por la modernidad, ha generado lo que ha dado en llamarse “corrección política”. Pero, como siempre que adoptamos un disfraz, los problemas surgen cuando su tela comienza a picarnos o sus hechuras no responden con la flexibilidad que sería deseable. Es entonces cuando aparecen las fricciones, los reproches, la furia de la rabia represada.
Dos matrimonios se reúnen en la casa de uno de ellos, porque el hijo de los anfitriones ha sido golpeado con un palo por el hijo de los invitados; y todos, civilizadamente, quieren discutir la situación para llegar a un acuerdo pacífico, educativo y moderado. Al principio, el talante de los cuatro parece dialogante; después, las personalidades disímiles comienzan a extremar sus parlamentos. La anfitriona, que comenzó edulcorada (afirma en la página 30 que cree “en el poder pacificador de la cultura”), termina explotando ante la prepotencia de los visitantes (“No sirve de nada comportarse con educación. La honestidad es una idiotez, sólo sirve para sentirnos más débiles y desarmados”, p.59). Y el invitado (un abogado sinuoso y que recibe constantes llamadas en su teléfono móvil), harto de fingimientos, se quitará la máscara (“Ya hemos tenido bastante ración de arengas y sermones”, p.59) y vomitará sus ideas más primitivas (“Yo creo en un dios salvaje. Es él quien nos gobierna, sin solución de continuidad, desde la noche de los tiempos”, p.78).
Yasmina Reza nos traslada en esta obra una reflexión ácida y directa sobre el mundo en que vivimos, encorsetado por normas melifluas pero que hierve de brutalidad e instintos por debajo del disfraz. Una pieza de teatro muy reveladora y sincera, que nos obliga a reflexionar.

jueves, 21 de noviembre de 2019

El amor y los días




Un jovencísimo Antonio Aguilar (1973) se dio a conocer poéticamente cuando en el año 1997 le concedieron uno de los accésits del premio García Lorca, lo que se tradujo en la publicación de El amor y los días (Granada, Universidad, 1998).
Se trata de un poemario no muy extenso, donde ya se insinuaban destrezas que el autor iría incrementando en los años posteriores. Aquí observamos ya algunas inteligentes reflexiones sobre el flujo heraclitiano de las horas y advierte su condición imparable, que él sintetiza en una fórmula poética de alta belleza: “La vida que con ademán de estarse pasa” (p.16). Los versos de este volumen (en especial los endecasílabos) están manejados con elegancia, y su tino a la hora de encabalgarlos demuestra el largo y fecundo tiempo que el poeta ha dedicado al apartado rítmico (y también la sabiduría innata que en ese ámbito atesora).
Las ambientaciones que elige para sus poemas son muy amplias, y van desde los territorios urbanos de su Murcia natal (la plaza de las Flores) hasta los paisajes más añejos de Europa (la abadía de Westminster), pasando por algunos escenarios que quizá resulten más coyunturales (como la mención del río Darro, que cruza Granada y que protagoniza el tercer poema del libro).
Se nota, en fin, que Antonio Aguilar estaba buscando y encontrando músicas, que preludiaban lo que vendrían después en sus siguientes libros.
(Como detalle anecdótico, puede consultarse la página 21 de este libro y se observará que el poema está dedicado a un misterioso Ives de la Roca, que volvería a aparecer en su siguiente obra).

miércoles, 20 de noviembre de 2019

Acción, cámara, rodando




Tras acabar la colección de relatos Acción, cámara, rondando, de Antonio Llamas-Cánaves, descubro que lo único feo del volumen es el título. Todo lo demás, sin excepción, me gusta: el lirismo melancólico de “El grito”, el frenesí narrador de “Tito”, la originalidad espléndida de “Asesinato frustrado de Petrarca”, la dulzura amarillenta de “Apuntes para un final de otoño”, el juego compositivo (tan soberbio, tan eficaz, tan literario) de “El bucle”, etc.
Es una lástima que este narrador no se haya prodigado más, porque me parece que tenía bastantes cosas que decir en el mundo de la literatura regional.
Y subrayo (y copio aquí) una frase memorable: “La vida consiste en ver cómo amanece un día en el que descubres que todo ha cambiado”.

martes, 19 de noviembre de 2019

La voz interior




Leo la breve novela titulada La voz interior, de Jordi Sierra i Fabra (SM, Madrid, 1998), un ejercicio blanducho y descafeinado que a mis alumnos les gustaría más que a mí, y donde se cuenta la historia de una chica (Isabel Carreras) que ha sufrido un profundo shock (con intento de suicidio incluido) cuando una de sus amigas se ha chivado de que mantiene entrevistas, en la habitación del internado de monjas en el que se encuentra, con su novio.
Una monja (sor María, profesora de lengua) tratará de aclarar quién ha sido la amiga lenguaraz, para hacerle comprender a la muchacha que ha procedido inadecuadamente y evitarle así futuros remordimientos de conciencia.
Una viscosidad ideológica, ciertamente. Eso no obsta para reconocer que el autor ha sabido manejar un lenguaje y unas estructuras mentales muy adecuadas para su público adolescente. Pero, en fin, esto no va a ningún lado.

lunes, 18 de noviembre de 2019

El príncipe Caspian




Presentar a C. S. Lewis y sus historias de Narnia al público español es tan innecesario como absurdo: los miles de lectores que han devorado sus libros y los millones que han abarrotado las salas cinematográficas para ver las películas que se han adaptado desde ellos conocen las excelencias de su fantasía demasiado bien como para que se les importune con detalles accesorios o repetitivos. Todos hemos disfrutado alguna vez con las aventuras que Edmund, Peter, Susan y Lucy protagonizan en el mundo mágico de Narnia. Y en esta nueva entrega volvemos a encontrarnos con ellos.
Los cuatro hermanos están ahora en una estación de ferrocarril, cargados de baúles y cajas de juegos, cuando de pronto, sin previo aviso, una fuerza mágica tira de ellos y los devuelve al reino prodigioso del que una vez fueron reyes.
Pero las cosas han cambiado bastante. Miles de años han transcurrido, y el recuerdo de sus nombres y proezas se ha convertido en leyenda popular en la remota isla, dominada por un conflicto bélico de enormes proporciones: el príncipe Caspian, legítimo heredero del trono, es apartado del mismo por un usurpador llamado Miraz, que se ha rodeado de un ejército para consolidar su posición. Los seres de la naturaleza (árboles, faunos, animales parlantes) se alían con Caspian, pero otras fuerzas no menos poderosas eligen apoyar a Miraz, e incluso invocar a la Bruja Blanca (a quien los cuatro chicos protagonistas derrotaron en un episodio anterior).
¿Qué ocurrirá cuando se enfrenten las dos facciones? ¿Qué misterioso juego de fuerzas emergerá a la luz? ¿Quiénes saldrán al fin victoriosos de tan fabuloso choque?
De la traducción de este libro de Lewis (publicado originalmente en 1951) se ocupa Gemma Gallart y de las ilustraciones del volumen Pauline Baynes.

domingo, 17 de noviembre de 2019

Memoria de Prácticas




Fijémonos en las tres figuras que conforman el esqueleto de esta pieza teatral. De un lado, Maite, una maestra de 55 años que se ha curtido en mil batallas docentes y que se ha acorazado contra ciertas implicaciones emocionales que, aunque plausibles, resultan poco prácticas para el desempeño de su trabajo; del otro, Alma, una joven de 26 años que acaba de aprobar las oposiciones y que llega a la enseñanza con el corazón limpio, la voluntad indesmayable y las ilusiones intactas. En medio, José, un chiquillo de 8 años que procede de un entorno familiar y social bastante delicado, y que se convierte en el centro de atención de Alma, que trata de protegerlo, encauzarlo y salvarlo.
Fijémonos ahora en el paisaje que rodea a estas tres figuras centrales: el colegio Federico García Lorca, situado en una barriada difícil, con una atmósfera de drogas, pobreza y delincuencia, que erosiona la fe de sus docentes y que dibuja para los alumnos un futuro nada halagüeño, que pasa casi inevitablemente por el robo de coches o el tráfico de estupefacientes.
Alma, durante los meses que dura su período de prácticas, centrará sus mejores esfuerzos en José, al que intenta redimir de su destino (que intuye más bien aciago) enseñándole a hablar, a escribir, a dibujar y a concebir ilusiones (promete llevarlo a conocer el mar). Acabado ese curso, tendrá que presentar un informe donde exponga y razone qué ha hecho y por qué lo ha hecho… Pero el azar, con su crueldad inmisericorde, va a convertir ese documento administrativo en un terrible documento humano.
La gaditana Raquel Pulido Gómez, con esta pieza emotiva y excelentemente construida, que publicó el sello Algaida en 2017, fue la ganadora del LIII premio literario Kutxa Ciudad de San Sebastián, en la modalidad de teatro.

sábado, 16 de noviembre de 2019

La pequeña ciudad donde el tiempo se detuvo




Leo otra novela de Bohumil Hrabal, que se titula La pequeña ciudad donde el tiempo se detuvo. La traduce para la editorial Destino Monika Zgustová.
Encuentro de nuevo a los mismos personajes a quienes tuve la ocasión de conocer en una obra anterior (se alude al hermoso cabello ya cortado de la madre), y me sigue dejando perplejo el modo de vida de estos enigmáticos personajes, que viven entre cerveza, reacciones cuyos mecanismos me veo imposibilitado de explicar, cánticos estruendosos e invasiones nazis. Sigo sin entender de forma “esencial” al vocinglero Pepin, pero me divierto con sus peripecias.
Lo mejor de la narración, sin duda, la atmósfera melancólica que el autor ha sabido dibujar al final, y que me he dejado pensativo, rodeado de silencio. Hrabal es un autor en el que no consigo entrar del todo, pero que me fascina. Resulta un poco difícil de explicar.
Frases que he subrayado en el tomo: “A Dios le gustan los locos y los lunáticos”. “Dios admira las mentiras repetidas con fe, las mentiras entusiastas le resultan más agradables que una verdad razonable, sosa y aburrida”.

viernes, 15 de noviembre de 2019

La isla de Nim




Un niño es siempre una isla, un espacio virgen que se defiende del mundo rodeándose de un agua especial, aislante. De ahí que los niños sean los grandes imaginativos, los grandes constructores de mundos paralelos; y de ahí también que los autores que se han ocupado de escribir para ese público (Tolkien, Lewis, Rowling) hayan intentado convertir en protagonistas de sus historias a niños que, con la fuerza de su mente, con el músculo de su fantasía, han edificado grandes aventuras. Narnia o la escuela mágica de Harry Potter pueden ser dos ejemplos bien conocidos.
En La isla de Nim, de Wendy Orr, que publica Edelvives en la traducción de Herminia Bevia y con ilustraciones de Kerry Millard, se repite el procedimiento. Su protagonista es una niña que vive en una isla (no metafórica, sino real) con su padre, un investigador que, a causa de una tormenta, acaba perdido en el mar. Entonces la muchacha, auxiliada por tres amigos muy especiales (un león marino, una iguana y una tortuga), decide que no va a rendirse, y que pondrá todo de su parte para rescatar a su padre. ¿El modo de lograrlo? Pues su única idea pasa por el correo electrónico, mediante el cual se comunica con Alex Rover, un intrépido protagonista de novelas de aventuras… que en realidad es una escritora de éxito, huraña e introvertida.
Cuando Nim consigue que Alex Rover se interese por su situación y se implique en ella comienzan a suceder las auténticas aventuras de este libro, que se puede completar con la versión cinematográfica protagonizada por Jodie Foster.

jueves, 14 de noviembre de 2019

Enciende primero, respira después




Ejercer un control absoluto sobre los infelices que se han visto obligados a caer en sus redes. Ése es el objetivo de Román Viniegra, un despiadado hospedero que, con la excusa de alquilar viviendas a precios módicos, se fija como objetivo absorber a quienes lo rodean, dominar sus almas, manipular sus miedos.
Durante años ha dedicado la más cruel de sus determinaciones para estrangular la voluntad y la vida de los inquilinos, forzándolos a las lágrimas, a la sumisión y, en varios casos, al suicidio. Pero ahora que se encuentra instalado en la vejez y que las fuerzas comienzan a abandonarlo descubre con horror que los espíritus de todos ellos permanecen entre aquellos muros y que desean cobrarse venganza por tantos y tan injustificados ultrajes: el fotógrafo al que obligó a impresionar imágenes bochornosas; el payaso al que ridiculizó y al que empujó para que recayera en sus vicios etílicos; la pianista de quien se burló, halagando su vanidad artística y obteniendo favores sexuales; la niña a la que defraudó y a quien condujo al borde del abismo… Todos esos espectros, con sus voces macabras y su aliento fétido, lo buscan en la oscuridad del edificio. Y su única defensa consiste en dejar encendidas las luces, que los mantienen a raya. Pero no es una solución que se pueda mantener indefinidamente.
Eficaz constructor de pesadillas, Javier Trescuadras resulta muy convincente en este trabajo narrativo, que publica con acierto la editorial Cazador de ratas.

miércoles, 13 de noviembre de 2019

Alexis o El tratado del inútil combate




En el año 1996, mi hermano Juan Francisco me prestó el libro Alexis o El tratado del inútil combate, de Marguerite Yourcenar, traducido por Emma Calatayud (Alfaguara, Madrid, 1996), y me lo leí en apenas una tarde.
Se trata de una larga carta que el protagonista escribe a su esposa Mónica para, con mil y una veladuras, medias palabras y sesgos, explicarle su homosexualidad. Me pareció (y ha vuelto a ocurrirme en la relectura que he abordado más de veinte años después) una obra extraordinariamente fría, casi una “novela-témpano”. Ni me ha emocionado, ni me he creído al personaje. ¿Qué está bien escrita? No lo negaré. ¿Qué posiblemente tiene un enorme poder desde el punto de vista psicológico? No soy quién para dudarlo. Pero si me ciño a las emociones que la obra ha logrado depararme tendré que ser sincero y anotar que ninguna. Quizá la autora y yo seamos incompatibles (como me pasa con Hemingway, Faulkner o Handke). Lo comprobaré en el futuro con otra aproximación.
Subrayo estas frases en el tomo, y las traslado aquí: “El peor de los engaños es el de la tranquilidad”. “Lo que hace que las casas viejas nos resulten inquietantes no es que haya fantasmas, sino que podría haberlos”. “Los libros no contienen la vida, sólo contienen sus cenizas”. “Se debe hablar con seriedad de aquello que nos puede hacer sufrir”. “Nada nos empuja tanto a las extravagancias del instinto como la regularidad de una vida demasiado razonable”. “Quizá valga más no darse cuenta de las lágrimas cuando no podemos consolarlas”. “Nunca podemos saber lo que va a decirnos una música que acaba”.

martes, 12 de noviembre de 2019

Últimas tardes con Teresa




Sobresaliente durante su lectura (¿1997?) y matrícula de honor en la relectura. Hablo de Últimas tardes con Teresa, de Juan Marsé, ese coloso de la narrativa española del siglo XX, que jamás me ha defraudado con ninguno de sus libros.
Qué profundidad en el Pijoaparte, qué maremoto de intenciones y de pliegues tiene el alma de ese muchacho. ¿Es un ladronzuelo de poca monta, con ganas de medrar? ¿Es un chaval noble, que ve en Teresa la posible redención de su mugre cotidiana? Todo eso y más, sin duda. Y, por el otro lado, ¿es Teresa una pija y una snob, que sólo quiere darse un baño de “proletariedad” arrimándose al Pijoaparte? ¿O hay un amor auténtico en su corazón, poco a poco descubierto? (Yo creo que las risas que Luis Trías dice que emitió Teresa cuando se enteró del encarcelamiento del Pijoaparte son falsas. Por el tono de la carta última que le envía, yo tengo claro que lo amaba de verdad. Y, en todo caso, aunque hubiera llegado a la conclusión de que no lo ama, no la creo tan cínica como para permitirse la crueldad de la risa, en esas circunstancias).
Me gusta también muchísimo cómo Juan Marsé retrata el compromiso político de aquellos jóvenes que constituían un grupo no se sabe si idealista, iluso, desnortado, aprovechado o imbécil, donde lo mismo se lee a Marx que se practica el amor libre o se toman copas en los sitios más chic de la ciudad. Espléndido, mordaz, sarcástico, melancólico, triste, desengañado.
Cómo me gusta la observación que anota el escritor barcelonés acerca de la “fe inquebrantable y conmovedora que algunos analfabetos ponen en las virtudes redentoras de la cultura”.

lunes, 11 de noviembre de 2019

Cuplé



Vuelvo, con el mismo entusiasmo de siempre, al teatro, y he aquí que me topo con una pieza que se me antoja excelente: Cuplé, de Ana Diosdado (Ediciones Antonio Machado, Madrid, 1988).
Los elementos que se combinan en la obra son, desde luego, bastante heterogéneos (un criado que resulta ser un antiguo profesor de Historia; una chica de izquierdas que incurre en la evasión de capitales y el terrorismo; un cura que trabajó en su juventud como cantante; una vieja cupletista que fue amante de un ricachón; etc); pero el resultado global es formidable. Diosdado sabe ordenar y armonizar todas esas singularidades para construir una obra sólida y de la que resulta imposible salir hasta la última página.
Mis preferencias (si tuviera que elegir a un solo personaje) se decantan por Grau, el mayordomo, hierático, altanero, deprimido, estatuario, triste. Y la frase que más me ha gustado de todo el libro ha salido de sus labios de papel. Carmen le pregunta si él no cree en la existencia de otra vida. Y Grau, genialmente mordaz, replica: “Soy pesimista, señora; pero no hasta ese punto”.
Admirable escritora.

domingo, 10 de noviembre de 2019

La peste




Qué extraordinaria se me antoja en su relectura (en cuanto a calidad literaria y en cuanto a interés humano) la novela La peste, de Albert Camus, que traduce Rosa Chacel (Unidad Editorial, Madrid, 1999). Es magnífica. De qué modo tan estupendo entra en los personajes, en su mente, en su piel; circula por sus venas; gime con ellos; se convulsiona a su compás. Qué gran metáfora ésta de la ciudad de Orán absolutamente sitiada por la peste, con sus habitantes rindiéndose a la desesperación y al egoísmo, pero también redimiéndose en la heroicidad calmada y en los gestos cordiales más inesperados. Y qué sorprendente mención en la página 112, cuando explica que hubo una epidemia de peste en una ciudad de Persia, y que todos murieron salvo la persona que lavaba a los muertos. Quizá me podría entretener en confirmar o desmentir esa anécdota navegando por páginas de Internet, pero lo cierto es que no me pienso molestar: es tan fastuosa que no me resisto a aceptarla sin más como auténtica.
Qué gran libro, por Dios.
Anoto algunas de las frases que subrayé en el año 2000 (primera lectura) o ahora: “El hábito de la desesperación es peor que la desesperación misma”. “Cada uno lleva en sí mismo la peste, porque nadie, nadie en el mundo está libre de ella. Y sé que hay que vigilarse a sí mismo sin cesar para no ser arrastrado en un minuto de distracción a respirar junto a la cara de otro y pegarle la infección”. “Sé únicamente que hay en este mundo plagas y víctimas y que hay que negarse tanto como le sea a uno posible a estar con las plagas”.

viernes, 8 de noviembre de 2019

El abrazo del agua




Al terminar La mitad de una mariposa (la anterior novela de este ciclo narrativo), aparecía un gran macetero lleno de tierra y, en el centro del mismo, empalado, el cadáver de un chapero vestido con ropas estrafalarias y de chocantes colorines. Entre el público que asistía, estupefacto o con rictus de horror, al macabro espectáculo, podía verse a Marzia Bachner, una chica que lo contemplaba todo con pasmosa indiferencia.
Con El abrazo del agua, Jaime Campmany continuaba la historia desde ese punto, para felicidad de sus lectores. De esa manera aclaraba un misterio… pero encendía otro, porque el muy ladino concluía esta nueva entrega dejándonos otros paréntesis sin cerrar: Marzia, Elías Moloch y el comisario Héctor Battut. Poco a poco vamos descubriendo, conforme avanzamos por las páginas de la novela, que estos tres personajes son los ejes sustentadores de la misma: Marzia, la bella y astuta secretaria, posible organizadora de ese crimen del que ya teníamos noticia desde La mitad de una mariposa, pero cuyos detalles y motivaciones se nos esclarecen ahora, como en un juego de muñecas rusas; Battut, alias El oso, memorable ejemplo de investigador concienzudo como Hércules Poirot (al que no aprecia demasiado), eficaz como don Isidro Parodi (ese detective creado al alimón por los argentinos Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares) y memorioso como el también borgiano Ireneo Funes; y, finalmente, el implacable terrorista Elías Moloch, pagado por el Mossad, inteligente, escurridizo, burlón, con llamativas patologías sexuales (en una novela que no las soslaya ni las maquilla en ninguno de sus personajes) y refractario a cualquier signo de compasión.
¿Qué ocurrirá ahora con ellos? ¿Qué destinos les esperan? ¿Qué nuevos avatares trizarán sus vidas? El autor ha cuidado exquisitamente la descripción del ambiente familiar de los Notti (que ya conocíamos por novelas anteriores), pero tiene la perspicacia de dejarnos algunos detalles pendientes de explicación o de análisis, para que seamos nosotros, los lectores, quienes participemos en el aclarado de la historia… Y con todo este cúmulo de ingredientes, el novelista urde una trama eficaz, bien dosificada, llena de humor, sexo y ambiciones que admite (y aun suplica) la prolongación en una cuarta entrega.

jueves, 7 de noviembre de 2019

La guerra




Pocas veces he tenido ocasión de leer un libro tan triste como éste de Antonio Machado. Un libro de esperanzas polvorientas, de ilusiones que se adivinan faltas de vigor, de abatimiento paralizante. El poeta sevillano estaba escribiendo en plena guerra civil y trataba, con poco éxito, de transmitir en sus líneas una fe que se adivina más quebradiza que marmórea. Su inteligencia y su corazón luchaban en estas páginas con la intención de que ganase el segundo, pero temiendo que iba a ganar la primera: la derrota era lo más esperable.
Nos habla de los milicianos del 36 y nos dice que parecen capitanes (“tanto es el noble señorío de sus rostros”). Y, a cuenta de esa dignidad estatuaria, reflexiona sobre el noble temple de quienes, empujados por la necesidad de vencer a las fuerzas del fascismo, se sacrifican sin más bandera que la modestia y la ética. Eso no lo entenderán jamás los señoritos, a quienes Machado considera menos dignos de aplauso, pero a quienes no insulta con sus palabras (“no me gusta denigrar al adversario”).
Un pueblo, nos dice el poeta con fórmula deliciosamente hermosa, “es siempre una empresa futura, un arco tendido hacia el mañana”; y defender ese futuro para todos constituye una obligación moral, que resulta imposible eludir, aunque no todas las clases sociales trabajen en la misma dirección (“En los trances duros, los señoritos invocan la patria y la venden; el pueblo no la nombra siquiera, pero la compra con su sangre y la salva”).
Y cómo olvidar la página memorable con la que Antonio Machado se define políticamente: “Desde un punto de vista teórico, yo no soy marxista, no lo he sido nunca, es muy posible que no lo sea jamás. Mi pensamiento no ha seguido la ruta que desciende de Hegel a Carlos Marx. Tal vez porque soy demasiado romántico, por el influjo, acaso, de una educación demasiado idealista, me falta simpatía por la idea central del marxismo; me resisto a creer que el factor económico, cuya creciente importancia no desconozco, sea el más esencial de la vida humana y el gran motor de la historia. Veo, sin embargo, con entera claridad, que el Socialismo, en cuanto supone una manera de convivencia humana, basada en el trabajo, en la igualdad de los medios concedidos a todos para realizarlo, y en la abolición de los privilegios de clase, es una etapa inexcusable en el camino de la justicia”.
Cuarenta y ocho dibujos originales de su hermano José completan esta obra dura y testimonial que, por la época en que fue escrita, ha tenido quizá menos difusión que el resto de libros del maravilloso poeta sevillano.

miércoles, 6 de noviembre de 2019

Ben en el mundo




Cuando llegué a la última página de El quinto hijo, de Doris Lessing, me quedó una sensación muy extraña. Me faltaba algo. La novela me pareció magnífica, qué duda cabe (bien contada, bien modulada, con protagonistas trazados con hondura), pero el destino de su personaje protagonista (aquel muchacho peludo, gruñón y semiautista, que parecía un neanderthal nacido miles de años después de la extinción de la especie) se erigía en una incógnita demasiado poderosa. ¿Cómo podía el lector asumir que aquella criatura quedara, sin más, lanzada a un destino inexplicado, en los últimos años del siglo XX? Y se ve que a la escritora británica se le debió quedar también ese gusanillo, porque doce años después publicó la continuación, bajo el título de Ben en el mundo (2000).
Nos lo encontramos ahora convertido en un joven de 18 años, que ha tenido leves experiencias sexuales con prostitutas, que ha sido acogido por la anciana señora Biggs, que ha sido utilizado por un gigoló para cierto negocio escabroso e ilegal y que, finalmente, acabará recalando en Hispanoamérica, cuando un cineasta con menos talento que escrúpulos (o al revés) se lo lleve para filmar allí una película sobre una tribu salvaje. Quienes lo rodean siguen coincidiendo en los análisis que ya menudeaban en la anterior entrega (“Ben no era humano, aunque se comportara casi siempre como si lo fuera. Y no era un animal. Era una regresión de algún tipo”, p.129) o que incluso se atreven a ir un poco más allá (“Dicen que tiene que ser un retroceso a hace mucho tiempo. Muchísimo. Miles de años. Podrían descubrir con él cómo era aquel pueblo antiguo”, p.219).
Las escenas sexuales, en las que Ben se comporta rudimentaria y atávicamente, son convincentes. Los rastreos por su tosca psicología también lo son. Y el modo en que Doris Lessing concluye su relato no puede ser más triste, razonable ni melancólico, quebrantando los clichés sobre la inanidad de las segundas partes. Ésta, desde todos los puntos de vista, era necesaria.
Una intensa reflexión sobre lo diferente y sobre la forma en que el mundo se comporta frente a esas diferencias.

martes, 5 de noviembre de 2019

La idea es vivir cerca pero no encima




Es cierto que el paso de los años suele adherir a la auténtica voz lírica una gravedad admirable, que la hace profunda y magistral (en el sentido etimológico: nos enseña cosas que no habíamos observado por nosotros mismos, o que habíamos sido incapaces de formular de esta forma), pero cuánto bien le hacen a la poesía, de vez en cuando, los versos jóvenes, las miradas jóvenes, los timbres jóvenes. Le aportan (nos aportan a nosotros, que leemos) una dicción inaugural, una sorpresa de ángulos inéditos, un fluir de anotaciones que transmutan la realidad al modo de un calidoscopio y que nos inunda con su inesperada danza.
Puede observarse este fenómeno en el libro La idea es vivir cerca pero no encima, que la argentina Sofía de la Vega (San Miguel de Tucumán, 1993) acaba de ver publicado en el inquieto y refrescante sello Liliputienses. En sus páginas se nos ofrece un panorama asombroso de icebergs, vuelos en avión, hermanas rubias, mares con poderes curativos, chicos de rulos rojos y boca cerrada, abuelas que se fracturan piernas, muestras de arte contemporáneo, perras de quince años y collages de hombres nadando. Y se nos habla de la perplejidad que supone el paso del tiempo (“Nunca entendí por qué las cosas / que nos hacen bien de chicos son malas / de grandes. Es como si fuéramos / mini-personas y después macro-personas distintas”), de la extraña ralentización que nos provocan las certidumbres (“Todo se mueve más lento / desde que sabés lo que querés”), de la ansiedad indagatoria que impregna a la autora (“Siempre quise saber más / de los otros que de mí misma”), de la pátina de belleza idealizadora que recubre las emociones a distancia (“Los grandes afectos / se mantienen mejor a la distancia, lo sabemos, / recordando lo más lindo así, de cerca / vemos lo más feo”), de su opinión sobre el radicalismo (“Los fanáticos me parecen / la evolución negativa de la especie humana”) o sobre el aislamiento (“Desde chica estar rodeada por grupos / me da miedo”).
Un fascinante viaje por el corazón y por el cerebro de una poeta rabiosamente joven, llena de intuiciones y hallazgos líricos, que sorprende y embriaga.

lunes, 4 de noviembre de 2019

La sinagoga del agua




Elena es una chica alegre y muy desenvuelta, que vive en Úbeda y que cuida en su patio un rosal, al que su familia lleva manteniendo con vida desde hace siglos. Bajo sus raíces se esconde un triste misterio que tuvo su origen en 1391. Dante es un joven estudiante de Historia que, procedente de una familia rural y dedicado ahora al mundo universitario, es seleccionado para calibrar la entidad y el valor de unas ruinas desescombradas en Los Cerros durante el año 2007. Bajo su pecho se esconde un amor que apenas se atreve a susurrar el nombre de su destinataria. Mara también estudia Historia, y acompaña a Dante en la fascinante aventura de descubrir qué protege entre sus muros una vieja casa de Los Cerros. Bajo su frente se esconde una desmedida ambición, camuflada aún por los velos de la astucia, pero que no tardará mucho en emerger.
Ésas son las figuras básicas que sustentan la parte actual de la narración. Pero si dirigimos la mirada hacia el ayer (sin salir de la localidad) nos encontramos con el niño judío Abraham, que sobrevive milagrosamente a un pogromo; y con su recién nacido hermano David, raptado por un albañil que acaba de perder a un hijo; y con la comunidad hebrea de Los Cerros, acechada por la intransigencia cristiana y sometida a sus caprichosos vaivenes; y con el atormentado padre Tomás, un calificador de la Inquisición que, a pesar de su nebuloso origen, despliega una férrea voluntad de ortodoxia; y con un burbujeo de personajes secundarios que, perfectamente hilvanados, conforman la doble trama de la obra.
Alternando secuencias que se desarrollan en los siglos XIV y XV con secuencias desarrolladas en la actualidad, el novelista albaceteño esculpe una historia seductora y de amable lectura que contiene los mejores ingredientes de la calidad (documentación exhaustiva, arquitectura impecable, primoroso diseño de personajes y acciones) y los mejores ingredientes de la seducción literaria (intrigas bien dosificadas, diálogos creíbles, sorpresas estratégicas, escenas de violencia y sexo). Difícilmente se podría descubrir en el panorama novelístico actual una obra que aunase con más eficacia y belleza esos dos veneros, lo que convierte La sinagoga del agua no sólo en una espléndida reflexión sobre la intolerancia y sobre la hipocresía, sobre la construcción sociorreligiosa de España y sobre las grandezas y miserias del ser humano, sino también —y sobre todo— en una maravillosa historia maravillosamente contada. Lo que acaba de entregarnos Pablo de Aguilar González es una sólida, convincente y madura novela, que ustedes harían bien en no perderse.

domingo, 3 de noviembre de 2019

Irremediablemente




Es difícil expresarse, vaciarse, exponerse líricamente con más desgarro que en el volumen Irremediablemente, que Alfonsina Storni publicó en 1919, en una época muy dura desde el punto de vista emocional. En sus versos juega con múltiples combinaciones (frecuenta los pareados, se ejercita en los sonetos, ensaya con estrofas de endecasílabos y pentasílabos), que le permiten musicalizar un tomo muy variado, donde los sentimientos más profundos (“Me vienen estas cosas del fondo de la vida”) quedan envueltos en ritmos diferentes y donde dominan dos pulsiones arrebatadoras: la tristeza por los desengaños que le ha ido deparando la existencia (sobre todo en el ámbito del amor) y la voluntad firme de alzar la mirada tras cada revés, porque la dignidad y el carpe diem deben presidir los latidos del corazón (“Anda, date a volar, hazte una abeja / […]/ Mañana el alma tuya estará vieja”).
Delicadamente, la poeta argentina solicita nuestra escucha y nuestra complicidad, para que mostremos ante sus poemas una actitud amable, como la de quien se aproxima a los delicados pétalos de una flor (“Requieren mis jardines piedad de jardinero”), sobre todo porque nos está permitiendo que miremos dentro de su alma y teme que esta sinceridad pueda convertirla en un ser demasiado vulnerable (“Aquí, sobre mi pecho, tengo miedo de todo”). Pero se trata precisamente de eso: de decirnos cómo está, cómo se siente, qué vientos agrios zarandean su mente o qué huracanes asolan su corazón. A veces, manejará fórmulas lingüísticas con sabor añejo (“cabe tus pies”, p.20; “en torno de nos”, p.46); y otras, osada, se decantará por imágenes más modernas, más juguetonas, más modernistas.
Y el mar. Cómo ignorar la presencia del mar en un libro que lo cita de forma constante (en más del 80% de los poemas se habla de olas, del mar o del agua) y que al final, como sabemos, se convirtió en su tumba líquida, cuando decidió entregarse a él en octubre de 1938, consciente de que un cáncer la estaba devorando a gran velocidad. Ella había predicho que las olas podrían ser su tumba en caso de desengaño amoroso (“Y una noche triste, cuando no me quieras, / secaré mis ojos y me iré a bogar / por los mares negros que tiene la muerte, / para nunca más”), pero lo fueron al fin por una erosión orgánica y mental: no soportaba la idea de verse desmenuzada por el dolor.
Confesional, desgarrada, palpitante, la poesía contenida en Irremediablemente resulta tan bella como conmovedora, y no ha perdido ni un gramo de autenticidad.

viernes, 1 de noviembre de 2019

Más o menos




Un nuevo volumen de colaboraciones de prensa, firmadas por Andrés Trapiello para el Magazine de La Vanguardia durante el año 2004 y recopiladas en libro tres años después… Los más sonoros acontecimientos de aquel tiempo (atentado islamista en la capital de España, boda de Felipe de Borbón y Letizia Ortiz, etc) se encuentran reflejados en estas páginas con casi fatigosa pertinacia (servidumbres que la actualidad impone a los articulistas), pero el excelente escritor zamorano encuentra también en otros veneros la inspiración necesaria para completar el resto de hojas. Nos habla de una graciosa sesión espiritista, en la que el espíritu de Franco y aun el de don Quijote acudieron a trasladar informaciones a los celebrantes (“JS HSTR3MNO”); de los colorantes artificiales que se usan por parte de los varones para disimular los cabellos blancos que pueblan la cabeza con el paso del tiempo (“Barbas, tintes, canas”); de la posibilidad de construir réplicas de lugares o monumentos famosos, para que la horda de los turistas no dañe los originales (“Medio solos”); de los patrones machistas que guían los dos cánones femeninos más famosos: la moda anoréxica y la pornografía curvilínea (“Las palabras de la noche”); de las infamias televisadas de personajes tan repulsivos como Arnaldo Otegui (“Hipótesis de trabajo”); de las diversas varas de medir que se usan en el mundo de la literatura (“Con una biografía simétrica y opuesta a la de Neruda, un poeta que hubiese loado a Hitler y al Tercer Reich, como él hizo con Stalin y la URSS, necesitaría como mínimo tres centenarios para redimirse”, p.80); o del despilfarro acumulativo que desplegamos los humanos en las sociedades europea y americana (“Todo lo que nos sobra”).
Lo único enojoso de este volumen no hay que buscarlo, desde luego, en el contenido, sino en el apartado ortográfico. Son demasiado aparatosas (y por tanto difícilmente comprensibles o disculpables) las erratas que acongojan el tomo, y de las cuales daré unos ejemplos anotando “metereología” (p.7), “cabilosos” (p.26), “alterofilia” (p.92), “covertura” (p.109) o “se deshechan” (p.117). Al editor Andrés Trapiello le habrán hecho chiribitas los ojos si las ha descubierto a posteriori. Su brillantez exquisita no se merecía esta bofetada editorial.