sábado, 30 de marzo de 2024

El manuscrito de nieve

 


A principios del año 2015 leí, con auténtico interés y con auténtica ilusión, el libro El manuscrito de piedra, de Luis García Jambrina, atraído por la circunstancia de que se tratase de una novela policial en la que el pesquisidor era ni más ni menos que el bachiller Fernando de Rojas, futuro autor de La Celestina. Luego, acabada la experiencia, descubrí que la novela, en mi opinión, no terminaba de conjugar bien la narración y la documentación. Es decir, que el autor zamorano no había encontrado una fórmula equilibrada y convincente en la cual los numerosos datos históricos, artísticos, etc, quedasen imbricados en la novela de un modo “creíble”, utilizando (por ejemplo) una voz narrativa omnisciente que nos los suministrara, en lugar de dejar que fueran los mismos personajes quienes, de un modo forzadísimo, nos dieran cuenta de ellos. “Esta iglesia, que se construyó en el año… mientras era obispo…, el cual procedía de…”. Chirriante.

Pese a todo, he acudido ahora a El manuscrito de nieve, para ver si el formato variaba o si García Jambrina mantenía el procedimiento. La intriga novelesca se articula en esta nueva narración sobre las sucesivas muertes de estudiantes y religiosos a quienes se amputa un elemento relacionado con los sentidos corporales (manos, orejas, nariz, etc). Hasta ahí, un arranque argumental casi cinematográfico, que puede seducir con eficacia a los lectores. El problema es que se nos continúa lanzando un altísimo número de informaciones históricas a través de los diálogos de los personajes: la vida de la erudita Beatriz Galindo (páginas 108-110); los pormenores de los bandos políticos salmantinos en el siglo XV (páginas 132-135); las circunstancias biográficas de fray Juan de Sahagún (páginas 164-166); los apodos de las órdenes clericales en la ciudad del Tormes (página 207)… Dada la profusión de estos episodios, el lector tiene la sensación de ir avanzando por la historia con las piernas hundidas en el barro hasta la altura de la rodilla, lo que vuelve lento y enojoso el caminar. ¿Eso supone que haya que renunciar a los datos? En modo alguno. Umberto Eco, Marguerite Yourcenar, Robert Graves o Arturo Pérez-Reverte lo introducen en abundancia. Se trataría solamente de adecuarlos a un formato que resulte menos estridente para la persona que visita las páginas. Utilicemos un ejemplo para ilustrarlo: que dos personajes de una novela paseen por la puerta del museo del Prado y que uno de ellos le cuente al otro el apellido del arquitecto que lo diseñó o el mes y año del inicio de las obras se nos antojarían inaceptables pedanterías, que estorban en la narración, porque apenas pueden ser justificadas. ¿O no les parece? Cuando no hay poda suele haber sofoco. Así lo pienso.

Aparte de los manuscritos de piedra y de nieve me quedarían por visitar los de fuego, aire, barro y niebla. Muchos manuscritos me parecen.

jueves, 28 de marzo de 2024

Desde el mirador

 


Todos hemos conocido, alguna vez, la soledad de los hospitales. Esas horas vacías, silenciosas, inquietantes, que parecen no acabarse nunca. Ese sonido burbujeante de respiradores y goteros. Esa luz roja de submarino que corona por dentro de noche la puerta de la habitación. Ese trasiego aséptico de fantasmas blancos que traen o llevan, en horas imposibles, todo tipo de bolsas, bandejas, pastillas.

La protagonista de Desde el mirador, de Clara Sánchez, se ha visto de pronto sometida a varias soledades, a varias zozobras, a varios puntos de inflexión: su marido, Mario, es una presencia que huye, que se aleja, que se ha entregado al mundo (quizá también a otra mujer); su hija adolescente empieza a dibujar su propia vida; su padre es un hombre de setenta años que ha descubierto de pronto el talud de la edad; y su madre, por sorpresa, ha sufrido un infarto cerebral que la recluye durante semanas en un centro sanitario, afásica y desconectada del exterior. Golpeada por este granizo de infortunios, la narradora experimenta la necesidad de encontrarse a sí misma, saber quién es y hacia dónde va. Por un lado, tiene el recuerdo de Cati (antigua compañera de trabajo de la que la vida la distanció); por otro, a Gamboa (un lánguido oficinista no muy hablador con el que cruza algunas frases diariamente). Además, ha comenzado a recurrir a dos terapias complementarias: la visita a un psiquiatra (quien le prescribe unas grageas para regularizar su ánimo) y la soledad de un mirador hospitalario (desde el que contempla en silencio el paisaje). Con todos esos ingredientes (y sobre todo con su reflexión continua, con sus recuerdos), la mujer deberá buscar un orden, un sentido al que aferrarse para seguir avanzando.

Es curiosa la forma en que, mientras leía esta novela, pensaba en una cuerda larga, firme y llena de nudos. La cuerda sería el hilo narrativo; y los nudos representarían las pausas reflexivas, en las que Clara Sánchez, a través de su protagonista, nos invita a reflexionar sobre la memoria, sobre la infancia, sobre el dolor, sobre los quebrantos del ánimo, sobre las erosiones que nos infligen los calendarios y sobre la esperanza, entregándonos frases como esta: “La enfermedad enseña nuestra vulnerabilidad, la exhibe. Publica lo que de verdad somos, unos animales más”. O como esta: “Nunca se puede juzgar porque nunca se sabe la verdad. Lo que se siente y se piensa íntimamente es una incógnita”. O como esta otra: “No sé qué hacer con las cosas que no hago”.

Una narración triste, dura y magnífica.

martes, 26 de marzo de 2024

La uruguaya

 


“Guerra” es (nadie, desgraciadamente, necesita que le expliquen el significado de esa palabra) un conflicto violento, en el que se producen muertes y atrocidades. Pero el hecho de que el protagonista de esta historia (el escritor bonaerense Lucas) se despierte varios días y su esposa le comunique que ha pronunciado otra vez esa palabra durante la noche no indica que se trate de una persona obsesionada con el mundo militar, o que esté viendo demasiadas películas bélicas, o que se encuentre componiendo una novela con esa temática, sino que tiene, en secreto, una amante llamada Magalí Guerra, que vive al otro lado del río, ya en territorio uruguayo.

En realidad, si queremos ser rigurosos, llamarlos “amantes” quizá resulte un poco excesivo, porque nunca han hecho el amor: se conocieron durante una reunión literaria, se dieron algunos besos impulsados por el alcohol, se acariciaron con más pasión que premeditación… y han ido difiriendo la entrega total, porque él es un hombre casado, ella tiene novio y, además, siempre se les acercaba alguien cuando estaban a punto de entregarse al sexo. Ahora, por fin, aprovechando un viaje que Lucas tiene que realizar a Montevideo para cobrar allí una importante cantidad de dinero por sus libros (la gestión bancaria en su ciudad, por motivos fiscales, le resultaría mucho más gravosa), decide que es el momento de alquilar una buena habitación de hotel y reunirse allí con Magalí, quien acaba de romper con el novio.

Ustedes podrían preguntarme: ¿Va a resultar todo tan sencillo, tan excitante y tan placentero como a primera vista parece? Mi respuesta tendría que ser negativa: a Lucas le esperan unos acontecimientos traumáticos que lo golpearán con saña, y que lo van a marcar para el resto de su vida. Ustedes podrían preguntarme también: ¿A quién le está contando Lucas esta historia, utilizando la primera persona narrativa? Mi respuesta quizá les sorprenda: a su esposa, Catalina. Permítanme que no les explique por qué: les dejo esa sorpresa lectora a ustedes.

Fluido, convincente y hábil, Pedro Mairal llega a mis ojos por primera vez con esta novela sobre las vacilaciones de la edad, los arrebatos imparables de la pasión amorosa y los despiadados laberintos del desengaño y la duda; y me ha dejado una gratísima impresión, que pronto buscaré corroborar en otros libros suyos.

domingo, 24 de marzo de 2024

Un lugar soleado para gente sombría

 


Siempre he distinguido con nitidez entre el terror y el horror. No se trata (me apresuro a explicarme) de una cuestión semántica pura. Ni soy lexicógrafo, ni los diccionarios me suelen conceder la razón, pero para mí está muy claro: el terror puede ser puntual (un susto paralizante, que nos golpea de improviso) o gradual (puede ir creciendo, revelándose con dimensiones cada vez más oscuras). El terror brota y nos golpea. El terror nos sacude o nos paraliza. El horror, en cambio, es para mí otra cosa: el horror es niebla, envoltura, indefinición. El horror es atmósfera mefítica. Es un aura que lo impregna todo y que empapa nuestras sensaciones. Y en ese ámbito Mariana Enriquez (Buenos Aires, 1973) se mueve con comodidad y eficacia. En los doce relatos que se alinean en Un lugar soleado para gente sombría (Anagrama, 2024), la escritora argentina ha construido con singular tino ese halo envolvente que barniza sus propuestas: una doctora que vive en un barrio seriamente conflictivo y que descubrió hace tiempo que tenía la asombrosa capacidad de ver y calmar a los fantasmas; una chica a la que se descompone la piel de la cara (se le llena de llagas y gusanos); unos pájaros que son en realidad mujeres que han sufrido una transformación; gatos ahorcados con un collar de perlas; una muchacha obesa, que disfruta teniendo relaciones sexuales con espíritus (los hombres y mujeres visitados por esas presencias ultraterrenas se reúnen en The Marjorie Cameron Church in the Desert); una mujer a la que extraen un mioma y decide practicarse con él una inquietante cirugía; la lujosa ropa de una mujer fallecida, que transmite a las nuevas propietarias las heridas brutales que ella sufrió; espejos que devuelven imágenes imposibles; camas en las cuales se tumba a nuestro lado una persona moribunda… El catálogo de imágenes sofocantes o que se adentran en la insania resulta abrumador. Nadie gana a Enriquez en riqueza (y discúlpenme el juego de palabras, que ha salido sin premeditarlo y que mantengo con cariño): el poder de su literatura es tan eficaz como sobrecogedor. Lo conocíamos, sí, pero en las páginas de Un lugar soleado para gente sombría alcanza un fulgor mesetario.

Busquen la obra y dedíquenle unas horas de su tiempo. Me lo agradecerán.

viernes, 22 de marzo de 2024

Cuatro poetas en guerra

 


Leo, de forma pausada y conmovida, el volumen ensayístico Cuatro poetas en guerra, donde Ian Gibson se aproxima a escritores emblemáticos como Antonio Machado, Juan Ramón Jiménez, Federico García Lorca y Miguel Hernández, en el contexto de la guerra civil española de 1936. ¿Qué ocurrió con ellos, antes y después? ¿Qué anécdotas tenemos perfectamente documentadas y cuáles pertenecen más bien al ámbito de la suposición? El trabajo de Gibson, ocioso me parece adjetivarlo, es admirable, ecuánime, convincente.

Este viaje por la memoria y la tristeza se inicia con Antonio Machado, el poeta que terminaría muriendo en Colliure, derrotado, abatido y dejando a su espalda un país en el que continuaban la muerte, la destrucción y la saña. E ignorando las circunstancias en que se encontraba su último amor, Pilar de Valderrama, una mujer casada, “muy católica y de derechas” (p.47), de la que había tenido que separarse por la guerra, la cual seguía “embistiendo testaruda y bestial, una guerra sin sombra de espiritualidad, hecha de maldad y rencor, con sus ciegas máquinas destructoras vomitando la muerte de un modo frío y sistemático” (p.57). Ni siquiera le quedaba el tibio consuelo de conservar las cartas de su amada Guiomar, porque seguramente las perdió durante el agónico traslado (“Sobre su paradero nunca se ha averiguado nada”, p.64).

Después se adentra en la figura de JRJ, de quien se suele hablar menos en este tipo de libros, porque se le contempla como un ser “apolítico” y alejado de los estruendos de la contienda. Nada menos exacto: Juan Ramón firmó numerosos manifiestos, se adhirió a actos republicanos y redactó páginas cristalinas sobre su compromiso democrático, que no siempre han merecido la difusión de la que otros gozaron. Recomiendo de forma especial acercarse a este capítulo 2, por su interés a la hora de completar la figura de uno de los intelectuales más densos y elevados de nuestra literatura.

En el siguiente peldaño, Federico García Lorca. Todas las noticias que aporta y ordena Gibson en este capítulo estaban, prácticamente iguales, en sus libros anteriores; pero sigue siendo sobrecogedor volver a pasear los ojos por ellas, para despejar dudas, aclarar responsabilidades, arrebatar máscaras y señalar sin miedo ni medias tintas a víctimas y verdugos. Si existe una vida después de la muerte, me gustaría asistir (humildemente, desde el patio de butacas) al abrazo entre Gibson y García Lorca, conmovidos los dos.

Y, por fin, Miguel Hernández, el veinteañero que venía de Orihuela y para el que unos meses de estancia en Madrid resultaron suficientes de cara a que “se inflara como un aerostato su ambición de ser poeta de alto renombre” (p.229). Allí se unió sentimentalmente a la pintora Maruja Mallo y se alejó de Josefina Manresa, su novia del pueblo. Sufrió la muerte de su primer hijo (diez meses) en plena guerra civil. Padeció la indignidad de que su antiguo amigo el canónigo Luis Almarcha (futuro obispo de León) no moviese un dedo para salvarlo de la muerte. Y la escena de su boda, mientras agoniza arrojando pus, es espeluznante.

Con Ian Gibson, volveré a insistir, España tiene una deuda impagable, porque nos ha iluminado y enriquecido con sus investigaciones. ¿Leer estas páginas que hoy comento hace daño? Claro que sí. Mucho daño. Pero el motivo para hacerlo, ahora y siempre, es clarísimo: el olvido supondría demasiada consideración (cuando no una abierta complicidad) con la más fuerte e injusta de las partes. Y por ahí no podemos pasar. El olvido, en estos casos, no es una opción.

miércoles, 20 de marzo de 2024

El contrabajo

 


Hace unos treinta años leí El contrabajo, de Patrick Süskind. Estaba de visita en la casa de unos amigos y, mientras todo el mundo bajaba a la playa (que a mí me da repelús), me instalé en el sofá de su casa, saqué de mi mochila el libro (que había comprado unos días antes) y comencé su lectura, que terminé esa misma tarde. Recuerdo que, tras el asombro que me deparó El perfume, había desarrollado curiosidad por acercarme a otras obras del autor. Y recuerdo también (ay) la profundísima decepción que me asaltó cuando terminé sus páginas. ¿Qué diablos era aquel breve opúsculo? ¿Una narración cuyo sentido yo no era capaz de interpretar? ¿Una tomadura de pelo? Ahora, con más lecturas y más criterio, vuelvo al libro… y corroboro mis juicios juveniles. Menuda tontuna. Menudo manojillo de hojas inanes.

Imaginen a un músico de treinta y cinco años que, dentro de una habitación insonorizada, se dirige a otra persona explicándole lo que opina sobre Wagner, sobre Schubert, sobre la evolución del contrabajo, sobre las composiciones que para ese instrumento se han ideado, sobre los callos que padece por culpa de las interminables horas de práctica, sobre las numerosas cervezas que está obligado a beber para reponer líquidos por la sudoración. Y, para salpimentar, nos habla de su inocua o inicua vida sexual (“Yo no he poseído a ninguna mujer desde hace dos años”) y su actual obsesión por Sarah, una mezzosoprano mucho más joven que él y que, por ahora, lo ignora. “Lo más probable es que sea humanamente imperfecta, que carezca de personalidad, que sea intelectualmente mediocre, que no tenga categoría para un hombre de mi talla”, pero aun así la ama. “El amor de un contrabajo”, que diría el maestro Chéjov.

Bien, aceptemos ese marco narrativo. La pregunta es a dónde nos lleva, al final del volumen. Pues se lo puedo resumir en tres palabras: a ningún sitio. Tras todo este bombardeo “novelístico” (permítanme que me ría), descubrimos que el chico simplemente se va de la casa y deja a su paciente auditor escuchando un disco. Tras escucharle demasiadas páginas llenas de términos musicales, que apenas llamarán la atención de los entendidos, Süskind fuese y no hubo nada.

No me pilla en otra.

lunes, 18 de marzo de 2024

660 mujeres

 


Resulta sencillo admirar la pintura de los hiperrealistas, como Antonio López, Helena Hugo, Slava Groshev o Marta Penter, porque el impacto visual de sus lienzos es instantáneo: nos llegan, nos asombran y provocan nuestro aplauso. Han conseguido geminar con formas y colores una imagen que alcanza el rango de fotográfica, y esa diabólica habilidad nos embriaga. Pero conviene recordar que existen otros modos creativos que también hablan (que tan bien hablan) de sus autores. Por ejemplo, la seducción visual que puede generarse trazando pinceladas sueltas y dejando que las retinas de quienes contemplan el cuadro construyan con ellas la imagen final. En el mundo de la literatura acabo de volver a constatar esta técnica en el libro 660 mujeres, de Cristina Cerrada. La escritora madrileña no construye aquí cuentos rectilíneos, nítidos y cerrados, sino orbes nebulosos, mosaicos de perfiles evanescentes en los cuales la persona que está leyendo tiene que intervenir, concentrar la atención al máximo, rellenar las zonas oscuras. Los personajes de “Que vuelva el poderoso nadador”, “El baño de Betsabé”, “El niño” o “Anatomía de Caín” devienen seres complejos, que la autora pone ante nuestros ojos para que tratemos de penetrar en sus recovecos y seamos capaces de entenderlos (o, al menos, de concebir una hipótesis razonablemente sólida sobre sus sentimientos, metas y motivaciones).

El reto, desde luego, presenta su dificultad, sobre todo si quien está leyendo es una persona acostumbrada a narraciones más queratinosas que gelatinosas: es decir, más sólidas y definidas. Pero creo que Cristina Cerrada lo resuelve de un modo espléndido, consiguiendo quince historias que te reclaman, te interpelan, te requieren. Memorable.

sábado, 16 de marzo de 2024

Sueño profundo

 


Una sensación incómoda me ha acechado mientras avanzaba por las páginas de Sueño profundo, de Banana Yoshimoto (que traduce Lourdes Porta para el sello Tusquets): la de considerar, casi en cada párrafo, que ninguno de sus personajes actuaba de forma “comprensible”. Cuando yo esperaba una explosión de ira, ellos se hundían en un silencio profundo; cuando me parecía perfectamente lógico que experimentasen celos o que fueran asaltados por las lágrimas, perdían la mirada en un ventanal, casi hieráticos; cuando se imponía (o eso pensaba yo) abrazar la almohada, salían a pasear en medio de la madrugada. Esos detalles comenzaron a agruparse en órbitas giratorias y, de súbito, notaba que me alejaban del núcleo de la lectura, que no me dejaban disfrutarla en plenitud. Hasta que comprendí dónde residía la causa de mi error: en no advertir su condición nipona. Es decir, en empeñarme en mirar las tramas, las reacciones, los sentimientos, incluso los diálogos como si se tratara de personajes españoles. Y no lo son. De hecho, hacia la página 50 me detuve y comencé de nuevo. Entonces, sí, pude disfrutar de estos tres magníficos relatos.

En “Sueño profundo” acompañé a Terako, amante de un hombre cuya esposa se encuentra en estado vegetativo; en “La noche y los viajeros de la noche” descubrí el modo en que una chica encaja la muerte de su hermano Yoshihiro y cómo esta defunción impregna también sus relaciones con Sarah y Marie, las dos mujeres que lo amaron; y en “Una experiencia” me asombró la manera en que una chica que ha comenzado a beber demasiado es visitada (o eso cree) por el fantasma de Haru, una muchacha con la que mantuvo una relación difícil en el pasado.

Qué elegante es Banana Yoshimoto y qué deliciosa puede ser su narrativa, cuando uno no comete el error (mea culpa) de juzgarla con ojos eurocéntricos. Volveré a sus libros, estoy seguro.

jueves, 14 de marzo de 2024

De aurigas inmortales



Salí de la universidad de Murcia en 1990, habiendo recibido allí durante cinco años clases de algunos profesores magníficos. Poco después, cuando estaba ya en la recta final de mis oposiciones docentes, me llegó la noticia de que uno de ellos, Vicente Cervera Salinas, acababa de ser reconocido en los premios América de poesía por su primera obra en verso. Se titulaba De aurigas inmortales, y vio la luz en 1993. No pude leerla de forma inmediata (el ejército se empeñó en que me incorporase a sus filas), pero sí que lo hice un poco después. Y ahora, casi treinta años más tarde (Dios mío), vuelvo a ella.

Es un libro magnífico, sin duda. En él descubrimos al joven embriagado por los aromas de la cultura, al joven que rinde culto extasiado a la belleza, que compone unos estupendos poemas donde Kierkegaard, Novalis, Pessoa, Yeats o Eluard nos dejan oír sus voces, llenas de pensamiento, reflexión y oportunas remembranzas biográficas; y nos dejan también (gracias a la magia del poeta-médium) penetrar en sus almas heridas, en sus corazones maltrechos. Muchas veces, descubrimos con rapidez la identidad de la persona destinataria (Juan Ramón Jiménez se dirige a Zenobia; Antonio Machado, a Leonor; James Joyce, a Nora); pero en otros casos tendremos que acudir a Internet para descifrarla (¿quién es la Minny a la que invoca Henry James o la Laura a quien habla Robert Graves?). Ese es otro de los encantos del volumen: la excitación intelectual, amplísima, que genera en las personas decididamente curiosas. Es posible que, para quien desconozca las ideas de (pongo por caso) Novalis, pueda resultar complejo adentrarse en el espíritu profundo del poema que Vicente Cervera le consagra. Pero creo que la respuesta más inteligente por parte de la persona que lee consiste en aceptar el reto, la invitación, que el autor le desliza de forma implícita con sus versos: conóceme. Acércate para entenderme. Accede al arca de mi corazón. Y ahí, se lo aseguro, esplende la luz.

Dueño de una sensibilidad exquisita y de una cultura vasta y contagiosa, Vicente Cervera modeló en esta primera entrega poética un trabajo realmente hermoso, que me ha encantado releer.

martes, 12 de marzo de 2024

Una estrella

 


Es difícil saber cuántos dolores (y qué hondos) afligen a la persona que tenemos delante. Y esa dificultad puede conducirnos al error de etiquetarla, sin más base que la sospecha, la “lógica” o los prejuicios. Estrella Torres, una atractiva joven pelirroja, se encuentra en la barra de un bar bastante hediondo, casi al filo de la medianoche. Está tomando notas en un cuaderno y le formula varias preguntas al camarero quien, suspicaz, no sabe qué actitud mantener con ella. ¿Será una policía? ¿Una periodista? ¿Alguien que busca problemas? Para tranquilizarlo, la muchacha le explica que está escribiendo una novela y que quiere conocer a los jugadores de póker que se encuentran en la parte de atrás, como parte de su proceso de documentación. Es una demanda extraña, en verdad, pero al menos no incurre en lo inquietante.

Todo cambiará cuando entre en el local un borracho que responde al nombre de Juan Domínguez, quien la reconoce como la hija de su buen y fallecido amigo Rafael Torres, otro bebedor y jugador irredento. En ese punto, las máscaras caen al suelo y comprendemos que Estrella ha acudido a ese tugurio infecto para exorcizar los demonios que calcinaron su infancia y la de su madre, por culpa de un ludópata que jamás las trató de forma cariñosa, ni las protegió, ni les sirvió de ayuda. Todos los insultos, todas las recriminaciones, todos los gritos que no pudo lanzar su padre a la cara podrá ahora verterlos sobre Juan, quien padece a su vez el desprecio de una hija que no quiere verlo. Dos seres heridos que, de una forma cenagosa, se atraen y se repelen, se odian y se necesitan. Se complementan.

Otra fructífera excursión de Paloma Pedrero por las zonas más oscuras del alma humana, que a través del diálogo (sofocante, lleno de bilis y antiguas heridas) nos golpea con brutal eficacia.

domingo, 10 de marzo de 2024

El síndrome Frankenstein

 


Jorge Luis Borges, con la retranca meticulosa del que profiere una obviedad que los demás parecen no haber advertido, dictaminó hace años que el concepto de “viaje espacial” se le antojaba muy curioso, porque todo viaje es espacial. Con idéntica ironía podría haber recordado que todo viaje es también temporal, porque compromete un avance en los relojes o los calendarios. El reto narrativo que se plantea Elia Barceló en El síndrome Frankenstein (y que comenzó a fraguarse en su aplaudido y premiado volumen El efecto Frankenstein) se vertebra sobre un prodigioso conjunto de viajes, espaciales y temporales, en los que sus protagonistas se verán inmersos.

Pongámonos, aunque sea levemente, en situación. Y para eso nada más útil que colocar sobre el tablero los naipes fundamentales de esta arriesgada e irresistible partida de cartas: el monstruo al que el doctor Frankenstein le restableció la vida en el siglo XVIII, que después de haber sido bautizado como Michl, ahora es conocido como Viktor Frank, un multimillonario al que la cirugía estética ha dado nueva imagen; los condes Maximilian y Eleonora Von Kürsinger, habitantes del castillo de Hohenfels (Salzburgo), que permanecen también incólumes ante la muerte, tras haber recibido una dosis de las misteriosas gotas de Frankenstein; un extraño ser intersexual que responde a varios nombres distintos, aunque se maneja mejor con los de Erin y Mystery Stranger; una empresa farmacéutica todopoderosa que se ha empeñado en conseguir el líquido azul con el que, quienes puedan pagarlo, adquirirán la condición de inmortales; unos laboratorios avanzadísimos, donde se está ultimando un modelo de ginoide (un robot femenino) que resulta casi imposible distinguir de una persona; trampillas secretas que conducen a habitaciones selladas durante siglos; traiciones inesperadas; lealtades que superan todo tipo de pruebas; venenos que son administrados a las personas menos esperadas…

Sé que estarían ustedes encantados de que siguiera y les contara cómo se unen de forma novelesca todos esos caudales (y muchos otros, que prefiero omitir), pero lamento decepcionarles: no lo haré. ¿Cómo iba a ser tan canalla? ¿Cómo iba a arrebatarles el placer de avanzar por estas magníficas páginas de Elia Barceló y sucumbir al encanto irresistible de su talento narrativo? En modo alguno. Lo que sí les aconsejaré es que, venciendo cualquier tipo de pudor que pudieran tener ante las historias “adolescentes” (espero que no sea así), disfracen su corazón de entusiasmo juvenil y se sumerjan sin tardanza en esta historia. Van a pasar unas horas increíbles.

jueves, 7 de marzo de 2024

Anasté

 


Dos ríos llenan con sus aguas el profundo lago llamado Anasté, la pieza dramática que Marino González Montero publica en el sello De la luna libros: el primero adopta forma prosística y se encuentra en la contracubierta. Allí se nos explica que Anasté es una mujer que ha decidido colarse en un recinto religioso tartésico que, en el siglo V a.C., va a ser sellado para que sucumba al olvido. Junto a esa mujer reposarán los cadáveres de medio centenar de caballos que han sido sacrificados para calmar la furia de los dioses, que llevan años castigando a la población con sequías y calamidades continuas. Es (así se nos anuncia) el final de una civilización que continúa erigiéndose en misterio para los estudiosos actuales. El segundo río hay que buscarlo en el interior del volumen, en el diálogo febril, telúrico y desgarrado que mantienen esa mujer que ha decidido inmolarse y la diosa Nortia, quien ha sido convocada por las oraciones de la primera. ¿Cuál es el sentido de esta reunión? ¿Por qué motivo Anasté ha reclamado la presencia de Nortia, si desde el principio le declara con firmeza que no cree en los dioses y que, por tanto, “sois vosotros el claro reflejo de lo humano… Y que lo de la creación y todo eso es precisamente… al revés” (p.43)? A través de una tensa conversación, llena de brío verbal y de un espeso lirismo, vamos descubriendo los impulsos que mueven a Anasté. Y descubrimos igualmente sus doloridas reflexiones sobre la culpa, que impregnan la acción misma del drama (“La CULPA es… el más abominable e inteligente descubrimiento del cerebro humano para dominar a otros cerebros humanos más manejables”, p.80). Anasté se ha propuesto utilizar las veleidades subterráneas del río Anas (el actual Guadiana) para culminar el viaje más trascendente que imaginarse pueda: quiere entrar en el Averno, acceder a Lo Otro, iluminar las zonas oscuras del Enigma.

Mientras iba leyendo la obra sentía (creo que les ocurrirá a los demás lectores también) la palpitación de un abismo, el golpeteo del misterio, que no sólo me acompañó durante las horas de lectura (recomiendo que sea lenta), sino que continuó después a mi lado. Anasté representa el final de un mundo, pero de un mundo lleno de nieblas, que Marino González explora con una delicadeza y con una hondura tan admirables como inquietantes.

miércoles, 6 de marzo de 2024

La naranja

 


Después de haber leído su nombre en alguna historia minuciosa de la literatura hispanoamericana y de haber visto cómo lo citaban autores más célebres que él (Borges), decido adentrarme en una obra de Enrique Larreta, que se titula La naranja, y que he disfrutado en una edición antigua (el ejemplar estaba intonso: también he disfrutado cortándolo) de la editorial Espasa-Calpe. En sus páginas, el escritor argentino se adentra en interesantes reflexiones sobre la vejez (“Si no mediara la idea de lo poco que falta para llegar al final, […] la vejez, una vejez sin achaques, se entiende, sería la verdadera edad feliz, lo mejor de la existencia”), sobre el gozo de existir (“Demos francamente las gracias. Con todo, vivir es vivir”), sobre la esencia última del ser humano (“¿Será el hombre una casualidad zoológica, un acaso de la Naturaleza, un mero cuadrúmano evolucionado, con prodigiosa sensibilidad cerebral, o el objeto supremo de Dios, como lo considera la Escritura?”), sobre la luz que debe guiar a la persona que acomete la tarea de coger la pluma (“Escribe como si todos tus lectores fueran hombres de genio”), sobre la verbosidad (“La excesiva riqueza de vocabulario suele encubrir pobreza de pensamiento. Alarde de joyas en el pecho de la escuálida”), sobre los enigmas de nuestro destino (“Nadie puede saber nunca cuándo aprovecha su tiempo y cuándo lo desperdicia”), sobre los viajes (“El hombre inteligente viaja para después; para enriquecer su vida en los días sedentarios, que son los más numerosos; para formar ese álbum interior cuyas páginas mueve luego el capricho de un delicioso viento que nadie puede explicar”), sobre el ejercicio de la crítica literaria (“Ciertos críticos: perros que orinan en la reja del monumento”), sobre el Martín Fierro o sobre El Quijote, obras a las que dedica páginas lúcidas y fervorosas.

En suma, un volumen variado, lleno de reflexiones inteligentes y que se sigue leyendo con facilidad y provecho.

martes, 5 de marzo de 2024

Las Tablas de la Ley

 


Prácticamente todos hemos conocido, a través del cine o de la lectura, la historia de Moisés, el bebé rescatado de las aguas del Nilo que, al fin, se convirtió en el guía que consiguió liberar al pueblo hebreo de la dominación egipcia y llevárselo hacia la Tierra Prometida. Así que el “argumento” de Las Tablas de la Ley, que Thomas Mann firma y que ahora leo en la traducción de Raúl Schiaffino (Planeta), pocas sorpresas depara. Qué importa. No se acude a una historia así en busca de “historia”, sino de matices, de tratamiento literario, de desviaciones del canon, de reflexiones. Y está claro que esta novela contiene un buen número de todos esos ingredientes suculentos.

Recordemos, por si alguien no guarda memoria fresca del relato bíblico, la línea básica de la trama, con los adornos espléndidos que graba Thomas Mann sobre ella: Moisés, después de ser encontrado en una cestita que flota en el borde del Nilo, es acogido por la hija del faraón (quien es su verdadera madre) y comienza a ser educado en un ambiente selecto. Ya adulto, recibe de Yahvé la encomienda de encabezar a su pueblo para que salga de los dominios egipcios. Consciente de que las palabras no bastarán para esa liberación, se apoya en Josué, dadas sus virtudes como líder militar (“Ninguna tierra, prometida o no, habría de serles otorgada de no mediar la conquista”); y se presenta ante el faraón, dispuesto a encandilarlo con algunos recursos efectistas (“Sabía, por ejemplo, apretar el cuello de una cobra hasta verla rígida como una vara, para arrojarla luego al suelo, donde volvía a enroscarse y transformarse nuevamente en serpiente”). Tras una larga negociación, en la que Yahvé colabora enviando sobre los egipcios la pesada losa de sus plagas (las cuales son interpretadas por Mann como sucesos más habituales que milagrosos), se inicia el éxodo, que los conduce fatigosamente a través del desierto, donde los van erosionando “los riesgos de la libertad”: el calor, el hambre, el arrepentimiento, la duda.

Quizá en esos momentos se inicia la parte más interesante de la novela, porque se nos resume cómo Moisés, improvisando, se erige en líder político, social y religioso, dictando al pueblo normas higiénicas, gastronómicas, sexuales y hasta jurídicas (“Moisés no sólo debía impartir la Ley, sino enseñarla”), a la vez que se escuda en el respaldo de Dios para mostrarse más laxo cuando es él quien infringe las normas (por ejemplo, cohabita con su esposa Séfora y con una sensual chica etíope, pese al escándalo que se genera en su entorno).

Recomiendo a la persona que lea este libro que se fije de manera especial en dos detalles: el modo en que Moisés personaliza los mensajes de Yahvé, emitiéndolos en una ambigua primera persona; y la parafernalia (que Mann dibuja con perfecto respeto y con magnífica ironía) que rodea la elaboración de las Tablas con los diez mandamientos en lo alto de la montaña.

Resultaría ocioso insistir en la estatura estilística del novelista alemán: ahí están sus libros para hablar por él. Esta obra puede servir como aperitivo para personas que aún no se hayan adentrado en sus relatos mayores. Un estupendo volumen.

domingo, 3 de marzo de 2024

La llamada

 


Mientras estaba leyendo La llamada, de Leila Guerriero (Anagrama, 2024), me iba acordando de aquella afirmación que recuerdo haber leído (quizá me falle la memoria) en el murciano Miguel Espinosa: que a veces no se escriben novelas, sino “libros”. Es decir, tomos que no admiten con facilidad (ni la requieren) una “etiqueta” que los defina. Porque este volumen, resulta evidente para cualquiera que bucee en sus líneas, no es una novela, ni una biografía, ni un ensayo, ni un tomo político, ni un rastreo psicológico; pero, a la vez y de forma gloriosa, es todo eso y mucho más. Sus más de cuatrocientas páginas giran en torno a Silvia Labayru, una mujer real, argentina, que vivió en su juventud una experiencia traumática. Pertenecía a la organización peronista Montoneros y, a punto de terminar el año 1976, estando embarazada, sufrió un brutal secuestro por parte de militares golpistas de su país y fue retenida en la tristemente célebre ESMA, la Escuela de Mecánica de la Armada. Dos años después, ya liberada, comenzó la segunda parte de su tormento: tener que “justificar” que había sobrevivido, sin que nadie se creyera con derecho a tildarla de puta o de traidora. La periodista Leila Guerriero lo resume con tanta contundencia como gravedad en la página 249 del libro: “Secuestrada. Torturada. Encerrada. Puesta a parir sobre una mesa. Violada. Forzada a fingir. Al fin liberada. Y, entonces, repudiada, rechazada, sospechosa”. Con esas imágenes girando en su cabeza, Leila Guerriero se embarcó en una investigación que la ha ocupado durante muchísimo tiempo y que elaboró entrevistándose mil veces con Silvia Labayru y con todas las personas que durante décadas han formado parte de su entorno: familiares, amigos, compañeros de militancia… Ese océano de detalles, como todos los océanos, estaba lleno de agua y sal, pero también de tiburones, soledad, naufragios, lágrimas, traiciones ciertas o sentidas, ambigüedades, matices contradictorios, pliegues oscuros e incluso algún maelstrom. “¿Cómo saber cuál es la versión correcta?”, se pregunta la autora en la página 337.

En principio, se trataba de reunir y conectar todas las informaciones parciales sobre Silvia (vinieran de su boca o de la boca de quienes la han tratado durante su niñez, su juventud, su madurez); pero tras esa fatigosa recopilación había que ensayar un vínculo, un ensamblaje que vertebrara los datos (recordemos: nunca hay que confundir la realidad con los datos) y que nos ofreciera una imagen lo más rigurosa posible sobre la protagonista y su circunstancia. No una hagiografía, no una caricatura, no un juicio: un retrato, como bien reza el subtítulo de la obra. Un espacio narrativo donde todos los vectores (el fervor, la admiración, la duda, el cariño, los viajes, las suspicacias, la ternura, el rencor, las equivocaciones, las melancolías, las carcajadas, los despistes) equilibran sus fuerzas y se convierten en tinta, para vergüenza de quienes se permitieron la vileza de juzgar y condenar, para alegría de quienes recibimos este regalo prosístico de primera magnitud, que nos hace conocer, recordar y pensar.

Es muy notable también el modo en que Leila Guerriero combina cercanía y distancia en su construcción narrativa. Durante mucho tiempo compartió charlas y comidas con Silvia Labayru, compartió paseos, compartió confidencias y dudas, compartió espacios, tiempos y emociones. Pero ha logrado el gran prodigio de que el relato y el retrato esquiven las tentaciones de la parcialidad, pensando siempre en ofrecer a los lectores todos los ángulos, todos los matices, todos los enfoques, y que luego cada persona decida su postura.

Utilizando un mecanismo narrativo muy ágil, lleno de analepsis y prolepsis, de giros, de bucles, de paréntesis, donde se aventuran hipótesis y se cotejan indicios, donde inteligencia y emoción se alían, donde periodista y persona alternan sus miradas, Leila Guerriero construye un tomo absolutamente fascinante, cordial, intenso, que se erige en pieza maestra del género investigador.

viernes, 1 de marzo de 2024

La sueñera

 


El océano de los sueños ha nutrido muchos millones de páginas en la historia de la literatura: ni siquiera resultará necesario enumerar (ocuparía varios folios) los títulos de libros y los nombres de autores y autoras que han recurrido a ese gran espacio temático para enriquecer el teatro, la novela, el ensayo o la poesía. Ahora acabo de terminar La sueñera, de Ana María Shua, donde se agrupan doscientos cincuenta microrrelatos que utilizan el mundo onírico como fuente de inspiración o como telón de fondo. Y vive Dios que la autora argentina nos deja anonadados con el bombardeo de imágenes que nos suministra: gritos que entran por la ventana, enumeraciones que no sólo contienen ovejas, pesadillas salpicadas de monstruos, 328 maneras para combatir eficazmente el insomnio, problemas con las sábanas de poliéster, lombrices de tierra que piden música de los Beatles, dos fósforos que se comen una pizza, tazas de café que devienen invaciables, burlas irónicas sobre el lenguaje marinero, partos asombrosos… También llevaría varios folios la simple enumeración de todos estos fogonazos.

¿Quieren saber por qué me ha gustado tanto este libro? Les copio el relato 25: “Mi papá no está contento conmigo. Me mira más triste que enojado porque sabe que le oculto un secreto. Estás muerto, quisiera decirle. Pero tengo miedo de que no venga más”. ¿Quieren otra explicación? Les copio el relato 48: “Los calamares no me atemorizan. En señal de amistad, trenzo y destrenzo sus tentáculos. Después de todo, soy casi una de ellos: yo también sé jugar a esconderme con nubes de tinta”. ¿Necesitan más detalles? Les copio el relato 77: “De los vegetales de hojas perennes, ninguno se reproduce tan rápidamente como mi biblioteca”. ¿Prefieren algo más humorístico? Les copio el relato 186: “Esperaba encontrarte, pero no así, cómo decirte, no con esos ojos, no con esa corbata, no con ese nombre, no con ese tenedor, no con esos dientes, no yo así, tan emperejilada, tan tentadora, tan en mitad del plato, tan tostada”. ¿O acaso prefieren…? No, no insistan: vayan al libro y disfrútenlo de principio a fin, como mandan los cánones.

La editorial Páginas de espuma lo reunió con otros trabajos de la autora en el grueso tomo Cazadores de letras. Prepárense a disfrutar.