Existen escritores que, por un misterioso dictamen
del ánimo o de la afinidad, nos seducen y encandilan desde que comenzamos a
leerlos. Algo en sus líneas (algo que quizá ni seamos capaces de definir) se
convierte en un imán irresistible que nos atrapa, nos invade, nos convence y
nos lleva a perseguir todos sus libros, allá donde estén editados, para
sumergirnos en sus páginas. En mi caso, es evidente que el madrileño Antonio
Parra Sanz ocupa uno de esos lugares de privilegio, tanto por sus relatos
breves (Desencuentros, El sueño de
Tántalo) como por sus novelas (Ojos
de fuego, Apocalipsis 17,1) o sus colecciones de artículos (La linterna mágica). Ahora llega a mis
manos su recentísima última producción: la novela Acabo de matar a mi editor, que nos propone una historia bien
singular. Y no sólo porque sea atractiva y chocante en sí misma, sino porque lo
es en relación a la anterior obra de Antonio Parra. En efecto, cuando apenas
nos hemos introducido en la peripecia de Jaime Loynaz (protagonista del
volumen) nos vamos dando cuenta de que es un hombre aguijoneado por afanes
literarios, que lleva mucho tiempo incurso en la redacción de una novela. Y
esta novela no es otra que Apocalipsis
17,1. Durante las 226 páginas de esta intensa narración se nos explica el
proceso mediante el cual el personaje
de Acabo de matar a mi editor se
convierte en el autor de Apocalipsis 17,1. De ahí que las
conexiones que podamos establecer entre ellas no sólo serán importantes sino
iluminadoras, porque nos ponen ante los ojos un juego de cajas chinas de lo más
sugerente. Quienes eran criaturas dibujadas por el escritor madrileño pasan
ahora a convertirse en espíritus modelados por Jaime Loynaz, un tipo
atormentado, incomprendido, con una vida familiar defectuosa, aficionado a unos
licores que, según cree, lo auxilian en la creación... y que recibe unas
visitas pintorescas, que le serán tan útiles para redactar su obra como perturbadoras
desde el punto de vista personal. Si don Miguel de Unamuno escribió aquel
opúsculo titulado Cómo se escribe una
novela, el escritor madrileño nos propone un ejercicio mucho más
fascinante: ver cómo es la vida de alguien mientras
escribe una novela. Contemplarlo en el trance dificultoso, agónico, lento y
terrible del parto literario. Ver la manera en que Jaime Loynaz constata lo
terrible de su condición (“Cuanto más despreciable era mi comportamiento con
los que me rodeaban, mejor era mi rendimiento literario”, p.111) y cómo se ve
afectado por su golem, Marcos Galván (“Galardonado con el privilegio de señalar
y castigar”, p.144); y, sobre todo, la forma en que su vocación de escritor lo
convierte, al pasear por las calles, en un “coleccionista de almas” (p.168). En
Acabo de matar a mi editor (singular
crónica de una muerte anunciada), Antonio Parra Sanz logra un texto memorable,
una exploración meticulosa por las cuevas del fracaso y una bitácora llena de
meandros y ángulos oscuros, redactada con prodigiosa brillantez. Nadie en su
sano juicio se aplica a la tarea de explicar por qué está bueno un bombón de
chocolate: simplemente nos invita a que lo paladeemos. Igual haré yo.
Acérquense a esta obra y lo comprenderán por sí mismos.
miércoles, 27 de febrero de 2013
domingo, 24 de febrero de 2013
Cartas (1955-1964)
Continúo con la exploración de las
cartas de Julio Cortázar que la editorial Alfaguara ha publicado en cinco
abultados volúmenes. El segundo tomo (el que hoy me ocupará) abarca el período
comprendido entre 1955 y 1964; es decir, los años en los que se produjo la
consagración internacional del escritor argentino, sobre todo desde la
publicación de la monumental Rayuela (1963). Abundan, de hecho, las
notas prolijas sobre esta novela en la parte final del libro: correcciones que
es preciso realizar, detalles tipográficos que conviene que sean respetados,
polémicas que suscita, etc. Pero también hay otras cuestiones literarias que
llaman nuestra atención de forma poderosa. Por ejemplo, el esfuerzo que tuvo
que hacer el escritor argentino para entender las complicadas páginas
(amadísimas) de José Lezama Lima: «He tenido que rendirme tristemente a mi
incapacidad para yuxtaponerme al punto de vista de usted; excéntrico a ese
punto, todo el sistema se me escapaba» (p.134); o los elogios que dedica a La
región más transparente, de Carlos Fuentes, a la que sólo incorpora un
matiz de discrepancia formal: «Tal vez hubiera ganado con un planteo más
caritativo para el lector» (p.167); o el gesto desdeñoso que dedica a Sobre
héroes y tumbas, de su compatriota Ernesto Sábato («Una especie de folletín»,
p.276).
Igualmente, Julio Cortázar reconoce
haber quemado más de quinientos poemas, escritos durante su juventud, porque
una vez leídos en la edad adulta no le parecía que estuviesen adornados con una
mínima calidad (p.93). Y que cuando se plantea escribir un cuento lo hace
siempre desde la diversión («Nunca he conocido otra razón para escribir. La
famosa misión del escritor se la dejo a los de la Sade, que bastante
joroban con ella», p.108). Eso no le impide tomar conciencia de que, una vez
acabadas, sus obras son productos comerciales, y que han de incorporarse
a las reglas del juego. Así, tras pedir cinco mil dólares por la cesión de
derechos de una novela para el cine, y anticipándose a la previsible
indignación del pagador, escribe: «Yo a mi vez encuentro abultadísimas las
sumas que cobran las vedettes por unas pocas semanas de trabajo; a mí Los
premios me llevó mucho más tiempo» (p.615).
No menor importancia tienen, a mi
juicio, las referencias políticas que se van cruzando en la obra, las cuales
nos permiten perfilar la posición de Cortázar. Reacio al sistema capitalista
(que le provoca perplejidad y desdén), no fue tampoco un comunista extremo en
estos años. En enero de 1963, después de visitar Cuba, expresa su apoyo a la
revolución castrista, que será buena siempre que consiga «eliminar a los duros
y apoyarse en el sector moderado del comunismo» (p.355). Porque, a su entender,
lo más peligroso para los cubanos son «las presiones estalinianas» (p.473).
Y si buscamos humor, también lo
hallaremos a raudales en estas misivas. Tras una visita a Suiza, Cortázar
anota: «La comida es tan perfecta que no tiene gusto a nada; los suizos se han
dado cuenta y, llenos de inquietud, le echan tales dosis de pimienta que luego
uno las pasa mal. El sabor general de las cosas es algo así como el del papel
higiénico mojado y envuelto en talco» (p.44).
Páginas, pues, para el disfrute, el
aprendizaje y el mejor conocimiento de uno de los escritores más brillantes del
siglo XX.
miércoles, 20 de febrero de 2013
Nunca olvidaré tu nombre
Abraham, por mandato inflexible de Yahvé, colocó a
su hijo Isaac sobre el altar de los sacrificios, dispuesto a la consumación del
horror, con un cuchillo en la mano y toda la certidumbre de la fe en su espíritu.
Pero cuando la sentencia fue posteriormente revocada no nos dice la Biblia (y
es significativa esa laguna) de qué modo se miraron a partir de entonces padre
e hijo, qué tinieblas velaron sus pupilas, qué decepcionada pátina cubrió ya
para siempre sus ojos.
Aníbal Salinas, viejo excombatiente de la guerra
civil española, también parece haber escuchado en su interior una voz (igual de
imparable e igual de firme) que lo impulsa hacia el ayer; y emprende el camino
de vuelta a Los Olmos. Sabe que “un hombre pertenece a un solo territorio y a
una sola mujer. Si los pierde, lo pierde todo” (p.37), y retorna por ello al
pueblo de su juventud, donde dejó hibernado un amor y diferida una muerte. Ambas
pulsiones, con violencia de huracán, escindirán su vejez y teñirán de acíbar
sus horas de regreso. El amor (Elvira) no será al fin menos melancólico que la
venganza (don Fidel), porque el tiempo es una cascada de dolor cayendo infinitamente,
pero Aníbal sabía o intuía desde el principio que de ese modo funcionan las
cosas, y que los cálices se apuran, y que el rictus ha de permanecer impasible.
No le asusta (no le puede asustar) ese descubrimiento. Él sabe que se tiene una
patria; y que se tiene un destino; y que ambos son ineludibles (“Había
regresado a Los Olmos para ejecutar una venganza y dar término a una antigua y
dolorosa historia de amor. Era demasiado viejo para ambas cosas y no le era
posible zafarse del dolor ni de la idea concreta de la muerte. En realidad, las
dos cosas eran la misma, puesto que una le llevaba inexorablemente a la otra”,
p.19).
Pascual García nos demuestra en Nunca olvidaré tu nombre que no sólo es
un poeta excepcional y un primoroso autor de relatos breves, sino que sus artes
se extienden también al complejo mundo de la novela, que en sus manos adquiere
espesor geológico. Una escritura en la que cada vocablo esconde una verdad de múltiples
matices que dibujan sobre la página su música de desgarro y de reencuentro.
domingo, 17 de febrero de 2013
Historia del eremita
En algún lugar lo he contado ya por escrito: mi
primer conocimiento de la obra de Miguel Espinosa (1926-1982) no pudo ser más
desafortunado. Yo había enviado un cuento a la revista murciana Postdata y la
persona que lo leyó (el siempre generoso Soren Peñalver) me dijo que iba a ser
publicado a doble página en el siguiente ejemplar de la misma. Con el alborozo
del joven escritor casi inédito que empieza a ver cumplidos algunos sueños
literarios, acudí al quiosco cuando ésta salió... y me encontré con la amarga sorpresa
de ver que estaba dedicada íntegramente al escritor caravaqueño. ¿Y este Miguel Espinosa quién es?, pensé
con tanta frustración como ignorancia. Luego, por descontado, la lectura de sus
páginas me anonadó; y acudí a los libros de Miguel; y los recorrí enteros; y le
acabé dedicando incluso un libro a tan singular estilista (Palabras en el tiempo). Comencé receloso y concluí espinosiano.
Ahora, la tenacidad de Fernando Fernández
(responsable del sello editorial Alfaqueque, radicado en Cieza) nos depara a
los lectores de Miguel una inesperada joya, tan largamente anunciada como
desesperantemente postergada durante años: Historia
del eremita, uno de los primeros borradores de la monumental Escuela de mandarines, quizá la novela
murciana más importante de todos los tiempos. ¿Y qué encontramos en esta
voluminosa primera tentativa? Pues ante todo hay que decir que al lector medio
(yo creo que es necesario y hasta obligatorio ser sincero) le planteará más de
un problema la densidad intelectual y conceptual de sus primeras páginas, que
se mantienen en un alto nivel de exigencia. Pero que si hace el esfuerzo de situarse en el mundo que Miguel dibuja
para nosotros encontrará un placer infinito en sus análisis, en sus
descripciones, en sus reflexiones sobre el poder, el ser humano, el tiempo y la
condición de nuestra sociedad. Y sin apenas ser consciente se habrá sumergido
en el océano simbólico que es en realidad este volumen, donde la política, la
filosofía, la psicología y la novela caminan inextricablemente enlazadas con
resultados maravillosos. Espinosa fue un observador implacable y lúcido de su
época y codificó sus conclusiones en esa vasta metáfora que es la Feliz
Gobernación, cuyos primeros andamios están aquí esbozados.
Leída con un lápiz en la mano (consejo que les
sugiero que sigan), la obra nos entrega, además de escenas memorables donde el
humor y la gravedad se aúnan para trazarnos la caricatura de un sistema social
tan burdo como enervante, algunos aforismos deliciosos sobre los sentimientos
humanos («Un corazón solitario es, también, un corazón absurdo», p.83), sobre
la serenidad analítica que deben observar las personas juiciosas («Podrá
hundirse el mundo con todo el estropicio que se quiera, y quedará impávido el
corazón del sabio», pp.235-236) o sobre el desagrado que producen en el cerebro
de los inteligentes los rebuznos extemporáneos de los necios («No hay cosa más
dolorosa para un sabio que oír a un cernícalo opinar», p.318).
Quienes busquen un libro distraído, llevadero,
insustancial y cuajado de concesiones, busquen en otro tomo, porque en Historia del eremita no lo habrán de
encontrar. Quienes, por el contrario, hayan tomado la decisión de sumergirse en
un volumen que les haga pensar y que los obligue al esfuerzo de mejorar su
vocabulario y su capacidad de análisis, han elegido sabiamente. Ésta es su
obra.
jueves, 14 de febrero de 2013
Pájaros de fuego
Acostumbrado desde mi juventud a formarme una
opinión personal y directa sobre todo tipo de escritores, decido sumergirme en
un libro de la singular y controvertida Anaïs Nin. Tengo en mi biblioteca dos volúmenes
de cuentos y media docena de tomos de sus Diarios,
pero nunca había tenido la idea de sentarme, seriamente, a recorrer ninguno de
ellos de principio a fin. No por ninguna razón especial, sino porque otros volúmenes
se habían interpuesto siempre entre nosotros y había ido postergando su
abordaje. Hoy me he puesto con Pájaros de
fuego y puedo concluir que la experiencia no ha estado nada mal. No es un
prodigio narrativo (no nos engañemos), pero hay historias que tienen su
magnetismo y que están contadas con gancho y eficacia.
El primero de los relatos es “Pájaros”, protagonizado
por un pintor bastante exhibicionista y escrito con poca gracia. “La mujer de
las dunas” es mucho más sugerente, sobre todo en ese instante en que ella
recuerda cómo en su juventud fue testigo de una ejecución y, mientras
contemplaba al reo con el corazón desbocado, un hombre se apoyó en ella, la
tocó e incluso la penetró. La mezcla de miedo, ansiedad y excitación funciona
maravillosamente en ese final del relato. “Lina” es la historia de una lesbiana
reprimida, donde Anaïs Nin logra introducir alguna secuencia de alto voltaje
erótico. “La maja” nos lleva hasta la fascinante relación entre un pintor y una
mujer puritana (española), a la que el artista desea pintar desnuda. Para
lograrlo tiene que esperar hasta que ella duerme... El final, cuyos matices no
revelaré, es tan turbador como delicioso. En “Una modelo” bastan los dedos de
Reynolds para provocar en la joven unos orgasmos estremecedores. Los siguientes
relatos del tomo (“La reina”, “Hilda y Rango” y “El chanchiquito”) son
auténticas castañas, que producen rubor de malos que son. “Azafrán” nos lleva
hasta un mundo en el que la sensualidad de una mujer puede venir determinada
por el olor que exhala su piel. Y “Mandra” es, a mi juicio, la narración más
excitante, completa, sugerente y poderosa del libro: los escarceos lesbianos de
una mujer que consigue arrancar placer a dos mujeres, en ocasiones diferentes.
Un texto tan breve como explosivo.
En suma, que no descarto la idea de volver a Anaïs
Nin en otra ocasión. No sé si con otro volumen de cuentos o, directamente, con
el primer tomo de su célebre y controvertido diario. Ya se verá.
miércoles, 6 de febrero de 2013
Si tú supieras
Nunca he sido tibio en mis opiniones literarias, ni
he ocultado lo que realmente pensaba de los libros que iba comentando, así que
ahora, a punto de cumplir los 47 (el mes que viene), no voy a cambiar mi modo
de hacer reseñas. Comenzaré, pues, afirmando que las obras de Antonio Gómez
Rufo me encantan. Desde que lo leí por primera vez allá por 1992 no he dejado
de acercarme a sus libros con curiosidad, gratitud y alegría. Es un autor que,
además, me sorprende por su tremenda versatilidad brillantísima: ha frecuentado
con éxito la novela, el ensayo, los cuentos, los artículos periodísticos, la
biografía y hasta los libros de corte infantil. Y en todos los terrenos ha
demostrado una soltura envidiable en el manejo de la lengua y sus resortes,
siempre misteriosos y proteicos.
Hoy traigo a la pantalla una propuesta
sencillamente monumental: la novela Si tú
supieras, una obra fresca, intimista y bellísima donde se nos cuenta una
preciosa historia de amor que se desarrolla entre dos mujeres, Andrea y Carmen,
salpicada de infortunios, ternura y besos. No es una novela de amor anormal, sino una anormal novela de amor. Y si la adjetivo así es porque lo esperable
sería una cierta dosis de morbo, una recreación turbulenta que Gómez Rufo, con
inteligente y exquisito criterio, se niega a darnos. No hay conmiseración en
estas páginas, más que la justa; no hay tampoco asiduidad en las descripciones
sexuales, salvo también la justa; y no hay lirismo meloso, excepto el que toda
buena historia de amor, por su misma entraña, requiere. De ahí que el resultado
final pueda calificarse de extraordinario. Domina el corazón sobre los
genitales, y el alma sobre el aleteo de las manos. Andrea admirará en Carmen “el
aroma a hierbabuena de su risa”; y ésta, casada y con hijos, encontrará en la
joven Andrea un boquete de luz por el que mirar el mundo de distinta manera.
Andrea se ha pasado media vida disimulando sus
gustos sexuales (“Vivir en el engaño ha sido su modo de sobrevivir”), y Carmen,
agazapada en las redes de un matrimonio anodino y gris, siempre se ha negado a
aceptar que, verdaderamente, le gustaban las mujeres. Era una ruptura demasiado
brutal con su propio código de valores, y por eso ha tenido que luchar lo
indecible para acariciar la piel de su nueva amiga con la pasión y el gozo que
ambas anhelaban. Por eso esta novela alcanza tan elevadas cotas de introspección
y de auténtica espeleología erótica. Quizá tengamos en las manos (yo así lo
creo) uno de los mejores libros de amor de los últimos tiempos.
domingo, 3 de febrero de 2013
Hijos de un dios extraño
Para quienes abominan de la modernidad
internética o descreen de la valía intelectual de las redes sociales declararé
que yo conocí a Pedro Pujante gracias a Facebook. El azar, ese gran maestro de
ceremonias, nos vinculó; y la curiosidad me impulsó a hacerme con su libro Hijos
de un dios extraño (Chiado Editorial), sobre el que hoy quería recopilar
algunas notas de lectura, porque entiendo que el tomo las merece. ¿Qué es lo
que encuentra el lector en sus ciento cincuenta páginas? Pues diez historias
breves y una algo más extensa (casi una novela corta) donde cohabitan los
argumentos sólidos, el primor literario y las sorpresas finales, en un cóctel
tan seductor como eficaz.
Serviré unas pinceladas como aperitivo:
en “Una mujer en el umbral” nos explica cómo los juegos eróticos sirven al
protagonista para eludir el tedio conyugal y cómo la fantasía desbarata el
color gris de la costumbre; en “Extraños en la niebla” comprobaremos la forma
en que un hombre y una mujer, solitarios y heridos, conviven durante un año
hasta que el lector entiende los motivos últimos de su unión; en “Imágenes de
ayer” nos sorprenden las sucesivas sorpresas que el argumento nos va deparando,
deliciosamente manipuladas por el narrador; en “La voz desnuda” nos propone una
historia que me ha resultado imposible no relacionar con un célebre cuento de
Julio Cortázar sobre amores relacionados con el mundo de la radio; en “Retrato
de Morella con fondo azul” se aproxima al terror psicológico, a los universos
inquietantes, a la magia terrible de lo cotidiano… Si se me preguntara por mis
relatos favoritos, sin duda que traería a primer plano los que llevan por
título “Flores para Ofelia” (historia languideciente de un anciano que, viudo y
con dos hijos fallecidos, encuentra en una representación de William
Shakespeare un sentido y una esperanza para su vida) y “Tal vez Ítaca”
(propuesta desacralizadora y brillante sobre las peripecias de Odiseo).
Y prepárense a disfrutar también los
buscadores de perlas literarias, porque este volumen de Pedro Pujante les
suministrará hermosas metáforas sobre nuestra existencia («El tablero
de la vida no es de madera, es de fracaso», p.10), sobre la psicología humana
(«Todos tenemos miedo de averiguar qué hay dentro de nosotros», p.27), sobre el
sentido de la pareja (cuando quiere definir a dos personas que viven el desamor
nos explica que «éramos dos columnas distantes y mudas que sostenían un mismo
templo erigido en honor al dios del vacío», p.86), sobre la extinción humana
(«La vida no nos pertenece. Somos frágiles. La vida es el tiempo que tardamos
en saber que ya estamos muertos», p.45) o la difícil consecución de la dicha
(«La felicidad no es la suma de momentos felices que se han vivido. Es la suma
de instantes tristes que se logran olvidar», p.65).
En
suma, un autor que me ha gustado por la elegancia de sus frases (cortas,
rítmicas, eficaces, bien moduladas), que me ha convencido por la solidez de sus
relatos (donde ningún detalle escapa a la necesaria ingeniería del conjunto) y
que ha sabido construir un volumen equilibrado, donde no hay altibajos
estilísticos ni argumentales. Quédense con su nombre porque creo que les va a
ir sonando cada vez más. Esta obra no nos permite intuir a un gran escritor:
nos permite verlo ya en activo.
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