jueves, 29 de febrero de 2024

Un clavel entre los dientes

 


Dejo que el año 2024 me siga sorprendiendo con autores a quienes aún no había leído, y de esa forma pasean ante mis ojos las páginas de Un clavel entre los dientes, de Jorge de Cominges (Seix Barral, 1989), quien utiliza unos versos de Pere Gimferrer para el título. La experiencia con esta novela (lo anotaré desde el principio) ha sido altamente seductora; no tanto por la historia narrada (que también) como por la elegancia prosística del escritor catalán, que me embrujó desde el primer capítulo. Qué manera tan sutil y tan efectiva de retratar el mundo barcelonés de los años 60: desde sus estudiantes universitarios hasta sus putas, desde las playas donde disimulan los chaperos hasta las joyas finísimas de las damas que acuden al Liceo para escuchar la música de Verdi.

Situémonos en la casa donde vive el matrimonio formado por María (dictadora de la moda, exquisita en sus modales) y Pedro (un notario mucho mayor que ella, rancio y profundamente religioso), acompañados por Renata (madre de María y, desde hace meses, desahuciada por los médicos). Añadamos a las dos hijas del hogar: Ana (11 años, fantasiosa y deslumbrada con su hermana mayor) y Clara (quien estudia Derecho y tiene un novio llamado Carlos). Ese grupo de personajes sirve a Jorge de Cominges no solamente para retratar de forma impecable varios estratos de la vida catalana (sobre todo, la burguesía snob), sino para introducir valiosas reflexiones sobre la religión, la organización social de nuestro mundo o la línea rectora que debería guiar siempre nuestras existencias (y que podemos resumir en las palabras que Renata deposita en los oídos de su nieta, horas antes de morir: “No hagas nunca caso a nadie. Haz sólo lo que te parezca bien a ti después de haber reflexionado”, p.69).

En cuanto al final de la historia, permítanme que no les dé ninguna pista, salvo que su tono melancólico es posible (muy posible, diría yo) que los conmueva y les deje una huella indeleble.

miércoles, 28 de febrero de 2024

El diccionario de Coll

 


Porticado con un prólogo de Camilo José Cela (que se preocupa muchísimo por resultar todo lo zafio y grosero que puede, quizá con la curiosa intención de que los lectores de la obra entren en ella con cara de asco o acidez de estómago), he vuelto a leer, treinta años más tarde de mi primera visita, El diccionario de Coll, que poseo en su 29ª edición (“311.ooo ejemplares”, dice un sello en la cubierta). Mucho más habilidoso para el humor que su prologuista, el conquense José Luis Coll elabora un simpático prontuario de palabras que, obviamente, no admite ningún tipo de resumen, por su condición misma. Decir que he sonreído muchísimo en sus páginas y que he subrayado docenas de definiciones se me antoja el mejor elogio que le puedo hacer a este trabajo, donde la chispa, la filigrana verbal, el manejo de la ironía y el giro inesperado en las entradas garantizan dos tardes de felicidad lectora.

Déjenme que, como simple muestra, les anote algunas (y después les dejo que se adentren en sus 222 páginas y disfruten sin más):

GALANTETAR (“Requebrar a una mujer por la belleza de su busto”).

HABITONTO (“Cada una de las personas que residen en este mundo, salvo raras excepciones”).

HIDROPOESÍA (“Acumulación anormal de poemas en una parte del cuerpo”).

IDÓLETRA (“Que adora las letras”).

PERMEABLE (“Que puede ser penetrado por la orina”).

PROSTETANTE (“Enfermo de la próstata que se pasa el día quejándose del gobierno”).

RECETA (“ZZ”).

SEVILLETA (“Paño que, en la capital de la Giralda, sirve en la mesa para aseo y limpieza de cada comensal”).

VIEGILIA (“Falta de sueño en las ancianas”).

ZUECO (“Andaluz nacido en Suecia”).

lunes, 26 de febrero de 2024

Malentendido en Moscú

 


Todas las relaciones de amor, sean del signo que sean, se erosionan. No se trata de que tarde o temprano mueran (esa evidencia resulta incontestable), sino que sufren con el paso del tiempo un número variable de desgastes, mutaciones o necrosis. André y Nicole, un matrimonio de profesores jubilados, que pertenecen a la intelectualidad francesa y que han dedicado buena parte de sus vidas a luchar por la mejora del mundo, van a descubrir, ahora que han ingresado “en la flor de la edad postrera” (p.73), esa corrosión. Su propósito en el viaje que acaban de comenzar es muy sencillo: encontrarse con Masha (fruto del primer matrimonio de André) y contemplar el estado en que se encuentra Rusia tras “los negros años del estalinismo” (p.29). Durante mucho tiempo, ellos han anhelado que el socialismo triunfe y que elimine las desigualdades entre los seres humanos, pero ahora comienza a ganar sus espíritus el escepticismo, porque han constatado que todas las luchas, todas las manifestaciones, todas las protestas, todas las reflexiones “no habían hecho retroceder ni un palmo el capitalismo” (p.66). A ese decaimiento ideológico se une otro mucho más íntimo: Nicole se siente cada vez más vieja y comprende que su marido ya no siente atracción sexual por ella. Los buenos tiempos ya no existen y resulta doloroso, pero necesario, aceptarlo (“Al galope escapan mis días, y en cada uno de ellos languidezco”, p.112). El fervor que sentían el uno por el otro se ha convertido en rutina; el éxtasis, en grisura; la luz, en niebla. Aunque se nieguen a poner nombre a su declinación, es posible que ya sean “una pareja que continúa porque ha comenzado” (p.155). Es decir, una pura inercia lastimosa. En medio de ese panorama, un detonante bastante nimio (que André ha decidido prorrogar su estancia en Moscú y que Nicole insiste en no haber sido consultada) provocará una grieta bastante profunda entre ellos; y ninguno de los dos parece, en principio, dispuesto a ignorarla.

Simone de Beauvoir nos propone en estas páginas, que incorporan muchos tintes en apariencia autobiográficos, una serie de reflexiones francamente lúcidas (y no exentas de decepción y amargura) sobre las relaciones humanas y, de paso, sobre los acontecimientos políticos y sociales que sacudieron el mundo durante las décadas de la Guerra Fría.

Un buen libro.

sábado, 24 de febrero de 2024

El color de agosto

 


Fantasmas, errores, cuentas pendientes, exabruptos que se quedaron atorados en la garganta, recriminaciones mudas, miradas asesinas, reproches, odios… Todos disponemos, en nuestro interior, de un baúl atiborrado de estas emociones, a las que no dimos salida en su momento y que fermentan y pueden llegar a pudrirnos. El tamaño y la acrimonia son variables, pero su existencia misma es innegable.

Paloma Pedrero, dramaturga por cuyas obras me he paseado ya varias veces (le profeso una amplia admiración), nos presenta en El color de agosto a dos mujeres que estuvieron muy vinculadas en el pasado y que ahora, tras ocho años de agria separación, vuelven a encontrarse. María es, en la actualidad, una exitosa artista plástica, que vende sus cuadros por auténticos dinerales. Dispone de un estudio amplio y luminoso, de una vivienda lujosa y de una cartera de clientes que se disputan sus obras. Laura, que fue su inspiradora y su maestra, no ha tenido ni la mitad de su suerte, y vive casi en la pobreza. A causa del azar (María busca una chica que pose para ella y le muestran una imagen de Laura), se produce el reencuentro. Pero hay demasiada acidez acumulada en el espíritu de las dos, y el choque de trenes resulta inevitable.

Rápida en sus diálogos, profunda en sus pinceladas psicológicas y certera a la hora de deslizar insinuaciones emocionales, Paloma Pedrero nos regala una pieza corta, contundente, amarga, en la que descubrimos todos los laberintos que sus dos protagonistas cobijan o esconden. Y donde también descubrimos que cada uno de nosotros (cada una de nosotras) podríamos ser Laura.

Vertiginosa, profunda y espléndida.

jueves, 22 de febrero de 2024

Estío

 


Existen bastantes autores a lo largo de la Historia de quienes podría pregonarse con justicia que son poetas (que cada cual elija los suyos), pero muy pocos de los que cabría afirmar que son poesía. Pura poesía. Tensión y resolución lírica constantes. Seres cuya mirada y cuyos dedos se alían en un perpetuo ejercicio de poetización del mundo. Se trata de un rarísimo privilegio que los dioses conceden a ciertos mortales. Ocurre, creo, con Juan Ramón Jiménez, del que emana la poesía como el agua cristalina lo hace de un manantial: la palmera, la ola, el sol, la sombra, la aurora, el jardín, la rosa, una mano devienen objetos únicos, focos de belleza insospechada que, de súbito, quedan revelados y hechos eternidad.

Acabo de comprobarlo nuevamente en su volumen Estío, publicado en 1916 y en el que se puede apreciar, creo yo, una clara dirección depurativa, para intentar que la idea y las palabras (“el idilio raro de un león y un lirio”, como se indica en la página 14) acuerden un pacto apolíneo: reducir palabras, condensar de forma estricta las emociones. Así, Juan Ramón nos trasladará sus pesimismos (“La felicidad, / anticipado sangrar”); sus melancolías, rematadas con una gotita de humor amargo (“Me pareces como aquella / pálida novia primera, / que hace tiempo se casó / con aquel juez de instrucción”) —versos que recuerdan a aquella queja de Gabriel Celaya acerca de las adolescentes que se terminan casando con notarios—; su visión maravillosa sobre el amor (“Como no me ves, no soy visto / de nadie”); o la condición sobrante de ciertos adjetivos (“¡Sufrimiento! ¡Sólo así! / ¿Para qué añadirte nada? / —Quien inventó el adjetivo / no era digno de su alma”). O, dicho de un modo más condensado: “Quememos las hojas secas / y solamente dejemos / el diamante puro, para / incorporarlo al recuerdo”. Poda de imágenes, poda de palabras. Y, al fin, el árbol delicioso y perdurable.

Juan Ramón era muy grande, vive Dios.

martes, 20 de febrero de 2024

Abierto para fantoches

 


Seis relatos breves se reúnen en el trabajo Abierto para fantoches, donde la zaragozana Patricia Esteban Erlés nos acerca a escenas protagonizadas siempre por personajes fantasmales (en sentido físico o figurado), a los que se nos invita a conocer y acaso a entender: una vecina inesperada, que altera el pacífico hogar de la aburrida señora Gutiérrez; una niña que dicta a su gemela las atrocidades que debe cometer, y cuyas consecuencias deberá arrostrar; un popular locutor radiofónico que, una vez muerto, decide realizar su última llamada; tres amigos impresentables, puestos hasta arriba de coca y alcohol, que deciden burlarse de una chica poco agraciada; una esposa indefinible, borrosa y rodeada de silencio, que desaparece de forma brusca; o el amante shakespeareano de una bella viuda que comienza a acercarse peligrosamente a la madurez.

El resultado es un interesante opúsculo, con momentos memorables, que en el año 2008 fue publicado por la Diputación provincial de Zaragoza tras haber sido galardonado con el XXII Premio de narrativa Santa Isabel de Aragón, reina de Portugal.

domingo, 18 de febrero de 2024

Alexanderplatz ha olvidado los trenes

 


Me ha gustado encontrarme (se trataba de una visita demasiado demorada) con los versos de María Alcocer González, reunidos en el volumen Alexanderplatz ha olvidado los trenes (Ars Poética). Y me ha gustado, sobre todo, porque he podido encontrarme con una lírica diferente, musculosa e intrincada. Es cierto que, de vez en cuando, me apetece disfrutar de poemarios fáciles, donde la música y la temática inunden garganta y oídos con su frescor inmediato; pero no es menos verdad que también me gusta adentrarme en selvas verbales menos sencillas, menos complacientes, que reclamen mi atención, mi lentitud, mi silencio.

Dueña de una técnica soberana y de una enorme potencia para el fraguado de imágenes, María Alcocer nos invita, página a página, para que recorramos su territorio de mármol y de niebla, donde “la sintaxis de la locura” (p.26), “alguna noble verdad” (p.53) y miradas “que vigilan el aire” (p.123) nos van entregando instantes de luz y briznas de oscuridad, que tendremos que unir con la paciencia de quien se enfrenta a un puzle fastuoso. El resultado es una amplísima vidriera, un caleidoscopio de textura proteica, que nos deja siempre pensativos, siempre con la duda de si habremos interpretado el texto de la forma adecuada.

En realidad, nada importaría que nuestra lectura difiriese de la imaginada por la escritora, porque de ese modo estaríamos entablando un fértil diálogo con ella, en el que quizá ambas partes descubrirían sorpresas y atisbarían rompimientos de gloria que no estaban previstos.

Todo un tour de force esta aventura lírica, que les recomiendo para un fin de semana de chimenea y silencio ubicuo. Se van a sorprender.

viernes, 16 de febrero de 2024

Bajo el iceberg

 


Un hombre de carácter más bien apocado (Gabriel) y una antigua enfermera de temperamento mucho más decidido (María) están protagonizando, en su viejo coche familiar, una huida de lo más angustiosa, después de haber raptado en un restaurante a un niño llamado Pedro. Podría tratarse del argumento de una road movie o de un thriller de sobremesa, porque los ingredientes no difieren de los que convencionalmente barajan los directores del género para construir sus productos. Pero lo impresionante de Bajo el iceberg es la forma en la que Manuel Nicolás Andreu adereza literaria y psicológicamente esos materiales para que la persona que está leyendo se vaya desazonando de manera lenta e imparable, hasta que llega a las últimas páginas con el estómago atorándole la garganta y con el corazón latiendo a velocidad de vértigo. No exagero un ápice. No recurro a un truco efectista para que ustedes se abalancen sobre el libro. De verdad que no. Con paciencia narrativa y con recursos sabiamente dosificados, el autor nos va introduciendo en el laberinto mental de María, donde anidan ciénagas profundas y misterios que nos van siendo revelados con calculada pericia. Gabriel, su pareja, no sabe por qué ha decidido raptar al niño; ni sabe tampoco qué se esconde en los abultados archivadores que la mujer transporta en el maletero. Le da miedo elaborar conjeturas, porque sospecha que rondaría el terreno de la insania. Le da miedo también preguntarle directamente a María, porque teme su furia e incluso su abandono (qué sería de él sin ella). En ocasiones, ella le deja escuchar algunas aristas de la verdad, pero nunca le permite contemplar el poliedro completo… Hasta que Gabriel, aprovechando un acceso febril que la deja atontada y más bien adormilada, se decide de una vez por todas a ojear los misteriosos papeles. Y le paraliza lo que descubre. Igual que paraliza a la persona que está leyendo, que siente la piel erizada cuando calibra las consecuencias de lo que en esos archivos se esconde.

La primera novela de Manuel Nicolás Andreu no puede ser más asombrosa ni más llamativa, así que no les digo más: acudan cuanto antes hasta este volumen, publicado por Malbec y con una imagen muy sugerente de Dasier Navarro en la cubierta… Y ya me contarán.

jueves, 15 de febrero de 2024

Lagartija

 


Realizo, con auténtico placer, mi primera aproximación a la narrativa de la autora japonesa Banana Yoshimoto, cuyo libro Lagartija traduce Gabriel Álvarez para el sello Tusquets. Son seis historias en las cuales, con un lirismo fascinante, nos coloca ante personas jóvenes que buscan su sitio en el mundo y que jamás están muy seguros de haberlo encontrado o de que vaya a durarles: un muchacho que ha contraído matrimonio hace un mes con Atsuko y que, mientras regresa de noche en el tren hacia casa, bastante borracho, tiene un encuentro extrañísimo con un viejo más bien andrajoso (“Recién casados”); un terapeuta que atiende a niños autistas mantiene un vínculo sentimental con una chica silenciosa, que arrastra un misterio infantil (“Lagartija”); una joven, cuyos padres han decidido instalarse en el seno de una secta religiosa, se traslada a Tokio y convive con el artesano Akira (“Sangre y agua”); una fervorosa adicta al sexo abandona su vida de orgías y opta por casarse con el hijo de un empresario (“Una curiosa historia a orillas de un gran río”)…

En realidad, los argumentos de estas fabulaciones son débiles y prescindibles, en el sentido de que Yoshimoto carga todo el peso literario (que es mucho y muy brillante) en el buceo por las almas de sus protagonistas, que pasean en silencio por las calles japonesas, se ensimisman mientras se acodan en ventanas o que deambulan buscando (y buscándose) de una forma tan evidente como tenue. No hay modo de evadirse de sus atmósferas, que te empapan desde el momento en que recorres dos o tres párrafos.

“No hay nadie que crezca y salga indemne de ello”, afirma la escritora en la página 146. Y quizá resulte un interesante resumen sobre la evolución anímica de sus criaturas, que buscan paraísos y, al fin, no saben si existen o si los han encontrado.

Un espléndido libro.

martes, 13 de febrero de 2024

La loba gris

 


No hará falta detenerse a explicar qué es La guerra de las brujas, porque esta trilogía narrativa de Maite Carranza ha traspasado fronteras y ha bendecido a la autora con el aplauso internacional de todo tipo de públicos. La densidad de sus personajes, la irresistible solidez de su trama y la brillantez esplendorosa de su expresión literaria la han convertido en un hito novelesco de las últimas décadas. Y ahora, para completar ese panorama, la escritora barcelonesa nos ofrece una absorbente precuela titulada La loba gris (La historia de Deméter), en la que acapara todo el protagonismo la hija de Yocasta y el borracho Petros, que parece señalada por las profecías para convertirse en redentora y unificadora de todas las familias brujas. Ella posee el don que la identifica no solamente como una destacada Omar, sino también como la Loba que acabará con el reinado de las nauseabundas Odish, que se alimentan de sangre y extienden su tiranía desde hace siglos. Para ello, tendrá que absorber las enseñanzas que le van ofreciendo todas las personas de su entorno (su madre, el pope Gabriel, la ciega Briseida, Chloe, Vara), pero también depurando los aprendizajes (inversos, pero igual de valiosos) que adquiere en su vinculación con implacables enemigas como Kía o Ate.

En estas cuatrocientas páginas, los lectores y lectoras encontrarán un sinfín de atractivos: hechizos sobrecogedores, venganzas terribles, traiciones, amores condenados a no prosperar, amistades truncas, viajes por mar y tierra, retiradas estratégicas, secretos que deben morir dentro del corazón, planes suicidas, diosas llenas de veneno, rencores enquistados y fidelidades inquebrantables. Pero ese conjunto de imanes novelescos no nos debe despistar de otras lecciones notables que el libro nos suministra: por ejemplo, el gran vigor con el que reivindica el papel de las mujeres en la historia de la humanidad, sufridoras de una larga preterición por la miopía de los varones; por ejemplo, la enérgica búsqueda de la identidad, que las principales protagonistas deberán acometer en el transcurso de sus vidas (“Hace tanto tiempo que intento ser como los demás quieren que sea que no me he preguntado cómo quiero ser yo misma”, murmura Ina en la página 291); por ejemplo, la importancia vertebral del amor, de la solidaridad, de la justicia, que llena de agua fresca el corazón de las Omar durante la obra.

Léala el público juvenil, pero también léala el público adulto, sin distinciones de sexo. La loba gris seduce y enseña, ameniza y enriquece, distrae y concentra: es la marca de los grandes libros.

domingo, 11 de febrero de 2024

Los mapas transparentes

 


Asomarse a este poemario de José María Cumbreño (que se titula Los mapas transparentes y que fue publicado por Pre-Textos tras obtener el III premio de poesía Antonio Ródenas García-Nieto) es como tumbarse en el césped, de noche, y mirar el firmamento. Observas que está lleno de estrellas, las cuales brillan con distintas intensidades. No sabes en cuál concentrar tu mirada. Todas están ahí. Todas emiten una luz que brotó hace cientos de años, miles de años, millones de años; y que está llegando ahora, en el instante justo del ahora de tus ojos. La luz nació cuando ni tú, ni tus padres, ni tus abuelos, ni tus bisabuelos, ni la especie humana siquiera, existían; y ahora todos los rayos convergen, todos están entrando en tus retinas a la vez. Cómo afrontar ese misterio. Cómo consignarlo con palabras.

Cumbreño también emite, en estas páginas magníficas, un elevado número de asombros, versos, preguntas retóricas y todo tipo de ráfagas luminosas, donde hay tristeza (“Nunca más podré llamar a mi padre / por teléfono. / De hecho, ya le han dado su número / a otra persona”), aforismos de raigambre filosófica (“La vida siempre es un país extranjero”), reflexiones derrotadas (“Creo que me arrepiento / de casi todo”), inteligentes tratados de literatura (“Un libro de poesía / es un barco que se acerca / demasiado a la costa”), interrogantes platónicos (“¿A qué velocidad se mueven las sombras de los aviones?”) u opciones que definen el temperamento (“Los que, delante de una puerta, / piensan en huir. / Los que, delante de una puerta, / piensan en quedarse”). Al final, tras resplandores y negruras, tras paradojas y fogonazos, el poeta llega en la página 68 a la revelación melancólica, que le sirve para rotular la obra: “A estas alturas, mi vida / se ha vuelto un mapa transparente / en el que no soy capaz de reconocer / ningún lugar / y donde nada está / donde debería estar”.

Si pasean sus ojos por los escaparates de las librerías buscando un volumen que les entregue belleza y sabiduría, les sugiero que se acerquen hasta estas páginas. Me extrañaría que les defraudaran.

viernes, 9 de febrero de 2024

La leyenda de una casa solariega

 


Realizo mi primera aproximación a la narrativa (subyugante) de la sueca Selma Lagerlöf, quien en 1909 se convirtió en la primera mujer reconocida con el premio Nobel de Literatura. Se trata de La leyenda de una casa solariega, que traduce Elda García-Posada para el sello Funambulista y que nos presenta una historia donde fantasía, amor y música se alían para conformar un argumento mágico: el joven Gunnar Hede, que pertenece a una rica estirpe de terratenientes, cambiará de vida cuando, informado por su amigo Alin sobre las penurias secretas que afectan a su familia, decide concentrarse en los estudios para conseguir un trabajo con el que ganarse la vida. Eso lo obliga a distanciarse del violín, su instrumento preferido. Este vuelco en su rutina lo conducirá a la locura. Del otro lado, tenemos a Ingrid, una joven soñadora y que, tras sufrir una experiencia traumática (están a punto de enterrarla viva), ve cómo su existencia se vincula con la de Gunnar de una manera sorprendente.

Permítanme que no les resuma más de este libro, pero permítanme también que los invite a sumergirse en su delicadísima prosa, llena de originalidad, ritmo y elegancia; y que llame su atención sobre la manera sinuosa y firme con la que Selma Lagerlöf nos invita a pasear por el alma de sus personajes, quienes se convierten en bosques, en laberintos, en pasillos oscuros, en ríos que fluyen ante nuestros ojos y se adentran en cuevas fresquísimas. Por fin, música y amor unirán sus senderos hasta llevarnos a un final delicioso, que tardarán mucho tiempo en olvidar.

Tengo que conseguir más libros de esta autora.

miércoles, 7 de febrero de 2024

Réquiem por un guerrillero olvidado

 


Yo no sé si puede escribirse una novela relacionada con la guerra civil española de 1936 que esté basada en “hechos reales” o si, por su misma condición de atrocidad histórica, sería mucho más razonable y mucho más exacto afirmar que está basada en hechos irreales. Pero la duda sí que florece en la mente del narrador de este libro, quien escucha, embelesado, al anciano Rodolfo Antúnez. Y es que la historia que le está contando resulta cautivadora y magnética desde sus primeras líneas: un maquis llamado Pedro Morán, que se refugia desde hace años en la aldea abandonada de Valdepiedras y que acaba de enterrar en el monte a su último compañero, decide abandonar su escondite y trasladarse hasta Fuente Caballeros. Allí se encuentra el cuartel contra el que debían haber atentado, tras la masacre que los militares franquistas perpetraron contra los guerrilleros de la Operación Reconquista, a finales de 1944. Docenas de sus amigos perdieron la vida en aquella emboscada sangrienta y, ahora, cuando quizá ya no lo esperan, ha llegado el momento de devolver el golpe. Lo pide la dignidad. Lo pide el rugido de la memoria.

De forma desorganizada y algo caótica, Rodolfo va proporcionando detalles de la aventura al narrador, quien se esfuerza en poner orden en sus rememoraciones y que, a la postre, estas condensen la verdad de los hechos. No quiere inventarse nada: desea ceñirse al espíritu auténtico del pasado. Y entonces acude hasta su cerebro la gran duda: ¿morirá el anciano Rodolfo antes de concluir su narración? Y, de forma inmediata, la gran pregunta: ¿Pedro Morán y Rodolfo Antúnez son la misma persona?

Sólido en la construcción de la trama e inteligente a la hora de irnos facilitando informaciones sobre sus protagonistas, José Fernández Belmonte nos entrega un libro realmente hermoso, donde reflexiona sobre la dignidad de los derrotados, sobre la soberbia de los triunfadores, sobre la mugre de un tiempo indigno, sobre el poder reconfortante del amor; y donde también se pronuncia sobre temas tan espinosos como el papel de la Iglesia durante la postguerra o sobre la eutanasia (“Tendría que existir alguna ley que prohibiera este tipo de agonías contra natura. Pero seguro que los curas y la extrema derecha se pondrían en contra y sacarían a sus acólitos a protestar a las calles o a recoger firmas; a ellos les gusta vernos bien jodidos, por la gracia de Dios”, páginas 193-194).

Les recomiendo que no se la pierdan.

lunes, 5 de febrero de 2024

Tinto de verano

 


El diario El País propuso hace años a Elvira Lindo que escribiese una columna diaria durante el mes de agosto y ella, tras aceptar, decidió convertir sus letras en un dibujo bienhumorado sobre la realidad que vivió durante aquellas semanas, habitando en una residencia veraniega fuera de Madrid, acompañada por sus hijos adolescentes y su marido, el también escritor Antonio Muñoz Molina (que se encontraba en pleno proceso creativo de su libro Sefarad). Aquellas páginas, que ahora se reúnen en el volumen Tinto de verano, pretendían “retratar a las personas por su lado más cómico, no hacer una descripción realista”, pero se llevó la sorpresa de que muchos lectores no entendieron bien el propósito que la guiaba y se tomaron en serio sus bromas. Por fortuna, como anota después, “la mayoría de los lectores me siguieron el juego, hicieron lo que yo esperaba: relajarse, leer y sonreír, y a veces, hasta reírse”.

Este volumen nos ofrece secuencias impagables, donde el ánimo festivo burbujea casi en cada párrafo y nos regala felicidad lectora. En ellas, nos presenta a un Antonio Muñoz Molina que mata mosquitos por las noches con un periódico enrollado; a un padre que come más que la orilla del río (el artículo “Abuelito, dime tú” es antológico); o a unos hijos que se refugian en frases de Fernando Savater para no realizar sus tareas domésticas. Pero esa mirada jocosa también la despliega sobre sí misma, y vemos a la escritora planteándose la conveniencia de someterse a alguna operación quirúrgica, para parecerse a Jennifer Aniston; o explicándonos que está apuntada a un gimnasio, pero que no va nunca (“Bastante hago con pagarlo”); o gastándose veinte mil pesetas en una crema facial que sus hijos se untan en unas tostadas, creyéndola crema de cacahuete; o comprándose un colchón carísimo, que pretende desgravar en Hacienda; o calibrando la posibilidad de adquirir un cerdo como animal de compañía; o viéndose envuelta en una sesión depilatoria hilarante, porque los hijos de la esteticién son lectores de sus libros de Manolito Gafotas y desean estar presentes.

Con una prosa refrescante, Elvira Lindo nos va trasladando la crónica de un mes tórrido y aburrido, en la que sobrevive como puede a la lejanía de su amado asfalto madrileño, sin el que no se siente demasiado cómoda. “De lo que yo trataba de escribir este verano era, aunque a lo mejor no he sabido escribirlo y nadie se haya enterado, sencillamente de la felicidad”, dice para terminar el libro. Mi aplauso, desde luego, lo ha logrado. Y mis sonrisas (que no son fáciles de arrancar) fueron constantes durante la lectura.

sábado, 3 de febrero de 2024

El olvido que seremos

 


Existe un tipo de valentía que jamás van a entender, por mucho que se esfuercen (y tampoco harán el intento, puesto que escapa a su comprensión), aquellas personas que todo lo resuelven mediante la brutalidad y el salvajismo: la valentía de elegir la calma. La valentía de mirar, apretar los dientes y refugiarse en la sensatez. La valentía de la serenidad. Y esa valentía es la que empapa, construye y guía de forma serenísima las páginas de El olvido que seremos, del colombiano Héctor Abad Faciolince. No era, desde luego, lo “lógico”, porque el escritor nos está contando la vida de un hombre, su padre, que fue asesinado por los poderes fácticos de su país (legales o ilegales) de forma vil e inmisericorde: a balazos y en plena calle. Para un hijo que idolatra a su progenitor, este acto vandálico podría haberse convertido en el detonante de un comportamiento animal, irreflexivo y virulento; mas no fue así. El autor de estas líneas nos dice que la causa hay que buscarla en su cobardía, pero yo me permito poner en duda esa explicación. Con el acto cívico de elegir palabras en lugar de balas, de ordenar recuerdos en lugar de cartuchos, de iluminar anécdotas en lugar de provocar fogonazos con bombas, Héctor Abad Faciolince apuesta por el mármol del libro. Un mármol (es hombre inteligente y lo sabe bien) que también será pulverizado por el paso de los años, porque ya somos el olvido que seremos y porque todo (desde los seres humanos hasta el planeta mismo) será una vez olvido y desintegración y nada. Pero qué gran orgullo cívico y qué gran felicidad literaria que, durante veinte años, este narrador haya meditado, pulido y conformado el modo de convertir su dolor en un torrente de palabras, que los demás podemos recorrer sobre la canoa de nuestra admiración, plenos de escalofríos y lágrimas, dejando que nuestras manos se sumerjan en la corriente y sientan su frescor, su liquidez azul, su belleza.

En El olvido que seremos hay mucha grandeza, y no solamente me refiero a la literaria, que he completado con la audición de varias entrevistas realizadas al autor con motivo de este libro: la grandeza de quien no usa la adrenalina, sino los vocablos. Nos queda la palabra, decía un poeta español. Nos quedan siempre las palabras, nos dice también este novelista colombiano. Qué enorme suerte, haber descubierto esta obra, que ya se ha convertido para mí en inolvidable.

“Cuando uno lleva por dentro una tristeza sin límites, morirse ya no es grave”, anota con languidez vigorosa en la página 178. Me pongo en pie ante la persona que ha convertido esa tristeza sin límites en un monumento literario.

jueves, 1 de febrero de 2024

Las hermanas Jacobs

 


Recordemos lo que pasó hace seis meses. El doctor Quirke se encontraba en España disfrutando de unos días de descanso con su esposa Evelyn; y, de pronto, se vieron envueltos en un inexplicable tiroteo en el que ella resultó alcanzada y encontró la muerte. Muy cerca se encontraba el inspector Strafford, irlandés como ellos, quien logró desenfundar y abatir al criminal, antes de que continuara su masacre.

Volvamos ahora al tiempo presente. Strafford, que se encuentra solo desde que su esposa lo ha abandonado, comienza a investigar el caso de Rosa Jacobs, una chica judía a la que han encontrado muerta dentro de su coche, asfixiada por el gas del tubo de escape. Todo indica que la muchacha se ha tomado muchas molestias para sellar las ventanillas escrupulosamente y suicidarse mediante la inhalación de monóxido de carbono… Pero la intervención pericial del patólogo (que no es otro que el doctor Quirke) determina que existen indicios de asesinato, porque la víctima presenta huellas de haber sido amordazada. Se impone, por tanto, iniciar una investigación en toda regla, en la que Strafford y Quirke tendrán que unir sus fuerzas. Por desgracia, la relación entre ambos dista de ser amable, pues Quirke, en su fuero interno, recrimina a Strafford que por culpa de su lentitud él ya no pueda tener a su esposa.

Añadamos un poco de sal a este cuadro: al parecer, la chica (que era judía, recordemos) estaba vinculada con un joven alemán llamado Franz Kessler, hijo de un misterioso millonario. Añadamos un poco de pimienta: la hermana de Rosa (Molly) se incorpora a la narración y termina enredándose con Quirke, cuya hija Phoebe se enreda a su vez con Strafford. Añadamos, en fin, un poco de guindilla: una periodista israelí, que investigaba el programa nuclear de su país y su relación con los Kessler, es atropellada. ¿Cómo se relacionan todos estos hechos entre sí? ¿Qué telar inquietante se construye con los hilos que vamos descubriendo?

Benjamin Black (es decir, el irlandés John Banville) nos entrega en Las hermanas Jacobs una novela sólidamente construida y admirablemente narrada, en la que los pormenores argumentales no constituyen, en mi opinión, lo mejor de la obra. Lo serían si hablásemos de un autor policíaco convencional, pero es que estamos hablando de un estilista finísimo y de un psicólogo de primera magnitud, que nos muestra a sus personajes por dentro con tanta minucia que provoca hechizo. Párrafo a párrafo, de forma lenta pero firme, John Banville dibuja sobre el lienzo una pincelada tras otra; y en cada una de esas pinceladas se consigna un detalle sobre el alma, o sobre el pasado, o sobre las ilusiones, o sobre los fracasos de sus criaturas, quienes a la postre quedan convertidas (magia del genio novelesco), no en personajes, sino en auténticas personas. La fatiga, el abandono, el alcoholismo, la rabia, los remordimientos, el llanto o el pudor llenan de matices el suelo narrativo (digámoslo de esa manera), permitiendo que las flores y los árboles que crecen en él alcancen magnitudes espectaculares. “Calidad de página”, lo llaman. “Calidad de pintor (íntimo)”, lo podríamos denominar también. Banville, en ese ámbito, es demoledoramente brillante. Y Las hermanas Jacobs un ejemplo palmario.