jueves, 30 de septiembre de 2021

Volver a dónde


Antonio Muñoz Molina recuerda en la página 302 de este libro la frase que musitó su abuelo, tras observar cómo redactaba unas líneas en la máquina de escribir: “Se ve que esto se le da mejor que coger higos”. Por fortuna para quienes amamos las obras de este escritor, aquel niño sin sangre que nació y vivió su infancia en Úbeda, no mostró nunca demasiada aptitud para las labores agrícolas, ganaderas o mercantiles; y fue en el amplio territorio de las letras donde encontró el cauce que le permitió encontrarse a sí mismo y revelársenos a los demás.

Volver a dónde (Seix Barral, 2021), su obra de más reciente publicación, fluye y se detiene en varios tiempos a la vez: el mundo de la infancia (burbujeante de recuerdos), las semanas durísimas de la pandemia covid (cuando las anomalías del silencio, el temor y el aislamiento se trenzaron dentro de cada corazón y cada ánimo) y la secuencia final del año 2020 (en la que esperanzas y decepciones jugaron a alternarse). Se trata —y a la vez no se trata— de un diario, porque el concepto íntimo del que parte y sobre el que se sustenta la obra es mucho más ambicioso: cuando se vuelven confusas las formas del presente, e impredecibles las del futuro, la memoria se concentra en la claridad recuperada del pasado. Por eso Muñoz Molina, situado en su balcón con media copa de vino y rodeado por todas las plantas que ha comenzado a cultivar con especial ternura, dirige su mirada hacia el exterior (por donde pululan gentes con mascarillas, pero también idiotas que han abdicado de la prudencia y la sensatez) y hacia el interior (que se condensa en los recuerdos tibios de su casa infantil, de su familia numerosa, de sus parientes reales o imaginarios). El título del tomo nos sugiere de esa manera dos interpretaciones distintas pero compatibles: volver a la normalidad social (que no se sabe cómo resultará: de ahí la incertidumbre del adverbio) y volver al territorio dormido o muerto del ayer (que queda rodeado por la niebla: de ahí, otra vez, la incertidumbre del adverbio). “Este raro presente” (susurra el escritor en la página 221) “alumbra para mí zonas perdidas del pasado”.

Intenso y lúcido, Muñoz Molina abomina en estas páginas bellas e inteligentes de las irresponsabilidades botarates y cainitas de los políticos, más preocupados de vapulearse entre sí que de resolver problemas; insiste en la bochornosa erosión calculada que han sufrido en España los servicios públicos (Enseñanza y Sanidad, sobre todo); se indigna con el comportamiento incívico de una juventud majadera que cifra su libertad en la convocatoria de botellones (“Los sanitarios se ven desbordados otra vez por la multiplicación del número de enfermos, millones de personas trabajadoras se ven arrojadas al paro y a la pobreza; pero estos miles de idiotas a los que entre todos les pagamos sus carreras universitarias no tienen la madurez mínima ni la decencia de cumplir las normas y dejar de emborracharse en manada un fin de semana”, p.313); relee a Benito Pérez Galdós para intentar comprender mejor el país en que vive, donde los necios y los extremistas suelen prevalecer sobre los honestos y laboriosos; y, a la postre, nos deja un poso resignado o melancólico cuando nos hace reflexionar sobre qué imagen tendrán de nosotros en el futuro.

Un libro duro, comprometido, sensato y lleno de silencios reflexivos, que vuelve a colocar en nuestras manos la prosa de uno de los más admirables escritores de la actualidad.

miércoles, 29 de septiembre de 2021

La difícil convivencia


La colección de cuentos que acabo de terminar no me ha parecido mala. Tendría problemas para juzgarlo un libro memorable, pero entiendo que puede ser leído sin vergüenza. Se trata (aún no lo he dicho) del volumen La difícil convivencia, y su autor es el cordobés Rafael Narbona, que fue secretario de Armando Palacio Valdés y de los hermanos Álvarez Quintero. En la Wikipedia, no sé bien por qué razón, etiquetan este libro como “novela”, sin serlo en modo alguno.

Dentro de los mejores relatos que contiene el tomo destacaría “El lugar vacío”, en el que nos habla de un famoso médico que se retira a vivir en la soledad absoluta, tras verse imposibilitado para curar a su esposa paralítica; o la “Historia de un perro vagabundo”, con la que reconozco haberme emocionado; o con “Dulce intimidad”, donde hay soberbios destellos estilísticos del escritor. Pero también (seamos justos) se encuentran entre sus páginas algunos otros relatos, como “Epifanía sin Reyes” o “Aire puro”, a los que resulta más piadoso no adherir ningún adjetivo calificativo. 

He subrayado algunas frases en el volumen, y me gustaría compartirlas aquí, por juzgarlas interesantes: “No hay adulación que no cueste dinero. En la selva civilizada todo tiene un precio; todo se cotiza”. “Hacerse temer en un buen sistema para hacerse respetar”. “En la ciudad, los hombres defienden sus ideas, su conducta o sus privilegios en una lucha a muerte, pero sin sangre, sin disparos, sino taimadamente, entre sonrisas, frases amables y hábiles negativas”. “Esa compenetración espiritual que hace compatible la amistad y el amor es tan difícil que apenas se da en la vida”. “Hablar con alguien es fácil; dialogar, no”. “No se le puede exigir demasiado a la vida ni a las personas”. “Entregarnos con absoluta generosidad a alguien supone un riesgo”.

domingo, 26 de septiembre de 2021

La voz muerta


“A veces, oigo muertos”, podría haberle dicho Leopoldo Blaw a su amigo Alberto, que lo está escuchando con tanto estupor como inquietud. Porque, convocado el segundo a la casa del primero al filo de la medianoche, está enterándose de que su viejo amigo de la infancia cree escuchar las palabras que le dirige su fallecida esposa Helena; y tal certidumbre, como es natural, lo tiene perturbado, ojeroso y descompuesto. Pero quien se quedará así será, por sorpresa, Alberto, porque su amigo tiene una crisis ante él y, sin darle tiempo a reaccionar, se toma un frasco de cianuro y pone fin a su vida.

Con este arranque, Enrique Jardiel Poncela empieza a construir el misterio de su novela La voz muerta, que publicó en 1922 y que ahora el sello Dokusou recupera para el público lector. El desarrollo de la trama es airoso y el estilo de la narración brillante; pero es justo reconocer que la secuencia final, cogida con alfileres y forzando la credulidad de los lectores, malbarata la pieza. Invertir algo más de reflexión en ella le hubiera servido al madrileño para encontrar mejor cierre para una historia que, argumentalmente, no era mala.

viernes, 24 de septiembre de 2021

Música para feos

 


Juzgar sin conocer es uno de los graves errores que puede cometer el ser humano. Y llegar al extremo de convertir ese juicio en desprecio supone ya ingresar en la insensatez absoluta. El poeta Antonio Machado, hombre ponderado y reflexivo, lamentaba la actitud de quien “desprecia cuanto ignora”.

En esta novela que Lorenzo Silva publicó en 2015 nos encontramos con Mónica, una periodista de veintinueve años que trabaja de forma precaria y que carece de suerte en el amor. Y nos la encontramos, nada más empezar la lectura, bailando en un tugurio bajo la mirada de un hombre que aparenta tres lustros más que ella y que se comporta de un modo bastante enigmático: no le revela prácticamente nada sobre su trabajo, su familia o sus intereses. Ni siquiera acepta el número de teléfono que ella le ofrece, con esa extroversión peligrosa que el alcohol regala a sus consumidores más desprevenidos. De esa forma tan simple (un aparente ligue convencional) surgirá una relación que será de todo menos simple. Ramón (así dice llamarse) seguirá ocultándole todo tipo de informaciones personales, pero el amor brotará entre ellos y los unirá con fuerza… hasta que él le comunica que ha de ausentarse de la ciudad y del país durante cuatro meses. Tampoco entonces se avendrá a mostrarse más explícito sobre su trabajo o el destino al que se dirige.

Sólo cuando pasen las semanas, Mónica irá descubriendo quién es Ramón, y cuál es la causa de que se obstine tanto en el mutismo hermético.

Maestro habilidoso en el arte de la narración, el madrileño Lorenzo Silva edifica aquí un canto y un homenaje a las personas que necesitan ocultarse (por pudor, por precaución, por seguridad), pero que desarrollan una labor necesaria, que no siempre resulta bien entendida o agradecida. Y, a la vez, consigue que ese canto y ese homenaje se anuden con una delicada y admirable historia de amor, que nos es detallada por su protagonista con extraordinaria belleza.

Otro espléndido trabajo de uno de los grandes novelistas españoles vivos.

martes, 21 de septiembre de 2021

La sombra que habita en nosotros


Podría explicar el suceso que protagonizaron en Murcia en el año 1975 un joven abogado del Estado y la hija del dueño de una academia de enseñanza, pero estropearía la tensión narrativa que se construye, lenta y delicadamente, en las páginas de La sombra que habita en nosotros (La rosa de papel, 2021). Sería estúpido y cruel por mi parte. Digamos, eso sí, que este minucioso delta narrativo creado por Juan Ramón Calero (Murcia, 1947), comienza a fraguarse alrededor de 1914. En esa época inicia su andadura una maquinaria novelesca donde los acontecimientos históricos externos (la Primera Guerra Mundial, el desastre de Annual, la Segunda República, la Guerra Civil, la interminable dictadura franquista) rodean y condicionan a las dos familias que vertebran la obra.

Pero el punto culminante, el centro del drama, hay que situarlo en el año 1940, cuando un fiscal del bando vencedor actúe contra un hombre y contra su yerno, ocasionándoles graves perjuicios personales y profesionales. Arranca ahí una doble trayectoria que los lectores seguimos con interés: de un lado, el rumbo de la familia Blesa, instalados en la parte cómoda de la sociedad y disfrutando de sus prebendas políticas y económicas; del otro, los avatares que afligen a la familia Dávila, rodeados de estrecheces y silencios, obcecados en el duro ejercicio de sobrevivir… Y de pronto, cuando todo parece estabilizarse y entrar en una dinámica rutinaria, aparecen los hijos, Ricardo y Luisa, que se conocerán de manera fortuita y que sentirán cómo el amor nace en sus pechos.

Con esos mimbres se podría haber trenzado una historia sensiblera e intragable, llena de melaza, purpurina y música de violines, con buenos buenísimos y malos malísimos, estudiantes abnegados y novias virginales, y con perdones y reconciliaciones de cartón piedra, hasta el arco iris final. Pero Juan Ramón Calero soslaya esas tentaciones y se aplica a la confección de una novela (realista e imaginativa a la vez) que atraviesa sesenta años de la historia reciente de nuestro país, para dar a los lectores una visión panorámica de la sociedad y del ser humano, galvanizado o aturdido siempre por sus pasiones. Y lo hace además con una prosa cuidada y de avance nítido. Son atractivos suficientes como para sumergirse en esta obra.

Si me aceptan el consejo, adéntrense en la novela. Creo que les puede gustar.

lunes, 20 de septiembre de 2021

Una aventura extraña



La experiencia a la que se ve sometido Manuel Araluce es tan anonadante como perturbadora: después de haber dado un largo paseo por las calles nocturnas de Madrid se ha encontrado con una mujer de voz seductora, se ha metido con ella en un taxi y, tras ser anestesiado con cloroformo, ha despertado en una casa que no reconoce, atormentado por una situación terrible: es incapaz de controlar su mente y es incapaz de controlar su cuerpo. ¿Qué ha sucedido, para que algo así suceda? La única explicación se encuentra en una carta que localiza junto a la cama donde está acostado. En esa carta, escrita por él mismo (reconoce sin ningún género de duda su letra), una mujer llamada Margarita Steck le explica cómo, a punto de morir por un cáncer, ha logrado introducir su alma dentro del cuerpo de Manuel, para no perecer del todo. De tal suerte que ahora conviven en su interior un alma de mujer y un alma de hombre. La situación es tan alocada como cierta, tan sofocante como incómoda: Manuel comienza a mirar con deseo a hombres y mujeres; a veces se afeita y a veces se pinta los labios; se coloca los pantalones o prefiere unas medias y zapatos de tacón. ¿Cómo logrará evadirse de esta pesadilla (si es que resulta posible hacerlo)?

El sorprendente Enrique Jardiel Poncela nos propone en esta novela corta de 1922 una trama donde humor y angustia caminan de la mano y donde, con la habilidad de un maestro, juega con nosotros como quiere. No me canso de visitar sus páginas ni de conocer textos suyos, largos o breves, teatrales o narrativos: me cautiva.

domingo, 19 de septiembre de 2021

Mortaja de barro


Son muy pocas las culpas y muy pocos los pecados que consiguen permanecer escondidos para siempre. A veces ocurre, claro, pero no es una norma universal. La conmoción sobreviene cuando esas culpas y esos pecados parecen haber sido engullidos por la niebla del tiempo y, de pronto, ésta se diluye después de muchos años y los muestra a la luz. El escritor navarro Carlos Ollo Razquin explora en su reciente novela Mortaja de barro (Erein, 2020) esa posibilidad inquietante; y para lograrlo nos sitúa junto al embalse de Eugi, donde una serie de cambios en el caudal y las condiciones térmicas ha permitido que salga a flote un cadáver que ha permanecido envuelto en un sudario de barro por espacio de décadas y que ahora, momificado, retorna a la superficie. Rápidamente, el aparato policial se pone en marcha y se consigue identificar el cuerpo: corresponde al de Magdalena Seminario, una adolescente que dejó de ser vista en 1971. Todos los habitantes de la localidad estaban convencidos de que la muchacha se había fugado de casa (la intransigencia religiosa de su padre, unida a su carácter violento, alimentaban esa sospecha), pero el estupor cunde al descubrirse que fue violada y asesinada.

A partir de ese momento, Carlos Ollo moviliza todos los resortes de las mejores novelas negras para atraparnos en esta investigación: varios presuntos culpables, que comienzan a ponerse nerviosos con la llegada de la policía; los hermanos de la víctima, que quedan noqueados por la abrupta revelación de su muerte; los vecinos del pueblo, que asisten perplejos a los interrogatorios y a la llegada de la prensa más carroñera; e incluso al antiguo comisario Galarza, que se ocupó del caso de la desaparición y que ahora ya está jubilado.

El resultado final es una novela que nos conduce atinadamente por los misterios del corazón humano y por sus peores pasiones: la crueldad, el odio, la venganza, la soberbia, el rencor, el crimen.

sábado, 18 de septiembre de 2021

República literaria


Me sumerjo en la República literaria de Diego de Saavedra Fajardo, en la edición que Francisco Javier Díez de Revenga preparó para la Real Academia Alfonso X el Sabio de Murcia. Y descubro que la pieza me aporta dos elementos sumamente interesantes: de un lado, informaciones valiosas sobre los principales escritores de su entorno (a muchos de los cuales desconozco aún); del otro, reflexiones muy agudas y muy inteligentes sobre el temperamento humano, los intelectuales, la vida, la política y la religión, que he subrayado en el tomo para tenerlas siempre a mano de forma destacada.

Copiarlas todas aquí me parece menos sensato que anotar unas pocas y dejar que los lectores interesados acudan al tomo para encontrar allí las restantes: “Por ser tú tan piadoso, oh lector, hay tantos que escriben, prometiéndose de tu benignidad”. “Todos procuran sacar a la luz lo que estuviera mejor en la oscuridad, porque, como hay pocos que obren lo que merezca ser escrito, así hay pocos que escriban lo que merezca ser leído; y tú, sin reparar en ello, consumes vanamente el tiempo en leer, que se empleara mejor en escribir y meditar”. “Fuera feliz el hombre, si como está en su mano el acordarse, estuviera también el olvidarse. La memoria de los bienes pasados nos desconsuela, y la de los males presentes nos atormenta”. “La brevedad de la vida, en quien casi se alcanzan los primeros a los últimos suspiros”. “Todo el estudio de los políticos se emplea en cubrir el rostro a la mentira y que parezca verdad, disimulando el engaño y disfrazando los designios”. “No habiendo alguno grande sin mezcla de locura”. “Donde se disputa es fuerza que haya valedores de todas las opiniones, por extravagantes que sean”. “Fue muy alabado de discreto aquel rey de Francia, que cuando estaba bueno daba grandes salarios a sus médicos, y se los quitaba cuando caía enfermo”. “Tanto leer, tanto escribir, tanto meditar, para una poca luz que venimos a dar al discurso”.

Como puede observarse, son unas sentencias llenas de interés, buen juicio y alta belleza. Y equivalen al diez por ciento de las que he subrayado en la obra. Queda aquí lanzada la invitación para que más personas se sumen a su lectura.

jueves, 16 de septiembre de 2021

Incitación al nixonicidio y alabanza de la revolución chilena


¿Es posible que los responsables de esta edición entendieran que con la misma estaban contribuyendo a engrandecer la memoria poética de Pablo Neruda? Es posible, desde luego: las drogas producen efectos muchas veces incomprensibles para quienes no las frecuentamos. Pero si se encontraban limpios de alcohol y otros estupefacientes resulta bastante complicado justificar la publicación de este tomo insensato, mediocre, bilioso e indigno de la grandeza poética del escritor chileno. Magro favor a su memoria. Que lo escribiese (o vomitase) en un calentón resulta admisible. Que sus herederos estimasen atinado darlo a la luz pública no resulta ni comprensible.

Es una obra que apenas supera la categoría de panfleto, en el que ni una sola de las composiciones merece la relectura. Una lástima que el compromiso político (que puede producir frutos estéticamente dignos) haya generado en este caso una monstruosidad tan chata, alicorta y boba.

Suspiro y olvido.

miércoles, 15 de septiembre de 2021

Los besos


Afirmaba Julio Cortázar, cuando le preguntaban por la génesis de su obra Rayuela, que primero pensó en la escena del tablón tendido entre dos ventanas; que intuyó a Oliveira y a Traveler en los extremos, mientras Talita se encontraba en medio; y que tomando como núcleo esa secuencia fue creando el resto de la obra. Quizá se trataba de una de esas boutades que se dicen para el crítico o el público más impresionables; o quizá fuera cierto. En todo caso, siempre hay una célula que puede ser señalada (real o simbólicamente) como el germen de un organismo más complejo. En el caso de la última novela de Manuel Vilas, esta célula podría ser la que aparece, rutilante y mágica, en la página 170: “Un acto de eternidad consentida por la muerte. Eso son los besos”. Porque la obra intenta explicarnos (y mostrarnos) que todos debemos encontrar el arma con la que combatir contra la Oscuridad, y que el amor (simbolizado, aunque no resumido, en los besos) es quizá la más efectiva.

Los besos es una novela que, como El Quijote (a la que invoca constantemente), es también un tratado de filosofía. Pero de filosofía vital, auténtica, cotidiana: la filosofía de preguntarse por el más allá de las cosas, de las emociones y de los relojes; de mirar con ojos lúcidos y de anticipar en silencio lo que el futuro nos deparará. No sería descabellado designarla como la Novela del Carpe Diem, porque eso es lo que sus personajes propugnan y ejecutan: disfrutar de los sabores del presente y construir con ellos la empalizada que nos protegerá del ataque de los bárbaros; saber que la vida es un don que debemos saborear recién exprimido, y que hoy (Antonio Machado lo dijo) es siempre todavía. Vivir y besar y tocar como proyectos básicos, como estandartes contra la muerte, como incontestables manifestaciones del gozo, como salvoconductos. “Me siento cursi, sentimental, empalagoso, pretencioso, y me da igual. Prefiero ser un cursi a tener el corazón helado y el erotismo enterrado en una tumba profunda”, nos dice Salvador en la página 391. Y lo sabe bien, porque este profesor (jubilado prematuramente a los 58 años) acaba de encontrar, justo en medio de la pandemia del covid, al amor de su vida, una mujer que se llama Monserrat para el resto del mundo y que para él se convierte muy pronto en Altisidora, dama cervantina.

Como hizo Pedro Salinas en La voz a ti debida, Manuel Vilas nos propone en estas páginas un viaje emotivo por los preámbulos de un amor, por su desarrollo intenso y por su declinación melancólica, sin que seamos capaces de señalar en cuál de esos tramos se alcanza un mayor nivel de belleza. Porque Los besos es sin duda una obra bella. Triste y bella. Inteligente y bella. Distinta y bella. Contiene las más hermosas declaraciones de amor, las afirmaciones más incómodas sobre el covid (“Regresa la obediencia, se hace visible el acatamiento, y se hace aún más visible la docilidad”, p.30), las analogías más inesperadas (“El agua bendita era el hidrogel medieval”, p.59), los más contundentes de los análisis sociológicos ("En la España actual, las clases medias tienen que elegir quién quieren que las empobrezca, si la izquierda o la derecha. Te dan la posibilidad de elegir a tu asesino. Tu responsabilidad ahora es elegir, y te dicen que seas muy responsable, que tu responsabilidad es maravillosa", p.268) y hasta humoradas que nos dejan pensativos (“¿Están enamorados los presidentes de Gobierno, de la República, los reyes, los ministros, los dueños de las corporaciones, de los bancos, los dueños del mundo? Si no están enamorados, ¿qué clase de danza están bailando?” (pp.355-356).

Una obra valiente, versátil, proteica, que admite más de una lectura (y más de una relectura), que resulta imposible de agotar en una reseña y que merece un aplauso puestos en pie.

lunes, 13 de septiembre de 2021

Cuestión de suerte


En 1967, mientras los Beatles estaban grabando la canción A Day in the Life, John Lennon le explicó a George Martin que había tenido la idea de terminarla con un “orgasmo musical”. Y el productor, para cumplir su deseo, ordenó a todos los músicos de la sesión (violines, pianos, oboes, clarinetes) que fueran subiendo gradualmente de nota hasta alcanzar el Mi mayor al unísono. El efecto, inesperado y abrumador, está al alcance de cualquiera que escuche el mítico tema.

Pues bien, Pablo de Aguilar González acaba de conseguir un resultado parecido en su novela Cuestión de suerte, que acaba de publicar el sello Dokusou: todos los protagonistas (una bellísima ninfómana, un timador profesional, un camello de poca monta, un técnico de ascensores, un millonario), perfilados con minuciosos detalles psicológicos y biográficos, acaban confluyendo de forma natural en un mismo espacio, donde el escritor albaceteño tiene preparado el espectacular clímax de la historia. Cada uno arrastra hasta allí su particular miseria y su particular grandeza; y, mezcladas sus vidas y emociones, la sinfonía del azar los mueve como si fueran marionetas y nos aturde con su estruendo.

Afirmaba Juan Bonilla en el título de una de sus novelas que nadie conoce a nadie. Y aunque esencialmente se trata de una aseveración exacta, Pablo de Aguilar sabe imprimir un giro a esta expresión para convertirla en otra igual de significativa: todos conocen a todos. O, mejor dicho: todos están relacionados con todos, mediante hilos invisibles y férreos, como los sedosos filamentos de una telaraña. Hormigas anónimas (aunque el autor les otorgue nombres tan eufónicos e infrecuentes como Eunemio, Godofredo, Josan, Rolán, Tobías o Zoraida) que, sin ser conscientes, se relacionan con otras hormigas anónimas (recepcionistas, camareros, botones, empleados) y forman con ellas una urdimbre cenagosa, inquietante o dominada por el azar, por la suerte, por esa moneda invisible que vuela y determina nuestro futuro en función de la cara o cruz que muestre al posarse.

La magia era difícil de conseguir, porque el autor tenía que mantener activados muchos resortes a la vez y que el lector no sucumbiese a la incredulidad; pero Pablo de Aguilar ha ido perfilando en sus anteriores producciones un notable dominio del quehacer novelesco y el experimento culmina con éxito. Es un nuevo paso (un buen paso, firme y valiente) en su trayectoria literaria.

sábado, 11 de septiembre de 2021

Esta noche moriré


Imaginen a un preso inteligentísimo y muy poderoso, que durante los primeros años de estancia en prisión rumia de forma constante su venganza contra el comisario Delmar, el hombre que lo colocó entre rejas. Imaginen también que ese preso no anhela una venganza sangrienta o inmediata, que sería lo esperable de un espíritu primario, sino una dilatada tortura que cerque, erosione y destruya a su enemigo con lentitud de gotera medieval. Imaginen también que el muñidor del plan opta por el suicidio en la Nochebuena de 1974, cuando aún se encuentra en la cárcel. E imaginen que su complicadísima venganza se extiende hasta la Nochebuena de 1990, en la cual ha determinado que el infame Delmar reciba una carta donde se le explican los pormenores de su obsesiva urdimbre vengativa y, como consecuencia, se suicide arrojándose por una ventana. Todo muy loco, todo muy improbable, todo muy fantasioso, ¿no les parece?

Pues ha llegado el momento de que dejen de imaginar y se adentran en las abrumadoramente perfectas páginas de Esta noche moriré, de Fernando Marías, donde se plantea esa situación con aires de verosimilitud. Explicar de qué forma lo consigue equivaldría a destripar su prodigiosa maquinaria narrativa, y en modo alguno incurriré en dicha abominación. Además, necesitaríamos tantas líneas para hacerlo que, al final, como en aquel mapa escrupuloso del que se hizo eco Jorge Luis Borges, el resumen coincidiría casi exactamente con la novela en sí. Baste con indicar que Corman es capaz de anticipar por escrito casi todos los acontecimientos, emociones, cronologías y sentimientos que zarandearán a su oponente en el futuro; y aunque el lector, desde el punto de vista racional, se sienta inclinado a descreer de este minucioso resumen por lo que tiene de improbable y fantástico, el vigor narrativo de Fernando Marías es tan evidente que se termina aceptando la lógica interna del relato.

En esta carta-resumen que recibe Delmar temblorosamente en la Navidad de 1990 se habla de accidentes de coche, sexo, psiquiatras, violaciones, asesinatos, coqueteos con las drogas, triángulos amorosos, peleas, traiciones, enterramientos prematuros, lágrimas, mendicidad y fotografías asombrosas. Y todo ello, aunque resulte difícil de explicar o de aceptar, responde a una meticulosa hoja de ruta que Corman diseña con implacable exactitud.

Sólo el pulso firme de un maestro puede mantener esta ingeniería narrativa en pie sin que el lector dude o deserte. Por eso el bilbaíno Fernando Marías es uno de los grandes. No lo duden ni por un momento.

jueves, 9 de septiembre de 2021

Soy un escritor frustrado


Afortunadamente, ignoramos cuántas de las personas que nos rodean están dominadas por pensamientos patológicos, que podrían derivar hacia el crimen. Quizá nos sorprenderíamos si conociésemos su número exacto, y la textura y la amplitud de sus morbosidades. El escritor madrileño José Ángel Mañas coloca en el centro de su novela Soy un escritor frustrado a uno de ellos: J. Fernández, un altanero profesor de Literatura en la Universidad Autónoma y crítico literario en Babelia, que desprecia tanto a sus alumnos como a los escritores de éxito. Y lo hace, entre otras cosas, por su manifiesta incapacidad para componer un libro que se encuentre estilísticamente a la altura de sus brillantes ideas argumentales. Para colmo, es compañero de docencia de Mozart, un talentoso novelista que sí ha triunfado y recibido el aplauso de lectores y reseñistas.

La amargura perpetua de esta situación adquiere otras dimensiones cuando su alumna Marian le deja el original de una novela para recabar su opinión. Y la obra es magnífica, hasta el punto que J. decide apropiársela, secuestrando a Marian y recluyéndola en el sótano de una casa que tiene en Cercedilla. No abundaré en más detalles sobre el argumento de la obra, que dejo en manos de los lectores que quieran aventurarse en sus páginas.

El gran inconveniente que yo advierto en Soy un escritor frustrado no radica en que los hechos resulten increíbles. No considero que esté ahí el problema. Las peripecias de Odiseo, don Quijote, Pascual Duarte o Jacinto Solana no son menos complejas de admitir, ni algunas de sus vicisitudes menos estrambóticas. La diferencia estriba en que Homero, Cervantes, Cela o Muñoz Molina lograron, con su vigor literario y con su acrisolada maestría, persuadir al lector de la verosimilitud del cuadro. No es sólo decir que Alonso Quijano se pone a hacer pingaletas en honor de su amada, ni afirmar que Pascual desflora a su prometida sobre una tumba, sino convencer al lector con el dibujo de las palabras de la íntima verdad de esos sucesos. Tal seducción no me ha sido deparada en las páginas de esta novela de Mañas. J., el narrador, se convierte en un psicópata al dar la vuelta a la esquina, sin que advirtamos la degeneración paulatina de su alma; la forma en que Marian sobrevive durante meses (insisto: meses) en un sótano oscuro, atada, alimentándose de galletas y bebiendo agua de un cubo, no le impide dirigirse con sintaxis casi retórica a su captor cuando éste tiene el aplomo de visitarla (“¿Es que no tienes ningún tipo de moral? ¿Cómo puedes distorsionar la realidad tan racionalmente?”); la figura grotesca de Marta (que nos es presentada casi como un monstruo de barraca, tanto por su físico atrofiado como por su alcoholismo y su ninfomanía aparatosa) no impide que un guapo, alto, inteligente, casado, culto y exitoso profesor de la universidad la convierta en su amante… Y así sucesivamente. La labor que, como novelista, estaba obligado a efectuar el escritor madrileño no se advierte (yo no la he advertido) por lado alguno. Empecé la obra con buen ánimo, porque la sintaxis de sus primeras páginas me pareció muy atractiva, pero la liviandad con la que acometía el trazado de personajes, algunos errores gramaticales más bien indignos de una persona que haya cursado el bachillerato (ese “detrás suyo” de la página 161 o ese “enfrente suyo” de la 190) y el estropicio de un final grotesco (no hay forma de aceptar y admitir como lógicos los acontecimientos finales, porque el autor no ha sido capaz de darles un tono creíble: es como una horrenda peliculilla de serie B) me desaniman a la hora de plantearse volver a otros libros de Mañas.

Será difícil que lo haga.

miércoles, 8 de septiembre de 2021

Carta a José María Aznar


En el suelo, junto al contenedor de papel que hay cerca de mi casa, encontré hace un par de días el libro Carta a José María Aznar, de Fernando Arrabal (Espasa-Calpe, 1994). Y tuve la curiosidad de llevármelo y leerlo; más que nada, porque nunca he ocultado mi admiración por varias de las piezas dramáticas del autor de Melilla. Aquí, por desgracia, lo veo convertido en monaguillo vergonzoso de un futurible, al que no duda en pedirle una actuación basada en la mano firme (“Los ciudadanos ya no quieren ilusionarse con utopías. Las éticas generadoras de estas quimeras basadas en la convicción suelen degenerar en atropellos y corrupciones”) y en el pragmatismo (“Los poetas podemos y debemos soñar. Un hombre de Estado que sueñe a la hora de gobernar debería ser condenado a perder sus derechos políticos ad vitam aeternam”).

Arrabal dedica después una amplia colección de páginas a mostrar su desacuerdo con las políticas que se basan en la decisión mayoritaria de los ciudadanos (“La voz del pueblo no es la voz de Dios”), porque le parece que pueden convertirse en peligrosas (“La mayoría no puede imponer a la minoría la violación de la moral”). Supongo que ese conjunto de ideas haría que la obra fuese Cara a José María Aznar (por jugar con el título y quitarle hierro al asunto).

Podría copiar aquí otras citas del libro, pero me parecen demasiado lastimosas (y quizá demasiado injustas). Tengo muchos libros de Arrabal, y probablemente lo seguiré leyendo en el futuro, pero de esta obra me voy a olvidar rapidísimo. A mí no me ha parecido un trabajo valioso, ni literaria ni políticamente. No entiendo cómo pudo firmarlo. Tampoco sé cómo se sintió Arrabal cuando, años después, su ídolo protagonizó actuaciones como la de la Guerra del Golfo. Tampoco sé si me interesa.

martes, 7 de septiembre de 2021

La sonrisa de Vadi

 



Cuando el lector se coloca ante una obra de Enrique Jardiel Poncela tiende a pensar que las páginas que va a recorrer con su vista pertenecerán al ámbito del humor, ámbito en el que el madrileño fue patriarca indiscutible. Pero en el caso de la novela corta La sonrisa de Vadi (publicada originalmente en 1922 y ahora de nuevo puesta en circulación por el sello Dokusou) no ocurre así, porque nos encontramos ante un relato donde la fatalidad, el exotismo y los poderes paranormales constituyen la médula del argumento, sin asomo de sonrisas.

Y es una novela en la que, además, Jardiel maneja sagazmente varios recursos de muy llamativa factura: de un lado, el cambio de narrador (comenzamos creyendo que Federico Humanes es quien nos cuenta la historia, pero pronto descubrimos que la estrategia narratológica es más compleja, gracias a la aparición de un segundo narrador-reconstructor de la historia, y aun de informantes secundarios, que la enriquecen y matizan); del otro, el cosmopolitismo de sus protagonistas (Silvio y Federico se conocen en Arizona; el segundo se traslada a Madrid tras enviudar; vuelven a reencontrarse en Argentina, donde Silvio vive con su esposa hindú; etc); y, por fin, la exploración novelesca sobre el mundo de la hipnosis o el control mental, que Patna Tutikor maneja con endiablada y retorcida habilidad para adueñarse del cerebro de cuantos la circundan.

Acabada la obra, el lector se siente todavía incómodo, porque no ha logrado del todo comprender por qué sonríe tanto el enano Vadi, sirviente fiel de Patna, que incluso al ingresar en la muerte parece mostrar la dentadura con inquietante constancia.

Si Enrique Jardiel Poncela era un gigante del humor, en estas páginas se eleva a la misma altura en una narración de misterio, bien trazada y bien resuelta.

domingo, 5 de septiembre de 2021

Chamusquina


 

El lector que se adentra en una novela de Noelia Lorenzo corre un peligro (un peligro evidente y difícil de evitar): acelerarse, dejar que el ritmo frenético de los acontecimientos lo lleve en volandas, avanzar páginas y páginas intentando acercarse a la solución de los enigmas policíacos que en ella se le proponen. Y lo califico de “peligro” porque, en caso de no estar atento, ese incauto lector puede perder de vista el ingente trabajo, el maravilloso trabajo constructivo que la escritora irundarra invierte para trabar acontecimientos, dibujar situaciones y perfilar a sus personajes. Afirmaba hace unos años Héctor Bianciotti que toda mala novela queda siempre reducida a su argumento; y me temo que tal aseveración puede ser predicada de un buen número de novelas (negras o de otros colores). Pero (y el “pero” hay que leerlo con énfasis, como si lo hubiera escrito en mayúsculas) la destreza de Noelia Lorenzo es de tal magnitud, su talento es tan musculoso y su quehacer literario es tan solvente, que en su caso no ha lugar la preocupación. Sus novelas son siempre magníficas. Conviene por tanto que el lector realice un esfuerzo y camine por sus páginas con morosidad, saboreando cada cuadro, advirtiendo los tonos y matices, interiorizando cada gesto de sus criaturas, pues sólo así se empapará de sus abundantísimos logros.

Da igual que los personajes sean protagonistas o secundarios: la escritora los mima con idéntico celo, y los alborota de detalles para convertirlos en entidades creíbles, profundas y cercanas. Puede ser un ertzaina, una forense, una madre desconsolada, una veterinaria, un camarero, un escolta, una toxicómana o un operario que controla una cinta transportadora: todos son, a sus ojos, merecedores de la misma atención, porque todos han de ser percibidos como criaturas auténticas por quien lee. Y el resultado, lógicamente, es una novela tan espléndida como Chamusquina, que el inteligente sello Erein recupera para su más que notable colección Cosecha Roja.

Un empresario que no duda en incurrir en ilegalidades criminales. Una teniente de alcalde que se aviene a colaborar en lucrativas actividades al margen de la ley. Una chica que se suicida ahorcándose en un garaje. Un terapeuta que se despeña con su coche y muere en el acto. Los cadáveres de unos pájaros, que tapizan el suelo de un parque natural de montaña. Un enigmático asesino en busca y captura. Una chica, antigua toxicómana, que sospecha. Amores que no terminan de florecer o que apenas se desperezan. Rencores que no se apagan. Traiciones y afán de lujo… Noelia Lorenzo Pino va colocando sus piezas en el tablero de forma silenciosa, hábil y astuta, dibujando en secreto su espléndida partida de ajedrez. Y, tras esa ceremonia, levanta sus ojos e invita al lector para que se incorpore al juego. Con un perfecto control de la magia narrativa, la novelista sabe que el desarrollo de la trama es implacable y que quien acometa la osadía de penetrar en su territorio quedará adherido a él, como el insecto queda inmovilizado sobre la tela de la araña. Quien hemos leído La sirena roja, La chica olvidada, Corazones negros y La estrella de quince puntas lo tenemos clarísimo; y, sin embargo, hechizados y fervorosos, sucumbimos otra vez. Noelia nos vence y nos convence. Noelia nos atrapa y provoca nuestro aplauso de admiración. Ya ha ocurrido en cinco novelas consecutivas. A mí no me suele pasar con demasiada frecuencia. Por eso, cada vez que Erein anuncia un nuevo título suyo sé que acudiré a sus páginas. Permítanme ustedes un consejo: hagan lo mismo.

sábado, 4 de septiembre de 2021

Cuentos amatorios

 


De vez en cuando me gusta acercarme a libros que tengo en las estanterías desde hace décadas y que, siendo herencias familiares, no habían despertado aún mi curiosidad. Uno de esos tomos se titula Cuentos amatorios y está firmado por el granadino Pedro Antonio de Alarcón, diputado, senador y académico de la Lengua. La experiencia, tengo que admitirlo, no ha sido decepcionante.

Junto a la bizarra sensualidad del relato “La Comendadora” habita la crueldad social de “El coro de ángeles”; junto al humor putañero de “La última calaverada” nos encontramos con el humor mezquino y sarcástico de “Tic-tac”. En suma, un ameno y variopinto catálogo de narraciones, fluidamente desarrolladas, que me informa de los tres olores favoritos del autor (“Hablo del olor a tierra mojada por agua de tempestad, del olor a mujer y del olor a papel impreso”) y que me sugiere la posibilidad de volver a abrir alguna otra obra suya. Hoy por hoy, no me parece descabellado.

viernes, 3 de septiembre de 2021

Quemados sin arder

 


Vuelvo a acercarme (la primera lectura la efectué en abril de 1995) hasta la obra Quemados sin arder, del ciezano Fernando Martín Iniesta (Fundamentos, 1989). Y me ha gustado, como me gustó entonces. Me ha fascinado el modo tan puro en que el escritor retrata su época inconformista, luchadora y utópica, sus años de ilusión y de limpieza moral. Pero pronto todo queda salpicado de represión sexual, de hondas buhardillas llenas de libros y discos, de curas obreros que juegan la baza del “únete a ellos”. Son tiempos de luchar y también de bailar en la calle. Tiempos hermosos y quizá (seguro) dilapidados. Se puede estar de acuerdo con sus ideas; se puede ser impermeable o incluso refractario ante ellas; pero hay que admitir la honradez originaria cuando se la tiene delante. Personas que se ilusionaron en creer y que, al fin, recibieron la bofetada inmisericorde de la historia o de la realidad, trituradora de cualquier fe.

En 1995 subrayé en rojo muchas frases del libro, pero el tono se ha apagado y ya no merece la pena recordarlas.

Qué tristeza produce la extinción de ciertos proyectos.

jueves, 2 de septiembre de 2021

El libro de los seres imaginarios

 


Abro el volumen El libro de los seres imaginarios, de Jorge Luis Borges, y apenas necesito avanzar cuatro o cinco páginas para descubrir dos cosas: la primera, que este libro es una edición ampliada del tomo Manual de zoología fantástica, que leí y admiré mientras estaba en la universidad estudiando Filología; la segunda, que el argentino es capaz de enamorarme, escriba lo que escriba. ¿A santo de qué iba a leerme yo un libro sobre criaturas imaginarias si no estuviera firmado por él? Es muy poco probable. Pero llega este viejo zorro maravilloso y me deja pegado a las hojas, que voy pasando una tras otra, mientras saboreo el café y me dejo seducir por sus magias eruditas o inventadas (ni me molesto en corroborar la “verdad” de sus afirmaciones).

Algo sabemos todos del ave Fénix, algo sabemos todos del can Cerbero, algo sabemos todos de la Quimera, el Basilisco o el Centauro. Ahora bien, yo reconozco mi ignorancia sobre el Kuyata, la Banshee, el Simurg o el Squonk, hasta que las líneas de Borges (y de Margarita Guerrero: no olvidemos que se trata de un tomo realizado en colaboración) los diseccionaron para mí. Por supuesto, no se trata de un libro capital en la bibliografía borgiana, pero sí un divertimento agradable, culto e imaginativo, con el que se pasan unas horas muy amenas.

Y siempre, siempre, las observaciones inteligentes o malévolas del maestro argentino. Aportaré un único ejemplo del capítulo “Los ángeles de Swedenborg”, que comienza con estas palabras, serias en la primera frase e irónicas en la segunda: “Durante los últimos veinticinco años de su estudiosa vida, el eminente hombre de ciencia y filósofo Emanuel Swedenborg (1688-1772) fijó su residencia en Londres. Como los ingleses son taciturnos, dio en el hábito cotidiano de conversar con demonios y ángeles”.

Un placer.

miércoles, 1 de septiembre de 2021

El Principito


Como es comprensible, mi reseña número 2000 en este blog no es, propiamente, una reseña. Es más bien un viaje en el tiempo. Un recuerdo emocionado. Una saliva que se traga con los ojos húmedos. Yo tenía entonces nueve años (creo que nueve años) y le pedí a mi tía Esperanza, bibliotecaria, que me recomendase un libro “de mayores”, porque quería leer algo que no fuera un tebeo. Ella puso en mis manos El principito, de Antoine de Saint-Exupéry. Cuando deslicé los ojos por su primer párrafo estaba lejos de imaginar que aquel volumen de tapa dura y dibujos ingenuos iba a convertirse en el primero de varios miles más, en los años futuros. Yo no sabía que estaba a punto de convertirme en lector gracias a esta obra. Sí que recuerdo la forma entusiasta en que conocí al farolero, al sabio, al hombre de negocios, al borracho, al zorro (ay, el zorro). Si cierro los ojos aún me veo leyendo, absorto, sentado en las escaleras de la casa de mi tía Esperanza; o en la mecedora de mi abuela (cubierta con un trapo azul); o en el portal de la calle, mientras los vecinos subían y bajaban con sus cestas de la compra.

Décadas después, he leído a muchas personas que afirman que se trata de un libro sobrevalorado. Son, quizá de forma inconsciente, los jueces que dictaminan lo que está bien y lo que está mal. Me parece una actitud soberbia o al menos errónea. Los libros adquieren su valor en función de lo que provocan en nosotros, de los recuerdos y emociones que nos suscitan. Los libros son las llamas que nos queman para siempre y en las cuales (como santa Teresa) anhelamos arder. Cada vez que lo releo vuelvo a verme siendo niño, y las palabras son imágenes: estoy con pantalón corto, sin gafas, con las rodillas desolladas después de bajar del castillo de Blanca, con calcetines de rombos. Aquella edición, que conservo y que he acompañado en mi biblioteca con otras ediciones posteriores, soy yo. Me gustaría que la quemaran conmigo, para mezclar nuestras cenizas en el Último Viaje.

El principito fue el picaporte que me abrió la puerta de los libros, el picaporte que me permitió a conocer a Borges, Cortázar, Shakespeare, Delibes, Neruda, Muñoz Molina o Pascual García. Por eso, para mí, este libro delicado, candoroso, elemental y tenue de Antoine de Saint-Exupéry es el mejor libro del mundo.