sábado, 29 de febrero de 2020

El tarot murciano




Después de que en 1988 apareciese un curioso ejercicio bibliográfico, al que se tituló Oratorio Barroco, y del que se editaron 300 ejemplares numerados y firmados por sus autores (Santiago Delgado como responsable del texto, e Ignacio García como dibujante), con elegante formato y una carpeta envolvente de color malva, fabricada con cartulina Canson, ambos autores se embarcaron en otro proyecto igualmente curioso, pero más trascendente. Se trataba de idear un tarot que tuviese ambientación en figuras, lugares, costumbres y anécdotas de la región de Murcia, y que como tal resultara más cercano y simpático al público de esta tierra. En enero de 1989, la exquisita edición estaba dispuesta: 3000 ejemplares y estuche alargado para guardar las cartas.
Quizá lo que más llama la atención de este mazo de cartas es el inteligente juego de equivalencias que Santiago establece con el tarot tradicional, y el hermoso equilibrio que intenta mantener para que toda la región se sienta de algún modo representada en el mismo. Así, Santiago intenta “traducir” a la murciana todos los arcanos, en un esfuerzo ciertamente notable, donde Cehegín, Lorca, Cartagena, Archena, Fortuna, el Mar Menor y otras localidades se vean reflejadas y, por tanto, también incorporadas.
Una obra elegantemente editada y de agradable lección (hay párrafos de un memorable humorismo), que nos revela otra de las facetas creadoras de Santiago Delgado: la de intelectual curioso, al que no le importa inmiscuirse en proyectos que otros considerarían menores pero que, en las manos adecuadas (y las suyas lo son, desde luego), sirven para que los lectores murcianos conozcan mejor su entorno y su historia, y los valoren y amen en mayor medida.

jueves, 27 de febrero de 2020

El drama oculto




Leo con interés un volumen de análisis psicológicos sobre Luis Buñuel, Salvador Dalí, Manuel de Falla, Federico García Lorca e Ignacio Sánchez Mejías, que lleva por título El drama oculto y del que es autor Emilio Valdivielso Miquel (Ediciones de La Torre, Madrid, 1992).
En sus páginas descubro detalles que ignoraba, como lo retorcidos que eran los sueños de Buñuel y su animadversión brutal hacia los homosexuales (pensaba que el retrato que sobre él trazaba Juan Manuel de Prada en Las máscaras del héroe tenía un poco de novelesco e hiperbólico); de Dalí corroboro que se trataba de un simple muñeco en las manos de Gala (por la que Valdivielso muestra una repugnancia extrema, que no se molesta en disimular); de Falla me sorprende un poco su religiosidad pacata, de la que tenía algunas noticias parciales; de Sánchez Mejías me anonada su elevada cultura; y de Federico García Lorca no recibo ninguna información nueva (lo cual resulta lógico, tras haber leído varios libros enjundiosos sobre él, firmados por Ian Gibson y otros autores).
Hasta ahí, todo fenomenal y digno de aplauso.
El problema viene cuando, caminando por las páginas del libro, me encuentro con los abundantes disparates ortográficos que lo salpican y afean: “urgar” (p.11), “provó” (p.21), “extremecedora” (p.137), etc. Lástima que la editorial no contase con un digno corrector de pruebas, o que el autor andase tan ciego a la hora de repasar las galeradas.

miércoles, 26 de febrero de 2020

Mariana Pineda




Resulta muy difícil separar, en esta pieza lírico-teatral de Federico García Lorca, lo que nos emociona como argumento de lo que nos seduce como drama, porque cuando conceptos como el amor o la libertad (voy a prescindir de mayúsculas grandilocuentes) impregnan unas páginas resulta complicado centrarse en los valores puramente literarios o escénicos de la obra.
La historia en sí (las desventuras de una viuda joven y atractiva que, enamorada de un revolucionario, borda a escondidas la bandera de la insurrección) es sin duda magnética. Y el poeta de Fuente Vaqueros tenía una especial gracia para concatenar imágenes deliciosas en sus diálogos, a los que dota de un ritmo tan emocionante como seductor. Hasta ahí, todo colabora para que el drama cautive a los lectores y a los posibles espectadores. Pero existe un elemento que, a mi juicio, chirría en este organigrama: la idealización excesiva, casi paródica por hiperbólica, que se desliza por sus páginas, convirtiendo a Mariana en una heroína perfectísima a la que todo el mundo adora (desde sus hijos hasta los sirvientes, incluidas las monjas que la custodian en sus horas finales y que la llaman “Marianita”), pero que tiene que sufrir el acoso rastrero de Pedrosa y el abandono miserable de don Pedro. Ella queda convertida así en un ángel; y ellos en dos demonios (de lujuria, el primero; de cobardía, el segundo). Esa dicotomía (buenísimos-malísimos) erosiona la solidez del conjunto y lastima la predisposición de los lectores, porque nos obliga a aceptar muellemente los mimbres de la hagiografía.
Esto no impide (lo aclararé de inmediato) que se aplauda la obra. Y yo el primero. Pero si el mismo Federico tuvo sus dudas posteriores sobre el excesivo espíritu romántico de la pieza, ¿por qué no nosotros, sin ser acusados de irreverentes? Un García Lorca más maduro habría introducido, quiero pensar, grietas en el mármol de estos personajes, para acercarlos de un lado y del otro a un perfil más humano.

martes, 25 de febrero de 2020

Mercado de Barceló



Releo la hermosa colección de artículos Mercado de Barceló, de Almudena Grandes, cuya prosa siempre me encandila. Tiene lirismo, melancolía, grandes dosis de inteligente observación y un manejo espléndido del lenguaje, lleno de destellos de humor y de buena música sintáctica. Dicho lo cual, me pregunto (no es necesario que nadie me indique mis absurdos: yo mismo soy consciente de ellos) por qué extraña razón no frecuento más libros de esta autora. Tengo diez o doce en mi biblioteca sin abrir y, paradójicamente, cada vez que he acudido a uno de ellos me ha maravillado. A lo mejor es cuestión de proponerme leerlos todos en fila, uno detrás de otro, y dejarme ya de demoras.
Apunto aquí algunas de las frases que burbujean en este libro formidable: “Escribir es, sobre todo, mirar el mundo, pero el resultado no depende sólo del paisaje. También cuenta la mirada”. “Amar a alguien significa pedirle perdón todo el tiempo”. “La realidad, ese horizonte compacto y neutro que nos contiene”. “El envoltorio de la sabiduría es la humildad”. “Vivo con personas muertas, y paso junto a otras, que están vivas, sin darme cuenta de que no se han muerto”.

lunes, 24 de febrero de 2020

Novela de ajedrez




En el barco que viaja hacia Buenos Aires, el narrador de la historia coincide con Mirko Czentovic, brillante campeón mundial de ajedrez. Deseoso de acercarse a él, aunque no sea un gran aficionado (nos dice de sí mismo: “Juego al ajedrez en el sentido más acabado de la palabra, mientras los demás, los auténticos jugadores, serian al ajedrez, para introducir una nueva palabra atrevida en el idioma alemán que Hitler me ha vedado”), se pone a jugar con otras personas, intentando atraer la atención de Czentovic. Lo logra haciendo que un orgulloso rico contrate los servicios del campeón para que celebre con él una partida. El campeón, huraño y desdeñoso, vence; y el millonario, herido en su orgullo, le pide una revancha. Viendo la oportunidad de conseguir más dinero con aquel botarate, Czentovic se la concede. No obstante, la intervención de un anónimo viajero les hace conseguir tablas con el campeón, quien queda desconcertado y sugiere una tercera partida.
A partir de ese momento, Zweig consigue que los lectores nos centremos mental y argumentalmente en el anciano caballero, que ha conseguido plantar cara al campeón del mundo; y comenzará a contarnos su historia: la de un hombre que, retenido por los nazis, convirtió este juego en un arma contra la rendición anímica.
Novela sobre la fortaleza de la mente, sobre las obsesiones y sobre la complejidad íntima del ser humano, esta pequeña obra maestra fue publicada por el escritor vienés en el año 1941 y se ha convertido en una de sus narraciones más famosas.

domingo, 23 de febrero de 2020

El viaje




Poco después de haber obtenido el XIX premio Gabriel Sijé de novela corta, Pura Azorín volvió a recibir otro reconocimiento a una novela corta en el IES José Luis Castillo-Puche por su obra El viaje, publicada meses más tarde.
Se trata de un texto ambientado en el lejanísimo mundo de las cavernas que tiene como protagonista a Yaco, un chico de diez años que emprende un viaje muy duro en busca del mar. Para alcanzar su objetivo tendrá que atravesar desiertos, franquear montañas, relacionarse con los miembros de otras tribus y sufrir una notable porción de penalidades. Cuando por fin las aguas se encuentran ante él experimenta tal conmoción que permanece durante semanas mirándolo casi sin pestañear. Extasiado por su olor y por su color, llega a sentir una experiencia casi mística (“Se sentía dentro del círculo del universo, lleno de paz y de dicha, así un día tras otro, sin más deseo que permanecer de esa manera. Siempre”, p.37).
Nos encontramos, en sentido estricto, ante el primer viaje iniciático de la Historia de la Humanidad, lo cual le aporta un singular encanto.
Lo menos creíble de la narración es, sin duda, el tono filosófico o siddhártico (es inevitable recordar aquí la inmortal novela de Hermann Hesse) que la escritora hace brotar en el corazón de un niño cavernícola. Y lo más atractivo es la firme recreación que Pura Azorín elabora sobre las costumbres, ritos, vestiduras y modos de sus personajes.

viernes, 21 de febrero de 2020

Jardín interior




La infancia es un territorio que se encuentra muy alejado cronológicamente de nosotros, pero convendremos en que resulta extraño el día en que no pensamos en ella, en que no la sentimos adherida a la piel o burbujeando en la memoria. Somos, sin proponérnoslo, la cristalización de ese tiempo, el germinar de aquella semilla que se conserva formolizada en fotografías y en el atrabiliario cajón de los recuerdos.
La uruguaya Claudia Campos (Montevideo, 1971) acaba de publicar en el sello Liliputienses su poemario Jardín interior, donde aglutina una serie de textos en prosa lírica, iniciados todos por la misma palabra: “Infancia”. Y constituyen, al ser leídos, una cartografía emocional y emocionante, en la que sentimos latir los dolores, las alegrías, los sabores y los sinsabores, las personas que ya son ceniza, los amaneceres que se repiten sin ser iguales. Un universo donde se encuentra con Daniela (“No puedo decir en qué momento dejábamos de ser amigas para agarrarnos por la espalda y besarnos. La falsa sorpresa. Empezar a ver las bicicletas borrosas. Trancar con llave. Perder de vista la ventana. Excitarse”); donde visita el consultorio del doctor Artagaveytia por una dolencia incómoda de explicar; donde se alude a la amante de su padre y a la conjura familiar para que la poeta centre en él su furia (“Quieren que lo odie y no me pasa”); donde expone algunos traumas no limados por el transcurso del tiempo (“Odiando el club Juventus. Era gordita, y me mandaban dos veces por semana a hacer gimnasia y natación”); y donde incluso asume silencios necesarios (“Hay cosas que no deben ser contadas”).
Los hilos de este libro-telar forman un panóptico que ni explica ni muestra el total de la infancia, pero que quizá (desde el otro lado del espejo) consiga ambas cosas. Porque no elegimos qué recordar. Ni tampoco elegimos cuándo recordar. Pero somos el precipitado químico y alquímico de esa operación en la cual la melancolía, la tristeza, la conformidad y el engaño se unen para sostenernos. Por eso, Claudia Campos se enfrenta con valentía a su ayer y extrae para nosotros los fotogramas que componen este libro lánguido, lleno de laberintos y luces indirectas, en el que una niña vive para luego escribirse.

jueves, 20 de febrero de 2020

El niño que no quiso llorar




Es verdad que el odio no requiere para desplegarse y ejercerse ninguna condición especial en la víctima salvo, quizá, su espíritu vulnerable: el saber que las gafas, el color de su piel, los kilos de más, el acento extranjero o la deformidad física que lo acompañan facilitan el desarrollo de la crueldad insensata. También es verdad que la inhibición o el silencio de quienes conocen o presencian el salvajismo del maltratador ayudan a fortalecer en él la sensación de impunidad.
En el mundo de la enseñanza (colegios e institutos), este fenómeno lamentable que siempre ha existido, aunque no con la virulencia sádica que ahora permiten las redes sociales y los teléfonos móviles, recibe el nombre de acoso (me resisto a la palabra inglesa, innecesaria en nuestro idioma). Y Santiago es en esta novela de José Antonio Jiménez-Barbero la víctima elegida por Sergio, Susana, José Andrés y otros descerebrados, capitaneados por Nacho, como blanco de sus insultos, agresiones e intimidaciones. El chico, que vive en un entorno familiar muy delicado (un padre con problemas de alcoholismo y paro; una madre que tuvo que aceptar un trabajo precario para conseguir algo de dinero) y que carece de amigos que lo apoyen, tendrá que vérselas con esta desagradable situación sin más ayuda que la que le ofrece algún profesor bienintencionado y, sobre todo, su nueva amiga Lucía, recién llegada al colegio.
Pero la espiral de violencia que cerca al chico no hará sino crecer: desde las burlas hasta la agresión física, desde la difusión de imágenes suyas en Internet hasta las chanzas telefónicas. Y los acosadores pronto se darán cuenta de que Santiago (tan firme en su resistencia) tiene un punto vulnerable: por ahí comenzarán ahora a atacarlo.
Novela dura, incómoda, realista y virulenta, El niño que no quiso llorar nos lleva de la mano por terrenos pantanosos hacia los que habitualmente no dirigimos la mirada, porque su crudeza nos resulta desasosegante y nos muestra la zona en sombra de algunos de nuestros niños y adolescentes.

miércoles, 19 de febrero de 2020

Anales de la casa subterránea



Muy poco después de haber publicado Mediodía en la otra orilla (Universidad de Murcia, 2000), Ángel Manuel Gómez Espada ofreció a sus lectores el volumen de relatos Anales de la casa subterránea (Editora Regional, 2002), donde reunía doce narraciones cortas de inteligente factura y perfecta ejecución.
El lenguaje se utiliza en ellos con una divertida frescura adolescente, y las finuras del estilo comparten habitación en sus páginas con instantes de bien dosificado coloquialismo (registro en el que desde siempre el autor ha brillado de manera especial) y hasta con vocablos que los manuales de retórica observarían con rancio gesto de prevención (carajo, joder, hostia, puñetero, cojones, putada, coño, etc). Dentro del volumen resultan también muy llamativas las frecuentes muestras de humor, que van desde el tono negro de “Felpudo maldito” hasta el tinte agridulce de “La chica del póster”, pasando por la socarronería carcajeante de “Obra narrativa completa de Lucas Yerbabuena” o los matices macabros de “Una antología”. Los cuentos titulados “A orillas del Oise” (elegante y con un espléndido final melancólico) y “Pérdidas” (bellamente breve) podrían figurar en cualquier antología del relato murciano, por la forma perfecta en que han sido resueltos.
Repite mucho un amigo mío que lo que se va a ser, se va siendo. El formidable escritor al que actualmente conocemos ya alboreaba en estas páginas.

lunes, 17 de febrero de 2020

El estado de sitio




Termino la obra teatral El estado de sitio, de mi adorado Albert Camus, que se ambienta en Cádiz y que nos explica de una manera poética una epidemia de peste en la ciudad.
Es una pieza que se lee con agrado y con admiración literaria, pero sospecho que verla representada debe de ser menos admirable, porque sus figuras (Nada, Diego y Victoria) son preciosos ángeles con las alas de mármol: bellísimos, pero quizá no airosos de vuelo. Es lo malo que tiene buena parte del teatro simbólico e ideológico: que sus diálogos son hermosos, mas no creíbles. Parece como si los personajes se enzarzasen en un fuego cruzado de sentencias y aforismos que, a la larga, desmotivan al lector.
Subrayo muchas frases en el tomo, de las cuales doy aquí un pequeño resumen: “He conservado mi libertad de despreciar”. “Yo no concibo la inactividad más que en los cuarteles y en las listas de espera”. “No insista. Tengo un carácter débil”. “Vivir y morir son dos deshonras”. “Yo tengo la mirada fija del que manda”. “Ningún hombre tiene bastante virtud para que pueda consentírsele el poder absoluto”.

domingo, 16 de febrero de 2020

El hondero entusiasta




No fue el segundo libro publicado por Pablo Neruda, pero sí el segundo que redactó, tras haber concluido Crepusculario. Y aunque las influencias de otros autores (sobre todo, Carlos Sabat Ercasty) eran notorias, la voz del joven chileno se iba afianzando.
Si nos fijamos ya en el poema que abre el tomo (“Hago girar mis brazos”) veremos que es ciertamente notable, porque constituye una densa cartografía cordial del poeta. Son 85 ilustradores versos guiados por las luces del paralelismo, la anáfora y la repetición léxica de hondos matices negativos (sufro, dolor, noche, sed, viento), que sorprenden además por las durísimas adjetivaciones, marcadamente siniestras, que jalonan el texto (fuegos oscuros, largo sollozo, espanto erguido, país negro, llanto helado, noche enemiga, resaca invencible, esfuerzos baldíos). No hay duda posible: nos hallamos ante la marmórea radiografía espiritual de alguien que sufre y que vuelve tinta sus dolores como exorcismo.
Y si nos desplazamos hasta el colofón del poemario comprobaremos cómo dibuja premeditadamente un guiño para sus lectores con el poema titulado “Es cierto, amada mía” donde, entre efusiones impetuosas, manifiesta su deseo de acercarse a la mujer con voluntad genésica (“Y tú, en tu carne, encierras / las pupilas sedientas con que miraré cuando / estos ojos que tengo se me llenen de tierra”. De ahí al labriego salvaje que socava a su amada y “hace saltar al hijo del fondo de la tierra” (imagen con la que abriría su siguiente libro) hay un paso muy corto.
Todo el volumen es, salvados los escollos juveniles de rigor, la angustiosa búsqueda del adolescente que suplica el vislumbre de una luz o la atenuación de una condena en la que, paradójicamente, cumple funciones de reo y de carcelero (“Libértame de mí. Quiero salir de mi alma”). Tal vez así se explique mejor que Neruda se dirija a la mujer con desgarrados imperativos agónicos (no menos de sesenta se llegan a contar en el breve tomo: ansíame, agótame, dímelo, bésame, muérdeme, incéndiame…). El corazón de Neruda era un volcán que hervía ante la urgencia de la erupción, pero que aún se dispersaba en fumarolas y cráteres adventicios, que quedarían concentrados y resueltos en Veinte poemas de amor y una canción desesperada.

sábado, 15 de febrero de 2020

Historias y deseos




Después de haber publicado los poemarios amorosos La cifra mágica (1997) y Las estaciones de la locura (2000), la escritora Ana María Tomás puso en las librerías su primer libro de columnas periodísticas bajo el rótulo de Historias y deseos (Nausícaä, 2001).
Preocupada fundamentalmente por conectar con sus lectores, la escritora jumillana recurre a un eclecticismo que le había dado ya por entonces una amplia popularidad regional: mezcla refranes, citas cultas (Cervantes, Voltaire, Zorrilla o Marcial), canciones de moda (Víctor Manuel o Alejandro Sanz), anécdotas del mundo de la publicidad, noticias aparecidas en periódicos, programas de televisión, alusiones a personalidades bien conocidas de la cultura murciana (José Perona, Carles Egea o Ramón Jiménez Madrid), etc. Da la impresión de que su afán para amoldarse al discurso medio de sus lectores carezca de límites; pero esta contención expresiva no le impide obtener fórmulas verbales ingeniosas, como cuando nos habla de la “ignorancracia” que padece la sociedad actual (p.25) o cuando alude al ansia de mortificar a los que disfrutan con la ingestión de azúcares (saña que define con el nombre de “dulcecidio” en la página 49 del volumen).
Un ramillete de flores que perderán frescura, inevitablemente, con el paso de los años, pero que mantienen aún un tibio aroma que vuelve feliz su lectura.

viernes, 14 de febrero de 2020

La devoradora




Vicente Blasco Ibáñez fue un escritor que ganó millones con sus obras, tanto por las ventas en forma de libro como por las adaptaciones cinematográficas, en Estados Unidos fundamentalmente. Esto le permitió, entre otras cosas, vivir en entornos sociales donde pudo conocer de cerca a personajes como los que aparecen en esta novela, que tituló La devoradora. Allí nos encontramos con Olga Balabanova, exbailarina del Teatro Imperial de San Petersburgo que se ha ido convirtiendo desde su salida de Rusia en una asidua del Casino de Montecarlo. Allí ha vivido durante mucho tiempo junto al gran duque Cirilo Nicolás, en un exilio dorado. Ahora, fallecido el noble, sigue sobreviviendo con la venta de sus joyas; y sin abandonar nunca los ambientes lujosos ni las salas de juego.
La narración podría haberse convertido, siguiendo esa línea, en la mera crónica de una decadencia. Pero Blasco Ibáñez introduce en escena a un austero joven bolchevique, Boris Satanow, que es enviado por las autoridades soviéticas hacia la viciosa Costa Azul, para que propague la revolución entre los proletarios galos. Para camuflar mejor su identidad, le entregan una fabulosa cantidad de dinero en joyas, que le haga parecer un multimillonario ocioso y le facilite la infiltración en los ambientes más adecuados. Será inevitable entonces que el ingenuo muchacho (que admiraba en su adolescencia a la bailarina) se encuentre con la Balabanova y que surja algo entre ellos.
Interesante reflexión sobre el lujo, sobre la candidez y sobre la fatuidad hueca de ciertos ambientes, esta novela corta de Vicente Blasco nos muestra de qué forma tan sencilla (y tan rápida) consigue el dinero corromper a las personas, hasta el punto de envilecerlas y lograr su degradación moral.

jueves, 13 de febrero de 2020

Luis Cernuda




Luis Cernuda, el hombre difícil, el personaje de reacciones viscerales e inesperadas que mostraba “su rechazo de puerco espín a los que querían invadir su ámbito íntimo” (I, 13), el poeta más intenso y quizá más incomprendido del 27, es el protagonista de esta biografía en dos volúmenes que Antonio Rivero Taravillo compuso “no tanto por irrumpir en la intimidad del hombre, sino para comprender más cabalmente su obra” (II, 16) y que el sello Tusquets editó, tras haber obtenido el primero de los tomos el prestigioso premio Comillas.
Con ese objetivo tan honestamente expresado, Antonio Rivero lleva a cabo una reconstrucción delicada y enérgica (utilizo ambos adjetivos como deliberados elogios al ensayista) de la vida de Luis Cernuda, llena de pliegues no siempre plausibles y llena también de luces de inolvidable esplendor. Mediante un rastreo detalladísimo a través de epistolarios, memorias, archivos y entrevistas, logra reconstruir (casi como el paleontólogo que invierte infinitas horas en otorgar orden y sentido a los huesos desperdigados de un triceratops) la vida, los viajes, las incertidumbres, las emociones, los instantes de amor, las decepciones del poeta sevillano. También, con enorme honestidad (“Esta biografía de Cernuda no puede ni quiere ser hagiográfica”, nos explica en la página 328 del segundo volumen), Antonio Rivero nos da cuenta de las zonas menos sonrientes del autor de La realidad y el deseo: las envidias, las abruptas rupturas, las descortesías e incluso la sospecha incómoda de que Cernuda pudo protagonizar en 1950 una experiencia pedófila en México. Y es que esta obra “más que reunir cristalitos de colores más o menos vistosos en el calidoscopio, busca componer con los trozos disponibles un espejo de cuerpo entero del poeta” (I, 16).
A lo largo de estas páginas admirables nos dirá que Cernuda fue, en su infancia, “indiferente a los helados” (I, 50); que tomó de ciertos actores cinematográficos muchos de los rasgos que definieron su estética personal (I, 116); que su extrema pulcritud lo llevaba a afeitarse dos veces al día y arreglarse él mismo el cabello, con la ayuda de unos espejos (I, 281); que participó activamente en la defensa de la República (primero, colaborando con las Misiones Pedagógicas; después, con su compromiso antifascista durante la guerra civil); que pasó por Francia y por Inglaterra, antes de instalarse definitivamente en México durante sus últimos años (el clima frío de los países europeos abatía su ánimo); y que murió de un infarto (sin ninguna compañía), tras levantarse y hacer la cama.
Permítanme que le ceda la palabra al propio Antonio Rivero Taravillo, porque el modo bellísimo en que culmina su obra no admite superación: “Evidentemente, Luis Cernuda no está en la fosa 48, fila 4, sector C, del Panteón Jardín; ni está tampoco, o no del todo, en esta biografía. Él escribió: Nadie podrá ya evocar para el mundo lo que en el mundo termina contigo” (II, 347).

martes, 11 de febrero de 2020

El mono desnudo



Termino el estudio antropológico El mono desnudo, de Desmond Morris, que me traduce J. Ferrer Aleu (RBA, Barcelona, 1993) y que, desde una vieja conversación con mi amigo Paco Giménez Gracia, tenía muchas ganas de abordar.
Y lo primero que se me ocurre decir es que reconozco mi perplejidad (¿o mi instintivo rechazo?) ante los planteamientos del autor. Es verdad que somos monos desnudos, y es verdad que lo sabemos; pero nos gusta imaginar que hemos distanciado mucho a ese lejano pariente, y que apenas nos unen a él pequeños tics ocasionales. No obstante, llega la estadística y el análisis riguroso, y hay que aceptar la evidencia: tampoco hemos sido capaces de avanzar demasiado en el camino de la civilización.
Jamás había reflexionado tanto sobre el significado profundo de acariciar a un animal, o de rascarme, o el hecho de comer los alimentos calientes, o los ritos religiosos como ceremonia de sumisión al macho dominante. Las observaciones e ideas de Morris en este volumen constituyen una verdadera revelación. Que irrita (quién lo dudará), pero que enriquece.
Subrayo con una sonrisa esta frase del tomo: “El Homo sapiens (...) es un mono muy parlanchín, sumamente curioso y multitudinario”.

lunes, 10 de febrero de 2020

Para detener el tiempo



En 1990, al mismo tiempo que publicaba el breve poemario A través de la luz (Siddhart Mehta Ediciones), Juana J. Marín Saura entregó a la imprenta su obra Para detener el tiempo, que apareció en el prestigioso sello Rialp. Allí, la escritora de Alcantarilla profundiza en las dolencias amorosas más íntimas y nos explica que las ilusiones se han marchado para siempre de su corazón (“Se han ido transformando en gorrión los sueños”, p.11). Herida por la amargura de una presencia que se evadió de su lado y que no parece dispuesta a regresar, deja que las lluvias y las estaciones más lánguidas la invadan (“Ha dejado de llover / y a ella, las manos se le van / cubriendo de otoño”, p.25).
Cercada por la triste ausencia de este ser amado, se abandona a una soledad de lirio que languidece, y contempla teléfonos mudos, espejos deshabitados y lágrimas que se derraman sin aviso. La escritora declara amargamente que “está cansada de ser / un solitario corazón cansado que camina” (p.34), y entretiene la prolongada amargura de sus horas releyendo cartas, recordando el brillo de unos ojos que ya no están, abriendo libros que son como pozos negros, y dejando que la escritura (“la burbuja de oxígeno por la que logra respirar”, p.60) se convierta en su único auxilio.

domingo, 9 de febrero de 2020

La coartada




En la Florencia de los siglos XIV y XV hubo una familia cuyo poder resultaba casi omnímodo: los Médicis. Controlaban la banca con mano de hierro; cuatro de sus miembros se alzaron hasta el papado; dos de sus mujeres llegaron a ocupar el trono de Francia; fueron los responsables de reunir las obras de arte que ahora se pueden contemplar en la Galería Uffici; protegieron a Miguel Ángel, a Galileo Galilei… Sin duda, unos de los clanes más poderosos de todos los tiempos. Y, por lo mismo, uno de los más suculentos para extraer obras literarias, por lo variado y asombroso de sus componentes.
Fernando Fernán Gómez es el autor de la pieza dramática La coartada, donde se reconstruye el intento de asesinato de dos integrantes de esta familia (Lorenzo y Julián) durante la celebración de una ceremonia religiosa. En esa trama negra se encuentran involucradas la Iglesia (personificada en el tenebroso cardenal Riario) y la familia Pazzi (rivales de los Médicis). En un principio, se encomienda la misión homicida al despiadado Montesecco, famoso por su audacia, su sangre fría y su absoluta carencia de escrúpulos; pero una inoportuna vacilación de éste (quien se resiste a matar dentro de un templo religioso) hará que se elija a otra persona para ejecutar el crimen: el clérigo dominico Esteban Maffei, pusilánime pero dispuesto a mostrar su fidelidad a la Iglesia al precio que sea necesario.
Mediante una hábil ingeniería escénica, Fernán Gómez consiguió una obra de sólida textura, inquietante desarrollo y brillante resolución literaria (obtuvo el segundo puesto en el premio Lope de Vega) que nos acerca a los pantanosos terrenos de la abyección (y la debilidad) humana.

sábado, 8 de febrero de 2020

Mixtura



Después de haber publicado La celada fuente (1986) y Onégeses. Los despojos de un sueño (1988) se produjo un largo silencio editorial en torno al nombre de Fuensanta Muñoz Clares, que quedó felizmente clausurado en 2004 cuando la Editora Regional de Murcia tuvo el notorio acierto de publicarle el volumen de relatos Mixtura, compuesto por veintiuna piezas en las que la escritora mostraba que podía desenvolverse con la misma eficacia cuando abordaba temas amorosos (“Primavera en la Isla”), memorialísticos (ese orinal obtenido en la feria, en “Falsa palangana”) o costumbristas (“Travesti en el estanco”).
Todos los cuentos del volumen, por unas razones o por otras (temáticas, estilísticas, psicológicas) atesoran virtudes más que suficientes para que el lector les otorgue su aplauso; pero si tuviera que decantarme por algunos de ellos, mi elección es clara: “La llave” (donde se aborda el espinoso y dolorosísimo tema del maltrato femenino, que nunca deja por desgracia de estar de actualidad), “Hugo el portugués” (donde la voz y las trenzas de una niña, ya transformada en mujer, nos invitan a reflexionar sobre los azares de la vida) y “La visita” (una amarga meditación sobre la marginalidad).
Llama la atención el modo en que el personaje de Felicitas aparece, como una especie de Guadiana protagonista, en varios relatos del volumen: “El zapatero”, “Travesti en el estanco”, “Una caja blanca”, “Falsa palangana”, etc. ¿Se esconderá ahí algún personaje real o algún guiño autobiográfico? ¿Y lo habrá en esa profesora irónica que, tras leernos una redacción quinceañera refractaria a la ortografía, cierra con sus comentarios eruditos el cuento “Oveja mía, oveja mía”?
Háganse el favor de leer esta obra. Les va a gustar.

jueves, 6 de febrero de 2020

Todo es perfecto




Dejamos que nuestros ojos se adentren en la primera página de este libro de relatos escrito por Verónica Martín (Caja Segovia, 2010) y notamos que el corazón se nos acelera, porque estamos corriendo. Somos de pronto dos hermanos y, por causas que resultaría demasiado complejo explicar, acabamos de cometer un pequeño robo de droga. Parece que nos hubieran brotado alas en los pies, como al dios Mercurio. Y de pronto, cuando los pulmones están a punto de estallarnos, ocurre el desastre: un tren invisible surge a gran velocidad y mata a uno de los fugitivos, siendo el otro detenido por la policía.
Más adelante, caminaremos solos por la calle, con un océano de lágrimas en los ojos y la garganta obturada: nos acaban de decir que padecemos una gravísima enfermedad de la que tenemos pocas posibilidades de salir. Y cuando estamos a punto de derrumbarnos aparece de pronto un vendedor ambulante que nos ofrece una pulsera. Para conseguir que se la compremos nos dirá que esa pulsera tiene la virtud de aliviar las tristezas de la gente que la porta. Y nos la colocamos en la muñeca.
Son solamente dos ejemplos de las bondades narrativas que este libro incorpora y que alcanzan su culminación en el, quizá, mejor relato del volumen: el que le da título. Allí conoceremos a la pequeña Aurora, una niña solitaria cuya madre ejerce la prostitución y que es cuidada frecuentemente por su anciana vecina Mimi. No les digo más.
Acérquense a este libro. Creo que puede darles más de una alegría literaria.

martes, 4 de febrero de 2020

Galería de apátridas




Casi al mismo tiempo que se mostraba a los lectores su colección de cuentos El oro celeste (Xordica, 2003), Manuel Moyano publicó un volumen de retratos con el título de Galería de apátridas (Nausícaä), un fresco burbujeante donde convivían personajes extravagantes o directamente anómalos, cuyas trayectorias vitales habían convergido (como la del propio Manuel Moyano, cordobés pasado por Barcelona) en la localidad murciana de Molina de Segura: desde Salvador García Aguilar (quizá el más ilustre de todos, porque en su palmarés literario se incluye el premio Nadal de novela) hasta Fina Nieto Jara, monja budista, pasando por el polifacético José Antonio Arnaldos Salazar (pintor, hombre de teatro, diseñador y presentador televisivo) o Juan García Nieto (que se define y proclama “Decano de los Presos Españoles”, tras cuarenta años de permanencia entre rejas).
Nos encontramos, pues, ante un prontuario simpático y casi inverosímil (aunque fidedigno) que nos descubre que la rareza, la anomalía o la singularidad habitan junto a nosotros, y que solamente si nos fijamos con atención la descubriremos y seremos capaces de valorarla.
Si, además, tales apuntes están redactados por uno de los mejores estilistas de España, el resultado es tan admirable como imperecedero.

lunes, 3 de febrero de 2020

Al final del trayecto




En el año 1997, el caravaqueño Luis Leante vio publicada su obra Al final del trayecto, con la que había obtenido el premio Odaluna de novela. Se trataba (si no me falla la memoria) de su cuarto libro editado.
El protagonista es un hombre llamado Pablo, antiguo integrante de la División Azul, que llega al pueblo de Moravia, y cuya vida se nos va desgranando con indagaciones hacia atrás y hacia delante en el tiempo. El autor distribuye cada capítulo en tres planos: el que nos relata la actualidad, el que nos habla de los años del pueblo y el que nos refiere las vivencias en Rusia. Quizá lo mejor de la obra sea la forma en que Luis Leante crea la atmósfera insana y claustrofóbica del encierro de Pablo: hay momentos en que resulta terrorífico imaginar el día a día de este personaje (sobre todo cuando, tumbado en su cama, “piensa en el otoño, en su oscuridad y en su silencio, y piensa en la noche de todas las noches, en la noche del fin del mundo, y se siente como una momia inflada, resucitada de la nada. Y siente el peso de sus huesos y la tensión de sus venas y las motas de polvo posándose sobre él y sobre la cama y sobre el suelo y sobre las miles de telarañas que se aprietan en el interior del cuarto”, pp.175-176).
Todas las ignominias de la guerra, toda su mezquindad y todo su horror flotan en estas páginas como lo haría un aceite maloliente en las aguas del puerto.
Un Luis Leante musculoso desde el punto de vista técnico, convincente desde el punto de vista argumental y seductor desde el punto de vista literario. ¿Se puede pedir más?

domingo, 2 de febrero de 2020

Metralla




No he leído jamás unos relatos sobre el mundo de la guerra como los que reúne Jesús Zomeño en su antología Metralla. Así de claro. Así de contundente. Así de admirativo. Desde que cayó en mis manos su volumen De este pan y de esta guerra (Contrabando, 2016) me sentí conmovido, zarandeado, invadido por sus propuestas, que trascienden lo histórico (Primera Guerra Mundial) y se instalan directamente en el análisis profundo del ser humano: sus miserias, su rapacidad, sus claudicaciones, sus miedos, sus desgarros, su débil textura (resuelta a veces en lágrimas y a veces en vileza). Quizá por eso el título que encabeza este tomo (donde se reúnen relatos de cuatro volúmenes, más algunos inéditos) resulte tan adecuado: las palabras del escritor albaceteño salen propulsadas en todas las direcciones y van incrustándose, desgarrando, aniquilando el corazón y el alma de sus lectores.
¿Ejercicio de crueldad gratuita? En modo alguno. Más bien adecuación entre las palabras y el mundo de realidades que palpitan detrás: la ulceración horrenda de todo lo que rodea el combate (disentería, pérdida de la fe religiosa, vísceras, insensibilidad); el chico que dibuja una bicicleta en su casco, como esperanza y como evasión; el pobre delincuente juvenil que encauza su vida hacia la guerra, para variar el trazado de sus días; la ilusión de un queso que el soldado oculta de la hambruna de sus compañeros y de las dentelladas de las ratas; la fetidez insoportable de las trincheras; la fiebre, que coloniza cuerpos y almas con su incendio de miedo; el muchacho que mastica patatas mal cocidas mientras a su lado se pudre un cadáver que no tiene fuerzas ni para apartar; los saqueadores, que revolotean tras el silencio macabro de la lucha; los sepultureros, desbordados por un trabajo tan infinito como absurdo…
Cada meandro de la guerra, cada pliegue inmundo, cada herida, cada infamia, cada truculencia, quedan aquí, en estas páginas duras y estremecedoras, que Jesús Zomeño ha bruñido para la eternidad.

sábado, 1 de febrero de 2020

La voz en los espejos




Con este poemario delicado, firme y maduro, el poeta Miguel Sánchez Robles (Caravaca de la Cruz, 1957) obtuvo el premio Bahía. En él nos habla de la urgente necesidad que todos tenemos de enfrentarnos cada día con la imagen que el espejo nos devuelve y comprender, sin aspavientos, que “vivimos atrapados en íntimas derrotas” (p.11). El poeta, aferrado a una lucidez que desarma y asombra por su contundencia, está convencido de que no debemos ilusionarnos con nada de cuanto nos rodea (“La esperanza era ayer”, escribe en la página 26) y que lo más inteligente y sensato que se puede hacer es beber “los vinagres de las brújulas” (p.40).
El horizonte que nos dibuja Miguel es terrible, angustioso, desolador (aunque lo percibamos también como indiscutible); el futuro está tintado de acíbar; todos los senderos están camuflados o malheridos por la niebla; las manos amigas son “de pronto invisibles” (p.29); y, con ese marco de referencia, “francamente te olvidas de vivir; y a menudo hace frío” (p.48).
Inútil será también que intentes ponerte a salvo utilizando alguna estratagema, porque no hay camino que lleve indemne a la meta y porque continuamente “las rodillas tropiezan con el asco” (p.63). Perdida la ilusión y anulada la esperanza, queda el espejo, siempre el espejo, esa lámina inmisericorde y gélida en la que debes mirarte para descubrir con honestidad que todo es confuso, y que tus ojos sangran de impotencia (“La vida está en ti como una herida / que escasamente aciertas a poner en un verso”, p.18).
Es difícil que pueda encontrarse una presentación lírica más rotunda, más clara y más desencantada que ésta que Miguel Sánchez Robles nos ofreció, hace ya algunos años, desde Algeciras.