Dejaré
que sea Francisco Umbral (Mortal y rosa)
quien lo diga: “Vives otras casas, las amueblas, las habitas,
y algo te dice que no son tu casa. Entras y sales en ellas. Pero un día
encuentras la casa, tu casa, la que te esperaba, ésa que teje en seguida en
torno de ti su silencio, sus sombras, su polvo, su tiempo, y de la que ya no
vas a salir nunca, a la que volverás siempre”. Lea Vélez nos plantea en este
libro una variante creativa para esa búsqueda metafísica y feliz, que adorna y
enriquece nuestra vida: construir dicha casa para sus hijos…
La protagonista de
la narración se llama Ana y es una joven viuda cuyos tres inteligentes hijos
(Michael, Richard y María) no encuentran su sitio dentro del sistema educativo
convencional, que constriñe su fantasía y se muestra incapacitado para adaptarse
a sus necesidades. Así que adopta una decisión compleja pero necesaria: irse
con ellos a Hamble-le-Rice, en el condado de Hampshire, donde se ubica un
pequeño hostal que ha recibido como herencia. Se inicia así una aventura
apasionante, en la que Ana tratará de conseguir que sus hijos crezcan en
libertad y rodeados de todos los estímulos intelectuales que la escuela se
resiste a ofrecerles. Desea que sus alas imaginativas no se atrofien y que las
batan en todos los ámbitos de la existencia (“Quiero que uséis la inteligencia
para lo prosaico porque lo prosaico es el noventa y nueve por ciento de la
vida”, p.38); desea que escapen del esclerotizado ambiente académico que
padecieron en España (donde sus profesoras “no eran profesoras como ese maestro
que todos hemos tenido alguna vez y que nos cambió la vida. Ellas eran
celadoras en la cárcel de las sonrisas, que es de lo que más abunda”, p.47); y
desea, sobre todo y por encima de todo, que se sientan cómodos en el ámbito
cálido de la familia, núcleo amniótico de la dicha (“La felicidad no se compra,
la felicidad no se encuentra. La felicidad se transmite de padres a hijos”,
p.94).
En ese orden, la construcción de la casa en el roble se transmuta en
sacerdocio, en dedicación exclusiva, en calor y en futuro. Ana desea ser feliz
y que lo sean sus hijos; y para lograrlo convierte su vida en una sinfonía de
risas, en un combate contra la mediocridad y el estúpido conformismo que les
quieren inculcar desde fuera. Todas las líneas de esta novela rezuman ternura,
firmeza y convicción. Todas sus acciones revelan el mismo fervor y se
desarrollan con la misma intensidad: atornillar (“Un tornillo es una metáfora
de la esperanza, porque un tornillo se puede desatornillar. Para construir una
casa en el árbol conviene usar lentos, fuertes y penetrantes tornillos”,
p.163), reír (“En la risa se olvida el mal. La risa es el brillo de las
estrellas y somos una constelación cegadora”, p.268), criticar el sistema
escolar (“El colegio solo les interesa a los adultos porque es la fábrica que
se han inventado para hacer más adultos. A los adultos no les interesa que los
niños seamos niños”, p.73) o extraer conclusiones inquietantes sobre la
puntuación numérica que se adjudica a los niños en las aulas (“¿Quién es más
inteligente, un niño que saca ceros en lengua y dieces en física o una niña que
saca dieces en lengua y ceros en física? Quizá la niña es Virginia Woolf y el
niño es Isaac Newton. Esa es la comparación que me interesa dejar clara, porque
revela el problema”, p.346). Ana se verá acosada por docenas de dificultades
para llevar a cabo su empeño, pero tiene un objetivo irrenunciable, saliniano:
extraer de sus hijos su mejor versión, su más puro yo. El premio será descubrir
que Michael, María y Richard llegarán a convertirse en adultos plenos y felices…
Esta novela epistolar, memorialística, ensayística, divertida, sombría,
aguerrida y lúcida llena los pulmones de aire fresco. Un magnífico texto para
leer, pensar y releer.