domingo, 30 de septiembre de 2018

Un bosquejo de familia



Todas las familias del mundo contienen varios personajes que, por su condición seductora o estrafalaria, servirían para nutrir un libro de anécdotas, capaces de generar sonrisas, lágrimas o asombro en sus lectores. No se trata, pues, de una singularidad demasiado notable. Pero cuando la persona que anota esas frases llamativas, esas situaciones peculiares o esas respuestas jocosas es Mark Twain, padre literario de Tom Sawyer, Huckleberry Finn o el yanqui que viajó a la corte del rey Arturo, el volumen se convierte en un documento mucho más digno de estimación.
Traducido por Borja Aguiló Obrador para el sello Sloper, Un bosquejo de familia nos introduce en el ambiente familiar de Samuel Langhorne Clemens, el célebre escritor de Florida, en cuyo seno destacan personajes como el gato Abner, el sirviente George Griffin (un antiguo esclavo que consiguió ganar bastante dinero en las carreras de caballos, en elecciones políticas o actuando como pequeño prestamista) o una de las nodrizas de su hija Clara, a quien define afirmando que “tenía una salud de hierro, el apetito de un cocodrilo, el estómago como una bodega y la digestión de un molino de cuarzo” (p.55) y que, en el transcurso de un mes, “se bebió doscientas cincuenta y seis botellas de medio litro de cerveza en nuestra casa” (p.56).
Además del chisporroteo de anécdotas que burbujean en las páginas del libro, Mark Twain nos deja también algunas líneas más incómodas de asimilar en el mundo de hoy, como su aplauso a los castigos físicos (“No eran meros aficionados quienes decían con razón “Ahórrate el bastón y malcriarás al niño”, juzgo yo”, escribe). De hecho, refiriéndose al caso concreto de su hija Susie, anota sin el menor rubor: “Recurrimos a azotarla. Desde ese día, no ha vuelto a haber una niña más buena. Teníamos que disciplinarla una vez al día, al principio; luego tres veces por semana; luego dos; más adelante sólo una vez por semana; posteriormente dos veces al mes. Ella tiene casi cuatro años y medio ya” (pág. 83-84). Lo más sorprendente y lo más indigesto es que habla de castigos correctores infligidos a la edad de tres años.
Un libro chocante, fresco, distinto, que la editorial Sloper recupera para el público español de forma oportuna y admirable y que, sin duda, merece un sitio de honor en nuestra biblioteca.

viernes, 28 de septiembre de 2018

Me casé por alegría




Pietro y Giuliana, tras coincidir más bien borrachos en una fiesta, se han casado de una forma absurda y precipitada. Ni se conocían antes, ni se conocen tampoco ahora. Simplemente, charlaron unas horas y, por sorpresa, tomaron la decisión de contraer matrimonio. Ahora, la convivencia entre ellos es más bien singular, con un elemento que los une como bisagra (la sirvienta Vittoria) y con otro elemento que actúa como crítica negativa de la relación (la madre de Pietro). Poco se puede advertir que los cónyuges tengan en común: él trabaja como abogado y pertenece a una buena familia; ella, tras sobrevivir como buenamente ha podido a la pobreza, ha trabajado en un comercio, del que fue despedida. ¿Qué les ha impulsado, entonces, a vincularse mediante matrimonio? Pietro sostiene que lo ha hecho por lástima; Giuliana no tiene problemas en reconocer que el dinero ha sido una de las razones fundamentales. En esta situación, ¿cuál es el futuro que les espera?
Con ese nudo argumental, Natalia Ginzburg (traducida por Andrés Barba para el sello Acantilado) desarrolla ante nuestros ojos una historia con puntos de humor, de crítica social y familiar y, sobre todo, con numerosas secuencias en las que los diálogos se vuelven zigzagueantes y casi “codorniceros” (por la revista que fundó y dirigió Miguel Mihura).
¿Puede ser considerada una pieza clave dentro de la producción de la escritora italiana o de la historia del teatro? De ninguna forma. Mentiríamos si tratáramos de sostener tal afirmación. Me casé por alegría es un simple divertimento. Pero dentro de su condición discreta, es una obra que se lee con algunas sonrisas, lo que no resulta desdeñable.

miércoles, 26 de septiembre de 2018

La ira de los mansos




Imaginemos a un publicista de 39 años llamado Lázaro. Su vida no podría ser calificada de feliz, porque varios factores se alían con eficacia para erosionarla: el snobismo desdeñoso que muestra hacia él su familia política, la decadencia que advierte en la relación sexual y sentimental con su esposa, el temperamento insufrible de su jefe… Pero la puntilla que ha venido a desmoronar su existencia es el accidente que lo ha dejado en estado de coma en la UCI de un hospital. Curiosamente, y aunque nadie lo sospecha observando sus ojos cerrados y sus constantes vitales bajo mínimos, Lázaro es capaz de escuchar todo lo que está ocurriendo a su alrededor.
De esa manera tan poco ortodoxa va a enterarse de los tejemanejes de sus cuñadas, del odio africano que le dedica su suegra, de las singulares aficiones de algunas enfermeras y de otros detalles mucho más inquietantes relacionados con su hijo, con médicos que se suman a prácticas ilegales o con al accidente que lo ha postrado en cama. Del mismo modo, leeremos con admiración el candoroso monólogo que un niño llamado Jesús pronuncia ante Lázaro, en el que tendrán un tierno protagonista los componentes de La patrulla canina.
El versátil y siempre eficaz Víctor M. Mirete nos ofrece en este relato una historia terrible y humorística, fluida e interesante, en la que las constantes variaciones del rumbo narrativo aseguran en todo momento la amenidad de la novela, que Malbec Ediciones publica con buen criterio, añadiéndole unos anexos jocosos que actúan como eficaz epílogo. Un buen antídoto contra el aburrimiento.

lunes, 24 de septiembre de 2018

Una vida prestada



Durante un buen número de años, Vivian Maier trabajó como niñera en Estados Unidos, mientras se dedicaba durante sus horas libres a la actividad que realmente la entusiasmaba: la fotografía. Con su cámara Rolleiflex siempre dispuesta, fue inmortalizando sin fatiga miles de rostros, calles, suburbios, paisajes y rincones, intentando siempre capturar el alma, el espíritu de aquello que se encontraba al otro lado de la lente; pero jamás permitió que sus imágenes apareciesen en revistas o fueran expuestas en galerías. No le preocupó la fama. Vivió anónima, retrató anónima y murió anónima. Acabada su ingente tarea de cronista, de pintora, de antropóloga, los negativos que contenían su legado (unos ciento cincuenta mil) fueron adquiridos en una subasta por John Maloof. Ahí se inició la leyenda de Vivian Maier, que no ha cesado de crecer desde su muerte en 2009 hasta la actualidad.
La excelente escritora Berta Vias Mahou nos propone ahora, en un libro exquisito y de gran profundidad psicológica, una versión novelada de aquella mujer fascinante, que impresionaba por su altura (casi un metro ochenta), por su riguroso análisis del arte actual (“En este mundo no basta con hacer lo que haces maravillosamente bien. Es mucho más importante hacerse ver. Hay que sacar codos. Y tener buenos contactos en las altas esferas. Vende el que más grita, no el que ofrece la mejor mercancía”, p.69), por su voluntad de centrarse sobre todo en las imágenes de los desfavorecidos (“los hijos del dolor”, como los llama en la página 129) y también por su retrato descarnado y sincero a ultranza de algunos personajes famosos de su tiempo, como Salvador Dalí (“Es un fantoche. Hace demasiado ruido para vender su bazofia. Como tantos otros que se creen artistas y no están más que imbuidos por el afán inmenso que tienen de imponer a todos y en todas partes su enfermizo egocentrismo”).
Berta Vias logra en esta novela, dura y deliciosa, desgarradora y admirable, que viajemos por el corazón y la mente de una creadora ciclópea, desprejuiciada y proteica, que encarna el ideal del artista puro: aquel que construye universos sin pensar en los réditos económicos o publicitarios que puedan derivarse de su trabajo. Una novela impresionante.

sábado, 22 de septiembre de 2018

Mamíferos que escriben



Quizá la gran búsqueda que todos acometemos durante la vida, aparte de perseguir indesmayables la felicidad, consista en descubrir a nuestros dioses verdaderos, entronizarlos en nuestro Olimpo, tributarles adoración y rendirnos al disfrute de sus excelencias. Es lo que hace literariamente Manuel Moyano en las páginas de Mamíferos que escriben, el exquisito libro que acaba de publicarle Newcastle Ediciones: un catálogo minucioso de escritores, músicos y cineastas que lo han conmovido durante décadas y a quienes ofrenda aquí el acanto de su admiración, tras haberlo reproducido capítulo a capítulo en la extinta revista El Kraken.
Comienza su recorrido con el norteamericano Paul Auster, uno de los autores que en su opinión “llegan a modificar nuestra percepción de la realidad” gracias a una forma de escribir que consiste en “echar una piedra a rodar y sentarse a ver qué pasa”. Después se ocupa del misántropo, racista, solitario y huraño Lovecraft, arquitecto de mitologías tenebrosas y fraguador de dioses nauseabundos, que lo fascinó desde su juventud gracias a la lectura de la novela El caso de Charles Dexter Ward (obra que el propio Lovecraft desdeñó). A continuación se aplica a componer una semblanza sobre Cioran, al que dedica seis páginas de difícil mejora, con las que retrata íntimamente al genio lánguido de Rasinari. No menos fervoroso es su retrato de Bukowski, al que comenzó a leer a los veinte años y del que se despide con un párrafo memorable: “Estaré siempre entre el grupo de sus admiradores. Es más, me encontraré siempre entre sus amigos. Salud, viejo Hank. Esto va por ti. Nos veremos en el jodido infierno”.
Se desplaza después al mundo del cine para hablarnos de Stanley Kubrick, autor de “incuestionables cimas del arte realizado por el hombre sobre este planeta”, y al de la música, declarándose “dylanita” irredento, pese a la “incomprensión hacia mi trastorno por parte de padres, hermanos, esposa y, ahora, hijos”. Y, tras ese paréntesis, retorna al mundo de la literatura con Bioy Casares; el dipsómano Dylan Thomas; el malogrado Federico García Lorca, del que se decanta por la lírica (“Personalmente, no creo que sobreviva su teatro”); el cronopio Julio Cortázar o el escasamente comprendido Álvaro Cunqueiro.
Al final, los lectores comprendemos que nos encontramos ante una auténtica delicatessen, a la que nadie con buen paladar literario debería renunciar.

jueves, 20 de septiembre de 2018

El alba del alhelí




Termino El alba del alhelí, de Rafael Alberti, que no considero un libro meritorio. En sus primeras páginas, sí, me encandiló su gracia saltarina, y sus poemas religiosos dulcemente alígeros, pero pronto se diluyó la magia. Me han gustado mucho en las relecturas (lo dejé debidamente consignado en reseñas anteriores) tanto Marinero en tierra como La amante, pero en estas páginas me he sentido defraudado. Es, desde luego, una prolongación formal, temática y emocional de los dos anteriores; y ahí es donde encuentro que está el problema: en que sigue y sigue y sigue una línea ya trillada. No percibo ningún tipo de innovación, ninguna variante significativa. Es como si la alfaguara se hubiera secado y no promoviera sino repeticiones.
Las publicaciones posteriores del gaditano demostraron que no era así, y que fue capaz de ir variando los ritmos, las técnicas, los metros, para construir una obra muy variopinta y valiosa, donde el surrealismo, el compromiso político o la memoria completaron senderos admirables. Por eso seguimos leyéndolo con agrado, con aplauso y hasta con veneración.
Pero, según entiendo, El alba del alhelí es bastante prescindible: son poemas ya redactados –mucho mejor– en otros libros.

martes, 18 de septiembre de 2018

Todos eran mis hijos




Una madre (Kate) que se niega a aceptar que su hijo, desaparecido en una acción de guerra, esté realmente muerto; y que se aferra con ilusión a la idea de que el día menos pensado sus nudillos golpearán en la madera de la puerta. Ése es, en síntesis, el núcleo germinal de Todos eran mis hijos, del norteamericano Arthur Miller. Sobre esa base, el genial dramaturgo va añadiendo ingredientes de forma paulatina, que intensificarán el drama y la angustia de los personajes: un esposo (Joe Keller) que preferiría pasar página sobre aquellos luctuosos sucesos, un hermano (Chris) que ha decidido rehacer su vida casándose con la antigua novia de su hermano (Ann); el padre de Ann, antiguo socio de Joe, que se encuentra en la cárcel; George, hijo de éste, que decide acercarse a la casa de los Keller para impedir la boda…
Lentamente, Miller pone en movimiento a sus protagonistas y nos enreda en sus peripecias, que pronto irán revelando su envés de amargura, de resentimiento, de oscuridad. Casi nada es lo que parece al principio. Casi nadie es tan limpio como se obstina en pregonar. Todos esconden en el fondo de sus corazones una zona de sombra que enturbiará el futuro y que lo salpicará de barro: el honrado y eficaz empresario de éxito, que ha amasado una ingente fortuna y es admirado por sus conciudadanos; el mendaz exsocio, que se pudre en prisión por haber fabricado piezas armamentísticas defectuosas, que causaron un alto número de accidentes en primera línea de combate; el irreprochable soldado que desapareció (¿murió?) mientras pilotaba un avión de guerra; la chica frágil que espera (¿o que no espera ya?) el retorno de su prometido… Todos inocentes, todos culpables, todos llenos de heridas visibles e invisibles.
De uno de los dramaturgos norteamericanos más brillantes del siglo XX no se podía esperar sino una pieza tan sobrecogedora como ésta.

domingo, 16 de septiembre de 2018

Portugal



El otorrinolaringólogo Adolfo Correia da Rocha (o, para entendernos mejor, el extraordinario escritor Miguel Torga) no fue un hombre excesivamente dedicado a la sonrisa, el optimismo o la jovialidad. Él mismo se define en la página 139 de este volumen afirmando: “Yo, que soy la tristeza en persona”. Y tampoco fue una persona que tuviese en alto concepto al conjunto de sus semejantes (en la página 143 nos asegura que “donde habitan los hombres habita la inquietud”). Pero su mirada alcanza unos niveles tales de hondura, y su pluma unos niveles tales de brillantez, que adentrarse en sus libros constituye un gozo para la sensibilidad y una expansión para el espíritu.
En Portugal (que traduce Eloísa Álvarez) nos ofrece sus impresiones de viaje por el Miño, el Algarve, el Alentejo, Coimbra, las Berlengas y otras zonas del país, que resultan retratadas de un modo singular, profundo, distinto. Así, nos dice que los habitantes de Trás-os-Montes “cavan durante toda su vida. Y, cuando se cansan, se echan en el ataúd con la serenidad de quien llega honradamente al final de un largo y trabajoso día. Y ahí se quedan, en cementerios de lívida desilusión, esperando a que la ley de la tierra los convierta en cipreses y granito”; que el ciudadano de Oporto es “el hombre portugués más libre, más progresista, más responsable y más capacitado que ha dado nuestra patria”; o que Lisboa, capital del país, muestra “la hermosura de un panorama que la naturaleza no puede jactarse de haber repetido”.
Y, salpicando el texto aquí y allá, reflexiones sobre la autenticidad (“Cuando se quiere imitar y suplantar lo ajeno, lo que se consigue es reducir lo propio”), ideas sobre el sentido de la existencia (“La vida es un desempate permanente, y lo que hace falta es apostar limpiamente, bellamente, a cada número de la caprichosa ruleta”) o imágenes tan sublimes y tan sorprendentes como la que esmalta cuando nos habla de la serenidad plácida de un paisaje y nos dice a continuación que el río que lo atraviesa “se mueve por estricta obligación profesional”.
No pueden decirse en ciento cincuenta páginas cosas más hermosas sobre esa “multicolor colcha” que tenemos al lado de España y a la que prestamos (ay) mucha menos atención de la que merece, humana y literariamente.

viernes, 14 de septiembre de 2018

La condesa sangrienta




La condesa Erzébet Báthory no fue, aunque pueda parecerlo tras leer un resumen de su vida, un personaje de ficción. Por desgracia, este engendro existió y fue el responsable de la tortura y asesinato de más de seiscientas muchachas desde finales del siglo XVI hasta la primera década del siglo XVII. Sentada en un confortable sillón, sin descomponer el gesto, observaba cómo sus sirvientes practicaban todo tipo de salvajes truculencias sobre inocentes chicas (preferiblemente vírgenes), cuyos alaridos la excitaban y en cuya sangre se bañaba (por consejo de su hechicera de confianza, Darvulia), justo antes de anotar sus nombres en unos cuadernillos. En 1610, cuando la fama atroz de sus crímenes ya no podía ser ignorada por el rey, éste hizo que fuese encerrada en su castillo, con las puertas y las ventanas obstruidas (salvo por unas pequeñas rendijas, por las que le pasaban alimentos), hasta el 21 de agosto de 1614, en que murió sin arrepentirse de sus abominaciones.
Ese relato, espantoso y sobrecogedor, lo va desmenuzando la argentina Alejandra Pizarnik en las páginas de este volumen, que edita Libros del Zorro Rojo y que se completa con las ilustraciones, realmente impresionantes, de Santiago Caruso, quien nos inunda las pupilas con escorpiones que brotan de pechos agujereados, cataratas de sangre que empapan a hieráticas mujeres vestidas de blanco, cuchillas que desuellan cuerpos jóvenes, agujas que atraviesan sin misericordia carnes estremecidas, gatos de ojos brillantes y dientes afiladísimos, laberintos lóbregos y todo tipo de paisajes góticos.
Un tomo intenso e inolvidable, tanto por su contenido como por su estética.

miércoles, 12 de septiembre de 2018

El caballero invisible




No tiene, desde luego, ninguna innovación argumental reseñable, ni un estilo que marque época, pero la breve novelita El caballero invisible, de Valerio Massimo Manfredi, resulta amena durante su desarrollo y ofrece en sus últimas páginas alguna que otra sorpresa culturalista, que el lector más avezado recibirá con una sonrisa.
La acción arranca cuando el caballero templario Antonius Bloch entrega al caballero Jean de Roquebrune un fardo para que lo deposite en las manos del arzobispo Esteban José de Ururoa. A partir de ese instante, todos los sucesos que se van encadenando (y que narra el joven asistente del caballero, cuyo nombre no descubriremos hasta la página final) resultan trepidantes o sospechosos: ese inquieto sacerdote llamado Felipe Montego, que se empeña en acompañar al señor de Roquebrune en su aventura; esos moros omnipresentes que no les dan tregua con su acecho; esos combates acaecidos junto a puentes o en viejas ruinas monacales; o, por fin, la llegada a Compostela, donde descubrirán todos los matices del enredo en que unos y otros han sido manipuladores o manipulados.
El traductor, cuyo nombre no invoco por discreción, anda poco fino en algunas fórmulas cacofónicas (“caballo bayo ya ensillado”, p.23), en algunos manejos preposicionales (“Me quedé sentado en aquella mesa”, p.36) y en otras secuencias menos soportables (“Delante nuestro”, p.89).

lunes, 10 de septiembre de 2018

Los Cinco y yo




He degustado muchas páginas de Antonio Orejudo, desde aquellas Fabulosas narraciones por historias que le publicó la editorial Lengua de Trapo con el segundo apellido incluido (“Antonio Orejudo Utrilla”); pero Los Cinco y yo, que acabo de terminar, me ha dejado más bien frío. Y reconozco que me da rabia, porque yo también me eduqué literariamente con aquellos niños británicos, que siempre encontraban misterios laberintos subterráneos para explorar. Entiendo los juegos de autoficción que maneja en la obra, entiendo el humor de introducir a su amigo Rafael Reig como autor de un libro ficticio que lo incluye, entiendo los equilibrios lúdicos entre la realidad y la imaginación… pero no me he sentido embriagado por la obra en ningún momento.
El punto de partida, poliédrico y sugerente, me provocó curiosidad: ¿cómo serían las vidas de los protagonistas de aquellas novelas de Enid Blyton una vez que hubieran llegado a la madurez? ¿Seguirían siendo aventureros o se habrían transformado en personas sedentarias? ¿Engordarían o se mantendrían en forma? ¿Jorge (Jorgina) se habría decantado por el lesbianismo? ¿Alguno de ellos se habría enriquecido? También me gustó mucho la forma en que el autor de la novela comenzaba a contar su (aparente) propia niñez. Pero luego algo se perdió, una conexión no funcionó bien, se diluyó la magia. No sabría explicarlo con más palabras. Era como si todo se llenase de niebla y no supiera por qué pasillo iba avanzando, página a página.
Obviamente, me leeré la siguiente obra de Antonio Orejudo, porque creo que es uno de esos narradores limpios y sabios a quienes se debe frecuentar. No haberme sentido seducido por una de sus obras no me impedirá seguir tributándole horas de lectura.

sábado, 8 de septiembre de 2018

Dirección única



Termino un volumen casi aforístico, que me convence, me intriga, me irrita y me seduce, según las páginas: Dirección única, de Walter Benjamin, traducido por Juan J. del Solar y Mercedes Allendesalazar (Alfaguara, Madrid, 2002). Pese a los retratos literarios que he leído suyos en revistas y libros (algunas páginas que me embriagaron, firmadas por Antonio Muñoz Molina), nunca había leído nada de este pensador. Se me antojaba abstruso, no sé bien por qué. Un prejuicio como otro cualquiera, claro está. Tras cerrar la última hoja de este tomo ya sé que no será el último que lea de él.
“Las opiniones son al gigantesco aparato de la vida social lo que el aceite es a las máquinas. Nadie se coloca frente a una turbina y la inunda de lubricante”. “Convencer es estéril”. “La posteridad olvida o enaltece. Sólo el crítico juzga en presencia del autor”. “Qué gustosa y embusteramente cuentan los libros y las prostitutas cómo han llegado a ser lo que son”. “Sólo entiende lo que son cuerda y madera aquel a quien van a ahorcar”. “La incolora llama de la ironía”. “En verano llama la atención la gente gorda; en invierno, la delgada”. “La mirada es el poso del hombre”. “Nada hay más pobre que una verdad expresada tal como se pensó”. “Dios cuida de la nutrición de todos los hombres; y el Estado, de su desnutrición”.

jueves, 6 de septiembre de 2018

Joana




Desde que leí Mortal y rosa, de Francisco Umbral, no me había encontrado con una elegía tan bella, tan triste y tan conmovedora como la que me ofrece el poeta Joan Margarit en las páginas de su libro Joana, dedicado a su hija. Aquella chica sonriente y dulce, fue siempre la gran luz de la casa, a pesar de sus limitaciones motoras (“Deficiente, andabas con muletas: / nunca hubo para mí muchacha más hermosa”); y su muerte provocó un dolor hondísimo en el escritor catalán, que queda aquí reflejado en textos de tan hermosura como desgarro. “No habrá más desamparo ya que el mío”, nos dice.
Joana, “el cuerpo contrahecho / donde aprendí qué era la belleza”, se convierte así en la protagonista lánguida y absoluta de unos versos que intentan coagular el sentimiento de pérdida, la rotura de las brújulas, el vacío existencial que dejó a sus espaldas aquella chica de la que “cuentan que en un intento / de salvarse le dijo te quiero al cirujano”.
Joan Margarit se enfrenta en las postrimerías del libro a la consunción de su hija (“Nunca sabré qué sabes tú de mí, / ni en qué verdad hemos estado juntos, / ni si en ella estaremos para siempre. / No puede ser un mal dolor / si es un dolor que viene desde ti / por este turbio mar. Diciembre: / el último diciembre juntos. / Después, buscar en mí tu voz perdida”), hasta llegar a la súplica (“Y me repito: / morirse todavía es vivir. / De esta invernal mañana, amable y tibia, / por favor, no te vayas, no te vayas”).
Si jamás has perdido a un hijo, la lectura de este libro te inundará los ojos de lágrimas. Y si ese dolor sí que ha lacerado tu existencia, también.

martes, 4 de septiembre de 2018

Escrito en el agua




Termino con agrado el poemario Escrito en el agua, de Justo Jorge Padrón (Lumen, Barcelona, 2000). Había escuchado muchas veces menciones de este autor y me ha gustado la melodiosa dulzura de su dicción. No es que contenga prodigios imborrables para la historia de la literatura (eso sería exagerar), pero se lee con pausa sedante. Muchos de los poemas, después de degustarlos en silencio, los he leído en voz alta; y lo cierto es que suenan estupendamente (por ejemplo, “Amor invicto”). Hay, además, adjetivaciones que me han sorprendido por la paradoja que sugieren (“lento frenesí”, dice en la página 87; “la lenta miseria de los años”, en la 89); y fórmulas que me han sorprendido por su belleza (habla de una mujer “que sería el universo dentro de mí”, en la página 73). Creo que es un poeta al que me interesará visitar en futuras ocasiones.
Anoto, para completar, algunos versos que he subrayado en el libro. “¿Crezco o me disminuyo con las horas que pasan?”. “Me falta lo que no he amado todavía”. “Fuera de ti la vida me da frío”. “Fui viviendo tu piel”. “Sabiéndote invencible en la memoria”. “Todos esos instantes que no pueden ser éste”.

domingo, 2 de septiembre de 2018

El dolor de los demás




Las modas llegan y se van. Algunas nos dejan una huella más memorable, otras son más histriónicas que valiosas; pero todas, sin excepción, cumplen su tarea histórica o estética y luego, agotado su influjo, se aletargan o mueren. Le pasará al actual boom de la novela negra y, también, a la llamada “autoficción”, que es moda vieja pero rebautizada. Objetivamente hablando, da igual que los escritores usen episodios de su propia vida para construir novelas o que las diseñen y edifiquen con materiales ajenos, extraídos de la realidad o de su imaginación, porque lo que interesa a los lectores y a la Historia de la Literatura es que dichas novelas se erijan en textos notables o incluso trascendentes.
Miguel Ángel Hernández Navarro (Murcia, 1977) acaba de publicar en el sello Anagrama El dolor de los demás, cuyo punto de partida es estremecedor y aparece resumido en las dos primeras líneas de la contraportada: “En la Nochebuena de 1995, el mejor amigo de Miguel Ángel Hernández asesinó a su hermana y se quitó la vida saltando por un barranco”. El aroma autobiográfico es tan evidente que no será preciso subrayarlo. Pero lo que sí que conviene subrayar de inmediato es que el autor ha conseguido trascender la etiqueta de la moda y componer una novela de admirable factura, donde son miles las emociones y miles los detalles que dotan al texto de densidad e interés: su descripción de ambientes urbanos y rurales; la fina disección psicológica que lleva a cabo; las reflexiones sobre la fe y la rutina; la crónica misma de su búsqueda de explicaciones.
Situándose en varios planos narrativos y temporales, que va alternando con enorme eficacia, consigue que los lectores participen no solamente de su perplejidad o de su indagación preterida, sino también de su dolor. Porque ahí reside, en mi opinión, lo más acertado y lo más brillante de la novela, siendo toda espectacular: que Miguel Ángel Hernández logra impregnarnos de su tristeza, de su desgarro, de su zozobra. Leemos y somos incapaces de distanciarnos de la historia y de las emociones que la salpican. Por un acto de magia narrativa, sentimos que estamos mirando al autor por encima del hombro, mientras éste escribe; o que lo acompañamos mientras lleva flores a un cementerio, visita dependencias judiciales, toma cerveza en El Yeguas para entrevistarse con alguno de los implicados o camina hasta el borde de un abismo al que lleva muchísimos años sin querer aproximarse.
Algunos lectores, además de los datos biográficos de Miguel Ángel Hernández que figuran en la solapa, sabemos que su esposa se llama Raquel, y que es amigo de Leonardo Cano o Diego Sánchez Aguilar, y que estuvo en Ithaca, pero ocurrirá dentro de un siglo que las personas que tomen el volumen entre sus manos ignorarán si esos datos eran fidedignos, y entonces será cuando no importe la etiqueta de “autoficción”, pues la obra habrá alcanzado el rango que yo, en mayo de 2018, tengo clarísimo: que se trata de una narración sobrecogedora, magistral, pura y memorable. Gracias, Miguel Ángel, por contar. Y lo siento, Miguel Ángel, porque tuvieras este tema para contar.

sábado, 1 de septiembre de 2018

Pura alegría




Lamentaba Jorge Luis Borges, en una de sus páginas memorables, que la historia de don Quijote se hubiera convertido en una ocasión de brindis patriótico, en un objeto de análisis textual, en una pieza de enseñanza arquitectónica. Y recordaba lo que Miguel de Cervantes quiso hacer con su libro: contar una aventura, llena de meandros, filigranas, sonrisas, lágrimas, alborozos y decepciones. Esto es: una novela. Y concluía el argentino que leer no debería ser una obligación, sino una hermosa ocasión para alcanzar la felicidad. Cuando éramos niños nos sumergíamos en las aventuras de los tebeos, en los pasadizos misteriosos donde Los Cinco o Los Siete Secretos descubrían la solución al enigma. Luego nos dejamos ganar por el espeluzno o por la ansiedad en los volúmenes de Agatha Christie, Lovecraft o Edgar Allan Poe. Nos erizamos de pasión y de suspiros en los poemas de Pablo Neruda. Nos hicimos amantes del jazz en las líneas de Cortázar. Nos sentimos cultos y cómplices en los relatos de Jorge Luis Borges. Llenamos los pulmones con la emoción de Kavafis, Antonio Colinas o Brines. Disfrutamos como energúmenos con los parlamentos de Mihura o Laiglesia. Fruncimos el ceño mientras reflexionábamos a Unamuno, Cioran, Nietzsche o Fernando Savater. Teníamos clara la idea más importante de los libros: que uno ha de bañarse en ellos para sentir emociones, para ser, para estar, para vivir…
Antonio Muñoz Molina recupera esa reivindicación de plenitud en esta obra, formada por conferencias, disertaciones y escritos cuyo espíritu se ajusta a la idea central, enunciada arriba: leer es gozar. En esa órbita de íntima celebración, el escritor de Úbeda se dirige a “los que padecemos la dolencia […] de la imaginación” y nos deja ante los ojos sus experiencias con los libros y con la realidad que nos rodea: personas que terminan convirtiéndose en personajes, miradas que aprenden a roturar el alma de las cosas, volúmenes que lo marcaron, autores que se alzan hasta la categoría de imprescindibles... Todo aquí burbujea de amor a la literatura, de sacerdocio lector consagrado a autores predilectos (como Nabokov u Onetti, pero sobre todo a Max Aub, a quien homenajeó en su discurso de ingreso en la Real Academia) y a autores no tan amados (define a Milan Kundera como “un escritor que no me resulta particularmente simpático”), de éxtasis frente a la letra impresa. Cada página está empapada de nombres y de títulos, pero en ningún momento sentimos que se trate de una obra erudita, porque lo que en ella late de extremo a extremo es el fervor, la dicha de haber encontrado durante el camino tantas novelas conmovedoras, tantos relatos emocionantes, tantos versos inolvidables.
Este volumen respira gratitud; y los lectores nos sentimos desde la primera página identificados con el modo en que Antonio Muñoz Molina se prosterna respetuoso ante quienes han llenado su vida de felicidad de tinta. Un libro para celebrar los libros.