domingo, 30 de enero de 2022

Ejemplario

 


La imagen que tengo construida de Medardo Fraile como autor de relatos no es demasiado completa, así que me sumerjo en las páginas de Ejemplario (1979)… que tampoco me termina de aclarar mucho las cosas. El libro, según confiesa el propio autor, pretende ser una antología personal sobre el total de su obra hasta entonces; y es precisamente esa consideración la que me desconcierta (casi diré que me defrauda) más: si estas narraciones constituyen lo que Fraile considera lo más representativo de su producción, entiendo que no es narrador de mi gusto. Ese aire entre lo inconcluso, la pincelada y el carpetovetonismo siempre me ha dejado bastante frío cuando lo he contemplado en un libro.

Creo que “El mar” cobija una buena metáfora; y que “El rescate” (ese cuento en el que un anciano viudo vuelve al pueblo donde lo estafaron y pide limosna hasta que, entre todos y de forma inadvertida, salden la deuda que tienen contraída con él y con el espíritu de su esposa) es una auténtica maravilla.

Lo demás, con todos mis respetos, resulta olvidable.

jueves, 27 de enero de 2022

Stalin debe morir

 


Nos encontramos en Vorkutá, localidad minera que se encuentra dentro del Círculo Polar Ártico, a muchos grados bajo cero, dentro de una celda soviética. En ella se miran dos personas: un hombre (al que se nos presenta en las primeras páginas de la novela con el nombre de Mijaíl Ribakov y después con otro más inquietante) y una mujer (su desdichada esposa, encarcelada en el gulag). Todo lo que ocurre en esa prisión gélida y nauseabunda, incluso su final espeluznante, deja en la mente de los lectores una huella profundísima y se convierte en un punto de inflexión de la obra, que nos permite entender cómo se quiebra el alma del protagonista, quién fue antes de este encuentro y por qué, un tiempo más tarde, lo vemos levantando su pistola en medio de una multitud, dispuesto a dispararla.

En la atractiva novela que acaba de publicar Mario J. Les (que publica Terra Ignota Ediciones y que se titula Stalin debe morir) se nos va contando con sabia lentitud la historia de un hombre que despierta en medio de la calle después de haber perdido la memoria y al que se acusa (lo descubre leyendo un periódico, en el que se estampa su fotografía) de un intento de magnicidio. Sin que él lo sepa, todo el aparato de la represión soviética (la temible y sanguinaria Lubianka) se concentra en la tarea de localizarlo, porque Stalin se encuentra a punto de firmar un importante acuerdo con la Alemania nazi y no puede permitirse ofrecer de cara al exterior ningún signo de debilidad. Para escapar del peligro, el desorientado Mijaíl cuenta con la ayuda de una niña española (enviada a la URSS cuando la derrota de los republicanos españoles es casi un hecho), de una fotógrafa del diario Pravda, de su cuñado Oleg y de algún otro personaje. Pero tendrá que ser cauteloso y no confiar en ninguno de ellos, porque al naufragio de su memoria se une el descubrimiento paulatino de que nadie es quien dice ser. Absolutamente nadie. Todos los que se han ido aproximando a Mijaíl (si es que en verdad se llama Mijaíl) esconden una personalidad secreta; y, en esas condiciones, no resulta fácil determinar por qué lo ayudan, para qué lo necesitan, qué pretenden conseguir de él.

Narrador habilidoso y con potentes recursos, el novelista navarro se propone la magia que anhela todo novelista: que resulte imposible abandonar el libro una vez iniciado. Y para lograr su propósito va alternando con buen pulso escenas de alta tensión donde la violencia, la ternura, el enigma y la política soviética mezclan sus hilos maravillosamente. Es difícil que nadie se sienta defraudado con estas cuatrocientas páginas de acción y pasión. Compruébenlo.

miércoles, 26 de enero de 2022

Conversaciones con R. J. Sender

 


No he sido, hasta ahora, gran lector de Ramón J. Sender. Si la memoria no me traiciona, me paseé por las páginas de Réquiem por un campesino español, por La tesis de Nancy y quizá por uno o dos títulos más, que ahora no logro recordar. Exploración, sin duda, insuficiente, porque de los dos volúmenes indicados arriba guardo una imagen positiva. Ahora, quizá para complementar (o quizá para que se me activen de nuevo las ganas de leer a este autor), dedico una tarde lenta y con café caliente al inteligente libro de charlas y entrevistas que el profesor Marcelino C. Peñuelas publicó con el título de Conversaciones con Ramón J. Sender (Magisterio Español, 1982). Y la conclusión es inmediata: qué gusto da asistir como voyeur al diálogo entre personas amenas y cultivadas. Bombardeado (como casi todo el mundo actualmente) por tertulias-gallinero, oraciones de rango tartamudo y parlamentos tan huecos como previsibles (en boca de actores, políticos o futbolistas, tanto da), encontrarse con un torneo de inteligencias es hallazgo felicísimo, que se agradece sobremanera.

Así que haré dos cosas: la primera, apuntarme en la agenda que no me vendría mal refrescar mi lectura de este autor aragonés (quizá comenzando por las dos novelas que apunté antes, y que no figuran en este Librario íntimo por haberlas efectuado en la juventud); la segunda, copiar en esta página las frases que he subrayado en el tomo, las cuales no dan cuenta exhaustiva de todos sus primores, pero sirven para mostrar la riqueza de la obra.

“Estamos en un nivel de civilización que hace innecesaria la guerra como solución”. “Ser hombre es un compromiso y una obligación terrible”. “En todo verdadero artista hay un problema de esquizofrenia. Hay que destruirla por el análisis”. “Un novelista o un poeta no deben tratar de resolver nada”. “En general, los críticos no suelen entender la obra de arte de sus contemporáneos. Sólo saben hablar de la generación anterior porque ya está todo clasificado y academizado. Es decir, miserabilizado y esterilizado”. “Unamuno creía que todo lo que salía de su pluma sin retoques debía ser publicado. Y publicaba cada idiotez que daba vergüenza leerlo”. “El poeta lírico es un cazador que casi nunca da en el blanco. Pero el disparo levanta cerca un ave de colores que es más hermosa que el blanco al que había disparado”. “La ciencia se equivoca y el arte no se equivoca nunca”. “Hay sólo dos maneras de librarse de uno de sí mismo, que son el amor y el arte”.

Sí, definitivamente tengo que leer más a Sender.

lunes, 24 de enero de 2022

Fármaco

 


Creo que resulta muy complicado (quizá imposible) tejer una reseña sobre el libro Fármaco, de Almudena Sánchez. Al menos, en el sentido tradicional del que esa palabra y esa actividad suelen revestirse: un análisis y una valoración sobre la obra que se ciña a sus aspectos literarios. Yo me confieso impotente para hacerlo. Y no porque la obra resulte quebradiza o defectuosa (al contrario, es magnífica y está bellamente redactada), sino porque es evidente que desborda el concepto de libro para convertirse en otra cosa: una mano tendida, una camisa abierta, unos ojos que te miran con lágrimas, una barbilla rozada por la manta en el sofá. Es una confesión, un vademécum de grutas, la crónica neblinosa de un tiempo aciago y, sobre todo, el desgarrado dietario de una mujer valiente, que nos explica lo que sintió durante la época angustiosa de su depresión. El resultado de ese esfuerzo titánico es un libro honesto, aguerrido, de búsqueda reflexiva (o de búsqueda en reflexivo, si ustedes prefieren). Un libro que tiene mucho de electroencefalograma y de electrocardiograma (dos palabras largas y feas para un dolor largo y feo). Un libro que sobrecoge. Una navegación valerosa, entrañada y entrañable en la que se nos invita a caminar por el interior de la escritora, de la persona, del ser desvalido.

En ese viaje a pie, silencioso y lleno de respeto, vemos a la niña cuyo pie se quedó atascado en el mecanismo de su bicicleta; a la niña que fue siempre mirada como una mallorquina “impura” por los talibanes de la genética; a la muchacha que sufrió una extirpación íntima en el quirófano; a la joven que se vio hundida en la fosa hondísima de la depresión y que necesitó manos, voces, pastillas, frutas de su tía Antonina y libros (“Los libros son mi antibiótico”, nos dice en la página 38) para salir trabajosamente de ella.

La depresión (nos dice en la página 24) “es la enfermedad más grande, invisible, inesperada, destructiva, egoísta, insana, paranoica, desaliñada, mugrienta y tendenciosa que he tenido”. La depresión (nos completa en la página 34) “es la enfermedad más inhóspita, sádica, repetitiva, pegajosa, tiránica, inmaterial y diabólica que he tenido”. Repásese con lentitud la lista de adjetivos y quizá nos acerquemos al borde de su caída vertiginosa y continua, que la autora nos resume, a veces, con cierto cargo de conciencia (“Sé que lo que cuento es una locura. Estoy encerrada en casa por eso. Sé que este párrafo no debería publicarse. Sé que no hago bien a nadie escribiéndolo. Sé que lo escribo con los ojos tapiados. Sé que es digno de ser lanzado desde una azotea. Lo dejo escrito aquí, no obstante, porque es lo que se piensa con la depresión, todo el rato”, página 119).

He dicho al principio que Almudena Sánchez se abre la camisa para mostrarnos su dolor, y he dicho mal: se abre la piel, para que contemplemos su interior y nos aproximemos (aunque sea tangencialmente) al pozo de sus heridas, de sus escozores, de sus lágrimas, de su pantano íntimo. Fármaco es un libro durísimo, que las personas que no hemos atravesado una depresión no podemos entender. Es así de terrible y así de humilde. Podemos leerlo, estudiarlo, sentirlo… pero no estamos en disposición de “entenderlo”. Por fortuna, aprendemos en sus páginas la lección de la paciencia y del acompañamiento incondicional. Que no es poco. Me pongo en pie y asiento con respeto: no me salen más palabras.

domingo, 23 de enero de 2022

Medusa

 


Se llamaba Karl Gustav Friedrich Prohaska y fue el pintor (pero sobre todo el cineasta y fotógrafo) que dio cuenta, desde el Ministerio para la Ilustración Pública y Propaganda (el aparato propagandístico del partido nazi alemán), de las atrocidades que se perpetraron en Kovno o Dachau: los prisioneros a los que se sometió a tortura o experimentos inimaginables, los infelices a los que se metió en cámaras de presión hasta que les estalló la cabeza, las ejecuciones de docenas personas en cadena… De todo recibió en sus ojos a través de la lente, y todo nos lo dejó grabado. Después, haría lo mismo en Nicaragua o en Hiroshima. Testigo de las más abyectas brutalidades del siglo XX, Prohaska se aplicó a la tarea meticulosa de dibujarlas, fotografiarlas o incluirlas en películas. Y ese material, junto al misterio de su personalidad (se negó a dejar imágenes suyas e incluso prohibió a su único amigo, Jacob Stelenski, que contara jamás cómo era él físicamente), han intrigado durante dos décadas a Ricardo Menéndez Salmón, que le ha consagrado su libro Medusa, un volumen lleno de rastreos, interrogantes, suposiciones y documentación con el que nos convierte en cómplices de su perplejidad, en compañeros de su zozobra.

¿Quién fue realmente Prohaska? ¿Un juez, un testigo, un notario, un engendro? Dejaré que sea el propio escritor gijonés el que nos explique su desasosiego: “¿Cómo amar a un hombre que no sólo estuvo del lado del Monstruo, sino que, consciente y fielmente, alimentó su imaginario? ¿Se puede defender la obra de alguien que filmó ejecuciones con tiros en la sien, ahorcamientos de niños de ocho años, vivisecciones en embarazadas, inmersiones en tanques de agua helada o amputaciones sin anestesia para investigar los umbrales del dolor, y que hizo todo eso sin emitir una queja? ¿Puede haber piedad, comprensión, afecto para alguien que, como el ojo divino, se conformó con dejar al libre albedrío de los demás las consecuencias de sus actos? ¿Merece la obra de Prohaska el espacio de un museo o sólo es la actividad forense de un voyeur sin escrúpulos, que debería haber colgado del palo más alto de la ciudad de Núremberg?” (p.66). Así es, en efecto: todas las preguntas son pertinentes y no pueden ser respondidas con sencillez. Las sombras que rodean a Prohaska son tan tumultuosas, tan densas, que resulta tarea imposible disiparlas para que la luz penetre en el personaje: niño con padre muerto en la guerra, con madre que lo despreciaba, sin amigos, sin afán alguno de notoriedad personal, hermano de un suicida, solitario y silencioso... Quizá por eso, casi al final de este magnífico libro, el autor admita con naturalidad que “es imposible no apiadarse de Prohaska y no sentir asco ante él. Experimentar devoción y a la vez repugnancia por su trabajo. Compadecerlo y, al mismo tiempo, denigrarlo. Admirar sus logros como artista y dudar de sus bondades como hombre” (p.137).

No tengan ninguna duda: si deciden adentrarse en este libro se sentirán rotos por dentro, pero no podrán abandonar sus páginas, porque la prosa de Ricardo Menéndez Salmón es excelsa; su forma de construir el relato, admirable; y la recreación de la muerte del protagonista, magnética y sobrecogedora.

Otro de los autores a los que quiero leer enteros y siempre.

viernes, 21 de enero de 2022

Viaje griego

 


El poemario Viaje griego, de Santiago Delgado, está en mi biblioteca desde que lo adquirí en la presentación de la obra, que tuvo lugar en el museo Ramón Gaya de Murcia el día 24 de febrero de 2005, según apunté a lápiz en su interior. Al frente del volumen se observa el dibujo de una cabeza de Apolo, tomada del natural en el templo de Zeus (Olimpia) por la mujer del escritor, Aurora Gil Bohórquez. Santiago demostraba una vez más que era (y que sigue siendo) un inquieto y constante viajero, que en cada aventura que emprende se trae el corazón y los ojos llenos de diapositivas (en prosa y en verso) para trasladarlas al papel y que sus lectores podamos compartir las maravillas que ha visto.

La historia de Agamenón, el viejo rey de Micenas y de Argos, es bien conocida. Tras haber dado muerte a Tántalo, se casa con su viuda, Clitemnestra, quien concibe para él cuatro hijos, entre ellos Orestes e Ifigenia. Para atraerse la ayuda de los dioses en la campaña contra Troya, el brutal Agamenón ofrece la vida de su hija Ifigenia a los dioses; y luego parte al combate. Clitemnestra, airada, toma entonces como amante a Egisto, mientras que su esposo, para mitigar los ardores de su cuerpo mientras dura la campaña militar, se une a Casandra, teniendo también varios hijos con ella. Vuelto a la patria por fin, la dolida Clitemnestra y el ambicioso Egisto se confabulan para matar al viejo rey. Partiendo de esa historia mitológica, Santiago Delgado concibe un acercamiento muy interesante al tema, en el que Borges y Freud se alían, y al que pone como título “El viento del sur visita a Agamenón”: el monarca está dándose un baño tibio y, tras él, se dirige a su cama, donde observa con indecible estupor su propio cuerpo degollado. Mientras tanto, los recientes asesinos se preguntan cómo deshacerse del cadáver. El viento del sur, descubierto todo, se lleva el espíritu de Agamenón al Hades. Asombra que, en un poema no demasiado largo (55 versos), burbujee una polimetría tan notoria: el lector puede encontrar allí versos de 4, 5, 6, 7, 8, 9, 10, 11, 12, 13 y 14 sílabas. Toda una escalera cromática y musical que dota al texto de enorme frescura y de ágiles variaciones.

“Mystras” nos traslada volando hasta las ruinas de la fortaleza bizantina de Kastro, en el monte Mystras (Peloponeso), cuyas formas son cantadas de manera humilde por el autor. Santiago recuerda sobre todo la lenta majestad minuciosa con la que la lluvia empapó a todos los amigos que, aquella jornada, subieron por sus laderas húmedas.

“Atenas, 1687” dibuja un escenario más torturado y más simbólico. Se nos habla del ataque que Venecia lanzó contra Atenas durante el año consignado en el título. Un obús impactó lastimosamente sobre un depósito de pólvora turca, y la explosión que sobrevino dañó la estructura del Partenón. Al mando de las tropas venecianas se encontraba Francesco Morosini, que luego se convertiría en el dogo 108 de la república un año después, y al que se le tributarían altísimos honores en el senado veneciano por sus méritos de guerra. El autor del poema, lejos de entrar en cuestiones políticas o en lamentaciones culturales, elige un modo originalísimo de enfrentarse a la cuestión: analiza los pormenores del ataque (un general italiano al mando, un cañón francés fabricado con hierro alemán, etc) y concluye que, en realidad, se trató de un suicidio histórico. La interpretación, como bien se puede observar, no puede ser más ingeniosa.

“Proporción” es una sutil denuncia de la soberbia humana, que creyendo alzarse revela su verdadera condición podre y estulta.

“Comida en Loutro-Elenis” supone una celebración entre amigos, regada por conversaciones inteligentes y auxiliada por un entorno paradisíaco, que sirve como muestra (muestra perdurable en la memoria, además) de que la vida fue hermosa. Y que mereció la pena vivirla.

“Nocturno” celebra una noche en Olimpia, con intenso aroma a alhábegas, que cristaliza en un poema deliciosamente construido sobre el rumor de la rima asonante.

“El mar en Egina” nos muestra al poeta tomándose un ouzo (un licor que se elabora a base de uvas maduradas y anís) mientras contempla el mar. Siente de forma intensa la plenitud de estarse callado, simplemente dejando que sus sentidos se embriaguen. Y lo inteligente de Santiago Delgado es que anuda y pone en juego los cinco sentidos en su poema: la vista (los colores del mar y del puerto), el oído (el rumor de idiomas que coloniza el lugar), el tacto (el suave y pequeño recipiente que contiene el licor), el gusto (el sabor delicioso del ouzo) y el olfato (la citada bebida huele hondamente a regaliz).

“Azul” nos lleva a la conclusión de que es “el color de los dioses” (XV). Eso explica que, si revisamos el cromatismo del volumen, advirtamos que el azul es sin duda el color predominante, con siete menciones, seguido a mucha distancia por el negro, con tres.

“Delfos” nos hace viajar en barco hacia Brindisi, lo que sirve al autor para dibujar un poema juguetón, eslabonado sobre asonancias musicales.

“Transbordador en Naufpaktós” es un hermoso poema dedicado a la ilusión engañosa en la que creyó vivir Cervantes tras la batalla de Lepanto, que es interpretada aquí como un mero episodio de lucha económica. Santiago Delgado lo certifica en una nota a pie de página: “El hidalgo de Alcalá creyó haber luchado por su fe, y, en realidad, lo estaba haciendo para afianzar un mercado” (XVIII). Esta interpretación añade a la figura del escritor una pátina de congoja, pues barniza su entusiasmo con el triste esmalte de la credulidad.

Y “Ante unas ruinas griegas” nos ofrece la imagen del autor que, mientras contempla fragmentos de metopas, triglifos, columnas y basas, llega a la conclusión de que, si esos templos y palacios fueran reconstruidos y conservaran su antigua forma, no les otorgaríamos la admiración que sí les tributamos, gozosamente, en su forma erosionada y maltrecha. Y todo ello en un poema de los más ágiles y rítmicos del tomo, con dobles consonancias poderosas.

Ya conocen ustedes mi debilidad por este escritor, así que no les digo más, salvo invitarles a que entren en el mar lírico de Santiago Delgado: me agradecerán el consejo.

miércoles, 19 de enero de 2022

La contadora de películas



“Descubrí que a toda la gente le gusta que le cuenten historias. Quieren salirse por un momento de la realidad y vivir esos mundos de ficción de las películas, de los radioteatros, de las novelas. Incluso les gusta que les cuenten mentiras, si esas mentiras están bien contadas. De ahí el éxito de los estafadores hábiles en el habla. Sin pensarlo siquiera, yo había llegado a convertirme para ellos en una hacedora de ilusiones”. Quien así habla en la página 88 de este libro es María Margarita, una adolescente pampina que fue bautizada así por su padre, un enamorado de la actriz Marilyn Monroe. En el salitral donde vive la familia (que se encuentra originalmente formada por un matrimonio y sus cinco hijos) no hay más diversión posible que el cine, a cuyas sesiones acuden felices y endomingados todas las semanas. Pero un accidente que deja al padre inmovilizado de cintura para abajo ocasionará un terremoto de cambios: la madre los abandonará, la paga queda reducida a una pensión escuchimizada y la asistencia al cine tendrá que verse reducida a uno solo de los miembros de la familia, que se compromete luego a contar al resto, con pelos y señales, la película. Y será María Margarita quien ostente ese privilegio, que irá perfeccionando con vestidos, bailes y canciones, para convertirse en el pobre pero ilusionado espectáculo andante que alegre la vida a los demás.

Con ese planteamiento, el chileno Hernán Rivera Letelier construye una novela bellísima, melancólica, imposible de abandonar cuando se han leído las primeras cuatro o cinco páginas, y que retrata con ternura, con magnético ritmo y con un realismo a veces crudo la vida en la Oficina, el lugar desértico donde un grupo de personas encuentran en la ilusión narrativa (creada o escuchada) su excusa para seguir vivos, para mantenerse firmes en un clima y en un tiempo difíciles, mientras la pobreza, la usura, la explotación, la mezquindad o el fracaso de las ilusiones se abaten constantes sobre los protagonistas.

El inicio de la novela, impresionante. El final, inmejorable. Lo que se encuentra entre ambos, embriagador. Hacía bastante tiempo que no leía un libro que me impresionara así.

martes, 18 de enero de 2022

Hervaciana

 


Resulta evidente que la infancia constituye un reino que jamás se pierde del todo. Nos lo rescatan y mantienen vivo las fotografías, los vídeos y, sobre todo, aquellos recuerdos que se fijan a la memoria en forma de caras, lugares y situaciones que el paso del tiempo, pese a su condición de rodillo, jamás consigue destruir. En su libro Hervaciana, el extremeño Gonzalo Hidalgo Bayal explora el territorio de su ayer en el colegio de San Hervacio, donde permaneció interno mientras cursaba el bachillerato. Allí conoció a un grupo de chicos de su edad, con algunos de los cuales ha seguido manteniendo contacto y con otros que la vida le ha ido alejando con su eficacia implacable. Conectando el pasado y el presente, conocemos a Adames (que escribía unos versos bellísimos, pero que luego no llegó a publicar libro alguno), a Pastor (que sufrió la triste humillación de que ninguno de sus compañeros lo votase para pertenecer a su grupo), a Buendía (acusado de haber perpetrado un robo que seguramente no cometió), a Viñas (inteligente pero sin ambiciones académicas), a Calderón (atleta perfecto y estudiante perfecto, que gozaba de una popularidad tan elevada como su jactancia y su actitud chulesca), a Zamora (que se confesó autor, sin serlo, de una pintada bochornosa contra el padre prefecto), a Escudero (un idealista de izquierdas al que vida derrotó con su gris rotundidad inamovible), a Isidora (un amor imposible de juventud, que le fue arrebatada por un antiguo compañero de estudios y dejándole un dilatado poso de melancolía), al joven profesor de griego al que terminaron expulsando del colegio, a Saturnino (el portero retrasado)…

Las historias que va recordando Hidalgo Bayal son deliciosas, tiernas, irritantes, dulces o terribles, dependiendo del caso; pero todas están redactadas (marca de la casa) con una prosa inmaculada, un ritmo perfecto y un manejo inigualable del léxico, que combina lo culto y lo popular con auténtica maestría. Qué gusto da leer a quienes saben escribir. Y el escritor de Higuera de Albalat, desde luego, sabe.

lunes, 17 de enero de 2022

Bohemia

 


Dedico una tarde a pasear por los cuentos que Azorín reunió en su breve tomo Bohemia, del año 1897. En ellos nos encontramos con una serie de propuestas en las que el humor, la melancolía y el amor a la literatura mezclan sus caudales en diferentes dosis, para verterse en ocho pequeños relatos con la inconfundible marca azoriniana (frases cortas, adjetivaciones abundantes, paisajismo). A veces, dominará un cierto humor amargo, como el que alienta en “Fragmentos de un diario” (un literato-periodista que no tiene apenas para comer y que, tras sufrir un desvanecimiento por inanición, tiene que ver cómo los demás atribuyen su desmayo a una borrachera); a veces, se centra en la llorosa situación de una mujer que, tras ser abandonada por su marido y haber criado sola a su hija, ve cómo el desnaturalizado padre la reclama años después (“La ley”); o nos conmoverá con el trabajoso suicidio de un paralítico que se siente un estorbo para su familia (“Una vida”); o hará que nos llegue la tristeza cuando conozcamos la historia de ese aspirante a escritor que, obsesionado con la idea de escribir un libro sobre los colores y formas del entorno, nunca encuentra el impulso ni el momento para ponerse a la tarea (“Paisajes”).

Pero quizá la historia más sorprendente (y también, creo, la que más se escapa de sus temáticas habituales) es la que lleva por título “Una mujer”. Apenas tres personajes intervienen con voz: el propietario de una funeraria, su esposa y el amante de ella. Durante todo el relato los protagonistas son los dos últimos, que se pierden en deliquios amorosos y en mimitos constantes… hasta que el marido regresa y el infortunado amante se ve obligado a esconderse en un ataúd, para no ser descubierto. ¿Advertirá el esposo la estratagema o conseguirán los amantes salir indemnes de la embarazosa situación? Azorín, habilísimo, nos ofrecerá una conclusión asombrosa, que ningún lector podría haber esperado.

domingo, 16 de enero de 2022

Prosas apátridas

 


Me aproximo por primera vez a un libro de Julio Ramón Ribeyro y me alegra la decisión de haber elegido estas Prosas apátridas, un conjunto de anotaciones que suponen reflexiones interesantísimas sobre la vida, la literatura, el ser humano, la música, el amor o el fracaso. Textos que el autor reunió en este tomo para “salvarlos del aislamiento, dotarlos de un espacio común y permitirles existir gracias a la contigüidad y al número”. Me encanta poder decir que buceando en ellos me he encontrado con un hombre inteligente, de gran agudeza filosófica y de fino trazo estilístico, que ha conseguido que alborote los márgenes de las páginas con asteriscos, exclamaciones y flechas laudatorias. Peruano y parisino, intelectual y esposo, paseante y empleado, melómano y ser abatido, fumador y padre, Ribeyro me ha convencido de la necesidad de acudir a otros volúmenes suyos, para ver si en sus cuentos y novelas despliega el mismo encanto que he podido encontrar en este tomo delicioso.

Y como más obran quintaesencias que fárragos (Gracián dixit), me ahorraré la tarea de ir explicando sus reflexiones y dejaré que, simplemente (brillantemente), sea su voz la que llene esta reseña: es el mejor modo de rendirle homenaje. Si se encuentran dispuestos a soportar una avalancha torrencial de inteligencia, pasen a la enumeración:

“¿Por qué dentro de cien años se seguirá leyendo a Quevedo y no a Jean-Paul Sartre? ¿Por qué a François Villon y no a Carlos Fuentes? ¿Qué cosa hay que poner en una obra para durar? Diríase que la obra literaria es una lotería y la perduración artística un enigma. Y a pesar de ello se sigue escribiendo, publicando, leyendo, glosando”. “Conocer el cuerpo de una mujer es una tarea tan lenta y encomiable como aprender una lengua muerta”. “El cuerpo de una mujer no tiene puertas, como el mar”. “La locura en muchos casos no consiste en carecer de razón, sino en querer llevar la razón que uno tiene hasta sus últimas consecuencias”. “Lo terrible sería que después de tantas búsquedas se llegue a la conclusión de que la historia es un juego sin reglas o, lo que sería peor, un juego cuyas reglas se inventan a medida que se juega y que al final son impuestas por el vencedor”. “La cultura no es un almacén de autores leídos, sino una forma de razonar. Un hombre culto que cita mucho es un incivilizado”. “Cada amigo es dueño de una gaveta escondida de nuestro ser, de la cual sólo él tiene llave e, ido el amigo, la gaveta queda para siempre cerrada”. “La muerte de un niño es un despilfarro de la naturaleza, la de un adulto el precio que se paga por un bien que se disfrutó”. “Para un padre, el calendario más veraz es su propio hijo. En él, más que en espejos o almanaques, tomamos conciencia de nuestro transcurrir y registramos los síntomas de nuestro deterioro”. “La información no tiene ningún sentido si no está gobernada por la formación”. “Nunca sabremos qué música era la que guardábamos”. “Las grandes obras de la creación humana, sean libros sagrados, poemas épicos, catedrales o ciudades, son anónimas. Lo importante no es que Leonardo haya producido La Gioconda sino que la especie haya producido a Leonardo”. “Nada me incomoda más que el ser tomado alguna vez como modelo de estoicismo. O como modelo de cualquier cosa”. “La mayor parte de nuestros actos son inútiles, estériles. Nuestra vida está tejida con esa trama gris y sin relieve y sólo aquí y allá surge de pronto una flor, una figura. Quizás nuestros únicos actos valiosos y fecundos han sido las palabras tiernas que alguna vez pronunciamos, algún gesto de arrojo que tuvimos, una caricia distraída, las horas empleadas en leer o escribir un libro. Y nada más”. “Vivir habrá sido para mí enfrentarme a un juego cuyas reglas se me escaparon y en consecuencia no haber encontrado la solución del acertijo. Por ello, lo que he escrito ha sido una tentativa para ordenar la vida y explicármela, tentativa vana que culminó en la elaboración de un inventario de enigmas”.

sábado, 15 de enero de 2022

El Estadio de Mármol


No tengo el menor problema en confesar en esta página (ni en ningún sitio) mis debilidades literarias, tanto positivas (Muñoz Molina, Cortázar, Borges, Pascual García, Delibes) como negativas (Mishima, Hemingway, Duras, Mendicutti). Y, desde luego, Juan Bonilla forma parte del primer grupo. Es un autor al que, tanto en su vertiente cuentística como en la novelística, he leído con creciente aplauso.

Ahora, cuando releo El Estadio de Mármol, descubro que mi admiración no sufre merma con el paso del tiempo. Al contrario. Tras bucear por este océano lleno de oyentes nocturnos de radio, estudiantes presuntamente geniales que alcanzaron notoriedad literaria plagiando relatos casi desconocidos, mujeres que se aferran al asombroso ejercicio de imaginar que su hijo muerto sigue con vida, jóvenes que se enamoran arrebatada y fervorosamente de su hermana, orgasmos que ocasionan transmigraciones anímicas, hombres que buscan a su expareja para pedirle un favor que afectará a la vida de su actual hijo, ingenieros que descubren cómo el vitíligo comienza a trastocar su vida o adolescentes que descubren con hondísimo horror que un muchacho de su mismo sexo las produce excitación, me doy cuenta de que la magia narrativa del jerezano no se agota en la primera lectura, sino que se mantiene incluso después, porque en el segundo paseo te das cuenta de cierta adjetivación que se te pasó por alto la primera vez, de un guiño humorístico que quizá ahora te hace más gracia o de la contundencia magistral con la que conduce las tramas y los devenires de sus personajes.

No sería descabellado reseñar en mi blog, durante los próximos años, todos los libros de Juan Bonilla.

viernes, 14 de enero de 2022

Poemas de Tristia

 


Los Reyes Magos me regalaron hace unos días el volumen donde se reúne la Poesía Completa de Luis García Montero, y ayer aproveché la tarde para leer el primer libro que contiene. Se trata de los poemas que el autor aportó al tomo Tristia (1982), escrito en colaboración con Álvaro Salvador, y que ahora conforman los Poemas de Tristia en esta edición prologada por José-Carlos Mainer y epilogada por Antonio Jiménez Millán.

Es un conjunto de textos no muy largo (veintinueve páginas en total), que leí en una hora; y que, después de tomarme un café, releí en otra hora.

Bueno, ya puedo decir que he leído un poemario de Luis García Montero.

jueves, 13 de enero de 2022

Las lágrimas de San Lorenzo


Un padre acompaña a su hijo durante la noche de San Lorenzo para contemplar juntos la lluvia de estrellas. Ese hijo, en su juventud, asiste al mismo espectáculo con sus amigos en la isla de Ibiza. Ahora, instalado en el medio siglo, repite la ceremonia con su hijo Pedro. Son tres momentos de una cadena que imaginamos más antigua (su abuelo ya había mostrado a su padre el mismo fenómeno de luz y magia) y más proyectiva (no es delirante imaginar que Pedro se convertirá en el futuro padre que prolongará la ceremonia). Con esa disposición tan sencilla, tan evocadora y tan sublime, el leonés Julio Llamazares nos invita a reflexionar sobre los misterios de la vida humana, sobre el fluir del tiempo y sobre nuestra forma de instalarnos en el mundo y en el devenir. Animales anónimos y caducos, los seres humanos nos protegemos de la zozobra del tiempo aferrándonos a ritos y metáforas que nos ayuden a situarnos: la contemplación cíclica de una lluvia de estrellas puede funcionar bien como anclaje. Pero cuidado, porque Llamazares nos desliza una afirmación inquietante en la página 169: “Las lágrimas de San Lorenzo no son sólo una metáfora del tiempo. Son sobre todo la prueba de que la vida es apenas una luz en las tinieblas de un universo infinito”.

Contemplar esa lluvia celeste tiene mucho de reflexión, de balance, de agenda emocional. Quizá por eso todos los capítulos de esta novela se titulan del mismo modo (“Otra…”), y en cada uno nos relata un pesar, un dolor, una tristeza, un fracaso, una melancolía: el tío que desapareció durante la guerra civil, el hermano que se mató en un absurdo accidente de moto, el fracaso de su matrimonio, las vivencias por universidades de toda Europa, la búsqueda infructuosa de la felicidad definitiva. O sea, que cada secuencia narrativa es otra lágrima de San Lorenzo. Como es fácil constatar, se trata de un mecanismo tan sencillo y tan ingenioso como trascendente. Observar el cielo en silencio y recordar, reordenar, comprender que somos luz y oscuridad, presente y olvido, posibilidad y negrura. Que somos lágrimas de San Lorenzo o, quizá, del replicante Roy Batty.

Es difícil no emocionarse con esta obra.

miércoles, 12 de enero de 2022

Juro no decir nunca la verdad

 


No resisto la tentación y, para iniciar el año 2022 con una prosa que me encanta y me enseña, recorro las páginas de Juro no decir nunca la verdad, el volumen donde se reúnen los artículos de prensa que Javier Marías publicó durante 2013 y 2014 en El País Semanal. Como siempre, maravilloso: por los temas que aborda y por la resolución literaria de los mismos. Es fácil imaginarse al autor madrileño, con un cigarrillo en la mano y rodeado por el silencio de su despacho, opinando sobre los asuntos que la “actualidad” va depositando a su alrededor, como una marea continua: la utilización abusiva y discrecional que se hace de los indultos en España, por parte de todos los gobiernos de la democracia, que suponen la excarcelación de medio millar de presos anualmente; la discrepancia con unas declaraciones de Antonio Muñoz Molina, en las que éste señalaba que no hubo intelectuales señalando la corrupción y la monstruosidad de los pelotazos urbanísticos: los hubo, y el propio Marías se incluye; la soberbia de los políticos, que se han atrincherado en sus opiniones y jamás aceptan la menor crítica, ni escuchan a nadie; la susceptibilidad belicosa de la inmensa mayoría de personas, que sienten su finísima piel herida por cualquier menudencia, aunque provenga de broma o de imbecilidad; la deriva totalitaria de algunos gobiernos europeos (incluido el del PP en España), que los lleva a urdir leyes represivas cuyo espíritu vulnera de hecho los cauces de la democracia; la iniquidad desconsiderada y egoísta que supone la piratería intelectual, porque escritores, músicos y otros artistas dejan de ganar lo que legítimamente les corresponde, con la connivencia de las empresas de telefonía, que venden banda ancha para que se puedan “descargar gratis” los productos (es decir, que los inicuos piratas pagan a las telefonías en lugar de hacerlo a los autores)…

Insisto en la idea que alguna vez he expuesto ya en mis anteriores aproximaciones a los artículos de Marías: se puede estar de desacuerdo con alguno de ellos (o con varios), evidentemente, pero no hay manera honrada y objetiva de negarle la elegancia o el rigor del análisis que efectúa. Quizá por eso lo frecuento tanto. En un mundo cafre, ineducado y agresivo, su constante lección de sentido común me llena de aire fresco los pulmones y me transmite un rayo de esperanza.

lunes, 10 de enero de 2022

Diario de un destello

 


No resulta extraño que este Diario de un destello mereciese un accésit del premio Adonáis en el año 2005, porque la brillantez de sus propuestas líricas es más que ostensible. En sus páginas, la poeta Raquel Lanseros nos va guiando a través de reflexiones sobre el amor (“El corazón tiene forma de río. / Toda la vida está desembocando / en alguna otra parte”), sobre los esfuerzos que realizamos en nuestro vivir y las mutaciones de nuestro carácter (“Aunque he cambiado mucho de color / sigo siendo camaleón y no rama”), sobre la triste ceremonia del adiós (“Yo nunca resistí las despedidas / con su mezcla de muerte y precipicio”), sobre la necesidad íntima de mantener el entusiasmo vital (el poema “Invocación” es magnífico y significativo, del primero al último de sus versos) o sobre las mujeres que, engañadas o llenas de esperanza a lo largo de la Historia, han luchado siempre por encontrar su sitio en el mundo.

Hábil y sensible, la voz de la escritora andaluza va modulando ritmos y emociones para conducirnos por los senderos donde habitan la esperanza, la melancolía, la lucidez o la entrega, que ella convierte en tinta.

Cuando Raquel Lanseros acaricia las palabras, el poema ronronea como un gatito agradecido; y los versos entregan su música más alta; y cada página brilla como un diamante golpeado por la luz en una sala de espejos. Si no han buceado en uno de sus libros quizá deberían hacerlo.


domingo, 9 de enero de 2022

Ligeros libertinajes sabáticos

 


No he tenido demasiada suerte en mi primera aproximación a la narrativa de la barcelonesa Mercedes Abad: sus Ligeros libertinajes sabáticos me han parecido bien titulados (sin duda son ligeros y más bien parecen una actividad sabática), pero quizá no tan bien redactados (es raro que no haya subrayado ningún primor literario en una obra presuntamente brillante, con lo que a mí me gusta aplaudir con los rotuladores).

Acudí a la obra porque me apetecía comprobar la calidad de un libro que fue galardonado con el VIII premio La Sonrisa Vertical (1986); y la experiencia no ha sido todo lo gratificante que yo esperaba: ni en el sentido estilístico ni en ningún otro. Es verdad que hay humor en la obra (hombres que se masturban con una tarta o que se dejan asfixiar por las nalgas de una mujer mastodóntica, mientras le practican sexo oral; mujeres que fallecen por el juego vaginal con un escorpión o una botella de champán; degustación de pinchos donde el palo es un falo; etc), y que algunas escenas resultan excitantes. Pero el resultado global es un volumen con demasiados altibajos, donde he perseguido sin éxito la localización de perlas literarias y que, al final, me ha dejado la sensación de haber perdido unas horas de lectura bastante tontas.

¿Probaré con otra obra de Abad? No lo descarto: lo que se escribe cuando se tienen veintipocos años no constituye siempre una muestra representativa del talento literario de una persona. Quizá busque una obra más madura. Ya veremos.

viernes, 7 de enero de 2022

Julio Cortázar y Cris

 


Sólo faltaría que a un libro-cronopio, a un libro-Cris, le hiciera yo una reseña seria y erudita. Jamás de los jamases. Creo que Julio (allá donde esté) y la propia Cristina (acá donde esté) me iban a mandar a la soberana mierda, mientras de fondo se deshilachaba el humo de sus cigarros por encima de un disco de Ray Charles. O sea, que no. Lo único importante es que en estas páginas la uruguaya le habla al argentino, y atiende a sus respuestas, y yo los escucho a ambos, y ahora ustedes (amables) me escuchan a mí. De esa forma, dale nomás. Si ustedes se adentran como he hecho yo en el libro podrán descubrir que a ambos les chiflaba escribir cartas; que ambos sentían adoración por los dinosaurios; que Julio no murió de cáncer (como tan aplicadamente se ha dicho), sino de otra dolencia mucho más moderna; que disfrutaban como niños con los dibujos siempre cambiantes de los caleidoscopios (“caleidoscopio” rima con “cronopio”); que Cris lo acompañaba a El Corte Inglés para que él se comprase polos nada fáciles de encontrar (recordemos que Julio medía casi dos metros)… Y luego, claro está, las divergencias: boxeo (él), fútbol (ella), historias de vampiros (él)… Pero entre esas burbujas privadas también existía comunicación, diálogo, porque años y años de amistad consiguen que se borren muchas fronteras: incluso la frontera entre la vida y la muerte, que nunca pudo destruir el vínculo que los unía.

Un vínculo que jamás se alimentó de mostraciones espectaculares (Cristina Peri Rossi inicia el libro escribiendo una docena de palabras de aspecto duro: “No fui al entierro de Julio Cortázar. No estoy en la foto”), sino de llamadas telefónicas, postales y charlas envueltas en el humo del tabaco. La escritora uruguaya explica también que no quiso entregar las cartas cortazarianas que conservaba para que Jaime Alazraki (que además le cayó mal cuando lo conoció) las incorporase a los tomos de correspondencia que andaba recopilando con Saúl Yurkievich. El nexo entre Julio y Cris (un nexo de jazz, ópera, tardes de playa, cafés compartidos, confidencias amorosas y lecturas comunes) no podía traducirse en un homenaje serio, universitario, rígido y con notas a pie de página, sino en este arco iris de sonrisas, revelaciones (quizá la más sorprendente es que Cortázar murió de sida, tras haber recibido sangre contaminada en una transfusión), guiños cómplices y añoranza perpetua.

Por eso Julio Cortázar y Cris es una obra tan hermosa, tan viva, tan inolvidable, tan corazón, tan cigarrillo, tan amor imposible, tan Barcelona, tan siempre.

miércoles, 5 de enero de 2022

El rey mago perdido

 


Después de varios años sin publicar ningún volumen de creación, Santiago volvió a las librerías en 1995 con una novela espléndida a la que puso el título de El rey mago perdido y que llevaba en su portada una hermosa litografía de David Roberts, fechada en 1822, y que representaba a la legendaria ciudad de Petra. La había comenzado a escribir en diciembre de 1989, la remozó en enero de 1992 y la consideró terminada en octubre de 1995. Tantos años de composición, revisión y detalles revelan que el autor le dedicó a este libro un extraordinario interés, y que su argumento lo estuvo acechando durante más de un lustro. Al final, tras un largo período de documentación y de escritura, la obra quedó lista para los lectores. De hecho, si tuviera que elegir una fórmula para definirla, yo diría que estamos ante la novela más novela de Santiago Delgado; la más cuajada, creativa y redonda de cuantas compuso en el siglo XX; la que con más acierto combina imaginación, diálogos, finura psicológica, personajes seductores, trama poderosa y final mágico. Lo tiene todo esta novela. Es una obra donde el autor juega con los elementos de una trama cultural conocida (la tradición cristiana sobre los primeros días de Jesús de Nazaret), pero donde se permite la licencia de vulnerar en varias ocasiones la ortodoxia de esa tradición, introduciendo grietas en la misma: un rey mago que se perdió, viajes astrales que justifican las voces que escuchan los otros tres reyes, una infancia egipcia de Jesús, la existencia real del abominable hombre de las nieves, etc. Santiago Delgado juega y novela, desde el respeto… pero también desde la fantasía. Y el resultado es una pieza memorable, en la que los lectores somos seducidos y llevados de la mano por las montañas y los valles de China, La India, Sudán, Arabia, Persia, Egipto y otras zonas; territorios auténticos pero mágicos; zonas donde volvemos a ser niños que escuchan historias.

Sostiene un relato escrito a finales del siglo XIX por el norteamericano Henry Van Dyke que existió un cuarto rey mago (llamado Arbatán), que se perdió antes de conseguir su propósito de ver a Jesús recién nacido. Santiago Delgado fabula de forma magistral sobre la posible existencia de ese cuarto astrónomo, que intentó –y no pudo– conocer al renovador del mundo. Para ello, une imaginación, referencias históricas y geográficas, leyendas tibetanas, textos sagrados, doctrinas filosóficas, ciudades míticas, páginas de la Biblia… y lo pone todo al servicio de una trama novelesca de notable solidez, donde la crudeza, el humor y la ternura se van entrelazando con calculada pericia.

Sin duda, uno de los libros mayores del novelista murciano.

martes, 4 de enero de 2022

La vida negociable

 


Si hay una palabra que defina perfectamente a Hugo Bayo, el protagonista de la novela La vida negociable, es sin duda sueños. Y no es algo que lo caracterizase tan sólo en la niñez o la adolescencia, sino que es una pulsión que atraviesa su vida de principio a fin. Hugo se ha pasado la vida fantaseando, creándose unas expectativas absolutamente anómalas sobre su destino o sobre sus capacidades: empezó imaginando que se convertiría en actor de fama mundial (porque juzgaba que podría hacerlo mejor que quienes contemplaba en la pantalla del cine), o en comerciante de éxito multimillonario (porque el truco estaba en comprar barato y luego revender en sitios estratégicamente elegidos, con altas ganancias), o en un hombre que vive en el campo, alejado del ruido y del consumismo estúpido de las ciudades, o en granjero que vive sin preocupaciones en una especie de Arcadia eterna, o en… Da igual. Sus sueños son siempre estrepitosos, disparatados, contradictorios entre sí. Y lo más llamativo es que el personaje apenas se molesta en adquirir por el camino las condiciones objetivas para alcanzar alguno de ellos: deduce que la vida acabará por entregárselos así, sin más. Mientras tanto, abusa económicamente de su madre (suponiéndola culpable de una actuación innoble y deslizándole venenosas insinuaciones para extorsionarla), desprecia a su padre (un administrador de fincas muy obeso y de profunda religiosidad, que siempre lo defiende y protege), trata con crueldad a su mejor amigo (con el que mantiene una extraña relación sexual) y, en fin, deja de lado los estudios porque alguien señalado por el Destino con tan altas luces no precisa formación académica como el resto de los mortales. Ese afán absurdo, megalómano y sin fundamento, como reconoce en la página 285, “ha sido siempre mi enfermedad crónica, el deseo inagotable, la fiebre y el ansia de futuro, la ambición de querer excederme a mí mismo, y acaso sea verdad que contra ese mal de juventud no hay mejor medicina que los años. Con los años, uno se acomoda a lo que hay, negocia con uno mismo y con el mundo, porque, como bien decía mi padre, todo en la vida es negociable, ahora comienzo a comprenderlo”.

Pero ni siquiera en ese instante de aparente lucidez Hugo Bayo se arrepiente de sus dislates. Basta leer las últimas páginas de la obra para darnos cuenta de que, al modo de Pablos, el buscón quevediano, no mejora quien cambia de sitio si no lo acompaña con un cambio de mentalidad. Y tal vislumbre no se aprecia en el protagonista.

Este arquitecto de castillos de humo, este ingeniero de puentes imaginarios, es tan sólo uno de los atractivos de la espléndida novela de Luis Landero, mago de las palabras y de la narración. Pero dejo en las manos de los lectores, como no podía ser de otro modo, descubrir por sí mismos el caudal de sus maravillas.

Un buen libro, sin duda.

lunes, 3 de enero de 2022

Distintas formas de mirar el agua

 


Un numeroso grupo de personas (dieciséis en total) caminan por tierras de León en dirección a un pantano, bajo cuyas aguas duermen varias localidades que fueron desalojadas hace décadas. La primera de estas personas (Teresa) lleva en sus manos un recipiente con las cenizas de su marido, Domingo, cuya extraña última voluntad consistió en pedir que lo incinerasen y lo esparcieran allí mismo, donde había nacido y de donde tuvo forzosamente que partir; el resto son los hijos, nueras, yernos y nietos del fallecido, que se suman al emotivo y triste cortejo. Mediante dieciséis monólogos interiores, Julio Llamazares nos permite que vayamos reconstruyendo las emociones que sacuden a todos los miembros de esta familia desarraigada, los dolores íntimos que la impregnan y los pormenores biográficos que todos ellos han ido desarrollando con el paso de las décadas: desde la semilla montañesa de Ferreras hasta las ramificaciones en Barcelona, Valladolid, Santander o Palencia.

Inevitablemente, ciertos elementos de la trama pueden antojarse repetitivos (las alusiones al abuelo y su condición adusta, la tristeza del abandono, etc), pero según se va avanzando en la lectura vamos advirtiendo cómo sobre ese tejido común se van añadiendo de forma hábil unos hilos de diferentes colores, que multiplican su condición panorámica: la hija que por fin comprende el ansia de su padre por volver a sus raíces, el nieto que ha terminado convirtiéndose en ingeniero (una profesión que su abuelo desdeñaba, porque ingenieros fueron quienes diseñaron el pantano que destrozó la quietud de su vida); la novia extranjera de uno de los descendientes (que se siente un poco apartada de los traumas de la familia); el niño que teme que algún día, cuando vengan de visita, lleguen a ver un pez que, tras devorar las cenizas, tenga la mirada de su abuelo; el joven Jesús, que no desea seguir regodeándose (como hace el resto) en el viejo sueño de la Arcadia perdida; o el parlamento final de Agustín, al que consideran un poco retrasado pero que aporta unos matices inauditos a la narración.

Todo lo que ocurre en esa mañana de abril, bajo el sol de la primavera leonesa, entre montañas imponentes y frente al agua que brilla como un espejo, constituye un canto a quienes sufrieron el desgarro del éxodo forzoso y perdieron su cuna, su paisaje, sus vínculos con la tierra. Y la belleza y la emoción contenida con las que Julio Llamazares convierte esas emociones en tinta son, simplemente, únicas.

domingo, 2 de enero de 2022

Las esquinas del aire

 


Hace algo más de veinte años, coincidiendo con la muerte de la barcelonesa Ana María Martínez Sagi (1907-2000), el escritor Juan Manuel de Prada publicó un libro extensísimo (casi seiscientas páginas) donde abordó la figura sorprendente y enigmática de esta mujer que fue lanzadora de jabalina, esquiadora, reportera, poeta, profesora universitaria, directiva del F.C. Barcelona, feminista, republicana y, por encima de todo, esclava de una pasión dulce y tormentosa, lacerante y sublime, que la mantuvo en pie durante toda su vida: la que sintió por Elisabeth Mulder, que también practicó la poesía y de la que estuvo secretamente enamorada.

Juan Manuel de Prada, decidido a contarnos con todo detalle aquella existencia poliédrica y hasta cierto punto desconocida, fundió tres caudales vigorosos para nutrir su obra: de un lado, unas arduas investigaciones hemerográficas (que le entregaron la vida social de Ana María); de otro, la lectura atentísima de sus libros de poemas (con los que obtuvo una imagen nítida de su vida espiritual); y, por fin, la escucha de unas cintas magnetofónicas grabadas por la escritora en sus días postreros (donde quedaba impresionada su vida cordial). Y el resultado no es una biografía, ni una novela, ni un ensayo. El resultado es un libro, un libro raro, espléndido y conmovedor, donde se busca exonerar del desdén y de la amnesia las peripecias de una mujer que sufrió mucho y que falleció en enero de 2000, erosionada por el olvido general.

Todos los recursos habituales en De Prada están aquí reunidos, para deleite de los lectores: la minuciosa capacidad descriptiva (esa librería de Joaquín Tabares, que tanto recuerda al agobiante cubil de Veguillas, de Las máscaras del héroe), el sentido del humor (una hilarante entrevista con Pere Gimferrer, que se encuentra en el capítulo IX del Libro Primero), la densa frondosidad de su léxico, la prodigiosa belleza de sus comparaciones o su fina hondura psicológica.

Una obra para disfrutar de la mejor literatura.

sábado, 1 de enero de 2022

Viaje sentimental por Inglaterra


Con una prosa que, desde el principio, se muestra saltarina, juguetona, digresiva, intercultural, sonriente y deudora de Laurence Sterne, y que nos conduce por las sucesivas etapas de un viaje planificado con meridional relajación por el autor y por Teresa, su acompañante, Antonio Rivero Taravillo nos va contando con gran sentido del humor los mil pormenores de un viaje lleno de sorpresas: problemas con la marcha atrás del coche alquilado, puentes por los que cruzó William Shakespeare, conexiones de los paisajes vistos con Claudio Rodríguez, Jorge Luis Borges o Javier Marías, contemplación de escenarios artúricos en Cornualles, continuas referencias cinematográficas o literarias que van salpicando el texto, el escaso interés que siempre ha sentido por las representaciones escénicas (“El teatro, ya sea sacro o profano, trágico o cómico, es algo que nunca ha calado muy hondo en mí”), el gracejo semántico que despliega continuamente (habla de un chubasco “al que por su morosidad, tan lenta, tozuda, concienzuda, no parecía cuadrarle el término precipitación”), la curiosa explicación de algunas etimologías maravillosas e incluso el despiste final en la vuelta hacia Heathrow, que a punto estuvo de impedir la subida al avión.

El libro, que recomiendo con entusiasmo, es tumultuoso, febril, alborotado de cultura y deslumbramientos, lleno de chispa; y también lleno de admiración y amor. Porque yo he tenido la sensación de que Viaje sentimental por Inglaterra, entre muchas otras cosas (las indicadas y las que dejo para que descubra el lector futuro), es un canto de amor: el lírico y pudoroso poema de quien está enamorado de unos idiomas, unos paisajes, unos versos intrincados, unos castillos laboriosamente ocultos por la vegetación, unas brumas. En ocasiones, este canto de amor es tenue; en otras, explícito y emocionante (“A veces me pregunto si los paisajes que voy viendo en mis viajes —abadías, fortalezas, ruinas— no serán el ectoplasma que yo proyecto en los lugares que visito: mi mundo interior hecho visible, instantánea o postales que el alma se envía a sí misma”); pero siempre está lleno de sugerencias y hechizos.

Una obra que elude las banalidades típicas de los libros de viaje y que encandila con su brillantez literaria. Muy muy muy recomendable.