domingo, 31 de mayo de 2020

Amores que matan




Decido, para terminar el mes de mayo, revisitar el primer libro de José Cantabella, que se publicó en 2002 y que lleva por título Amores que matan. Es una colección de veintidós apuntes y relatos donde se mezclan con eficacia el candor narrativo y la ironía, para crear productos de amable lección. El contenido (lo advierte en seguida la persona que abre el volumen y se sumerge en él) es muy heterogéneo: sátiras literarias tan graciosas como “Literators”; deliciosas estampas bucólicas, de gran ternura, como la que bautiza con el nombre de “El juego de la infancia”; párrafos increíblemente hermosos, casi de inspiración borgiana, como “La foto”; páginas desconcertantes, zumbonas, ácidas, del estilo de “El amor, esa enfermedad”; etc. Además, en el texto “Fidelidad” se nos anticipa a un personaje que se convertiría en el protagonista absoluto de su segundo libro: Chacón.
La mayor virtud de aquel juvenil José Cantabella probablemente radicaba en su condición acuosa: es decir, en la capacidad que demostraba para integrarse en un molde temático o estilístico, y conseguir que éste le entregase sus mejores frutos de manera natural. Otra de sus virtudes innegables era la humildad que manifestaba en sus páginas. Así, rendía sincero tributo de admiración a una serie de escritores que lo habían deslumbrado con su maestría: Severo Sarduy, Felisberto Hernández, etc. Pero por encima de todas las demás influencias, José Cantabella se hincaba de hinojos ante Julio Cortázar, al que realiza un homenaje directo con su relato “La dulce espera”, en el que incluso calcaba sintagmas del cuento “Continuidad de los parques”, del imborrable argentino.
Un anuncio prometedor de los libros que, torrente de belleza, vendrían después.

viernes, 29 de mayo de 2020

Oración




En esta Oración de Fernando Arrabal nos encontramos con una pieza dramática tan breve como curiosa. Solamente dos personas aparecen en escena, y entre ellas se urden diálogos rápidos, reiterativos, bordeando los cauces de la simplicidad y de la ironía. El hombre se llama Fidio; la mujer, Lilbe. Juntos a ellos aparece la figura de un ataúd pequeño, que contiene el cadáver de un niño. Desde que la criatura está muerta, han decidido cambiar el rumbo de sus vidas y convertirse en personas buenas. Para lograrlo (será difícil), el varón ha decidido que ambos van a seguir al pie de la letra las instrucciones salvíficas que contiene la Biblia. Con una seriedad que no se sabe si es burlesca, Fidio le va resumiendo a Lilbe algunas de las historias que contiene la obra: la creación de los primeros seres humanos, el nacimiento de Jesús, la llegada de los Reyes Magos, la crucifixión… Ella, obnubilada y casi se diría que convencida, asiente. Sí, es necesario que sean buenos a partir de ahora.
Para ello, tendrán que dejar de mentir. Tendrán que dejar de acostarse juntos. Tendrán que dejar de matar (como han matado al niño que yace en el ataúd): total, la diversión siempre les dura tan poco… El lector, que ha asistido durante las primeras líneas a su diálogo sin saber muy bien si hablaban en serio o eran dos zumbones sacrílegos, siente que su piel se estremece. Y la saliva circula cada vez con más dificultad por la garganta, conforme van desgranando sus actos.
Fernando Arrabal vuelve a situarse con esta pieza en la zona donde más cómodo ha estado siempre: el ámbito de la provocación. (Y que conste que lo digo de una forma admirativa). Mezcla de ingenuidad y de iconoclastia, su texto admite casi todas las reacciones, menos una: la indiferencia.

jueves, 28 de mayo de 2020

La estrella de quince puntas




Cojo el último libro de Noelia Lorenzo Pino y leo su título. La estrella de quince puntas. Luego lo pongo de perfil y sonrío con su grosor. Me gustan tanto las novelas de esta irundarra que descubrir que ésta sobrepasa las cuatrocientas páginas me promete muchas horas de felicidad. Es un buen augurio. Sin más dilación, me preparo un café, me instaló en la butaca y comienzo el viaje.
Eider Chassereau y Jon Ander Macua me salen pronto al encuentro. Sé que Juncal Baraibar, por desgracia, no hará acto de presencia. Después van apareciendo los nombres de Vanesa, Josu, Silvia, Peio, Eneko… Es como una reunión de amigos que se fuesen acercando a mi despacho para saludarme otra vez y se mostraran dispuestos a embriagarme con una nueva aventura. Y así es, en efecto. Todo comienza con la aparición del cadáver decapitado de una chica caucásica que, para más asombro, tiene quemadas las huellas dactilares con ácido. No hay pistas que permitan saber de quién se trata. Nadie ha denunciado la desaparición de una muchacha de esas características. Lentamente, las investigaciones se irán desarrollando; pero se complicarán cuando aparezca otro cadáver. Y esta vez el asunto adquiere unas dimensiones abrumadoras: es la joven y atractiva esposa de Thomas Careaga, un millonario que pertenece a una familia de lo más peculiar: un padre en estado vegetativo, una madrastra americana con aficiones anómalas, un hermano que conversa con una niña que murió hace años (y cuyo espectro se le aparece para atormentarlo)… y una gigantesca estrella de mar, que reposa en una habitación secreta y que se relaciona con algunos gravísimos traumas de la familia.
Espléndidamente eficaz, Noelia Lorenzo Pino mueve todos los hilos y mantiene en pie un circo con muchas pistas, donde encontraremos sexo, drogas, sicarios que cambian de continente, misterios y conflictos psicológicos; pero también conciertos de música, tatuajes, acantilados, visitas a museos, restaurantes veganos, humor, estrés laboral, conflictos de competencias y amor. Si en sus obras anteriores la escritora había logrado moverse con pericia entre las vidas de sus investigadores (primer nivel) y los pormenores de los protagonistas del caso (segundo nivel), en La estrella de quince puntas extrema esa habilidad hasta el virtuosismo, logrando ser convincente hasta la hipnosis. En mi opinión, nadie está por encima de ella en el cultivo de la novela negra en España. Así de claro.

miércoles, 27 de mayo de 2020

El abanico de lady Windermere




Cada escritor, por regla general, se siente cómodo en un determinado terreno. A Oscar Wilde le complacen los ambientes y personajes frívolos: nobles ociosos, que sonríen irónicos mientras profieren aforismos presuntamente escandalosos; salones elegantes, de los que entran y salen sirvientes circunspectos; charlas sobre moda, moral o residencias vacacionales; licores vertidos en copas de cristal tallado… Ese mundo falso y etilista, en el que todos esconden sus verdaderas personalidades para disfrazarse de diletantes o cínicos, es el ámbito en el que el escritor dublinés se muestra más desenvuelto.
Ocurre así también en El abanico de lady Windermere, una obra teatral que leo en la traducción de Ricardo Baeza y en la que una enigmática mujer, llamada lady Erlynne, se convertirá en el eje de todo. Al parecer, lord Windermere la visita con sospechosa frecuencia; al parecer, le está haciendo cuantiosos pagos mediante cheques; al parecer, el mayor de los secretos rodea el pasado (y el presente) de esta mujer de moral criticable; al parecer, todo Londres está informado de esta situación, menos Margarita, la esposa de lord Windermere, cuyo cumpleaños se celebra hoy… Así que cuando, en el mismo día, una amiga le habla de la existencia de lady Erlynne y, al tiempo, su marido le pide que la invite a la fiesta de cumpleaños, el pecho de lady Windermere entrará en combustión. ¿Cómo es posible que su esposo se atreva a sugerirle esta ignominia? ¿Cómo pretende que reciba a su amante en su propia casa? Varias informaciones sobre el pasado (que los lectores recibiremos de forma escalonada) nos permiten comprender las razones que mueven a lord Windermere. Y el misterio de sus pagos a lady Erlynne.
La trama es levemente artificiosa, y está adobada con detalles inverosímiles, pero a Wilde se le pueden perdonar esos defectos a cambio del chisporroteo de frases que nos deja, para paladear y conservar en la memoria. Anotaré algunas, para que la amnesia no las erosione y para que resulte más irrenunciable la lectura de la pieza: “Hay tanta gente que va por ahí echándoselas de buena, que casi me parece una prueba de modestia echárselas de malo”. “Yo puedo resistir a todo, menos a la tentación”. “La vida es una cosa demasiado importante para hablar de ella en serio”. “Hoy día, ser comprensible es una falta de habilidad”. “Soy la única persona en el mundo que me gustaría conocer a fondo”. “En cuanto alguien está de acuerdo conmigo, se me antoja que debo estar equivocado”. “Un cínico es un hombre que conoce el precio de todo y el valor de nada”. “Experiencia llama todo el mundo a sus errores”.

martes, 26 de mayo de 2020

La tejedora de sueños




La versión oficial (es un decir) nos indica que Penélope, reina de Ítaca, esperó con fidelidad y paciencia encomiables a su marido, el rey Odiseo, que fue reclutado para combatir en el asedio de Troya. Durante los diez años que duró aquel grave incidente bélico-amoroso se dedicó a cuidar a su hijo Telémaco, que crecía y se iba convirtiendo en un espigado jovenzuelo. Más tarde, por los conflictos de su esposo con ciertas divinidades quisquillosas, la espera se prolongó durante otros diez años. Pero no importó. Penélope fue acumulando canas, en medio de una infinita esperanza, aguardando siempre el retorno del héroe. Y cuando los voraces pretendientes invadieron su palacio y le exigieron que tomase a uno de ellos como esposo, comenzó a tejer un sudario, que destejía por las noches para que la tarea no se acabase tan pronto: demoraba así la elección de uno de ellos para que se sentara en el trono de la isla.
Pero de pronto, en 1950, un dramaturgo de Guadalajara decide reflexionar sobre la conocida historia homérica e introduce grietas en su argumento. Quizá la reina no fue tan firme como el autor griego pregonaba; quizá se enamoró de uno de los pretendientes; quizá sentía un profundo rencor por la voluble Helena (a la que no duda en calificar de “mujerzuela”), causante directa de los combates que tantas viudas y huérfanos han generado; quizá el retorno posible de su marido suponía una mezcla de decepción y amenaza… ¿Qué cosas le reprocharía una mujer de carne y hueso a su compañero, si volviese veinte años después, disfrazado y con toda la juventud perdida? ¿Qué dolores, qué amarguras, qué llorosos lamentos saldrían por su boca, mientras lo miraba a los ojos? Una Penélope humana, que Antonio Buero Vallejo dibuja con trazo delicadísimo y convincente, nos coloca ante una gran pregunta: ¿qué sentiríamos ante la persona que, habiendo sido la elegida de nuestro corazón para compartir la vida, retorna al cabo de las décadas, ajada, ruin y exigente? El maestro alcarreño demuestra, una vez más, que la historia del teatro español del siglo XX gira alrededor de media docena de autores; y él es uno de ellos.

lunes, 25 de mayo de 2020

Memoria intacta como el ámbar




En el año 2003, la jumillana Ana María Tomás publicó su trabajo Memoria intacta como el ámbar, donde se sumergió en abundantes revelaciones de rango autobiográfico.
Son unos poemas breves, airosos, que muestran cómo cada imagen queda, gracias al mecanismo de la memoria, “inmune en su miel eternizada a los desprecios del tiempo” (p.15). Nos habla en estas páginas de una infancia sin lujos (“No había chocolate, no, pero las tardes eran de almíbar”, p.18), iluminada por días de colegio y rayuelas en las aceras, por madres protectoras, comuniones inmaculadas y meses que transcurrían lentos hacia la pubertad. Al fin, ejecutado su balance, la poeta descubre que está “en paz con la sombra del trastero” (p.43) y que no debemos perder nunca “la niñacidad de los días” (p.48).
Verdaderamente, la memoria es “déspota selectiva” (p.70), pero el hecho de tender la mirada hacia atrás no tiene por qué convertirnos en estatuas de sal (como le sucedió a la imprudente mujer de Lot). Más bien nos otorga la pureza de una contemplación con la que “se consiguen las fuerzas para seguir el viaje” (p.71).

domingo, 24 de mayo de 2020

Secretos de familia




Todos los seres humanos nos encontramos heridos por alguna lastimadura. Que vivamos y sonriamos no es sino la demostración fehaciente de que somos capaces de sobreponernos a sus manifestaciones externas, pero no significa que no la sintamos, a veces a diario, desgarrándonos por dentro. En este contundente volumen de relatos de Santiago Casero, que mereció el XIX premio Manuel Llano en el año 2016, todos sus protagonistas son ejemplos vivos de esa realidad.
Unos son huérfanos que, tras la desaparición del padre, han ido derivando hacia un odio brusco e irreversible, que los aísla en sus habitaciones y que los pudre de eficaz manera; otros son compañeros y amigos que se reúnen para disputar unos improvisados partidos de fútbol, mientras la barbarie dictatorial va mermando el número de integrantes de los equipos, día tras día; otros son campesinos que perdieron a una hija durante la niñez y que ahora contemplan a una prostituta de su edad, que busca refugio en medio de la tormenta; otros han perdido a su esposa o son víctimas de un divorcio triste y traumático, que los ha dejado en una soledad sahariana; otros, tratan de deshacerse de unos gatos que tienen tiña y que han transmitido la fea enfermedad a sus hijos; otros viajan en tren para acudir al velatorio de su padre, fallecido de forma inesperada.
Todas esas vidas ostentan llagas que las brillantes pupilas de Santiago Casero nos ponen ante los ojos, para que contemplemos con piedad el espectáculo (habla Balzac) de la comedia humana: las lágrimas que se ocultan con pudor, los dolores secretos, las fístulas invisibles, los traumas maquillados, el fracaso anónimo. Y, sobre todo, lo hace con una envoltura literaria de primera orden, que es lo más digno de aplauso del tomo. Seguiré frecuentando sus siguientes obras, no me cabe duda.

sábado, 23 de mayo de 2020

La más fuerte




Sólo hay dos mujeres en escena, sentadas ante una mesa del café. La señora X, que trabaja como actriz, está casada con Bob, es madre del pequeño Eskil y toma una taza de chocolate; y la señora Y (luego descubriremos que se llama Amelia), que también actriz y que permanece soltera. Pero no vamos a asistir a un diálogo entre ellas, sino a un ciclotímico monólogo de la primera, que vuelve de comprar los regalos navideños y se ha detenido a charlar con su antigua compañera de trabajo. Entre pequeñas fruslerías (como enseñarle la muñeca que ha comprado, o las zapatillas que le piensa regalar a su marido), el tono de su discurso irá tiñéndose de amargura, de reproche y de acusación, cuando pase de compadecer a Amelia (por no tener familia y pasar la Nochebuena sola) a echarle en cara la presunta amorosa influencia que ejerció en el pasado sobre Bob.
Ese rencor sordo, salpicado de celos y recriminaciones, no se moderará ni para permitir que Amelia se defienda. No hace falta que lo haga. Sí, su marido quizá sintió algo por ella, y mil pequeños detalles se lo han ido revelando con el paso del tiempo, pero ahora ella es la triunfadora, la que ha conseguido quedárselo, la más fuerte. Y, ante esa evidencia, la muda oyente no puede hacer más que tragar saliva y aceptar la derrota, que la señora X le verterá como un ácido sobre la cabeza.
Pieza breve, intensa, de odios enquistados y celos mal digeridos, este drama de August Strindberg contiene todo el veneno que un alma puede atesorar contra la persona que ha manchado su vida, convirtiéndola en un infierno apenas coloreado por el maquillaje de la amnesia.

viernes, 22 de mayo de 2020

El regreso imposible




En una de las primeras páginas de esta obra que MurciaLibro acaba de editar a María Teresa Cervantes, Gran Matriarca de nuestras letras, nos dice la autora, con expresión inquietante, que “habrá que hacer las maletas”. Pero cuando he terminado el volumen tras una emocionada lectura he llegado a la conclusión de que esa frase no alude a ningún tipo de clausura, despedida o testamento, sino a la voluntad bellísima de repasar el pasado, doblarlo con parsimonia e introducirlo en la maleta del corazón, para que su perfume acompañe durante el resto del viaje, que ojalá que se extienda durante muchos más años.
Y es que, en efecto, la gran poeta cartagenera puede considerar que le ha llegado “la edad del cansancio” (la fórmula es suya); pero esa consideración cronológica no empaña el poderío literario y existencial de una mujer valerosa que se deja guiar siempre por el “anhelo obstinado de ser vida en la vida”. ¿Se podrá alzar una bandera más luminosa, más esperanzada, más admirable?
Contándonos sus visiones juveniles de la cordillera Taunus o del bosque de Kottenforst, sus paseos por la capital francesa, su amor por la literatura de Léopold Sédar Senghor, sus recuerdos melancólicos o tiernos, o sus reflexiones sobre la figura anhelada y anhelante (o deseada y deseante, para inscribirnos en la línea juanramoniana) de Dios, la poeta y ensayista nos invita a introducirnos en su pasado y en su presente, a entender mejor los latidos de su alma y a descubrir cómo en ocasiones la delicadeza se encarna en el Verbo de una escritora auténtica, a la que conviene leer con tanta atención como aplauso.

jueves, 21 de mayo de 2020

El burlador de Sevilla




Leí El burlador de Sevilla, de Tirso de Molina en el verano de 1992, al mismo tiempo que me adentraba en las páginas de El evangelio según Jesucristo, de José Saramago. Ahora, casi treinta años más tarde, vuelvo al famoso drama, que me sigue pareciendo tan admirable desde el punto de vista literario como hediondo desde el punto de vista humano. Nunca he sentido la menor admiración por las personas (ni por los personajes) que se jactan de pisotear, burlar o desdeñar a quienes les rodean; así que la figura de don Juan Tenorio no podía provocarme ningún sentimiento positivo.
En efecto, la forma en que burla a la duquesa Isabela, a la pescadora Tisbea, a la recién casada Aminta o a la hermosa Ana provocan en mí una inmediata repulsa, porque don Juan no siente nada por ellas. De hecho, afronta sus seducciones de un modo veloz y espurio, mientras le ensillan el caballo con el que tiene previsto la huida. Se trata tan sólo de “vencerlas”. Es decir, de “burlarlas”. Es decir, de destruir su dignidad mediante la lisonja, el sexo furtivo y las falsas promesas. El destino que el dramaturgo le reserva al burlador al final de la obra me parece bastante más razonable que la mermelada ripiosa con la que Zorrilla embadurnó a su remodelado protagonista en su versión de 1844.
Por suerte para la historia de la literatura, fray Gabriel Téllez le pone a todos los comportamientos nauseabundos de su personaje un ritmo poético de poderosa eficacia, y lo salpimenta con la cordura de su asistente (Catalinón), la rectitud de su padre (don Diego) o las atinadas referencias clásicas (Eneas, Julio César, Medea, Jasón) que introduce en sus versos; y logra que la lectura sea un placer.

miércoles, 20 de mayo de 2020

El sueño de los vencejos




En ocasiones (creo que fue Unamuno quien lo dijo) se escribe para pensar. Mano y cerebro se ponen a trabajar de consuno para que las ideas o los recuerdos (que son piezas de un enigmático puzle que espera ordenación) se articulen. A veces, se trata de caminar, como en un sistema ensayístico o filosófico; a veces, se trata de excavar, como en las autobiografías. He tenido también esa sensación, mientras avanzaba por las páginas de El sueño de los vencejos, de Antonio Moreno, editado por el exquisito sello Newcastle. Creo que los mejores libros de memorias (y éste formaría parte del grupo) se redactan para entenderse a uno mismo y para entender a las personas que, con su presencia o su ausencia, se convirtieron en el paisaje humano que nos rodeó durante nuestro ayer.
Es verdad que Antonio Moreno nos habla aquí de su infancia en el extrarradio de la ciudad de Alicante (y de su estancia ocasional en Murcia); de la mala relación que sus padres fueron desarrollando con el paso del tiempo; de la estilográfica que robó en el colegio (y que le supuso una bajada en su nota de religión); de los cortes de pelo que le infligía su madre, ayudada con un peine con cuchilla; de la traumática extirpación de sus anginas; de las aficiones ictiológicas de su hermano José Ramón (que ahora es María José); del extraño baile, casi sagrado, que ejecutó la madre de su amigo Ricardo sobre una mesa, tras una celebración; del aturdimiento desasosegante que experimentó mientras observaba a dos jóvenes con síndrome de Down, que no hablaban; de las partidas de ajedrez que jugaba con su padre; de viejas fotografías, que se añaden al final del tomo como anexo.
Todo eso es real, y constituye una materia narrativa de primer orden (la prosa de Antonio Moreno es delicada, honda y admirable); pero la auténtica verdad de este libro hay que buscarla, en mi opinión, mucho más adentro. No presenciamos aquí un simple viaje por calendarios leídos al revés o una infantil acumulación de rencores y heridas. Ni mucho menos.
Una vez, le escuché decir a Juan Espinosa que se quedó con las ganas de preguntarle a su padre, el escritor Miguel Espinosa, una cosa muy sencilla: “¿Y tú quién eres?”. Quizá ahí se encuentre una posible clave de esta obra: ordenar el ayer puede convertirse en una forma de comprender a quienes nos rodearon entonces. Quién era en verdad tu padre. Quién era tu madre. Quiénes, los familiares que estuvieron cerca y que ahora flotan en la nada. Quiénes, los amigos cuyos rasgos y nombres se recuerdan, pero de cuya actualidad lo ignoramos todo. Somos porque fuimos. Y desandar el camino (al modo carpentieriano) en busca de la semilla puede empapar de luz nuestro corazón. O de calma nuestro espíritu.

martes, 19 de mayo de 2020

El Cid




Rodrigo Díaz de Vivar, como figura histórica, ha servido de fuente de inspiración para múltiples creadores, tanto dentro como fuera de España. Y uno de los que tributaron homenaje a su figura fue Pierre Corneille, excelso dramaturgo francés que le dedicó su obra El Cid (inspirada en la producción anterior de Guillén de Castro), que leo en la bella traducción en verso de Carlos R. de Dampierre.
Asistimos durante su magnético desarrollo a un drama complejo desde el punto de vista psicológico: Rodrigo es obligado por su padre a vengar una afrenta que ha sufrido por parte del padre de Jimena. Si ejecuta la venganza, conservará su honra… pero perderá el amor de la dama; si se niega, perderá el respeto de su padre, el honor familiar y, posiblemente, también el amor de Jimena, quien no querrá unir su vida a la de alguien deshonrado. Haga lo que haga, el Cid pierde. Pero es que, una vez cumplida la acción, será Jimena quien quede desmembrada por los caballos de la duda: si perdona a Rodrigo, entrega su corazón al asesino de su padre, lo cual se le antoja monstruosidad inadmisible; y si no lo perdona, pierde al amor de su vida, desmoronándose el sentido de su respiración.
Los demás personajes de este drama íntimo (la Infanta enamorada del Cid, pero dispuesta a renunciar a él; don Sancho, que ama a Jimena pero se resigna a que el pecho de la dama sólo palpite por su rival; don Diego, iracundo y chapado a la antigua; el rey, que vacila sobre la decisión que debe tomar cuando se le pide que imparta justicia) actúan como decorado perfecto para que compartamos, también nosotros, la duda. ¿Qué haríamos, si fuéramos uno de los torturados protagonistas?
Bellísima en su formulación y traducida con una elegancia soberana, esta pieza se lee para no olvidarla. Tal es su fuerza expresiva.

domingo, 17 de mayo de 2020

El padre




De todos los sentimientos humanos, quizá el más lacerante sea el de la duda, que erosiona con eficacia diabólica. Al dudar, no solamente nos adentramos en el pantano de la tristeza, sino que nos impedimos irreversiblemente la disipación del consuelo o el lenitivo de la amnesia. Dudar es ser siempre desgraciado y aproximarse, como le ocurre al protagonista de este drama de August Strindberg, a los acantilados de la locura.
Es un gris capitán del ejército, que dedica sus ratos libres al ejercicio de la ciencia. Tiene una hija llamada Berta. Su matrimonio es tan anodino como infeliz. Vive en un país rodeado por la nieve. Su cuñado es pastor de la iglesia. Su gran proyecto es que su hija abandone el claustrofóbico de la casa y vaya a la ciudad para estudiar y alejarse de las supersticiones e ideas religiosas de su madre o su abuela… Un día, su mujer (Laura), que se opone acremente a esa decisión, decide redondear el plan que lleva urdiendo durante años para lograr la incapacitación de su marido: le insinúa que su hija no es suya. A partir de ese momento, todo empieza a convertírsele en saliva amarga. ¿Quién puede asegurarle que no está escuchando la verdad? ¿Pondría la mano en el fuego por la fidelidad de su esposa? ¿No pudo tener ese desliz? Y aunque ella, luego, sibilina, le indique que todo era una broma, la termita ya está dentro de su cerebro: quizá es ahora cuando le está mintiendo, para garantizarse la calma doméstica… y su futura pensión.
El capitán, que tiene unas ideas muy tajantes sobre lo que una madre puede opinar sobre el futuro de sus hijos (“¡Nada, en absoluto! Ella ha vendido sus derechos de primogenitura por medio de un contrato legal de compraventa. Renuncia a todos sus derechos y el marido, como contrapartida, se compromete a mantenerla a ella y a los hijos”), se descubrirá atrapado en el pegajoso barro de la sospecha. Y comprenderá que de ahí no se sale, salvo por la puerta de la muerte o por la puerta de la locura.

sábado, 16 de mayo de 2020

Juan Gabriel Borkman




Ha pasado varios años en la cárcel, purgando un delito económico que cometió mientras trabajaba en el banco, llevado por sus desmedidos sueños de poder. Y cuando ha salido, su esposa les ha sumado a esos años atroces la penalización de su desdén, marginándolo en el seno de su propia casa, incapaz de resistir la humillación de haberlo perdido por culpa del marido. El hijo común, Erhart, ha sido criado por la cuñada, que fue la única que se libró de la debacle financiera. Y el antiguo millonario (al que su mujer llama de una forma gélida “el director Borkman”) pasea, abrumado y solitario por la parte de arriba de la vivienda, aislado de los demás miembros de la familia.
Ahora, cuando han transcurrido varios años más, la figura de Erhart se reviste de un especial significado para quienes le rodean: su madre desea que se convierta en un fabuloso hombre de negocios, que limpie el nombre de la familia; su tía Ela se obsesiona con la idea de recuperar el control sobre el muchacho, porque quiere que pase los próximos meses a su lado (se encuentra enferma terminal); su padre proyecta también convertirlo en el instrumento de su venganza… Pero nadie se preocupa por saber lo que piensa el joven Erhart sobre su futuro. ¿Qué quiere él hacer con su vida? ¿Aceptará amoldarse a uno de esos tres caminos o buscará otro diferente?
Siempre agudo en sus análisis psicológicos, Henrik Ibsen nos muestra en este drama los vericuetos de varias almas atormentadas, que quedaron salpicadas por el cieno del pasado y que no encuentran la manera de encontrar la dicha. Si es verdad que todos somos animales dañados, quizá el gran desafío consista en ser capaces de descubrir cómo sanar nuestras heridas y meter los brazos en el río de la felicidad. Erhart, a despecho de los rencores enquistados y la bilis que todos sus familiares encierran en sus corazones, cree haber descubierto la manera de hacerlo.

viernes, 15 de mayo de 2020

Los desorientados




¿Quién no ha estado perdido alguna vez? ¿Quién no ha vacilado ante los cruces de caminos que la vida le colocaba delante, sin indicaciones que le permitieran deducir cuál de los senderos era el que mejores augurios entrañaba? Unos vacilan en el amor; otros, en el ámbito de los estudios; otros, en la ciudad a la que deben trasladarse; otros, en el oficio que mejor desempeñarán. Nadie, absolutamente nadie, queda a salvo de estas disyuntivas, de estas inquietantes bifurcaciones (salvo quizá los locos y los santos).
La dramaturga mexicana Maruxa Vilalta (1932-2014) nos propone en su pieza Los desorientados un paseo por los efectos que esas incertidumbres, decisiones y miedos generan en el mundo de la juventud. Y para lograrnos nos presenta a Diego, universitario y escritor pobre que sueña con redactar un libro memorable que le haga ser escuchado en el futuro y le permita conseguir dinero para adquirir un automóvil; y nos explicará que el chico está enamorado de Carlota, muchacha hermosa que ejerce la prostitución (incluso con el propio padre de Diego); y nos explicará también que Julia está enamorada de Diego, pero que su obcecación y su ceguera con respecto a Carlota la impulsarán a los brazos de Darío, un chico que trabaja para el padre de Julia; y nos explicará también que Gabriela lleva aparato en los dientes, y que está enamorada inútilmente de Diego; y nos explicará que Esteban es un buen chaval, que lava platos para conseguir dinero con el cual ayuda a su madre a pagar la medicación…
Todos juntos (fácil resulta observarlo) constituyen una galaxia de jóvenes normales, con problemas y con decisiones normales, con amores y trabajos normales. Pero cada uno de ellos se siente atravesado por el dolor de la niebla, de la que no sabe salir y en la que se ahoga sin remisión: no logro escribir el libro que quiero, no consigo a la persona amada, no soy capaz de encontrar mi camino. Y esa acumulación de pequeñas congojas impregna sus vidas hasta teñirlas con el color marrón de la amargura, de la que tan difícil resulta escaparse. Maruxa Vilalta, con gran habilidad dramática, les da vida para que nosotros, viéndolos, nos veamos.

jueves, 14 de mayo de 2020

Cristóbal Colón




Pocas figuras históricas tan controvertidas desde los siglos XV y XVI como la de Cristóbal Colón, de enigmáticos orígenes, oscuras intenciones y tormentosa trayectoria. ¿Visionario? ¿Intrigante? ¿Estratega? ¿Afortunado? Raras son las palabras de elogio o de mancilla que no se le hayan dedicado durante los últimos cinco siglos. El narrador, poeta y dramaturgo griego Nikos Kazantzakis (1883-1957) se aproxima a él en esta pieza teatral, en la que nos presenta a un hombre imbuido de fe religiosa, que está convencido de una serie de cosas de lo más peregrinas: que la Virgen se le ha aparecido, con la encomienda de que descubra el camino a las Indias; que la reina Isabel de Castilla lo galardona con su cariñosa benevolencia (y que lo mira de forma tan especial que incluso le pasa por la mente la idea de que él, Cristóbal, debería ser el rey); o que el éxito de su misión supondrá una inestimable fuente de ingresos para que la corona española ponga en marcha un delirante proyecto de reconquista de los Santos Lugares.
Fe o perturbación, el aliento que lo impulsa es tan poderoso que no le impedirá enflaquecer durante el trayecto, ni encerrar a media tripulación en la sentina, ni enfrentarse a las intenciones criminales del resto, porque sabe que Dios lo guía a través de las aguas (como san Cristóbal llevó al niño Jesús sobre sus hombros) para que extienda la cristiandad hasta los dominios impíos de allende los mares. Los pájaros que se aproximan a la nave el 12 de octubre de 1492 (y que él identifica con ángeles, de quienes escucha un vaticinio atroz sobre sus martirios futuros) supondrán un magnífico cierre para una obra redonda.
Por supuesto, lo más importante de estas páginas gira alrededor del alma de Cristóbal Colón, un personaje poderoso que se mueve entre otras figuras no menos intensas (el vengativo capitán Alonso, el voluble fraile Juan, el ingenuo prior del monasterio de la Virgen del Atlántico) y que vertebra un drama muy bien resuelto, tanto en la parte de tierra como en alta mar.

miércoles, 13 de mayo de 2020

Las preciosas ridículas




El engorro al que tiene que hacer frente el sensato burgués Gorgibus no es nada pequeño: tiene que concertar el matrimonio de su hija y de su sobrina con dos honorables caballeros. Dicho así parece fácil, pero es que las muchachas son dos almas de cántaro que, influenciadas por la lectura de unos libros cursis, adolecen de ñoñeces insufribles y se muestran también bastante melindrosas con respecto a las pretensiones de Gorgibus (la sobrina llega a pronunciar estas palabras en la quinta escena del primer acto: “Encuentro el matrimonio una cosa completamente molesta. ¿Cómo puede sufrirse el pensamiento de acostarse con un hombre totalmente desnudo?”).
Todo en ellas (su vocabulario afectado, su vestimenta atildadísima y sujeta a los menores vaivenes de la moda, sus gestos, sus ideas sociales) es fatuo, superficial y risible. Y su máxima aspiración, que no se molestan en esconder, consiste en ser valoradas como árbitros del buen gusto en su ciudad. Así que el terreno está lo bastante bien abonado como para que dos sirvientes bribones (Mascarilla y Jodelet) decidan burlarse de ellas fingiéndose nobles.
Eficaz como siempre, Molière construye en esta pieza una burla demoledora contra los excesos de la afectación, que convierte a sus protagonistas en seres patéticos, falsos y vulnerables; y nos regala una hora de lectura absolutamente maravillosa. (Nota: he ido cotejando esta traducción con la de Julio Gómez de la Serna para la editorial Aguilar, y el ejercicio me ha parecido sumamente interesante).

martes, 12 de mayo de 2020

Lucía




Lucía es una muchacha que vive bajo el tormento de la muerte de su padre, un martirizada y descompuesta. Se encuentra ingresada en un hospital psiquiátrico y tiene alucinaciones (“¿Por qué nadie se cree que soy normal?”, p.27), que son contempladas con preocupación por las personas de su entorno. Su madre, Cristina, y su nuevo amor, Eduardo, la visitan con solicitud.
Es evidente que nos encontramos ante un asfixiante ejercicio de inmersión en los entresijos mentales de la chica, que no ha aceptado la muerte de su progenitor (ni tampoco la de su hermano Carlos) y que vive con el corazón herido por la nueva relación sentimental de su madre, que juzga invasiva e impropia.
En la pieza encontramos ecos clásicos evidentes, que la autora no solamente no oculta, sino que subraya y adapta a la perfección. En este caso, no hay que realizar muchos esfuerzos imaginativos para relacionar esta historia con la de Orestes (al que se cita explícitamente en la p.51), hijo de Agamenón y Clitemnestra, que mató a su madre y al amante de ésta.
Diana de Paco vuelve a demostrar en estas páginas que la cultura clásica sigue viva entre nosotros, porque, en realidad, hablaba de nosotros hace ya más de dos mil años. Y vuelve a demostrar también que su sólida trayectoria en el mundo de la dramaturgia no es fruto de una casualidad, sino de un enorme talento para la creación de personajes y espacios escénicos.

lunes, 11 de mayo de 2020

Los dos verdugos




Se puede aceptar que el dramaturgo melillense Fernando Arrabal es un histrión muchas veces apayasado y que, a la vez, es uno de los creadores más fascinantes de la escena española de la segunda mitad del siglo XX. Yo estoy en la línea de aceptar ambas afirmaciones. Recuerdo que mi primera experiencia con su obra fue el acercamiento a Tormentos y delicias de la carne, y que aquellas páginas me parecieron diferentes, asombrosas y plausibles. Luego me sumergí en piezas como El cementerio de automóviles, El triciclo o El arquitecto y el emperador de Asiria, que he conservado con cariño en mi biblioteca durante muchísimo tiempo, y ante las cuales también me quité el sombrero como lector.
Hoy me acerco hasta la propuesta que tituló Los dos verdugos, tan breve como intensa, en la que nos enfrentamos a una venganza familiar nauseabunda: una mujer decide denunciar a su marido ante los dos verdugos que presiden la escena desde el inicio de la obra; y ellos, tras apresarlo, lo azotan y torturan fuera de escena hasta provocarle la muerte. Mientras, la sádica esposa mantiene una falsa cara de humildad y resignación ante sus dos hijos: uno, dócil y faldero, que se niega a creer que su madre sea culpable de la delación y que la defiende en todo momento; otro, enervado por la mansedumbre espuria de su progenitora, que no solamente ha perpetrado la denuncia con total sangre fría, sino que entra de vez en cuando en la sala de tortura para burlarse del marido, afearle su pasado e, incluso, verter vinagre y sal sobre sus heridas… Tras una serie de discusiones tensas, el hijo dócil y la madre embustera envolverán con su palabrería al hijo airado para que deponga su actitud, pida perdón a la madre y regeneren entre los tres el núcleo familiar, inaugurando un futuro distinto.
El interrogante que Fernando Arrabal nos deja en el cerebro no puede ser más nítido ni más perturbador: ¿quiénes son, realmente, “los dos verdugos”? ¿El par de profesionales silenciosos que se limitan a cumplir con su desagradable tarea; o la madre y el hijo que logran derrotar la queja compasiva del hijo rebelde?

domingo, 10 de mayo de 2020

El cíclope




La historia es bien conocida desde que Homero nos facilitó la secuencia en su monumental obra La Odisea: Ulises retorna de la guerra de Troya y se dispone a instalarse de nuevo en su isla de Ítaca; pero algunos dioses, que mantienen frente a él una actitud beligerante y vengativa, han decidido impedir esa vuelta. Y el pobre barco de Ulises, tripulado por sus más fieles guerreros y capitaneado por él, se convierte en un juguete para Poseidón y Eolo. En una de las ocasiones en que tocan tierra se encuentran con el cíclope Polifemo, gigante de un solo ojo y costumbres antropófagas bastante incómodas, que decide comerse a todos los nautas uno detrás de otro… hasta que el astuto esposo de Penélope descubre la forma de impedir su sangrienta fechoría.
En la formulación dramática que Eurípides tituló El cíclope (que leo en la versión de Juan Antonio López Férez) nos encontramos con una variante de esta historia, en la que Sileno, un sátiro al que el gigante mantiene secuestrado y usa como apacentador de sus rebaños, intenta vender queso y carne a Ulises a cambio de vino. Descubierto, alegará que el rey de Ítaca intentaba obtener esos productos haciendo uso de la violencia. Ulises, rebelándose contra esa versión y temiendo la ira del engendro, le pide respeto en nombre de los dioses. El cíclope desgrana ante él el discurso quizá más interesante de toda la obra, en el que resume su forma de ver la existencia (“Beber y comer cada día, eso es Zeus para los hombres sensatos. Y, además, no afligirse por nada. Y a los que dispusieron las leyes complicando la vida de los humanos, los mando a paseo”).
La comicidad de algunos instantes de la pieza (con alusiones sexuales y priápicas incluidas) adereza el conjunto hasta fundir humor y dramatismo en una mezcla admirablemente equilibrada.

sábado, 9 de mayo de 2020

San Mitica Blajinu




El despacho de documentación y archivo de un ministerio de Rumanía. Ése es el ambiente en el que se mueven los personajes de esta pieza teatral de Aurel Baranga, que se titula San Mitica Blajinu y que vierten al español Ioana Gavrilescu, Ileana Georgescu y Silvia Viscan. Allí se desarrollan sus vidas, en medio del aburrimiento, la repetición infinita de tareas absurdas, los duplicados y los formularios inanes. Veinte años lleva Mitica, junto a Adela, en ese servicio al Estado; y su natural tolerante, blando y condescendiente le ha valido el apodo de “Santo” entre sus subordinados. Así que cuando comienza la obra y alcanza la edad del retiro, sus jefes deciden imponerle la jubilación, a la vez que destinan a Adela, más joven, a un puesto situado a 30 kilómetros de Bucarest.
En ese momento, salta la sorpresa: Mitica afirma que no puede hacerles entrega de los archivos que durante décadas ha custodiado… porque los ha vendido a una potencia extranjera a cambio de muchísimo dinero. Las privaciones en su país son elevadas y él (Adela es quien realiza la enumeración ante los superiores) gasta mucho en coches, mujeres, juego y bebidas caras. Además, y puestos a confesar toda la verdad, lleva años trabajando como espía. Todas las alarmas se disparan, al escuchar estas terribles revelaciones. ¿Acaso es que nadie se ha percatado antes de la extraña conducta de Mitica? ¿Nadie ha sido capaz de investigarlo con la debida profundidad, para descubrir su profunda podredumbre moral, que amenaza con arrastrar a todos en su desplome?
Esta “farsa satírica” (así la bautiza el dramaturgo rumano) nos permite descubrir los horrores de la hiperburocracia y la castración deshumanizadora que supone el férreo control estatal de trabajos y vidas.

viernes, 8 de mayo de 2020

Prometeo encadenado




Lamentaba el poeta peruano César Vallejo que en la vida se recibiesen golpes tan duros como si procedieran del odio de Dios; y es que (y quizá no exageren quienes así lo afirman) las venganzas que se deciden a ejecutar los dioses son terribles. Uno de los primeros testimonios de dicha dureza nos lo proporciona la historia de Prometeo, aquel titán misericordioso que entregó el fuego a los seres humanos y que se ganó con su acto la feroz iracundia de Zeus. Víctima de esa impiedad, el hijo de la oceánide Asia es el protagonista de la obra teatral Prometeo encadenado, de Esquilo.
Desde su mismo arranque descubrimos que ninguno de los personajes que van apareciendo en escena juzga razonable el castigo que se ha decretado contra el titán: ser encadenado a una roca por los siglos de los siglos, y ver cómo un águila le roe de forma interminable el hígado (que crece de inmediato para que la tortura no mengüe). Hefesto lo encadena mientras lo atraviesa la congoja, el coro lo observa con lástima, Océano expresa su voluntad de interceder por él ante el Tonante… Pero Prometeo, lejos de arrepentirse de su acción o de doblegarse a la súplica, enumera las otras enseñanzas que ha puesto en manos de los humanos: les ha dado a conocer los números, la escritura, la técnica para domar caballos, el arte de la navegación, la medicina, la interpretación de los sueños o la minería. Es decir, el conjunto de las técnicas y las artes. Además, este titán castigado conoce perfectamente los pormenores del futuro y sabe que el reinado de Zeus no será eterno, porque un descendiente suyo se alzará contra él y le arrebatará sus privilegios.
Orgulloso, seguro de sí mismo y refractario a los consejos (“Cuando se es bien ajeno a la desgracia es fácil cosa, a aquel que está sufriendo, ofrecerle consejo y advertencias”), Prometeo se mantendrá inflexible incluso cuando el dios máximo le envíe a su heraldo Mercurio para lograr su genuflexión.
Nos encontramos ante una obra densa y tensa, de desarrollo impecable, que Luis Gil traduce con un ritmo maravilloso, en endecasílabos perfectos. No ha perdido, en veinticuatro siglos, ni un gramo de su hermosura y su grandeza escénica.

jueves, 7 de mayo de 2020

Los cuatro Aymon




Los cuatro hermanos Aymon llevan, en su castillo de las Ardenas, una vida sana y feliz, pero incompleta. Les falta un elemento que la culmine: que el emperador Carlomagno acceda a nombrarlos caballeros, tal y como sus merecimientos y su estirpe solicitan. El problema es que parece casi de todo punto imposible que tal ceremonia se celebre, pues un tío de los chicos mató por accidente a un sobrino del emperador; y la rencorosa animadversión de éste hacia la familia no se ha extinguido. Pero la cordura se acaba imponiendo y los chicos son convocados a presencia de Carlomagno, quien se aviene a nombrarlos caballeros.
Desgraciadamente, no todo el mundo se muestra conforme con el hecho de que unos “palurdos” sean ensalzados con tal honor y los muchachos son provocados hasta que explotan y cometen un nuevo crimen. Desde ese punto, la venganza del emperador ya no admitirá objeciones; y se inicia la atroz persecución de los cuatro hermanos, que huyen y combaten con honrosa nobleza.
Basándose en la conocida historia medieval de los cuatro hijos de Aymon (que aparece en los cantares de gesta desde el siglo XII y que incorpora elementos tan célebres como el caballo Bayard o el encantador Maugis) el belga Herman Closson construye aquí un drama magnífico en el que el amor, el honor y unos acertados puntos de lirismo (sobre todo, al final de la pieza) consiguen mantener la atención del lector y su aplauso constante.

miércoles, 6 de mayo de 2020

Angelita




Ángela Miranda es una joven melancólica que, paseándose siempre con un libro entre las manos, medita sobre su vida, sobre el futuro, sobre cómo habrá de actuar el paso del tiempo sobre ella. Un día, en medio de uno de sus lánguidos paseos, se tropieza con un desconocido que parece saber bastante sobre la asombrada muchacha y que, por sorpresa, le regala una sortija muy especial: girándola, ella podrá hacer que el tiempo avance a su antojo, situándose de golpe en un porvenir emplazado a dos, tres, cinco, diez años más allá, dependiendo de las vueltas que le dé al raro anillo.
La tentación es tan infantil como poderosa; y Angelita, quizá no resulte necesario explicarlo, parece dispuesta a comprobar si las palabras del misterioso caballero encierran una burla o son verídicas. Así que, aprovechando la soledad de su casa, agarra el anillo… y le da varias vueltas.
Es entonces cuando descubre que ahora está casada, tiene una sirvienta de lo más curiosa y es madre de un chiquillo. ¿Cómo es posible que todo esto haya tenido lugar? ¿Cómo reconocerá a su marido cuando lo vea, si ni siquiera conoce su nombre, su profesión, sus gustos o su aspecto físico?
Partiendo de ese peldaño tan sugerente, e invitándonos a subir por la asombrosa escalera, Azorín nos ofrece en esta obra teatral una reflexión muy elaborada sobre el paso del tiempo, sobre la imposible felicidad del ser humano (sujeto siempre a vaivenes e incertidumbres) y sobre la plácida serenidad que se adquiere cuando la persona vive en paz con su realidad presente.

martes, 5 de mayo de 2020

La antesala




En la obra teatral La antesala, Diana de Paco Serrano nos plantea una situación muy curiosa. En escena tenemos a un montón de personas que están situadas ante lo que parecen ser las ventanillas de una administración pública. Todos estos seres están tensos, nerviosos, hacen cola de forma incómoda, discuten por las nimiedades más asombrosas, se pelean por el sitio que ostentaban o que desean lograr, cogen y rellenan formularios, etc. Pepe, que acaba de llegar, está bastante desconcertado, como si no supiera dónde se encuentra. Está vestido con ropa de noche (un absurdo pijama) y mira con perplejidad a su alrededor. Su esposa, tan desconcertada como él, llega muy pronto. Un señor servicial les explica lo que ha ocurrido, y la causa que los ha llevado a esa “antesala de la sala” (p.105).
A partir de ese momento, ambos tratarán de actuar conforme exige el decoro de la situación, tan inquietante como previsible, tan asombroso como terrible. Y el lector (o el espectador), que comprende muy bien la metáfora que la autora murciana le está trasladando, traga saliva mientras espera el desarrollo de los acontecimientos, para saber qué ocurrirá finalmente con todos los personajes que se mueven por la escena.
Es una obra de trazado ágil, elegante y sólidamente llevada, que hubiera hecho las delicias de Jean-Paul Sartre (por las conexiones que podemos establecer con Huis clos), y donde Diana de Paco demuestra una soltura realmente notable en los diálogos, en el manejo del sentido del humor y en la profundización psicológica de los personajes.

lunes, 4 de mayo de 2020

Gorgojo




Con el título de Gorgojo, el siempre divertido Tito Maccio Plauto compuso en el siglo II a.C. una obra teatral basada en las habilidades para el engaño de un siervo, quien consigue para su amo a la bella Planesia (que permanecía como esclava en casa del alcahuete Capadocio).
La pieza, ágil en su desarrollo y muy bien adornada en sus secuencias cómicas, incorpora personajes que, a pesar de su condición tópica, brillan de forma innegable: la vieja portera a la que resulta sencillo comprar utilizando jarras de vino, el banquero avaricioso, el alcahuete enfermo, el enamorado que no logra conseguir a la mujer de sus sueños, el sirviente espabilado, el soldado fanfarrón… Nos encontramos ante una obra destinada a provocar las carcajadas del público, y en su interior no faltan las opiniones crudas, que no han perdido ni un ápice de actualidad, sobre los proxenetas (“Vuestra raza es como las moscas, las chinches y los piojos”) y sobre los banqueros (“Hundís en la miseria a la gente con la usura. El pueblo dicta leyes para protegerse y vosotros las burláis. Siempre encontráis escapatoria”). La anagnórisis de las últimas páginas, pese a su carácter previsible, se construye con habilidad.
Por cierto, me encanta la forma en que el traductor, José Luis Sánchez Matas, se deja llevar por el espíritu plautino y no duda a la hora de introducir palabras y expresiones que, aparentemente bruscas o “malsonantes”, reproducen muy bien el modo en que los espectadores de hace 2.200 años debieron sentir la obra del autor latino.

domingo, 3 de mayo de 2020

El pasamanos




Segundo Bueno es un viejo frutero retirado que, con las piernas destrozadas por la enfermedad, no puede salir de casa por un motivo tan trivial como marmóreo: su casera no accede a poner una simple barandilla, un pasamanos, que le permita bajar a la calle a pasear con su mujer, echar pan a las palomas o tomar un café en el bar de la esquina. Durante años ha insistido ante su casera con ruegos y papeles judiciales; pero viendo que no hay forma de doblegar su terquedad rácana decide recurrir a un programa de televisión, que se haga eco de su estado. Lo que el pobre hombre ignora es que la mecánica lacrimógena del mismo comenzará a presionar para que él adopte una pose mendicante, que el digno jubilado no está dispuesto a secundar.
Pero el lector se lleva también algunas sorpresas adicionales conforme avanza por la obra, porque descubre que los motivos que impulsan a Segundo Bueno para atrincherarse en su ortodoxia no son tan cristalinos como se pudiera pensar en las primeras páginas. Y es que todos escondemos miedos, salivas tragadas y frustraciones, que no siempre resulta sencillo asumir.
Con esta pieza dramática, la madrileña Paloma Pedrero explora y disecciona a la perfección los límites, siempre tan tenues y tan peligrosos, que separan la justicia de la caridad, la honradez del chantaje y la honestidad del miedo, hasta componer una obra teatral que define perfectamente el mundo de hoy en día.

sábado, 2 de mayo de 2020

La familia Swedenhielm




En la casa del ingeniero Rolf Swedenhielm, en la que estamos como invitados teatrales, no tenemos más remedio que acostumbrarnos a los cambios bruscos de ánimo. Al principio, todo es abatimiento, rabia y desilusión, porque al prestigioso científico no le han concedido el premio Nobel de Física, como esperaban con entusiasmo todos los miembros de la familia; más tarde, nos sentiremos zarandeados por la euforia cuando un súbito telefonazo trastoque la situación y se compruebe que sí, que la concesión es un hecho; y después volveremos a percibir la angustia de los personajes con la aparición de Eriksson, que inundará de inquietud a cuantos comprenden para qué ha venido.
Situémonos ante esos personajes, para entender mejor quiénes son: Rolf (hijo) vive con rencor la forma en que la prensa silencia su propio trabajo científico; Bo (su hermano) es teniente de aviación, y también considera que sus méritos como piloto deberían ser remarcados y aplaudidos; Julia (hermana de los anteriores) es una actriz que suspira por ser venerada; Boman (tía de los tres primeros, pero también ama de llaves de la vivienda) dedica toda su energía a capear esos egos y mantener limpia la casa. ¿Y cuál es el papel perturbador que supone Eriksson, en este hogar inestable? Pues el de ser el propietario de unos pagarés emitidos por alguien de la casa y que, al contener una firma fraudulenta, podrían suponer la cárcel y la humillación pública para el responsable.
El lector comprueba cómo, durante el desarrollo de este drama de honor (que leo gracias a la labor traductora de Javier Armada), rebrotan agrios pleitos que florecieron en el pasado y que nunca han sido del todo olvidados, porque se cerraron en falso, y que afectan a varios de los protagonistas de la obra. Fechada en el año 1925, resulta imposible no relacionar esta pieza con una novela galdosiana que se publicó en 1897 y cuyo espíritu flota en el interior de la obra de Hjalmar Bergman.

viernes, 1 de mayo de 2020

Edipo Rey




Contradiciendo la famosa frase, podríamos afirmar que los dioses aprietan, pero también ahogan. Por lo menos, los dioses de estirpe grecolatina, que gustan de adornarse con demasiada frecuencia con los ropajes de la impiedad. Así, cuando en Tebas se dictaminó que el pequeño hijo recién nacido de los reyes Layo y Yocasta habría de ser asesino de su padre y compañero sexual de su madre, la decisión urgente ante tal espanto contrario a las costumbres fue que el niño debía ser apartado de allí y perecer. Pero intervino la conmiseración humana y el bebé acabó sobreviviendo para, a la postre, cumplir ambas profecías. El desdichado Edipo se convirtió en el anónimo asesino de su progenitor y en el hombre que “aró los campos maternos en los que él fue sembrado” (la fórmula es tan elegante como sobrecogedora); y vio después cómo su apacible condición de monarca de Tebas se transformaba en catástrofe sin igual y en mancilla eterna.
El argumento de Edipo Rey, de Sófocles, es harto conocido. Y la forma en que los analistas de la mente humana (Sigmund Freud y su escuela) ahondaron en él también es notoria y popular. Pero quizá lo que más me sigue asombrando de esta pieza inigualable es la forma en que su horror y su mensaje han sobrevivido a las erosiones del tiempo. Edipo no es más que una pobre víctima, si lo pensamos con calma; porque, aunque se inflija el terrible castigo de la ceguera en sus líneas finales y se considere a sí mismo un monstruo, nada tiene en verdad de culpable. Sólo ha sido una marioneta del Destino y un juguete de los dioses. No podemos juzgarlo culpable de haber cometido unos actos que fueron decididos por quienes controlan la vida, la muerte y el lapso de tiempo que las separa. Stricto sensu, Edipo es, como el Cid, un buen vasallo. La lástima es que, también como el Cid, no tuviese un buen señor. Por eso merece más lágrimas que reproches, más abrazos que señalamientos. Lo intuí al leer la obra con 19 años y lo refrendo ahora al volver a sus páginas con 54. Espectacular.