Decido,
para terminar el mes de mayo, revisitar el primer libro de José Cantabella, que
se publicó en 2002 y que lleva por título Amores
que matan. Es una colección de veintidós apuntes y relatos donde se mezclan
con eficacia el candor narrativo y la ironía, para crear productos de amable
lección. El contenido (lo advierte en seguida la persona que abre el volumen y
se sumerge en él) es muy heterogéneo: sátiras literarias tan graciosas como “Literators”;
deliciosas estampas bucólicas, de gran ternura, como la que bautiza con el
nombre de “El juego de la infancia”; párrafos increíblemente hermosos, casi de
inspiración borgiana, como “La foto”; páginas desconcertantes, zumbonas,
ácidas, del estilo de “El amor, esa enfermedad”; etc. Además, en el texto “Fidelidad”
se nos anticipa a un personaje que se convertiría en el protagonista absoluto
de su segundo libro: Chacón.
La mayor
virtud de aquel juvenil José Cantabella probablemente radicaba en su condición
acuosa: es decir, en la capacidad que demostraba para integrarse en un molde
temático o estilístico, y conseguir que éste le entregase sus mejores frutos de
manera natural. Otra de sus virtudes innegables era la humildad que manifestaba
en sus páginas. Así, rendía sincero tributo de admiración a una serie de
escritores que lo habían deslumbrado con su maestría: Severo Sarduy, Felisberto
Hernández, etc. Pero por encima de todas las demás influencias, José Cantabella
se hincaba de hinojos ante Julio Cortázar, al que realiza un homenaje directo
con su relato “La dulce espera”, en el que incluso calcaba sintagmas del cuento
“Continuidad de los parques”, del imborrable argentino.
Un
anuncio prometedor de los libros que, torrente de belleza, vendrían después.