Hay fábulas que, por su trasfondo ideológico,
resultan destructoras; y que, lejos de la moraleja educativa que de estos
productos suele esperarse, nos traen la angustia, la desazón y la desconfianza.
Una de ellas (quizá la más terrible de cuantas se hayan escrito nunca) tiene
como protagonistas a un escorpión y a una rana. Y el argumento, a fuerza de
simple, es macabro. El escorpión necesitaba cruzar al otro lado del río y, como
ignoraba la forma de conseguir su propósito, le pidió ayuda a la rana, puesto que
él no sabía nadar. La rana (creo que será innecesario subrayarlo) se asustó
mucho con aquella petición: ¿y si el escorpión le picaba durante el trayecto?
Pero éste replicó con una sonrisa: “Eso es imposible. Ten en cuenta, querida
amiga, que si hiciera eso nos ahogaríamos los dos”. La rana, aunque temerosa,
quedó convencida por la fuerza inapelable de dicha réplica, y aceptó cargar con
el arácnido. Pero cuando se encontraban ya a mitad de río, el escorpión sintió
la necesidad de picar a su montura; y lo hizo, hundiéndose ambos en las
profundidades. Había actuado la voz de la sangre, que impedía al alacrán a
fulminar a sus enemigos con la potencia de su veneno. Moraleja: nadie puede ir
contra su propio ser, porque los instintos terminan aflorando.
Esto le ocurre también al protagonista de esta
narración, Juan Filolao, un hombre que se define a sí mismo como “medio
autista” y que buscó en las matemáticas su especialísima visión del orden
universal. El mundo siempre le ha parecido caótico, desagradable, repulsivo. Y
sólo en las ideas sublimes de Pitágoras ha visto la luz y la constitución de
una cierta paz armónica. Juan es consciente de ser un “bicho raro”, un marginal
del espíritu, un inadaptado. Y no parece que estas certidumbres lo acongojen
mucho. Él pasa por la vida como quien espera un tren diferente al que esperan
el resto de los seres humanos. De hecho, y para que nos hagamos una idea más
completa de este densísimo personaje, Juan Filolao afirma que trabaja como
profesor de secundaria sólo porque debe ganarse la vida de alguna manera (el
contacto diario con sus alumnos y con los compañeros y compañeras de trabajo se
le hace penoso, como constata en el capítulo XI). Y lo mismo podríamos decir
del amor. Juan afirma que convive con Candela por rutina (al principio) y por
interés (más adelante): quiere descubrir tan sólo si la soledad compartida
sirve como mitigación para los dolores de la existencia, como un bálsamo que le
haga más soportable el tránsito por el mundo. Pero nada más. No cobija otras
esperanzas, ni tampoco otros más románticos sueños. En el colmo del pragmatismo
descreído, el personaje dice que “el enamoramiento es, ante todo, una
creencia”. Y para ratificárselo a sí mismo (y también para paliar los fracasos
sexuales que tiene con Candela), termina obsesionándose con una prostituta, que
le da placer y conversación durante muchas noches, sin pedirle nada a cambio
(esta prostituta se llama, con un humorismo nominal francamente dudoso,
Auxiliadora; y es murciana). Sólo arrostrando esos infiernos parciales de su
trabajo y de su matrimonio, Juan se purificará para ver si consigue llegar a la
casilla final de la rayuela, a la respuesta que tan agónicamente busca y que
quizá le otorgue la paz.
Como cierre, podemos concluir que Ignacio
García-Valiño (Zaragoza, 1968) supo redactar aquí una novela intensa, digna y
muy bien cuajada, con la que mereció ser finalista del premio Nadal de 1998,
inaugurando una trayectoria que después, lamentablemente, no ha tenido excesiva
continuación.