El tercer volumen de la Correspondencia
de Nietzsche (Trotta, 2009) cubre el período temporal que va desde enero de
1875 hasta diciembre de 1879 y consta de 510 cartas (se sigue la numeración del
volumen II, de tal modo que iniciamos la lectura en la carta 412 y se acaba en
la número 922). Andrés Rubio se encarga de traducirlas y añadirles 1036 notas
de gran interés al final del volumen.
El año 1875 le depara a Nietzsche la sorpresa de
que su fiel Romundt tiene decidido convertirse al catolicismo, lo que provoca
una chocante indignación en el filósofo, que lo reputa de mal amigo y de
egoísta (“Estoy un poco herido por dentro y a veces pienso que es lo más
malvado que me podían haber hecho. Naturalmente Romundt no tiene mala
intención, hasta ahora no ha pensado ni por un instante en otra cosa que no
fuera él mismo”, carta 430). Algo después, durante el verano del mismo año, ha
de ser ingresado en un sanatorio de la Selva
Negra , especializado en dolores estomacales, donde se le
trata con algunas lavativas autoadministradas (carta 468) y con sanguijuelas en
la cabeza (carta 469). No mucho más tarde emplearía unas líneas para explicar
que “ni siquiera la muerte es lo que más me asusta, sino la vida enferma, en la
que uno pierde la causa vitae” (carta
479). Y es que la salud continuaba siendo una terrible fuente de suplicios para
el filósofo alemán. En enero de 1876 le comunicaba a su amigo Gersdorff que
había padecido “una seria dolencia cerebral” (carta 498). Y llega a concluir,
en unas terribles palabras que le envía a Richard Wagner, que “ya estoy harto,
y quiero vivir sano o no vivir más” (carta 556). Esa devastación de su salud no
habría de moderarse durante el resto de su vida, regalándole unos padecimientos
extraordinarios, que lo hacen aseverar en alguna carta (como la 799) que sus
dolores no son menores que los que padeció Giacomo Leopardi. La forma más
demoledora de condensarlo aparece en la carta 830, cuando habla de “mi
existencia al borde del abismo y compuesta de tres cuartos de dolor y un cuarto
de agotamiento”.
Por lo que respecta a su situación sentimental,
Nietzsche es de lo más gélido. En una ocasión le escribe a Gersdorff,
refiriéndose a su común amigo Rohde, y le habla de “esta absurda situación en
la que su vida gira en torno a una pequeña muchacha —¡el cielo nos libre a ti y
a mí del mismo destino!” (carta 487). Pero de pronto conoce a Mathilde
Trampedach y, tras un solo día de
conversación con ella le escribe unas líneas directísimas, huérfanas de toda
huella sentimental y de todo calor, donde le pregunta: “¿Quiere usted ser mi
esposa?” (carta 517). A la negativa de esta dama seguirá una recomendación de
su hermana Elisabeth, en el sentido de que le propusiera matrimonio a Bertha
Rohr. Nietzsche, no muy convencido, piensa más bien en Natalie Herzen (carta
603). Se percibe en sus palabras un tono de valoración
ganadera que sorprende por su falta absoluta de sentimientos. Igual
sensación se desprende de aquella frase en la que se muestra favorable al
“matrimonio con una dama que congenie conmigo, pero necesariamente adinerada”
(carta 609).
Intelectualmente, Nietzsche comienza a sentir sus
primeros desacuerdos con la filosofía de Schopenhauer, sobre la cual llega a
instantes de lo más contundente (“Sigo creyendo que es extremadamente
importante pasar por Schopenhauer durante un tiempo y tomarlo como educador.
Sólo que ya no creo que deba educarse en la filosofía schopenhaueriana”, carta
642); va dejando constancia de las numerosas amistades que ve erosionarse o
perderse después de la salida de su libro Humano,
demasiado humano; desliza juicios pictóricos de una vigorosa subjetividad (“Considero
a Van Dyck y a Rubens superiores al resto de pintores del mundo”, carta 615);
exhibe sus habilidades culinarias (en la carta 591 presume de saber preparar
risotto); nos habla en la misiva 658 de sus gafas del número 2 (las cuales
corregían un total de 13 dioptrías); sugiere a su madre y su hermana unos
regalos más bien curiosos (“En navidad me gustaría tener una longaniza”, carta
777)... Y ya van apareciendo los brotes de su pensamiento más radical, cuando
alude sin ambages a la retórica judeocristiana, “contra la que he ido
acumulando tanto asco que debo tener cuidado para no ser injusto” (carta 495) y
comienza a hablar de sí mismo con los inicios de una inequívoca grandilocuencia
(“Tengo que vivir para mi misión y mi
tarea”, carta 772).