sábado, 30 de diciembre de 2017

Tres sombreros de copa



Aprovecho las vacaciones de Navidad para releer (creo que por cuarta vez en mi vida, además de haberla visto representada por el maravilloso Luis Varela) la obra Tres sombreros de copa, de Miguel Mihura. Y reconozco que me siguen fascinando su humor absurdo, sus diálogos disparatados, su ritmo escénico, sus incorrecciones políticas; y que me sigue conmoviendo también la tristeza honda que late por debajo de estas vidas ambulantes.
Mihura nos pone ante los ojos al voluble y timorato Dionisio, que carece de toda energía para dirigir su propia existencia; y al almidonado don Sacramento, su futuro padre político, que le dibuja en pocos minutos un horizonte lánguido y lleno de silencios; y a la alocada Paula, que en el fondo sólo quiere ser una chica que encuentre al hombre de su vida, para construir una familia con él… Y con todas esas líneas nos retrata maravillosamente la colisión de dos mundos antagónicos: en uno reina la alegría; en el otro, la roña. Y Dionisio siente que tiran de él en las dos direcciones. Paula lo invita a adentrarse por el sendero de baldosas amarillas, que conduce a playas donde jugar con la arena, donde reír mirando los ojos de la mujer amada, donde no hay viejos centenarios con quienes tomar el té; y Margarita le franquea la puerta hacia un cónclave de salones penumbrosos, en los que tendrá que ser formal, poner cuadros tradicionales en las paredes y comer huevos fritos, porque las personas de orden adoran siempre los huevos fritos…
Pero Paula comprende a tiempo que no sería justo privar a Dionisio de una vida estable, ordenada, burguesa y con recursos económicos asegurados, así que se hace prudentemente a un lado y empuja al pusilánime muchacho hacia Margarita. Si durante buena parte de la obra ha tocado sonreír, ahora toca contener las lágrimas cuando piensas en el inmenso sacrificio que la pobre muchacha acomete.

Qué grande, Miguel Mihura. Qué control de la escena y de los personajes. Qué maestría para construir las emociones de sus lectores y espectadores. Qué valor para ser distinto.

jueves, 28 de diciembre de 2017

Llama viva



Una novela de John Steinbeck, que versiona Rubén Darío (hijo) para todos los lectores hispanos: Llama viva (Editorial Guillermo Kraft, Buenos Aires, 1951). Dice el propio autor en el prefacio que es un “drama-novela corta”, y que es un género híbrido que permite dar más detalles que el teatro, y que otorga a la narración la soltura de las tablas. La verdad es que el experimento funciona muy bien.
Trata sobre Joe Saul, un trapecista cincuentón que no consigue tener hijos con su joven esposa Mordeen, y que se obsesiona con esta circunstancia (“Un hombre no puede borrar la línea de su sangre, no puede romper el hilo de su inmortalidad”); y ella, para evitar que su marido ingrese en una fase depresiva, se acuesta con el joven Víctor para concebir un hijo. En el segundo acto, vemos que los protagonistas ya no trabajan en el trapecio, sino que son granjeros, pero nombres y trama siguen igual: el embarazo va bien, pero Víctor (joven ayudante de Joe Saul) se ha enamorado de Mordeen y quiere huir con ella y con su hijo; ella ama a su marido y no hay manera de que acepte. En el tercer acto, todo igual (los nombres y la acción), pero los protagonistas son gentes que viven en el mar: culmina el embarazo, Víctor es asesinado para que no enturbie el panorama, el bebé nace muerto y Joe Saul (que ha descubierto en un análisis médico que es estéril) comprende el sacrificio de su mujer y queda unido a ella por los vínculos indestructibles del amor.
Una novela hermosa, pero en la que no entiendo el cambio “ambiental” que va de acto a acto. ¿Qué necesidad (psicológica, narrativa, teatral) hay de inyectar esa mutación en la obra? Yo no veo ninguna que la justifique, francamente. Pero esa decisión pertenecía por entero a John Steinbeck, y me parece legítimo que haga lo que quiera. He leído la obra con gusto, percibiendo su aroma lírico y terrible (hubo momentos en que me vino a la memoria la Yerma de Federico García Lorca), y eso es lo que importa al final.

“Son dos familias antiguas [...] y solamente dos. Payasos y acróbatas. Los demás son recién llegados”. “Me disgusto con el tiempo cuando tú estás ausente”. “Las dos grandes leyes: que uno debe vivir y que debe pasar esa vida..., conducir el fuego y pasarlo".

martes, 26 de diciembre de 2017

Deseada



Después de haber leído en mi juventud una buena dosis de la narrativa de Max Aub ha caído en mis manos, de forma tardía, esta pieza teatral que tituló Deseada y que he decidido devorar con tanta curiosidad como respeto. Pero el balance general, ay, no es demasiado positivo. Aplaudo con entusiasmo el juego de analepsis y prolepsis que sostiene la estructura de la pieza, pero me quedo muy frío con todo lo demás: con la condición acartonada de los personajes; con sus diálogos (que más que diálogos figuran ser duelos conceptistas); con su escasa fluidez (a ratos, ninguna); con el inesperado efectismo melodramático que cierra la obra.
Por resumir el “argumento” para quien experimente curiosidad diré que Deseada estaba casada con Miguel y tenían una hija, Teodora, ojito derecho de su padre. Ahora, con la niña convertida en una mujercita, Deseada ha contraído un segundo matrimonio con Pedro. Pero en las dos situaciones se mantiene una extraña tensión entre las dos mujeres, una insana competitividad que genera fricciones y rencor larvado entre ellas: si Deseada sentía celos de que Miguel pasase tanto tiempo con su hija y quizá por eso la matriculó interna en un colegio alejado de la casa, ahora nota que la muchacha coquetea casi indecorosamente con su segundo marido. Por supuesto, al lector le esperan algunas sorpresas bastante notables conforme avanza la trama, que le permitirán entender qué anida en el corazón de ambas mujeres.

Dicho de una manera esquemática: que la historia que Aub nos propone es muy sugerente desde el punto de vista psicológico, pero que la manera de verterla a lenguaje teatral ya no muestra tanto brillo. Quizá el autor hispano-mexicano tuviera de dramaturgo la gracia que no quiso darle el cielo. Lo comprobaré acercándose a otra obra suya, más adelante.

domingo, 24 de diciembre de 2017

Virazón



En su obra Playa de Poniente (MurciaLibro, 2014) la escritora Lola Gutiérrez ensayó un procedimiento novelístico que le dio felices resultados: construir dos líneas argumentales que, separadas por algo más de un siglo, se fuesen desarrollando armoniosamente en paralelo, con íntimas y constantes conexiones entre ambas. Ahora, en Virazón, frecuenta el mismo sendero para contarnos la historia de Dolores, una mujer que, tras la muerte de su marido, decide asir las riendas de su propia vida y re-crearla. Pero durante las obras que emprende en su nueva propiedad (donde piensa establecer el negocio con el que siempre ha soñado) descubre un antiguo manuscrito donde está consignada en primera persona la historia de Jesús, intrépido muchacho que abandonó el campo de Cartagena en el último cuarto del siglo XVIII para embarcarse rumbo a América, donde esperaba encontrar un horizonte mucho más luminoso para su existencia.
Ambas narraciones, por tanto, nos sitúan ante personajes que se buscan y que, para buscarse, aprietan los dientes, se aferran al timón y afrontan el porvenir con valentía. En ese latido íntimo, que luego se modula con una prosa transparente y con un avance narrativo bien pautado, se encuentra la clave de muchas páginas de Lola Gutiérrez. Porque sus protagonistas insisten con gozo en la alegría y en la energía de vivir: frente a las asechanzas de la adversidad, ellos se yerguen. Frente a las tentaciones innobles de la rendición, ellos redoblan su ímpetu. Y el Destino los termina galardonando con sus mieles, ya sea en el ámbito del amor, en el terreno profesional o en cualquier otro de los que pretendan conseguir.
De la mano de Lola cruzaremos el océano Atlántico, recorreremos las difíciles (y aún indómitas) tierras americanas, nos las veremos con bandidos menos fieros de lo que su fama pregona, con mujeres valientes que atraviesan desiertos, con marineros a quienes la mar ha endurecido, con manfloritas que esconden tras una capa de honorabilidad su podredumbre íntima o con intrépidos soldados que imponen su ley en la frontera. Pero, sobre todo, nos encontraremos con una novelista en estado de gracia que maneja sus naipes con endiablada brillantez y que esconde para el final más de una sorpresa con la que invadir el corazón de sus lectores.
No se equivocará quien decida sumergirse en las páginas de este volumen, editado por MurciaLibro con una espléndida ilustración de cubierta firmada por Javier Lorente.

viernes, 22 de diciembre de 2017

El trovador



El juego que nos propone Antonio García Gutiérrez en su drama El trovador es tan convencional como honesto: dos líneas argumentales que trazan (una en la luz y otra en la oscuridad) una historia terrible. Digo que es convencional porque no se aparta ni un milímetro de los cánones románticos (amores impetuosos, destinos aciagos, alternancia de verso y prosa, personajes de índole arrebatada, escenarios efectistas); y digo que es honesto porque no engaña a los lectores: ésta es mi oferta, la puedes tomar o dejarla.
Descendamos levemente al arranque de la trama: el conde de Luna, don Nuño de Artal, pretende el amor de doña Leonor, pero los suspiros de la dama no tienen otro destinatario que el trovador Manrique, tan apuesto como escaso de bienes (e hijo además de una gitana con fama de hechicera). A partir de ahí, imagínese el resto de páginas la persona que lee: el desdén del noble por el “hidalgo de pobre cuna” que le impide obtener a la mujer que desea; la amorosa terquedad de doña Leonor, que se obstina en preferir a Manrique contra viento y marea; un oscuro episodio del pasado, que compromete a los dos varones protagonistas y que los vincula con nexos de sangre… Al final, el odio desplegará sus alas con funesta eficacia y todo se teñirá con los colores de la muerte, a través del acero y del fuego.

Admitiendo sin problemas que la pieza se desarrolla con agilidad y que algunos de los parlamentos brillan a una gran altura, discrepo con el modus de las dos páginas finales, donde el autor no ha sabido esculpir un remate apropiado. Embravecido por la prisa en conmover a los lectores-espectadores, Antonio García Gutiérrez resulta deslavazado y abrupto: corre, brinca, se atropella, se le salen las palabras de la pluma. Medio centenar de líneas añadiendo con inteligencia y buen criterio literario habrían sido suficientes para dibujar una gradación menos estrepitosa de los acontecimientos, que habría redondeado la pieza.

miércoles, 20 de diciembre de 2017

La ley de Murphy



Para tomarme un respiro en medio de tantos volúmenes serios como leo al cabo del año la lectura que acabo hoy es La ley de Murphy, de Arthur Bloch, traducido por Ana Mendoza (Temas de Hoy, Madrid, 2002), un divertido tomo donde se amontona un vademécum de observaciones que oscilan entre la hilaridad y el pesimismo; y que tienen la rara virtud de poderse “demostrar” con la observación personal diaria.
En algún caso, incluso se permite plagios descarados, que no chirrían por saber que nos encontramos inmersos en un libro empapado de humor. Sirva de ejemplo la sentencia de la página 204: “El infierno son los demás” (“Observación de Sartre”)... ¡que es verdaderamente de Jean-Paul Sartre!

Como muestra de las sentencias que el libro cobija, ahí van unas cuantas: “El atajo es la distancia más larga entre dos puntos”. “Sólo alguien que entiende algo en profundidad es capaz de explicarlo de tal forma que no lo entienda nadie”. “Si no atina a la primera, destruya todas las evidencias de que lo ha intentado”. “Si la gente se escuchara a sí misma más a menudo, hablaría menos”. “Un comité lo constituyen doce hombres haciendo el trabajo de uno”. “No discuta nunca con un tonto. Puede que la gente no aprecie la diferencia”. “Si se consultan suficientes expertos, se puede confirmar cualquier opinión”. “Un hombre con un reloj sabe qué hora es. Un hombre con dos relojes nunca está seguro”. “Una conclusión es el punto en el que usted se cansó de pensar”. “El trabajo en equipo es esencial. Le permitirá echarle la culpa a otro”. “La ciencia es verídica. No deje que le engañen los hechos”. “La belleza es interior. La fealdad aflora rápidamente a la superficie”. “La cantidad total de inteligencia del planeta permanece constante. La población, sin embargo, sigue aumentando”. “El seguro lo cubre todo excepto lo que pasa”. “Un niño nunca derramará nada en un suelo sucio”. “La duración de un minuto depende del lado de la puerta del baño en que se encuentre”.

lunes, 18 de diciembre de 2017

Julián Andúgar. Pasión y expresión de un poeta



Deseo sumarme a las celebraciones que se están promoviendo en torno al centenario del más conocido poeta santomerano con la lectura del volumen Julián Andúgar. Pasión y expresión de un poeta, de Santiago Delgado. La obra fue publicada en 1987 por la Academia Alfonso X el Sabio, y su intención principal (declarada por el autor en la página 9 del volumen) era la de “dar voz al poeta explicado”. De ahí que gran parte del estudio funcione como una especie de antología comentada, con el objeto de que los usuarios del tomo se familiaricen con un vate que atesoraba una voz primordial y que no merecía el descrédito del anonimato.
El primer apartado del libro (“Autobiopoesía”) supone un acercamiento a la vida y la obra del vate, que nació el 28 de septiembre de 1917 y que desde muy joven manifestó una ideología de izquierdas muy marcada, que lo llevó a ingresar en prisión tras acabar la guerra civil de 1936 (“No es impune perder una guerra, y menos siendo capitán del ejército de los vencidos”, p.33). En el año 1949 aparece su primer libro en Alicante. Su título era Entre la piedra y Dios, y llevaba un prólogo de José García Nieto. El tomo estaba formado por una estupenda colección de sonetos, muy rítmicos y bien trazados, donde el autor alcanza, en palabras de Santiago Delgado, “el alto honor de ser el más visible epígono del poeta de Orihuela” (pp.44-45).
Su segundo libro, La soledad y el encuentro (1952), logró el accésit del premio Adonais (compartido con José Manuel Caballero Bonald). Esta obra supone, en palabras de Francisco Javier Díez de Revenga, “un notable avance en la poesía de Andúgar, en lo que al compromiso humano y político se refiere”.
Su siguiente producción literaria es combativa ya desde el título: Denuncio por escrito (1957), y enlaza con la poesía de testimonio, señalamiento y alineación que muchos escritores llevaron a cabo en aquella década. Es fácil advertir ese claro rumbo (Santiago dice que estamos ante una “poesía de carácter comprometido, arquetípicamente social”, p.57), pero también resulta fácil constatar el noble tono que Andúgar imprime a algunos de sus poemas, donde la sinceridad se superpone a la mera denuncia efectista y donde el temblor humano queda por encima de los truenos verbales. “Debo decirlo por si acaso un día” es, en ese sentido, ejemplar.
El segundo apartado del libro (“Compromiso”) ya nos explica, desde el propio título, la decisión del artista de ponerse “al servicio de la denuncia y de la elevación cultural del pueblo” (p.80). Y distingue dos etapas en este proceso, que fue clave en la actividad mental y poética del santomerano. La primera engloba sus dos obras iniciales (Entre la piedra y Dios y La soledad y el encuentro), y es rotulada por el analista como etapa de “compromiso larvado”; mientras, la segunda se compone de sus dos siguientes producciones (Denuncio por escrito y A bordo de España) y ha abierto su lenguaje a lo explícito, mereciendo el nombre de “etapa de compromiso manifiesto” (p.80).
El tercer bloque del libro (“Agrarismo”) es bastante más breve, y nos ayuda a comprender cómo para Andúgar fue primordial la atención constante al mundo de la naturaleza. Para un hombre que procedía de raíces campesinas, pegado a la tierra, enamorado del campo, de la huerta, de sus labores, era inevitable que estos paisajes aparecieran una y otra vez en sus versos, los adornasen de sequía, de flores y de frutales, de árboles y de nubes que se demoran, de gentes que asperjan con su sudor los caballones, de cosechas parvas y de caminos de polvo.
El cuarto bloque (“Conatividad”) incide más en los aspectos extratextuales que en los puramente líricos. Nos viene a explicar Santiago que los versos de Julián Andúgar no están sólo enunciados, no se lanzan al albur, sino que están concebidos “direccionalmente”: buscan decirle algo concreto a un oyente concreto, sea éste una persona o un objeto. Son versos “dirigidos”, orientados de forma ansiosa (casi se diría que compulsiva) hacia un oyente con el que pretende establecer comunicación y diálogo. Andúgar no habla, sino que “habla a”.

En suma, un poeta inquieto, febril buscador de caminos nuevos, que sólo tenía un objetivo: decirse mejor. Y Santiago Delgado, estudiándolo y comentándolo, nos ayuda a entender con más profundidad la importancia de su mensaje lírico.

sábado, 16 de diciembre de 2017

La dama de Urtubi



Hay escritores que necesitan una relojería argumental y unos personajes muy bien perfilados para ponerse a escribir; pero otros no requieren de tantos ingredientes a la hora de desarrollar una narración: apenas un delgado suceso les resulta suficiente. Pío Baroja lo demuestra en La dama de Urtubi, un relato de brujas en el mundo vasco del siglo XVII que se inicia cuando el narrador de la historia recibe de manos del abate Duhalde d’Harismendy la historia que el capitán Dornaldeguy escribió sobre un episodio de brujería.
Allí se explica que a principios de siglo vivía en su castillo el barón Tristán de Urtubi, dedicado en cuerpo y alma a la lectura (Rabelais, Cervantes, Montaigne) y al cuidado de su sobrina Leonor de Alzate, que se obstina en rechazar como pretendiente a Saint-Pée, el cual no dudará en recurrir a las artes diabólicas para hacerse con el amor de la dama.
Este leve pretexto argumental le sirve al novelista donostiarra para dibujar ante nuestros ojos un tenebroso cuadro de época, en el que presta atención muy destacada a la superstición de los lugareños, la intransigencia de la iglesia oficial y los aquelarres. Especialmente notables son las palabras que dedica al sustrato judaico del cristianismo, que condujo a su secular misoginia (“En los cultos semíticos, la mujer aparece siempre proscrita de los altares, siempre pasiva e inferior al hombre”).

Por lo demás, Baroja en estado puro: acción rápida, prosa más efectiva que atenta a los primores estilísticos y un eficaz dibujo de personajes populares.

jueves, 14 de diciembre de 2017

La felicidad en blíster



Somos seres en busca de sentido, espectros que vagamos por el mundo intentando encontrar el norte de la brújula. Si es que hay brújula. Como los cuatro protagonistas de La felicidad en blíster, la novela con la que Miguel Ángel Cáliz obtuvo el premio Carmen Martín Gaite en el año 2016 y que ahora publica el sello granadino Traspiés.
Roque es “el brillante cineasta que cuando se encontraba en la cumbre de su carrera lo dejó todo para irse a vivir al desierto” (p.83) y ahora está siendo buscado por su compañero de Dencine para hacerle saber que han sido invitados a Hollywood como finalistas de sus premios cinematográficos. Lisa es la intrépida autora de documentales que, durante un tiempo, osciló sentimental y sexualmente entre los dos. Y, para completar el cuarteto, se nos presenta a un terapeuta que ha tratado a Lisa para reducir o solucionar sus problemas de estrés postraumático y que también ha sido su amante.
Con esas cuatro figuras Miguel Ángel Cáliz construye una historia sobre el desconcierto, sobre la soledad, sobre la búsqueda íntima, sobre la zozobra y los miedos, donde se aproxima a zonas muy delicadas del espíritu humano para que, al final, los lectores nos preguntemos a nosotros mismos quiénes somos y hacia qué meta nos dirigimos. Hábil en la creación de atmósferas internas y externas (su ambientación del desierto es tan sofocante como convincente), el autor de esta obra se adentra en regiones cordiales en las que habitualmente se prefiere no entrar, porque resultan incómodas o devastadoras, pero que él resuelve con tanta elegancia expresiva como acierto psicológico.

Sin duda, una buena propuesta para este final de año.

martes, 12 de diciembre de 2017

Nunca es tarde



Isabel, una mujer que ya ha rebasado la línea de los cuarenta años, que tiene unos ligeros problemas de peso y que sufre con estoicismo silencioso las infidelidades de Bernardo, su marido, decide entretener sus días en la confección de un álbum familiar donde se recojan imágenes y noticias de sus ancestros desde que llegaron a El Valle, la pequeña localidad donde vive, situada en los Pirineos. Pero los periódicos que va consultando durante ese proceso de investigación le deparan también noticias sobre unos viejos crímenes que tuvieron lugar en el pueblo cuatro décadas atrás y que se saldaron con el ingreso en prisión de un retrasado mental llamado José Casares. Ahora, inesperadamente, acaba de producirse en El Valle la desaparición de otra niña, en circunstancias idénticas a las del año 1973; e Isabel sospecha que quizá el horror esté a punto de reanudarse. ¿Es que Casares no era realmente el culpable de aquellas atroces violaciones y asesinatos? ¿Es posible que el auténtico asesino siga en libertad?
Dispuesta a resolver a estos enigmas, esta ama de casa comenzará a visitar a algunos de sus vecinos, formulará preguntas incómodas y descubrirá que dos o tres de ellos (entre ellos, el alcalde) se empiezan a poner más nerviosos de la cuenta. Le ayudará en su investigación, eso sí, el nórdico Enar Olson, un escritor de fama internacional que ha decidido aislarse del mundo en este pequeño pueblecito de montaña y que, tras haber leído “unas novelas de un español, un tal Tristante” (p.101), le resultará muy útil en sus pesquisas, porque dispone de mucha experiencia en la resolución de crímenes.

En esta obra, estilísticamente desenfadada, el escritor murciano recurre a varias licencias sonrientes (el diminuto pueblecito cuenta con una hemeroteca y con un Starbucks, por ejemplo) y se preocupa de que todos los lectores avancen por la novela de un modo lento pero eficaz: los tres o cuatro ingredientes principales de la historia son repetidos una y otra vez, sin fatiga, para que nadie sucumba a la amnesia o se pierda en el hilo argumental. El resultado es un texto sencillo, sin exigencias, que Algaida ha puesto en el mercado en una hermosa edición.

domingo, 10 de diciembre de 2017

Prosas de atardecer



Quizá la sentencia más famosa que recordamos de Plinio el Viejo sea la que éste le dedicó al pintor griego Apeles: “Nulla dies sine linea”. Lo que equivale a decir que en arte interesa el esfuerzo continuo, la aplicación meticulosa, la perenne voluntad de mejorar el trazo del día anterior. O, si se adapta la frase al mundo literario, que no dejemos pasar ni una sola jornada sin escribir.
Esta última posibilidad es la que decidió convertir en bandera un empleado de banca llamado José Cubero Luna que, hacia los cuarenta años, emprendió por las tardes una liturgia liberadora, que lo hiciera olvidar la grisura matinal de su trabajo y lo reconciliara con su vocación: escribir(se) durante trescientos sesenta y cinco días. Aquellas “prosas profanas biseladas por la luz macilenta de la ventana trasera, luz de patio con olores domésticos y gritos de matronas”, que adquirieron forma en la Barcelona de los 80, aparecen ahora, llenas de todo tipo de tesoros: citas y referencias literarias explícitas o encubiertas (el lector sagaz descubrirá un centenar de las mismas), reflexiones sobre la vida que languidece y la que alborea (los padres del narrador y su hijo), alusiones autobiográficas (la tartamudez de José Cubero, que no lo abandonó hasta la mayoría de edad) o hermosas descripciones paisajísticas y costumbristas.
El narrador de Valencia de Alcántara (que vivió parte de su infancia en nuestra tierra, como pudimos leer en el volumen Memorias de un niño murciano, publicado también por MurciaLibro en el año 2016) nos entrega un texto sin duda muy hermoso, donde cultura, reflexión y melancolía se van entrelazando en unas páginas de prosa cristalina, con gran riqueza de léxico y con musculación de adjetivos. Basta con acudir a capítulos como “Pobrecitos poetas” o “Los traperos del amanecer” para comprobar que nos hallamos ante un narrador con fino oído para la sintaxis y, sobre todo, con un talento innato para convertir las situaciones más variadas en excelente literatura.

viernes, 8 de diciembre de 2017

Nuevo mundo



Hay autores a los que se entra a disfrutar y autores a los que se entra a pelear con ellos. A mí, al menos, me parece que es así. Uno se sumerge en las páginas de Shakespeare, de Whitman, de Muñoz Molina o de Neruda para dejarse mecer por la belleza de sus períodos, la contundencia de sus metáforas o el ritmo elegante de su decir. Pero cuando se abre un volumen de Jünger, Nietzsche o Miguel de Unamuno hay que colocarse unos guantes de boxeo, un protector bucal y tragar saliva, porque sabes que vas a encontrar frente a ti paradojas, silogismos, brillos negros, retruécanos y zarpazos ante los que no puedes permanecer impasible, estático, pasivo. O entras al combate o no consigues nada del libro. Sabes que sus autores te están provocando, retando, incitando.
Leo la breve obra Nuevo mundo, del bilbaíno más salmantino, del vasco más ibérico, del pensador más emocional y desgarrado: Miguel de Unamuno y Jugo. En ella nos encontramos a un narrador que nos informa sobre la vida (sobre todo la vida interior) de su amigo Eugenio Rodero, chico de virtuosa condición, recta voluntad de estudio, afanes filosóficos y rotunda fe que, trasladándose desde el pueblo hasta la capital para cursar estudios superiores, padece una crisis religiosa de gran magnitud, mezclada con alguna leve flaqueza carnal. A partir de ese instante, toda su energía vital se concentra en una desgarrada reflexión sobre mil temas conectados entre sí: el alma, la ciencia, la autenticidad, el sentido de la vida humana, Dios, las limitaciones del lenguaje…
¿Nos encontramos ante una novela? Es complicado pronunciarse. Habría que dar al término, en todo caso, un sentido muy flexible: más bien parece que el texto utiliza una leve excusa argumental para introducirnos en un cauce vertiginoso de pensamientos unamunianos (Rodero no es sino un trasunto suyo), tan volcánicos como contradictorios. Curiosa obra iniciática, en todo caso (está fechada en 1896, cuando don Miguel apenas tenía treinta y dos años), que busca a un lector más reflexivo que convencional.

“Es triste, muy triste; jamás, jamás, jamás salimos de nosotros mismos para ver a otro como él es, sentirle y quererle y respetarle por lo tanto. Somos impenetrables”.

miércoles, 6 de diciembre de 2017

Doña Perfecta



Cuando se produce la colisión entre dos formas radicalmente distintas de entender algún tema (deporte, política, religión) es frecuente que germinen los brotes de algunas plantas peligrosas: la intransigencia, el desdén, la suspicacia, la agresividad. Mientras una de las partes sujete con firmeza los caballos de su ira, la situación se puede mantener dentro de los cauces de la moderación; pero si esos caballos se desbocan no es extraño que se generen de inmediato situaciones violentas o, cuando menos, incómodas… 
Ésta es la atmósfera en la que deberá respirar el joven ingeniero Pepe Rey desde el momento en que llega a Orbajosa, donde la presencia de su tía doña Perfecta gravita sobre todos y cada uno de sus habitantes. El muchacho, guiado por una tibia curiosidad, acude a ese pueblo para conocer a su prima Rosario, a la que no conoce en persona pero con la cual debe en teoría casarse, en virtud de un oficioso acuerdo entre los progenitores de ambos. En la casa de su tía conocerá a don Inocencio, eclesiástico de la catedral y profundo energúmeno chapado a la antigua, que aborrece las ideas renovadoras que vienen de la capital y que a él parecen olerle a chamusquina (“¡Váyanse con mil diablos, que aquí estamos muy bien sin que los señores de la Corte nos visiten, y mucho mejor sin oír ese continuo clamoreo de nuestra pobreza y de las grandes maravillas de otras partes”, p.187). Y no menos peculiares le resultarán el típico erudito del pueblo, don Cayetano, que descifra y anota miles de documentos para componer un libro sobre los habitantes ilustres que Orbajosa ha entregado al mundo; el sobrino de don Inocencio, Jacintito, tan pedante como reptiliano; el brutal Caballuco, cuyo nombre lo delata; y otras figuras no menos peculiares de la cosmogonía local… Desde el principio, todos ellos se muestran obsequiosos con el recién llegado, pero el lector no tarda en advertir que se trata de una actitud hipócrita, porque en el fondo odian lo que el ingeniero representa y se muestran dispuestos, ladinos, a hacerle la vida imposible. 
Aprovechando los caracteres tan profundamente distintos de los protagonistas, Galdós nos ofrece una pintura de gran plasticidad sobre el mundo rural de su tiempo, impermeable contra todo lo que respirase a modernidad y beligerante contra sus influjos, que entendían como una agresión a sus ideas religiosas, sociales, políticas, económicas y morales. El mejor novelista español del siglo XIX nos ofrece un texto tan riguroso como enervador, que deja un sabor a tierra en la garganta. Insuperable.

lunes, 4 de diciembre de 2017

Las sombras vanas



Releo a Paco Ros, a mi amigo Paco Ros, a mi entrañable Paco Ros. Debería bastar con eso para decir que me he conmovido, maravillado y extasiado, otra vez, con su prosa de filigrana y luz. He elegido para revisitarlo su libro Las sombras vanas (Gráficas El Niño, Mula, 2004), del que tuve el honor (pocas veces se habrá dicho con tanta verdad) de ponerle el prólogo. Fui feliz escribiendo por y para Paco, para decir a los futuros lectores de la obra que no es posible encontrar mayor densidad lírica y mayores y más dulces emocionales nostálgicas en la prosa de ningún narrador que yo conozca.
Cuánta melancolía; cuánta buena literatura en sus páginas. Paco logra, en este libro y en todos los suyos, llevar a los papeles su visión entristecida, umbraliana, de las cosas, de las gentes y del tiempo; su horizonte de esperanzas caducadas y de balcones deshabitados. Paco tiene heridas del ayer aherrojándole el alma, y alhábegas mustiándose en su despacho y en su corazón. Y tiene también un lenguaje que me provoca envidia, por su perfección y sus destellos. Qué adjetivos tiene; qué mirar recién despertado. Nos dice que ha visto “el rastro cereal de las hormigas” (p.23); nos dice también que uno de sus personajes accede al cielo y allí “intuyó los conceptos de divisor, de rosa, de gamba, de adverbio y de violonchelo” (p.25); nos narra una procesión señalando que “pasa una temperatura barroca de sangre, siglos, muerte, madera y dolor” (p.31). Es un poeta con pupilas de nostalgia y whisky. Es una de las mejores cosas que me han pasado como lector y como ser humano.

“La soledad es la sombra de lo demás”. “Era el mismo mortal de vísperas que hoy soy”. “Esconder el instante más allá del sueño”. “El recuerdo (...) es lo único que somos y todo lo que tenemos. Lo demás es usufructo”. “Escucho el otro lado de todo, ese violonchelo que acompaña a la melodía de una música, pero que no se silba cuando la recordamos”. “Si miro al cielo, tengo mi infancia”.

sábado, 2 de diciembre de 2017

El aire que respiras



Victor Philibert Guillot, antiguo bibliotecario del rey Luis XVI, dispone de una singular colección de libros prohibidos, integrada por trece preciosos volúmenes: la Erotika Biblion, atribuida a Mirabeau; la anónima Teresa filósofa; el Decamerón, de Boccaccio; el Tractatus Amori, de Andreas Capellanus; las Afroditas, de Nerciat; la Retórica de las putas, de Pallavicino; La doncella de Orleans, de Voltaire; la Parapilla, de Borde; el Arte de las putas, de Fernández de Moratín; las Memorias de Fanny Hill, de John Cleland; la Historia de don B, portero de los cartujos, de Jean-Charles Gervaise de Latouche; los Sonetos lujuriosos, de Pietro Aretino; y las Memorias secretas de una mujer pública, de Charles Thévenau. En 1793, tan sibarita lector huye de Francia y se dirige hacia Barcelona, donde encontrará alegrías (el amor) pero también tristezas, derivadas de la invasión napoleónica (la dispersión de sus libros). 
Durante los siguientes años, numerosos personajes se irán incorporando a la historia de estos libros dispersos, que es también la historia de una época y de una ciudad: el joven e ingenuo italiano Filippo Brancaleone, quien es reclutado obligatoriamente para ingresar en las tropas de Bonaparte y obligado a participar en el saqueo de Gerona, donde se hará con uno de los libros de Guillot; la lavandera Rita Neu, que lo cuidará cuando esté herido y que se terminará casando con él; el general Giuseppe Lechi, tan cruel como ambicioso; su asistente, Pérez de León, que lo superará en vileza y atrocidades; el librero Condolosa, que consigue hacerse con doce de los trece libros y que se muestra dispuesto a entregárselos a su legítimo propietario; o el millonario Xifré, uno de los personajes más significativos de la Barcelona de su tiempo… 
Todos estos actores se irán cruzando y separando en una trama histórica tan densa como alborotada de meandros, que una novelista se empeñará en ir perfilando en pleno siglo XXI, tras conocer algunos hilos de la historia gracias a los documentos que le presta su amiga Virginia, hija del librero Antoni Rogés. Utilizando su intuición, su imaginación y un buen número de escritos del siglo XIX irá consiguiendo arrojar luz sobre las peripecias de aquella biblioteca galante… 
Pero El aire que respiras es más. Mucho más. Es un canto de amor a la ciudad de Barcelona, a sus viejas murallas y a sus ansias de renovación europea; a sus tradiciones y a sus rincones mil veces remodelados. Es una (más de una, en realidad) historia de amor, donde los bailarines se mantienen en la pista a pesar de las ferocidades y empujones que los rodean. Es un juego de analepsis y prolepsis trenzadas con mano maestra, que nos permiten ir moviéndonos entre dos siglos, sin que jamás perdamos el rumbo en ninguno de los dos ámbitos. Es un texto donde en ocasiones aflora un humor descacharrante (esas secuencias donde se invoca el espíritu de escritores muertos, como Mariano José de Larra, para que dicten nuevos textos, y en las que reciben la presencia de voces tan penosas como las del vate Anastasio Pantaleón de Ribera, que puebla de comicidad las páginas 366-368). 
Es, en fin, una ocasión para disfrutar, para emocionarse, para aprender, para sonreír, para llorar, para conocer el pasado y entender el presente y, sobre todo, para recuperar la incomparable alegría de disfrutar cuando nos cuentan muy bien una historia muy buena.

jueves, 30 de noviembre de 2017

El balneario



La meta que se impone Carmen Martín Gaite en este libro es tan sencilla de entender como difícil de cumplir: la edificación de una atmósfera. Desarrollar un argumento lo hace cualquier escritor, incluso los mediocres; trazar con tino y belleza el dibujo interior de los protagonistas es un ámbito en el que solamente brillan los buenos; concebir y trasladar atmósferas es ya tarea de maestros. Lo hizo Kafka en El proceso; lo hizo Jünger en Eumeswil; lo hizo Miguel Espinosa en Escuela de mandarines.
En estas páginas nos encontramos con una serie de personajes que se hospedan en un balneario, pero el efecto psicológico que consigue la escritora salmantina es mucho más rotundo: parece que vivan desde siempre en el balneario. Parece que sean el balneario. Están tan integrados en sus pasillos, en sus ventanales, en sus jardines lánguidos, en sus sillas colocadas al sol, en su personal de servicio que aparece y desaparece por los sitios más inesperados, que se nos antojan actores sobre un escenario simbólico, rodeado por la niebla. De esa forma, lo que menos importa al final es qué ocurre argumentalmente, porque  nos está mostrando (esculpiendo, diríamos) un universo paralelo, distinto, en el que los sucesos adquieren una dimensión especial, anómala. Los visitantes son siempre percibidos con ojos de extrañeza, con una cierta prevención hostil, porque no constituyen el balneario.

Un experimento narrativo, resuelto con eficacia, por el que la novelista obtuvo el premio Café Gijón en 1954.

martes, 28 de noviembre de 2017

Correspondencia íntima



Durante varias semanas he ido releyendo a rachas la Correspondencia íntima, de Gustave Flaubert, que me traduce Emma Calatayud (Ediciones B, Barcelona, 1988), un volumen de extraordinario interés donde el novelista galo muestra sus sentimientos y sus pensamientos a Louise Colet, su amada casi platónica durante años. (Y digo “casi platónica” porque, por lo que puede deducirse de las cartas, se vieron pocas veces y siempre de modo trompicado). Me fascinan las revelaciones espirituales de esta correspondencia, en la cual he visto a un Flaubert analítico, fríamente amoroso, más preocupado por el estilo de sus cartas que por la efusión verdadera. Él se defiende diciendo que ama a Louise, pero pone cien mil excusas a la hora de ir a verla (¡todo un adulto justificándose con frases del estilo de “cómo le digo a mamá que tengo que ausentarme”!); y, cuando ella le dice que no la ama con pasión suficiente, él responde que el amor no ocupa el primer lugar de sus prioridades vitales, pero que sí es amor lo que siente. Qué curioso, este personaje, y qué juego el amor en sus manos: un sentimiento confortable, que nunca debe estorbar al usuario, y que se reduce a verse dos veces al año (siempre que no haya otra cosa por medio), escribirse largas cartas melancólicas y hablar de Arte. Es obvio que la razón la tiene Louise, al quejarse; pero la hipocresía y la puerilidad de las explicaciones del autor de madame Bovary están tan bellamente expresadas que dan ganas de disculparlo, sólo por el placer estilístico que nos proporciona. En estas cartas he encontrado a un auténtico monstruo: del corazón (negativo) y de la literatura (positivo).

“Los niños a quienes se acarició demasiado cuando eran pequeños mueren jóvenes”. “He asistido ya a mil funerales interiores”. “Viajo por dentro de mí como por un país desconocido”. “Siempre se continúa amando a quienes no creemos amar ya”. “La pasión por lo perfecto nos hace aborrecer incluso aquello que se le aproxima”. “Lo superfluo es la primera de las necesidades”. “No temo a los leones, ni a las heridas que puede hacerme un sable, sino a las ratas y a los pinchazos de los alfileres”. “No desprecio la gloria: no se desprecia lo que no se puede alcanzar”. “Negar la existencia de los sentimientos tibios sólo porque son tibios es como negar la existencia del sol mientras no es mediodía”. “Le pusieron una venda al amor, porque sus ojos son difíciles de reproducir”. “Hazte vieja para mi vejez”. “La Musa es una virgen que tiene un virgo de bronce, y hay que ser un barbián para...”

domingo, 26 de noviembre de 2017

La deriva de la educación superior



Vivimos —y David Cerdá nos lo explica con profusión de datos en las páginas de este libro— una época muy preocupante para la universidad. El asedio de las tecnologías, la influencia mastodóntica del mundo económico, la idea corrupta de que se trata de una mera fábrica de expedición de títulos de cara al mercado de trabajo, el desprecio gravitacional por las humanidades… Son vectores que la desgarran, la erosionan y están provocando en ella una distorsión durísima pero, a juicio del ensayista, reversible.
La absurda consideración de que su tarea consiste en crear “una productiva armada de soldados para el entramado empresarial de un país” supone de hecho “confundir demanda social con valor social”. Porque lo que realmente tiene que ser la universidad es un espacio de preparación multidisciplinar, donde se forje la mente y el temperamento de los estudiantes, para convertirlos en personas formadas, críticas, dialogantes, versátiles, sensatas y desprendidas que sirvan como “dique contra la barbarie que siempre ha amenazado a Europa, y a cualquier sociedad que se sueñe libre, próspera y moral”.
Para alcanzar esa meta se deben cohesionar esfuerzos por parte de todos los estamentos sociales (desde el político que legisla hasta el padre que colabora, desde el profesor que enseña con entusiasmo hasta el alumno que se implica con esfuerzo en el proceso de aprendizaje), porque necesitamos personas formadas que sepan distinguir en todo momento “lo importante de lo secundario, y lo secundario de lo superficial, en un mundo que les entremezcla todas las sensaciones, todos los valores y todas las precedencias”. En ese sentido constituye un error rebajar el nivel para “democratizar” el proceso. Antes bien, todas las partes deben exigirse a sí mismas el máximo rigor, para que la zafiedad, la achicoria y la grisura no impregnen el ámbito universitario en el que ahora “tenemos muchos estudiantes soñolientos y necesitamos muchos soñadores”.
Escrito con una amenidad muy elogiable, con un aparato de citas tan contundente como bien seleccionado y con una lucidez digna de aplauso, La deriva de la educación superior es un volumen que debería ser de lectura obligatoria para todo profesor y todo estudiante en nuestros campus. Porque, como muy bien explican las dos líneas finales del tomo, "en nuestras manos está que se produzca un cambio. Gaudeamus igitur".

viernes, 24 de noviembre de 2017

Las alas en el aire



Eliodoro Puche se quitó la H del nombre como homenaje a su madre, que no la escribía. Y nos dejó escritos algunos poemas realmente hermosos, que sufrieron una difusión menos notable de la que quizá hubiera sido justa. Ya muerto el autor (nos dejó en 1964), hemos tenido la suerte de que algunas de sus obras fuesen publicadas en libro, para poder gozar de ellas.
El volumen que ahora manejo (editado por la Obra Cultural de CajaMurcia) me ha permitido conocer Las alas en el aire, ochenta páginas de versos sencillos, de desnudez maravillosa, donde burbujea la voz pura del escritor lorquino. No se somete a métrica ni a rimas, de tal manera que el río sereno de su voz fluye con naturalidad dulce, para modular poemas íntimos, filosóficos, amorosos y, en algún caso, incluso juanramonianos (“El cuadro interior”) o nerudianos (“La casa de tu amor”).

Eliodoro Puche nos va dejando en los ojos, página tras página, sus confesiones estilísticas (“Mi sencillez es tal que es complicada”), sentimentales (“Con qué avaricia / atesoré para tu invierno / lo más precioso de mi amor”) y vitales (“Soy un coleccionista de horizontes”). Al final, sentimos que este conjunto de textos constituyen casi una audición: es como si el poeta se hubiera sentado junto a nosotros y, con voz lenta y sabia, nos susurrase sus corolarios de vida. Tan sólo por ese detalle (y por poemas como “Belleza”, que llena de luz la página 24) ya habría merecido la pena acercarse hasta sus versos.

miércoles, 22 de noviembre de 2017

España invertebrada



Muy hondas reflexiones provoca o sugiere el ensayo España invertebrada, de José Ortega y Gasset. Nos habla de la imprudente descoordinación (y hasta desconfianza y odio altanero) que existe en nuestro país entre las clases sociales y los grupos. Nadie cree necesitar de verdad a nadie, y de ahí la “autarquía de acción” que todos exhiben. La otra idea del tomo es que los problemas de España provienen de que su “masa” no acepta la rección de una clase superior, que la encauce y dote de sentido. Pero, claro, lo que Ortega y Gasset no explica es cómo se reconoce a esas minorías superiores, a esa elite egregia. Estoy dispuesto a admitir que tiene razón desde el punto de vista teórico, pero el problema surge en la forma en que esto se podría llevar a la práctica. Si la masa sigue a alguien equivocado (Hitler, por ejemplo), el desastre puede ser inaudito. ¿Cómo se mide a los “mejores”? O, dicho de un modo más realista, ¿quién identifica a los “mejores” y los señala como tales a la “masa”? Mientras no se analice ese extremo estamos en la pura elucubración, más brillante quizá que efectiva.

“Mandar no es simplemente convencer ni simplemente obligar, sino una exquisita mixtura de ambas cosas”. “No viven juntas las gentes sin más ni más y porque sí; esa cohesión a priori sólo existe en la familia. Los grupos que integran un Estado [...] no conviven por estar juntos, sino para hacer juntos algo”. “Todo el que en política y en historia se rija por lo que se dice, errará lamentablemente”. “La queja del enfermo no es el nombre de su enfermedad”. “El valor social de los hombres directores depende de la capacidad de entusiasmo que posea la masa”. “El pueblo español [...], cuando se deja conmover por alguien, se trata, casi invariablemente, de algún personaje ruin e inferior que se pone al servicio de los instintos multitudinarios”. “Un pueblo no puede elegir entre varios estilos de vida: o vive conforme al suyo, o no vive”. “Cuando en nuestra tierra aparecen individuos privilegiados, la “masa” no sabe aprovecharlos y a menudo los aniquila”.

lunes, 20 de noviembre de 2017

Literatura y generaciones



Recorro con pausa deleitada —qué gran estilista clarísimo su autor: transparente como un cristal, contundente como el martillo de Thor, luminoso como un halógeno en la noche— el bello libro Literatura y generaciones, del vallisoletano Julián Marías (Espasa-Calpe, Madrid, 1975). Leo en él con gusto y enriqueciéndome, aunque me irritan algunos detalles: que se obceque tanto con su rígida teoría generacional y que se autocite de forma tan constante. Yo no sé si ha caído en la cuenta de que proponer, sistemáticamente, una nueva generación cada 15 años es una bobada: no puede haber rigideces hablando de “arte” (voluble) y de “vidas humanas” (inestables). El tiempo de cocción de los garbanzos no depende sólo de éstos, sino del recipiente que los cobija, de la mayor o menor contundencia del fuego aplicado, y del tipo de agua en que éstos flotan. Creo que me explico. En cuanto a la autocita... ¿Qué cabe pensar de alguien que remite en un libro a otros ¡13! libros suyos? También se me antoja quebradiza la fuerza argumentativa de esta frase: “El drama pide su representación, como las almas desencarnadas claman por el cuerpo” (p.206). Nunca se ha escuchado pedir nada a un alma flotante, que yo sepa. Por lo demás, el libro es magnífico. Me encanta el giro irónico que crea Marías cuando dice que el ser humano se rige por la frase “Homo homini vulpes” (p.36), es decir, que utiliza la astucia picaresca del zorro, más que nada. Y me ha estremecido esa frase temblorosa que le susurró un ya ancianísimo Menéndez Pidal, al borde de entrar en la muerte: “¿Cree usted, Marías, que podré ver a los juglares?” (p.119). Y es muy cierta la frase de que aquello que nos rodea es el “mundo ambiente”, y no el “medio ambiente” (p.176): no somos libébulas ni cedros, sino seres histórico-sociales. Estoy muy satisfecho de haber leído esta obra. “La única manera de superar el pasado no es romper con él, sino subirse encima de sus hombros. No hay más modo humano de empezar que seguir”. “Con los jóvenes no se debe estar de acuerdo, sino en concordia”. “En la vida intelectual, al revés que en la vida civil, es el hijo quien reconoce al padre”. “La literatura no tiene escalafones, aunque ciertamente tiene jerarquías”. “Hasta los veinte años todo el mundo hace versos; después, los poetas y los indiscretos”. “(Ciertos autores) Se ahogan tan pronto como deja de hacérseles la respiración artificial; no viven en el mundo, sino en el pulmón de acero de la propaganda”.

sábado, 18 de noviembre de 2017

Las ataduras



La mayor parte de nosotros somos, aunque no lo queramos reconocer, seres desvalidos, personas cercadas o amenazadas por la soledad, la decepción, el fracaso o el miedo. Y el gran proyecto acometido por algunos escritores consiste, precisamente, en dar voz a esa carne sufriente, en explicarnos cómo es la vida de quienes no brillan, de los náufragos sociales, de —para decirlo con Mariano Azuela— “los de abajo”.
Carmen Martín Gaite, en su colección de relatos Las ataduras, nos acerca a siete de estas situaciones con un enfoque empático, con un “objetivismo compasivo” (si se me permite la fórmula). En apariencia, se limita a exponernos unos hechos, a hacernos llegar unas historias tristes, lamentables, injustas; pero de su visión no se deriva la asepsia sino la ternura agazapada, que impregna el fondo de sus párrafos. “Compadecer” no revela en la escritora salmantina un pensamiento de superioridad, ni una mirada que se lance hacia abajo, sino la voluntad humanista —y rigurosamente etimológica— de “padecer con”. Aceptando ese modus operandi entenderemos mucho mejor a Alina (que salió de un pueblo de Orense y cumplió su sueño de vivir en París para, a la postre, no alcanzar la dicha), a Juan (el niño diferente, que sobrevivió a una meningitis y que espera el retorno de su único amigo), a Emilia (que se ha convertido en la segunda esposa de un hombre adusto que no le permite mantener relación con su hermana, por juzgarla una “perdida”), a Ascensión (una cuidadora de niños que vive alienada y sin merecer el respeto de quienes la han contratado), a María (que perdió a su única hija y no encuentra ya alicientes en su vivir cotidiano), a Milagros (que malvive en una chabola y ve en el médico don Mariano la única salida hacia la dignidad) o a Pedro (desdeñoso marido que, tras el abandono de su esposa, descubrirá el vértigo del vacío).

Espíritus heridos, vidas maltrechas y una narradora excepcional conforman un volumen memorable, al que conviene acudir.

jueves, 16 de noviembre de 2017

Manual de jardinería (para gente sin jardín)



Hay libros ante los cuales el crítico se queda pensando sobre qué decir de la obra y, al final, se rinde ante una idea muy sencilla: lo único que quiere explicar en realidad es que está fascinado, que le ha parecido muy buena, que ha disfrutado, que se ha emocionado, que le irritó que se acabase. Así de simple. (Quizá se trate de la crítica menos profesional o menos erudita, pero también es posible que se trate de la más sincera o adecuada).
A mí me ocurre con Manual de jardinería (para gente sin jardín), que la editorial Relee le publicó a Daniel Monedero. Nada más sumergirme en las páginas líricas de “Universos paralelos” o en ese hermoso relato crepuscular sobre un Huck Finn que no ha dejado nunca de añorar a Tom Sawyer y que en su vejez lo rememora y busca (“Llamadme Mississippi”) ya supe que estaba ante un volumen especial, seductor y magnético. Pero es que luego vinieron “Manual de jardinería” (ese voluminoso chico negro que descubre en su interior el alma de una poeta polaca de gran fama internacional) o “Último verano en Seattle” (deliciosa crónica lánguida del final de la adolescencia, que me hizo recordar inmediatamente algunos textos de Los pobres desgraciados hijos de perra de Carlos Marzal) y ya me rendí: estaba ante uno de esos libros. Uno de esos libros.

Me resisto a aplicar a estos relatos las habituales categorías del crítico literario que en el fondo no soy, así que me limitaré a ponerme en pie, aplaudir e invitar a todos para que acudan a este libro. Es mágico. Es brillante. No les defraudará.

martes, 14 de noviembre de 2017

Guerra y pan



Jesús Zomeño lo ha vuelto a hacer. Tras publicar aquel libro excepcional de relatos titulado De este pan y de esta guerra (Contrabando), que nos trasladaba al mundo de la Primera Guerra Mundial y por el que recibió el premio de la Crítica Valenciana, amplía ahora el ciclo con Guerra y pan, que no desmerece ni un ápice del anterior.
Los protagonistas de estas nueve historias vuelven a ser combatientes ingenuos o tristes, mutilados de guerra o viudas arañadas por la melancolía. Seres, en suma, heridos por la ignominia bélica, que sobreviven como buenamente pueden: unos consiguen quedar protegidos por la amnesia (como en el relato anafórico del soldado Rusty); otros se envolverán en un humor triste, tras el que se esconde una lección espeluznante (Marcel Galliard); y otros, en fin, cazarán moscas en las trincheras, para matar el tiempo y soportar la vileza y el horror que los cercan.
De las nueve historias, que están magníficamente construidas y donde el lirismo aflora en los lugares más insospechados (la estructura epitafial de “Hablemos de la belleza” es sobrecogedora), dos sobresalen a mi entender por encima de las demás: “Máscaras” y “Moneda francesa”. En el primer texto asistimos al diálogo entre dos mutilados faciales, un inglés y un alemán, que abordan temas como el odio, la conmiseración o la divinidad y que culmina con un cierre de brutal intensidad psicológica; en el segundo veremos a un mendigo que recibe con amargura las monedas galas que una berlinesa deposita junto a él, y que acabará siguiendo a la mujer para descubrir el misterio que porta en sus ojos.

Libro duro. Libro magnífico. Libro canónico. De los que se pueden releer cada cierto tiempo para descubrir nuevas aristas y nuevos brillos. Guerra y pan confirma la calidad exquisita de este narrador albaceteño afincado en Alicante.

lunes, 13 de noviembre de 2017

La Cofradía de la Luz de Gas



Escribir para niños y jóvenes no es tarea en absoluto sencilla porque, como muy bien se ha indicado, este grupo constituye el segmento más crítico de la masa lectora: jamás maquillan su decepción con afeites moderados; jamás incurren en el elogio cortés; jamás renuncian a decir en voz alta su verdad. Por tanto, quien ose presentarse ante ellos con una novela se arriesga a enfrentarse con el público más exigente y sincero.
Carlos de la Fé lo hizo en La Cofradía de la Luz de Gas, que obtuvo en 2011 el premio Francisco González Díaz de novela juvenil y que fue publicada por Anroart Ediciones en 2013. En estas simpáticas páginas nos encontramos con María del Pino, una niña que se ve forzada a pasar unas vacaciones veraniegas en la Villa de Teror, en la casa de sus abuelos, y que se verá envuelta allí en unos extraños sucesos. Años atrás, la iglesia local sufrió un espectacular robo, que supuso la desaparición de todas las joyas de la Virgen, sobre todo una rana de oro con cuatro esmeraldas que donó al templo, en 1691, doña Luisa Antonia Trujillo y Figueroa. Pero ahora, tras leer una vieja carta dirigida a su abuelo, la niña comienza a sospechar que dicha rana podría haber sido robada por alguien de la familia.
Con la ayuda de algunos niños de Teror (Néstor, Jacinto, Anita) comenzará sus investigaciones, que la llevarán a un descubrimiento más que sorprendente.

Ágil en las descripciones, fluido en la composición y certero en los diálogos, Carlos de la Fé logra una novela muy estimable, que se lee con agrado y que deja un estupendo sabor de boca.

sábado, 11 de noviembre de 2017

La hipótesis Saint-Germain



Lo dijo William Shakespeare, por la boca del príncipe Hamlet: “Hay más cosas en el cielo y en la tierra, Horacio, de las que han sido soñadas por tu filosofía”. Y lo podríamos repetir después de terminar esta novela de Manuel Moyano, que se titula La hipótesis Saint-Germain y que obtuvo hace no muchos meses el XVII premio Carolina Coronado de novela.
Desde el principio, con esa capacidad mágica que tiene el escritor cordobés para erigir atmósferas de la más delicada y convincente textura, nos vemos inmersos en una asombrosa concatenación de sucesos: el editor Daniel Bagao, director de la revista esotérica Mundo Oculto, recibe la visita del desmañado Ismael Koblin, quien asegura haber descubierto la actual identidad del escurridizo conde de Saint-Germain, aquel personaje que, desde el siglo XVIII, ha sido visto en varios países y por diferentes personas, y a quien se atribuye el don de la eterna juventud. Según afirma, ahora se hace llamar Joseph Curran, y es un conocido y misterioso multimillonario que vive en Estados Unidos, alejado de cualquier forma de publicidad. Bagao, que se muestra escéptico ante estas revelaciones pero que no pierde su olfato comercial, le concede un cierto margen de maniobra a su estrafalario visitante, para que prosiga sus investigaciones. Pero muy pronto comenzarán a acumularse las perplejidades, los nuevos descubrimientos… y las contundentes amenazas de Curran, a través de uno de sus sicarios.
Decir que la novela es magnética se antoja insuficiente: es un maravilloso reloj narrativo, en el que Manuel Moyano ha vertido sus mejores habilidades como documentalista, como ingeniero de la trama y como prestidigitador de la intriga. Y todo ello, huelga precisarlo, con la prosa excepcional que ya conocemos por sus libros anteriores.
Durante las primeras doscientas treinta páginas, el lector queda hechizado por la inquietante solidez del argumento, que apenas concede (y es un elogio) respiros. Pero cuando se adentra en las cuarenta últimas es cuando el novelista lo deja clavado al asiento y sin poder apartar los ojos de las líneas. Es tal el despliegue de fantasía y la magnitud científica e histórica de lo que cuenta Manuel Moyano que lo sumerge en un crescendo difícilmente superable, del que emerge como dijo Julio Cortázar que salió de las páginas de Paradiso: con los pulmones a punto de explotar.
Insisto e insistiré: por su imaginación, por su léxico siempre luminoso, por su sintaxis fluente, por la sabiduría de su ritmo novelesco, Manuel Moyano es uno de los mejores narradores vivos de nuestro idioma. Dicho queda.

viernes, 10 de noviembre de 2017

Cuaderno de Sarajevo



Un libro terrible y que mete la impertinencia del dedo en el dolor sangrante de la llaga. Hablo del Cuaderno de Sarajevo, de Juan Goytisolo (El País/Aguilar, Madrid, 1993), que lleva el clarificador subtítulo de “Anotaciones de un viaje a la barbarie”. Describe en él la brutal matanza que los serbios perpetran contra los bosnios, ante la pasividad (o con la connivencia callada) del mundo “civilizado”. Goytisolo amontona palabras espantosas e imágenes impactantes para denunciar la atrocidad, pero hay cosas que en esta actitud suya me disuenan. Por ejemplo, se burla de que un tal general Morillon regalase a los niños destrozados de un hospital “un gran oso de felpa” (p.35), pues le parece un gesto vacío, gratuito y tontucio; pero, en cambio, sí ve muy normal lo que él hace: proponer al poeta Abdulah Sidran, en medio de los terribles bombardeos y los francotiradores, elaborar “una antología literaria bosnia” (p.104). No sé, ese tipo de intelectualismos snobs.

Por otro lado, el libro escarba en la herida más cruel de todas: el doloroso desentendimiento de un mundo rico que no se implica en los problemas que no afectan a su cartera. Pero que Goytisolo descubriese eso a la altura de 1993 se me antoja de una ingenuidad infantiloide. Un tomo, en fin, para la reflexión.