sábado, 28 de junio de 2014

Morituri



Todos tenemos nuestra película favorita sobre el mundo del imperio romano, allá donde nos mostraban legiones en formación, edificios llenos de mármol y columnas, emperadores locos o intrépidos, gladiadores aguerridos y que desconocían el pavor, cristianos comidos en el circo por leones majestuosos o cortesanas con clámide a las que imaginábamos sin ella. Y si pensamos en el mundo de la televisión, ¿quién no recuerda la serie Yo, Claudio, en la que el genial Derek Jacobi bordaba el papel protagonista? Ahora bien, si buscamos una referencia literaria en nuestra mente para documentar esas mismas sensaciones, ¿cuál sería? ¿En qué novela nos sumergimos hasta el punto de creernos instalados en el mundo de Roma y sus adláteres? ¿Tal vez en la citada Yo, Claudio, de Robert Graves? ¿Quizá en el Quo vadis, de Sienkiewicz?
Si a mí me quedaba alguna duda, ya no la tengo, después de leer la gran obra Morituri, de Francisco Gijón. En ella se nos presenta a una serie estupenda de personajes, que luego se irán mezclando entre sí para conformar una trama tan sólida como implacable: Diocles, un legionario caído en desgracia (acaba de matar a un superior), que ingresa en una escuela de gladiadores; el general Cneo Julio Agrícola, que ha sido relevado del servicio y devuelto a Roma, con el fin de tenerlo más controlado (el emperador no acaba de fiarse de él, aunque es un hombre sin duda íntegro); el liberto Elpidio, que recibe la orden de organizar unos juegos circenses innovadores y sangrientos; el senador Ninfidio, ambicioso y carente de escrúpulos; el emperador Domiciano, que está pensando en iniciar una campaña contra los bárbaros, en la que quiere llevarse al fiel Trajano... Los protagonistas, esencialmente, están ahí. Pero las acciones en las que se enredan son tan variadas que se antoja imposible resumirlas: un complot para poner fin a la vida de Domiciano; un grupúsculo de senadores descontentos que tienen un candidato idóneo para sustituir al botarate que ahora los gobierna; un actor que se está acostando con la esposa de Domiciano; los escritores Marcial y Juvenal, que aparecen constantemente en fiestas y reuniones, con sus ironías cultas y sus malevolencias...
Pero, sobre todo, yo me he sentido conmocionado con las descripciones que Francisco Gijón nos aporta sobre los espectáculos que se desarrollan en la arena del circo: luchas a muerte de gladiadores; combates de personas con los ojos vendados, para que se hieran en medio del terror (los andabatae, tal y como se nos cuenta en la página 170); niños embadurnados con brea y colocados en cruces para que, al quemarlos vivos, actúen como antorchas nocturnas (la terrible secuencia puede leerse entre las páginas 214 y 215); hábiles recortadores cretenses que saltan con éxito (a veces sin él) sobre toros salvajes; naumaquias con cocodrilos e hipopótamos, a las que se arroja a condenados para que sean devorados ante el público; jóvenes prostitutas que, engañadas por un precio alto, son violadas por animales en medio de la arena, para regocijo general...

Créanme si les digo que Morituri no es un libro más, de los muchos que nos ofrece el mercado literario semanalmente: es una excelente novela, llena de retratos fieles sobre el mundo romano, que les provocará una atracción de todo punto irresistible. Una apuesta segura para los días del verano.

jueves, 26 de junio de 2014

Leporella



Leamos el inicio de esta novela, porque me parece que el dibujo que nos traza de su protagonista femenina es insuperable y magnético: “Su nombre civil era Crescentia Anna Aloisia Finkerhuber, tenía treinta y nueve años, era hija ilegítima y procedía de un pueblo montañés del Zillertal. En la columna “Rasgos distintivos” de su documentación constaba un trazo oblicuo para indicar que ninguno; pero si los funcionarios estuvieran obligados a incluir la descripción caracterológica, una simple y rápida mirada les hubiera bastado para anotar en aquel punto: Parecida a un jamelgo montés reventado, hueso y flaco”. En efecto, la sirvienta que sirve de base a esta historia era una mujer fea y que no comprendía las cosas con demasiada rapidez. Carecía además de vínculos con el sexo opuesto (“Los hombres la dejaban en paz, ya fuera porque un cuarto de siglo de trabajar como una mula la había despojado de toda feminidad, ya fuera porque ella, huraña y callada, repelía cualquier aproximación”). Trabaja como criada para el joven barón de F., un casado indolente que no ama a su esposa y que, aprovechando un par de meses de estancia curativa de ésta en un sanatorio, comienza a llevar una vida disoluta, donde son varias las mujeres que van pasando por su dormitorio.
La estulta sirvienta, que ha comenzado a sentir una admiración fanática por su señor (y que con una mente menos obtusa podría incluso haber confundido con los rayos del amor), se convierte en la alcahueta del barón, llegando incluso a suministrarle alguna doncella para su solaz y esparcimiento... Pero la esposa, como es lógico, acaba volviendo a casa. Y tanto el marido (que ve cortadas las alas de su libertad) como la sirvienta (que odia a la mujer que le secuestra de un modo oficial las horas de su admirado ídolo) se ven incomodados en su rutina.
Hastiado, el barón decide alejarse durante unos días de la casa y dedicarse al ejercicio de la caza. Y entonces se produce un hecho inesperado: su mujer es encontrada muerta, por un escape de gas. ¿Ha sido un suicidio? ¿Ha sido quizá un asesinato, perpetrado por la sirvienta? El barón comienza a plantearse esas mismas preguntas y se siente cada vez más desasosegado en presencia de la criada tirolesa.

Elegante, ameno y con una prosa finísima, Stefan Zweig nos entrega aquí una historia donde los lectores somos invitados a presenciar una relación bastante desequilibrada (en el sentido social, pero también en el intelectual y el estético) entre una mujer zafia, casi en el borde de la anormalidad, y un noble tarambana y juguetón, que le prodigará atenciones que ella malinterpretará de un modo lamentable. Nuevamente airoso, el narrador vienés vuelve a convencerme. Me da la impresión de que terminaré leyéndome todas sus obras.

martes, 24 de junio de 2014

Carta a mi madre



Si cualquier persona se formulara preguntas del estilo de “¿Cuál era el postre favorito de mi madre cuando era niña? ¿Cómo se llamaba su mejor amiga de entonces? o ¿Cuál fue el regalo de Reyes que más ilusión le hizo de toda su infancia?”, descubriría que ignora muchos detalles —muchísimos— de la persona que le dio el ser. Georges Simenon llegó a la misma certeza cuando, hacia los setenta años, asistió durante una semana a la lenta agonía de su madre nonagenaria. Y en aquellos días fue componiendo este texto en modo alguno amnésico o edulcorado (“Mientras viviste nunca nos quisimos, bien lo sabes. Los dos fingimos”), en el que trata de entender las peculiaridades de aquella persona orgullosa, hermética, desconfiada y bajita, cuando quizá ya era tarde para lograr su propósito (“Solamente se conoce de verdad a alguien si se ha conocido su infancia”)
Georges Simenon recuerda con amargura algunas anécdotas: por ejemplo, cuando su hermano pequeño Christian lloraba y ella, entonces, le espetaba a Georges: “¿Qué le has hecho otra vez?”. Simenon, triste, anota: “Me pregunto si no sería necesario que hubiese un villano en la familia y que ese villano fuese yo”. O por ejemplo cuando una tarde, en un arrebato de furia, ella lo tiró al suelo y comenzó a darle patadas. Alejado de toda certidumbre, y deseando conocerla con más profundidad (“Hay todo un fragmento de tu pasado que no ha dejado huellas y precisamente es ése el que me apasiona”), Georges Simenon va dejando por escrito sus recuerdos, sus hipótesis, sus deducciones... Considera que para ella debió de ser muy difícil encajar en la familia de su novio (“Los Simenon formaban un clan tan cerrado que debías sentirte tan lejos allí como en tierra extranjera”), que no fue feliz en su segundo matrimonio (acabaron comunicándose mediante notitas) y que tal vez toda su tensión vital procedía de un deseo atávico de asegurarse la vejez con una pensión digna. Pero, eso sí, que estuviera lograda por sus propios medios: aunque su hijo Georges Simenon era famoso y rico, y le pasaba dinero todos los meses, ella se las apañó para dejar ese dinero intacto y devolvérselo, íntegro, en su ancianidad. Fue un gesto que “por un lado, me hirió mucho, pero, por otro, me obligó a admirarte”.

La muerte como punto de partida para reconstruir una vida, parece ser el leitmotiv de Georges Simenon. Más vale tarde que nunca. O eso dicen.

domingo, 22 de junio de 2014

Ártico



Lo bueno que tienen los libros breves es que, si son malos, apenas te da tiempo a enojarte con ellos (o se te pasa pronto el disgusto). Y si son buenos puedes permitirte el lujo de leerlos más de una vez, para saborearlos de formas distintas, apreciar sus matices y empaparte con bellezas que te pasaron inadvertidas durante tu primer buceo por sus páginas. Esto último me ha ocurrido, gozosamente, con Ártico, del cartagenero Juan de Dios García, un poemario inteligente, sensible y poliédrico que llegó a mis manos gracias a la intermediación de Isabelle García Molina. Lo leí, me fascinó... y me propuse leerlo de nuevo antes de elaborar la reseña que ahora escribo.
Todo el libro burbujea de belleza y aforismos que te dejan pensando y sintiendo. En el poema “Infinitivo”, que casi abre el volumen, se pueden leer versos como éstos: «Esculpir esta leyenda en el cerebro: existir no es vivir», «Barrer adecuadamente el corazón, / echar el cerrojo, tirar la llave al salir. / Encontrarle valor a cada lágrima», «Escapar antes de que la realidad nos detenga y nos pudra». Sentencias lúcidas y hondas sobre las que detenerse, con un café o un cigarrillo en la mano, y la mirada perdida. Y justo después, cuando ya has entendido perfectamente que te encuentras ante un poeta con pinceladas de filósofo, las líneas de “Acuarela”, una especie de autorretrato elegante y logradísimo, donde Juan de Dios se distancia de corsés sociales o ideológicos («No sé qué significan las palabras / religión, academia o general»). Luego, por supuesto, hay otras propuestas, que indagan en territorios distintos: el fútbol como metáfora integrada en nuestras vidas (“Football is over”), las posibilidades narrativas de la vida de Adolphe Quételet, un visionario de la estadística (“Laboratorio y ferrocarril”), etc. Y por fin, en la página 35, la primera alusión a lo ártico: el poema “Proceso”, donde nos habla contenidamente sobre la agonía y muerte de su padre en un hospital, una madrugada de febrero.
Juan de Dios García se sirve, además, de todos sus conocimientos literarios, que son muchos y variados (el poeta es profesor de literatura en un instituto), para que los textos queden impregnados de referencias directas a todo tipo de autores (Albert Camus, Jean-Paul Sartre, Friedrich Nietzsche), pero también versos que remiten a otros quizá más camuflados (por ejemplo esa mención indirecta de Gabriel Aresti en la página 47, cuando reconoce que no defendió la casa de su padre). El resultado final de todas esas conexiones es una mezcla explosiva de belleza, pensamiento y música, que convierte estos poemas en un auténtico lujo para los buenos degustadores.

¿Sorpresa? Ninguna para mí. Desde que tuve la suerte de leer los versos de su anterior producción (Nómada, con el que obtuvo en el año 2008 el XIII Certamen de poesía María del Villar), supe que estaba ante un escritor notable, condecorado con grandes virtudes líricas y hasta filosóficas, dueño de un ritmo decantado y elegantísimo. Llevado por la humildad, afirmaba en la página 26 de aquel volumen: «Mi única arma: la terquedad». Evidentemente, no es así. Sus armas tienen más que ver mucho más con la belleza que con la contumacia o la obstinación: Juan de Dios García es excelente poeta. Si lo quieren comprobar no tienen más que leer esta obra.

jueves, 19 de junio de 2014

La fea burguesía



Hace años escuché a Gonzalo Torrente Ballester en una entrevista televisiva y me agradó que dijese algo políticamente incómodo: que la burguesía era la gozosa responsable y sustentadora del mundo occidental, tal y como hoy lo conocemos; y que, por tanto, el tono peyorativo que se le dedicaba a “lo burgués” se le antojaba un disparate. De ahí que el escritor Miguel Espinosa, tan brillante siempre, tuviese el acierto de dedicarle un libro satírico y mordaz a la “fea” burguesía, que no es la burguesía toda. Ahora, la recién nacida editorial murciana que lleva ese mismo nombre (capitaneada por Francisco Marín, Fernando Fernández y Paco López Mengual), ha abierto su catálogo con una espléndida reedición del citado volumen.
Miguel Espinosa es uno de los grandes autores de la narrativa española del siglo XX, así que continuar difundiendo sus textos y poniéndolos en las manos de los futuros lectores sea una labor tan inteligente como apostólica. Él se dio cuenta, y lo plasmó en este libro inclasificable, de que la burguesía “fea” aunaba las peores excrecencias de las dos clases sociales que la circundan: el pueblo (del que heredaba sus filones de zafiedad y energumenismo) y la clase alta (a quien trataba de emular sus aires de grandeza, con el consiguiente aroma patético que las imitaciones burdas siempre acarrean). El burgués feo no es pueblo, pero tampoco es aristocracia. Es un híbrido descolocado, deshilachado y sin una identidad firme, que se arropa con las adherencias lamentables que escoge sin ton ni son, llevado por la soberbia, el desdén, el afán de dinero y la estulticia. Los personajes de Miguel Espinosa están ahí para mostrar esa evidencia de orden sociológico, que él coloreó con la mejor literatura de su tiempo, llena de elegancia, sarcasmo, retrato cruel y fidedigno y anécdotas imborrables.

La editorial La Fea Burguesía, recordándonos esta obra y volviendo a colocarla en las meses de novedades de las librerías, está haciendo un enorme favor a la cultura española, y regalando una preciosa ocasión para el gozo a los lectores. No hay que pensárselo mucho para hacerse con este volumen: será difícil que ustedes encuentren uno mejor entre los tomos que lo rodean en su librería habitual.

martes, 17 de junio de 2014

Cuentos republicanos



Los meses finales de la II República española, vividos y contados por un niño desde Tomelloso (Ciudad Real), ratifican esa certera afirmación que asegura que si describes tu aldea estarás describiendo el mundo. Francisco García Pavón (1919-1989) deja que su mirada vaya recordando escenas, personajes y anécdotas de aquel mundo pobre, distinto y periclitado, donde nos muestra sus ceremonias de religiosidad rancia, con curas gesticulantes y amenazadores, beatas conejiles y niños endomingados (“La novena”); sus celebraciones con anís, bailes ñoños, sedas, calor y pasodobles (“El bautizo”); ese Ford T que compra el abuelo y que desplaza con su ráfaga de modernidad a la endeble tartana y al desvencijado tílburi (“El coche nuevo”); aquel gañán que intentaba propasarse con una moza del pueblo y a quien, contra todo pronóstico y de forma contundente, le salió el tiro por la culata (“La frescachona”); aquel indiano que volvía a la localidad en condiciones enigmáticas, con más sombras que luces, y que acababa languideciendo entre partidas de cartas y borracheras (“Juanaco Andrés, el que llegó de México”); aquellas tardes de colegio, con el maestro leyendo el ABC y tomando morcilla frita ante sus alumnos, a quienes exigía silencio a golpe de palos (“El colegio de don Bartolomé”); o aquellos días confusos de julio del 36 en los que todos «hablaban de los militares de África, de no sé qué levantamiento» (“El bugatti”).
Con una serie de personajes que se repiten aquí y allá, burbujeando en varias de las narraciones, la textura que consigue García Pavón en estas páginas recuerda mucho a la de una novela, entendida en sentido lato y moderno.
Mis tres relatos favoritos de este volumen son: “Paulina y Gumersindo” (una historia de matrimonio pobre, que toda la semana ha de permanecer separado por motivos laborales y que los fines de semana reedifica la complicidad, la ternura y el amor), “El hijo de madre” (el modo complicado en que el hijo de una prostituta ha de sobrellevar su condición en el colegio) y “El entierro del Ciego” (cuadro costumbrista sobre el dueño de un lupanar, que ha pedido ser enterrado al son del tango Adiós, muchachos, de Carlos Gardel, con el previsible escándalo del ayuntamiento y la iglesia).

Este libro, editado por Menoscuarto, constituye una magnífica ocasión para acercarse hasta Francisco García Pavón, uno de los narradores españoles más interesantes de mitades del siglo XX.

domingo, 15 de junio de 2014

Auto...



Pocas veces —mea culpa— traigo a esta página obras de teatro. Y no es, naturalmente, porque desdeñe el género, sino más bien porque la densidad visual que imponen en las mesas de novedades otros géneros (novela, cuento, ensayo) es tan abrumadora que casi siempre obtura la existencia comercial del arte de Talía. Pero he aquí que Ernesto Caballero (Madrid, 1957) acaba de ser publicado por Cátedra en un volumen primoroso que, en edición de Fernando Doménech Rico, contiene tres obras: Auto, Sentido del deber y Naces consumes mueres. Y esta ocasión me sirve para romper una dinámica que ni me satisface ni es justa: la de preterir las buenas voces dramáticas que hay en España.
Auto nos sitúa en una enigmática, silenciosa y desnuda sala de espera, en la que cuatro personajes (un matrimonio, la cuñada y una autoestopista) aguardan nerviosos una comparecencia o un llamamiento. Han tenido un aparatoso accidente de coche (un camión les ha embestido por detrás) y, suponen, están pendientes de declarar en el juicio. En esta atmósfera densa y opresiva, que resulta imposible no relacionar con la pieza A puerta cerrada, de Jean-Paul Sartre, todos irán vaciando sus almas de miserias y descubriendo infidelidades, venganzas, rencores y vómitos encharcados en el estómago a causa de la decepción o la rutina. Sentido del deber transcurre «en una casa-cuartel de la Benemérita, aquí y ahora: en la nueva España de todos los tiempos» (p.192) y nos habla de amores interrumpidos pero nunca olvidados, del aburrimiento, de la claustrofobia y de ciertos impulsos barrocos acerca del honor que nunca han llegado a desaparecer del todo del alma hispana. Honra, sospecha, asesinato y suicidio se dan la mano en un texto de título doblemente simbólico.
Y Naces consumes mueres, la obra con la que se cierre este espléndido volumen, nos coloca en escena a cuatro actrices que han sido contratadas para representar una obra de teatro que sirva de apertura para un congreso sobre Economía y Espiritualidad. El texto escogido para tan asombrosa ocasión es un auto sacramental de Calderón de la Barca (El gran mercado del mundo), que les da pie para reflexionar crítica y agudamente sobre la situación del mundo que nos rodea, con sus activos tóxicos, sus índices bursátiles, su estafa inmobiliaria, sus manipulaciones ideológicas, su compleja red de mentiras interesadas y fraudes de todo tipo y su Gran Hipocresía, donde todos se lavan las manos cuando llega la hora de rendir cuentas... Es un texto inteligente y cirujano, donde se investiga en las entrañas de la actualidad, pero quizá falle en su fluidez escénica: en ningún momento he llegado a sentirla como propuesta teatral, sino más bien como un discurso de gran hondura sobre nuestra sociedad. Paula, una de las actrices, se referirá así a la generación de los derrochadores: «Se han comportado como el heredero decadente que dilapida la fortuna de sus progenitores, y ahora nos exigen lo imposible, que hagamos lo que ellos nunca han hecho, que nos comportemos como nunca hemos visto comportarse a nadie» (p.262).

Son tres propuestas de enorme interés de quien no sólo es un autor de sólida trayectoria, sino uno de los hombres de teatro más reconocidos de España (en octubre de 2011 fue nombrado director del Centro Dramático Nacional). Un volumen para leer y conservar con agrado.

viernes, 13 de junio de 2014

Temporada de fantasmas



Los microrrelatos son un terreno más bien resbaladizo, en el que fácilmente se cae en la diapositiva, el chiste o la gracieta, olvidando el componente narrativo que sin discusión tiene que aparecer en todo relato. De ahí que los maestros del género (Ángel Olgoso, Manuel Moyano, Fernando Iwasaki, Zapata) sean harto infrecuentes. La argentina Ana María Shua (Buenos Aires, 1951), que es una buena cultivadora de esta especialidad, nos entrega en Temporada de fantasmas un bloque muy estimable de este tipo de composiciones, del que me han gustado bastante una docena de ellos. En especial, los cuatro que llevan por títulos “El niño terco”, “Filtro de amor”, “Tarzán” y “Los chicos crecen”.
Manejándose bien con el lenguaje, el ritmo y los enfoques logra sorprender más de una vez por su lirismo o su contundencia. No he leído mucho a esta escritora, pero quizá sea la hora de actualizarme con ella.

martes, 10 de junio de 2014

Novela de niños



El marido de Christiane era un reconocido filósofo y pensador, que abandonó el sacerdocio para quedarse con ella y formar una familia. Sus obras, luz y guía para muchos, se le antojaban tan complejas que decidió alejarlas de los ojos de su joven esposa (“Ella no conocía ni uno sólo de sus libros. Él le había prohibido terminantemente leerlos”). Y ahora, al quedarse viuda con apenas 31 años y con cuatro hijos a su cargo, la soledad viene a instalarse en su corazón, en su vida y en su dormitorio, presidido por la máscara mortuoria del esposo.
Un día, se presenta en su casa el apuesto Til, un admirador de la obra filosófica de su marido, que anhela conocer el lugar donde trabajaba y pensaba el maestro. Sin apenas justificación estética o argumental (aquí, Klaus Mann no anda fino), Christiane descubre que se ha enamorado del joven acólito, aunque sea mucho más joven que ella. Y lo hace, además, de un modo radical (“Amaba cada uno de sus gestos. Amaba su cabello, sus manos, su boca, sus ojos, sus cejas, su voz, su manera frívola y atropellada de hablar, su descaro, su risa, su melancolía, su cara inquieta y perversa”). Habiendo redescubierto el amor y la pasión en la persona más inesperada, Christiane se entrega incluso a una sorprendente voluptuosidad genésica (“Todo su cuerpo y toda su alma esperaban la concepción del quinto hijo”).
Por fin, decidida a ser ella quien dé el paso, una noche se aproxima a los labios de Til y los besa. El muchacho, aunque aturdido y tímido, se deja llevar, y acaban acostándose juntos, en una secuencia tan elegante como bien resuelta (aquí, Klaus Mann sí que anda fino). Al día siguiente, tan avergonzado como cauto, Til decide subirse en el tren y partir. Christiane protagoniza entonces una escena enamorada o patética, porque se ofrece a irse con él (asegura que ya va vestida de viaje). Ni siquiera se detiene entonces a pensar en sus hijos... Pocas semanas después, la joven viuda descubrirá que está embarazada de Til.
Escrita con una prosa desnuda pero lírica, esta Novela de niños nos muestra a un narrador que, sin ser excepcional, alcanza una buena altura. Interesante.

sábado, 7 de junio de 2014

El dibujo de los días



Termino de leer un libro de historias breves que, francamente, me ha gustado mucho. Se titula El dibujo de los días y su autora es Alicia Noland. Lleva un prólogo muy enjundioso e interesante de Federico Montalbán López y se completa, además, con unas ilustraciones aguerridas, muy osadas, en blanco y negro, que redondean los textos aportándoles su fiereza de tinta. La autoría corresponde a Grazina Didelyte. ¿Se podría de alguna manera resumir en pocas palabras la esencia del libro? Difícil resulta siempre encontrar una fórmula que sirva para todos los relatos. Yo apostaría por el sintagma “lirismo melancólico”, que creo que es el que mejor les cuadra, añadiendo algunas notas de languidez en muchos de ellos.
Alicia Noland ensaya, eso sí, múltiples caminos para emocionar a los lectores y secuestrar su atención. Y a fe que lo consigue en muchísimas de las páginas del volumen. En “Ceguera” apuesta por confeccionar una diapositiva metafórica acerca de cómo se puede estar ciego o muerto y, sin embargo, seguir existiendo (inercia de la rutina). En “Especies” nos habla de la soledad y del modo espurio en que puede ser matizada o mitigada (cómo no recordar el célebre poema de Ángel González acerca de las cucarachas que encuentra en su casa, cuando regresa por las noches). En “Resaca” elige darle la vuelta a un cuento clásico, el de Cenicienta, con un príncipe que después de estar viviendo con ella durante un tiempo se siente vacío y necesita iniciar, con el zapatito de cristal en la mano, una nueva búsqueda. En “Lunes o martes” pone ante los ojos de sus lectores un penoso cuadro de divorcio, en el que no hay niños sobre los cuales establecer una negociación, pero sí libros. En “Reciclaje” sitúa como su protagonista a una inquietante anciana que hace desaparecer a los gatos que entran en su casa. Y así sucesivamente. Muchas son las propuestas y aventuras que la escritora desliza ante nuestros ojos; y en todas se pueden encontrar, aparte de los primores argumentales y psicológicos, sorpresas estilísticas que los llenan de luz y literatura, como cuando nos habla de la bronquitis crónica de las palomas (p.78).
Especial atención merece, a mi juicio, el relato “De nuncas y siempres”, una fascinante y muy actual reflexión política sobre las inagotables mentiras y las burdas y sangrantes manipulaciones a las que nos someten quienes nos gobiernan, desde tiempo inmemorial. Juzguen por estas dos perlas, que extraigo del texto: «Gobernamos para los nuncas sirviéndonos de los siempres, ésta es la máxima de nuestra democracia, una democracia de ciudadanos tan libres e iguales como puedan pagarse» / «Nos convienen ignorantes, mediocres, miedosos, recitadores de ese Y yo qué, y a mí qué, que tanto les gusta, sí... Nos convienen así, anestesiados, divididos tras colores y banderas, uniformados de invierno y rutina, de inercia y primavera, de verano y lugares comunes, de otoños y pensares».

Creo que Alicia Noland tiene muchas ideas en la cabeza, y creo también que sabe plasmarlas en el papel con eficacia notable. Es una deducción a la que se llega dedicándole al libro apenas cinco minutos. Después, resulta complicado abandonar sus páginas, porque ya han ejercido sobre el lector su hechizo magnético. Será cuestión de estar pendientes de sus obras a partir de este instante: seguro que nos sorprende.

martes, 3 de junio de 2014

Los monos insomnes



Hace ya unos cuantos años (de todo hace ya unos cuantos años), yo dirigía un programa en una emisora de radio de la capital murciana. Hablaba de libros, de autores, de editoriales, de concursos, de cualquier detalle que estuviese relacionado con el mundo de la literatura. Y como disponía de carta blanca para llevar a los invitados que quisiera y para enfocar su contenido de la forma que considerara más conveniente, un día tuve una idea más bien peculiar: dedicar un programa entero a recomendar libros para el verano. Lo peculiar no residía, como es lógico, es ese manido tópico, sino en el hecho de que quería recomendar libros que no existieran. Para darle un mayor aire de verosimilitud recabé la ayuda de dos o tres escritores amigos que, alocados y febriles, se pusieron a la tarea de inventar novelas, poemarios, autores y editoriales, que luego comentaron en el programa con perfecta dicción apolínea. José Óscar López era uno de ellos; y cumplió su cometido con tan disparatada pirotecnia de imaginación (llegó a permitirse la recomendación de una novela china de más de dos mil páginas, si no me falla la memoria, cuyo argumento ficticio resumió para los oyentes) que siempre me falta tiempo, cuando publica algún libro, para hacerme con él y devorar sus páginas. De una persona tan creativa y chispeante se puede esperar cualquier locura fantástica.
En esta ocasión el libro que ha publicado se titula Los monos insomnes, y lo lanza al mercado el sello Chiado Editora: una docena de historias de muy complicada clasificación que ha sido definida por el poeta Juan de Dios García con un original y oportuno marbete: «uno de los libros de relatos fundacionales del esquizorrealismo hispánico». Y es que, ciertamente, las propuestas que José Óscar López nos lanza desde sus páginas son tan eficaces como perturbadoras, y nos colocan en una posición de incomodidad reflexiva. Sirva como ilustración un simple acercamiento a algunos de los protagonistas de estas páginas: ese actor porno ya fallecido, llamado John Holmes, que sale del purgatorio después de una estancia de 25 años allí y que se dispone a viajar hacia el cielo al volante de su coche; un lector voraz que acaba secuestrando por pura rabia a la imperita autora de un libro malogrado, a la que pretende reconducir; un escritor de cierto talento que vive en el año 2036 y que provoca extraños cataclismos mundiales a causa del léxico que emplea en sus obras; un actor en paro que se ve acosado por inauditas llamadas de teléfono, en las cuales cree descubrir a unos monos que se esfuerzan por comunicarse con un lenguaje casi humano... Todos ellos se verán incluidos en historias delirantes, en modo alguno previsibles, en las que el lector experimentará la sensación de que es sacado de sus casillas (en el más literal y en el más metafórico de los sentidos), con gallinas que se ponen a hablar de un modo sorprendente (y recitando fragmentos de Platón, para más inri), viajeros estelares que viajan de planeta en planeta para fecundarlos, sabios que miran nubes y que recuerdan la atmósfera de ciertas páginas de Miguel Espinosa (en especial, las de Escuela de mandarines) o mujeres que llaman a tu puerta con un traje aislante que las asemeja a astronautas o androides. Pero de todas esas extrañezas surge un dibujo magnético, que atrapa y cautiva con sus tentáculos de niebla. Resulta fácil advertirlo a las pocas páginas de empezar el tomo.

De las doce narraciones que componen este volumen, francamente recomendable, siento una especial predilección —no lo habré de negar— por la titulada Para engañar a la muerte, que fluye y avanza con una estructura de cinta de Moebius, tan complicada de construir como gratificante a la hora de leer, y que demuestra la maestría técnica y literaria de José Óscar López. Creo que de este autor podemos esperar, en los años venideros, interesantes libros. Será cuestión de no perderle de vista.

domingo, 1 de junio de 2014

El hombre del pasamontañas



Cuando llegué a la universidad para estudiar Filología, allá por 1985, una de mis primeras decisiones fue la de adquirir mensualmente algunas revistas literarias que me permitieran estar al día con autores y obras de auténtica importancia. Me pareció que podía ser un buen complemento de actualidad, frente a las informaciones clásicas que me pudieran dar en clase. En una de esas revistas (la célebre “El Urogallo”, ya desaparecida) leí un artículo muy elogioso sobre Leonardo Sciascia, al que se calificaba como mejor escritor italiano vivo. Era un autor que no me sonaba de nada; y durante un tiempo las cosas siguieron igual. Pero una vez que rompí el hielo leyendo El archivo de Egipto ya no he dejado de frecuentarlo con afectuosa asiduidad.
Ahora, el sello Piel de Zapa pone en manos de los lectores españoles el volumen de crónicas El hombre del pasamontañas, que traduce Raúl Ruiz. Son siete escritos en los que el siciliano realiza aproximaciones a diversos personajes (desde 1613 hasta la actualidad), con una técnica en la que se mezclan periodismo de investigación, literatura y ensayo de una forma sugerente y plástica. La explicación de por qué eligió confeccionar este tipo de crónicas la tenemos en la página 73 y es cristalina: «El gusto por la indagación, por hacer encajar los datos o ponerlos en contradicción, establecer hipótesis, conseguir una verdad o explorar un misterio allí donde la ausencia de verdad no era un misterio o su presencia no era misteriosa. Un juego que, a menudo, está acompañado e incitado por el pundonor; pero alguna vez interviene también una especie de piedad».
Partiendo de esas coordenadas, Sciascia nos narrará la crónica de un crimen misterioso, con decapitación incluida, que sucedió en la Palermo de 1613 (“Don Alonso Girón”); diseccionará y comentará el odio inveterado que reservaba don Francesco Maria Emanuele e Gaetani, marqués de Villabianca, para el hereje Mariano Crescimanno, lo que no le impidió hacerse con los escritos de éste último cuando murió en prisión (Sciascia, oportunamente, trae a colación el relato “Los teólogos”, del argentino Jorge Luis Borges); nos explicará que el degenerado Pietro Bonaparte inspiró a Stendhal el personaje de Fabrizio del Dongo (uno de los protagonistas de La Cartuja de Parma) y que se vio envuelto en un rocambolesco episodio en el cual acabó matando a un periodista de un disparo; nos hablará de una desdichada tonadillera del teatro San Martino que, pudiendo hacerlo, jamás buscó la protección de un mecenas rico (“La pobre Rosetta”); nos comentará el breve paso de la espía Mata Hari por Palermo; y nos glosará la extravagante noticia de que Borges, quizá, nunca existió, sino que fue simplemente un montaje perpetrado por un consorcio de escritores... Pero sin duda el capítulo más memorable es el que presta su título al volumen: un análisis profundo, psicoverbal, de las declaraciones de Juan René Muñoz Alarcón, que delataba y señalaba para la muerte a gentes de izquierda durante la dictadura pinochetiana.

Ha sido sin duda una idea excelente reunir estas viejas crónicas en un tomo al alcance del público español, sobre todo porque autores como Leonardo Sciascia no son ni mucho menos frecuentes en el panorama europeo. Todo lo que sale de su mano está adornado siempre con una prosa magistral y se eleva a la categoría de arte.