Todos tenemos nuestra película favorita sobre el
mundo del imperio romano, allá donde nos mostraban legiones en formación,
edificios llenos de mármol y columnas, emperadores locos o intrépidos,
gladiadores aguerridos y que desconocían el pavor, cristianos comidos en el
circo por leones majestuosos o cortesanas con clámide a las que imaginábamos
sin ella. Y si pensamos en el mundo de la televisión, ¿quién no recuerda la
serie Yo, Claudio, en la que el
genial Derek Jacobi bordaba el papel protagonista? Ahora bien, si buscamos una
referencia literaria en nuestra mente para documentar esas mismas sensaciones,
¿cuál sería? ¿En qué novela nos sumergimos hasta el punto de creernos
instalados en el mundo de Roma y sus adláteres? ¿Tal vez en la citada Yo, Claudio, de Robert Graves? ¿Quizá en
el Quo vadis, de Sienkiewicz?
Si a mí me quedaba alguna duda, ya no la tengo,
después de leer la gran obra Morituri,
de Francisco Gijón. En ella se nos presenta a una serie estupenda de
personajes, que luego se irán mezclando entre sí para conformar una trama tan
sólida como implacable: Diocles, un legionario caído en desgracia (acaba de
matar a un superior), que ingresa en una escuela de gladiadores; el general
Cneo Julio Agrícola, que ha sido relevado del servicio y devuelto a Roma, con
el fin de tenerlo más controlado (el emperador no acaba de fiarse de él, aunque
es un hombre sin duda íntegro); el liberto Elpidio, que recibe la orden de
organizar unos juegos circenses innovadores y sangrientos; el senador Ninfidio,
ambicioso y carente de escrúpulos; el emperador Domiciano, que está pensando en
iniciar una campaña contra los bárbaros, en la que quiere llevarse al fiel
Trajano... Los protagonistas, esencialmente, están ahí. Pero las acciones en
las que se enredan son tan variadas que se antoja imposible resumirlas: un
complot para poner fin a la vida de Domiciano; un grupúsculo de senadores
descontentos que tienen un candidato idóneo para sustituir al botarate que
ahora los gobierna; un actor que se está acostando con la esposa de Domiciano;
los escritores Marcial y Juvenal, que aparecen constantemente en fiestas y
reuniones, con sus ironías cultas y sus malevolencias...
Pero, sobre todo, yo me he sentido conmocionado con
las descripciones que Francisco Gijón nos aporta sobre los espectáculos que se
desarrollan en la arena del circo: luchas a muerte de gladiadores; combates de
personas con los ojos vendados, para que se hieran en medio del terror (los
andabatae, tal y como se nos cuenta en la página 170); niños embadurnados con
brea y colocados en cruces para que, al quemarlos vivos, actúen como antorchas
nocturnas (la terrible secuencia puede leerse entre las páginas 214 y 215); hábiles
recortadores cretenses que saltan con éxito (a veces sin él) sobre toros
salvajes; naumaquias con cocodrilos e hipopótamos, a las que se arroja a
condenados para que sean devorados ante el público; jóvenes prostitutas que,
engañadas por un precio alto, son violadas por animales en medio de la arena,
para regocijo general...
Créanme si les digo que Morituri no es un libro más, de los muchos que nos ofrece el
mercado literario semanalmente: es una excelente novela, llena de retratos
fieles sobre el mundo romano, que les provocará una atracción de todo punto
irresistible. Una apuesta segura para los días del verano.