viernes, 25 de junio de 2010

Reliquias




Conozco a muchos lectores que se animan a coger un volumen de la mesa de novedades de su librería por el título que éste tiene o por la imagen que ostenta en su portada. Pero también sé de la existencia de defensores del grupo contrario: de personas que sienten repulsión por determinados rótulos y por determinadas propuestas visuales. Así, el hecho de que aparezcan en el título palabras como misterio, enigma, clave, templario, secta y similares actúa como imán en ciertos casos y como eficaz rechazo en otros. Lo digo porque el libro que hoy protagoniza esta columna lleva un nombre de esa estirpe (Reliquias), y estimo que puede llevar a confusión a más de una persona.
Que nadie espere en sus páginas extraños sucesos de índole esotérica, en los cuales se nos hable de organizaciones que custodian secretos. Que tampoco esperen los lectores un argumento en el que la trama central esté vertebrada alrededor de una reliquia que puede cambiar la historia del cristianismo, y cuya posesión se disputan el Vaticano, la CIA y una organización mafiosa rusa. Y que, mucho menos, esperen armas sofisticadas, pasadizos ocultos, identidades secretas, anagnórisis espeluznantes, crímenes misteriosos o tatuajes cargados de simbología. Quien busque ese tipo de emociones (lo cual es perfectamente legítimo, a pesar de lo que pregonen media docena de críticos de esos que desayunan con aforismos de Cioran, comen con Canetti y cenan con Bernhard), que se busque otra novela. Se lo digo con sinceridad. Pero también diré lo contrario, porque es justo que así lo haga: quienes busquen una obra de buena construcción, sólida en su desarrollo y bien ambientada en cuanto a paisajes y tipos humanos, que no tenga miedo en hacerse con este tomo. Su título y su llamativa portada no deben cohibirles: no es una engañifa comercial al uso. El producto literario que recubren es bueno.
Nada más empezar la novela nos encontraremos con un joven religioso llamado Petroc de Auneford, hijo de un templario, a quien se aproxima sir Hugh de Kervezey, también templario y auténtica mano derecha del obispo Ranulph, con unos propósitos que al chico se le escapan. ¿Qué puede querer de él alguien tan poderoso como sir Hugh? Por más vueltas que le da a la cuestión, ni él ni su amigo Will encuentran una respuesta satisfactoria. Hasta ahí, podemos pensar que nos encontramos ante la típica historia que promete un buen caudal de misterios, en la que no tardarán en aparecer objetos mágicos y mensajes misteriosos. Pero se trata de una pista falsa: lo descubre el lector cuando sir Hugh comete un crimen y trata de involucrar en el mismo a Petroc, haciendo que sea él quien parezca el culpable de la acción. Ahí sí que se rompen los esquemas, porque se inicia una persecución implacable que tiene como víctima al joven religioso, que deberá poner tierra de por medio para salvar la piel. Viajará entonces a través de diferentes regiones y de paisajes, que le sirven a Pip Vaughan-Hughes para trasladarnos excelentes páginas ambientales (acantilados mordidos por la niebla, zonas espectrales de Groenlandia, campos yermos salpicados por copos de nieve, etc), que se irán combinando con las dedicadas a una tierna historia de amor, de la que no conviene adelantar muchos detalles, para que el lector los descubra por sí mismo.
Un solo pero le pondré a la novela: el personaje Petroc dice, en la página 271 de la novela, que se han alejado un kilómetro del sitio donde se encuentran los cadáveres que dejan a sus espaldas, tras una pelea callejera. Y se vuelve a hablar de kilómetros en la página 298, en la 386, en la 402 o en la 406. Y no conviene olvidar que la acción está protagonizada por ingleses. ¿Acaso en la Inglaterra del siglo XIII se medía la distancia en kilómetros? ¿No se hacía en yardas, millas y leguas, como en la actualidad? Y aunque fuera así no procede que la traducción nos hable de «kilómetro tras kilómetro» (p.356) recorridos en el mar. Eso sí que es un error evidente. Las distancias náuticas jamás se miden con ese patrón. Por lo demás la novela resulta muy cinematográfica, absorbe... y sorprende al final. Yo le echaría un ojo.

domingo, 20 de junio de 2010

Verano




Un investigador universitario llamado Vincent se ha propuesto elaborar un trabajo biográfico (que luego será publicado en forma de libro por una universidad inglesa) sobre un famoso escritor, que incluso ganó en su día el premio Nobel. Y para recabar informaciones y datos sobre el personaje decide mantener una serie de entrevistas con personas que fueron importantes en su vida o en su trayectoria profesional. Obviamente, tiene que reducir el universo de análisis a un grupo selecto de informadores, y opta por la doctora Julia Frankl (amante del escritor), por Margot Jonker (prima de éste), por Adriana Nascimento (madre de una de sus alumnas), por Martin (compañero del escritor en la universidad de El Cabo) y por Sophie Denoël (profesora de francés). Con sus testimonios va obteniendo luz para ciertas zonas oscuras de la vida del escritor analizado. Hasta ahí, sin problemas.
Lo peculiar viene cuando nos enteramos de la identidad del escritor al que se está intentando biografiar: un tal J. M. Coetzee, ya fallecido. Con esa cabriola de índole novelesca, alienada o pudorosa, comprendemos que el sudafricano Coetzee nos está intentando deslizar datos sobre su presunta biografía de un modo bastante original y bastante infrecuente. Reacio a desnudarse y a utilizar para su texto la primera persona, elige ser el paciente y el cirujano, el arquero y la diana, el espectador y el actor, como esas manos de Escher que se dibujan a sí mismas. La sensación es desde luego extraña: leemos a Coetzee mientras éste nos cuenta cómo Vincent anota lo que le dicen los demás sobre... Coetzee. Una filigrana literaria. Lo que ya no se puede garantizar (yo, al menos, no estoy en condiciones objetivas de hacerlo) es si el conjunto de revelaciones y detalles obedece siempre a la verdad, o incorpora elipsis y añadidos fantasiosos: mis conocimientos sobre este escritor no me autorizan a definirme con exactitud.
Lo que sí produce cierta sorpresa es que la imagen de John Coetzee que se recibe a través de estas páginas no está de ninguna manera edulcorada. Antes al contrario, las tintas se amontonan en el lado oscuro. Julia Frankl nos explica que Coetzee no la sedujo como hombre, y que desde el punto de vista sexual era alguien al que se podría definir como frío, casi autista: hablaba poco, sus muestras de pasión eran escasas y el regalo más romántico que le entregó fue un libro suyo, que llevaba por título Tierras de poniente. «No estaba construido para encajar en otro ser o para que otro ser encajara en él», nos resume en la página 86. Por su parte, Margot Jonker nos anota las palabras exactas que pronunció ante su primo John, con las que resumía el fondo último de su carácter en la página 150 del libro: «Si no te corriges, vas a convertirte en un amargado que sólo quiere que le dejen a solas en su rincón». Y la angoleña Adriana Nascimento, de la que Coetzee se prendó por sus atractivos femeninos pero que afirma no haberle correspondido nunca, le indica al biógrafo inglés que, si quiere ser honesto, titule el volumen El hombre de madera, porque ése es el rótulo que mejor le cuadraba a alguien tan apático, tímido, torpe y casi asocial como John Coetzee.
No, no estamos ante unas memorias complacientes. De ninguna manera. Si Camilo José Cela dijo de su Oficio de tinieblas 5 que aquella obra constituía «la purga de su corazón», es notorio que Coetzee podría afirmar algo similar de estas páginas, donde flotan sus incapacidades, sus limitaciones, sus fracasos y algunos de sus resbalones sentimentales y amistosos. La editorial Mondadori, con un criterio inmejorable, lleva unos años nutriendo a los lectores españoles con los libros de John Maxwell Coetzee (nacido en Ciudad del Cabo en 1940 y galardonado con el premio Nobel de Literatura en 2003), que supone una voz especial en el panorama de la actual narrativa. La traducción de Verano es de Jordi Fibla, auténtico titán de sólida trayectoria al que ya conocíamos por sus versiones de Thomas Pynchon, Arthur Miller, Toni Morrison o Roth. Una lectura para quienes estén dispuestos a sumergir en las heridas de un hombre que elige mostrarse despojado de todas las máscaras.

martes, 15 de junio de 2010

No hay terceras personas




Diez propuestas cuentísticas son las que Empar Moliner nos lanza en este bello tomo, elaborado con la difícil excelencia de la sencillez. Y fíjense bien en lo que estoy diciendo, porque es exactamente lo que quiero decir: la difícil excelencia de la sencillez. Entiendo que esa fórmula que manejo es la exacta traducción de lo que esta maravillosa escritora catalana consigue con sus páginas: dibujar con una desnudez inmejorable una serie de segmentos o de aristas de la realidad. Que no se esperen los lectores un despliegue apabullante de retórica, ni construcciones donde los juegos narrativos enarbolen su arquitectura. Nada hay de eso en este volumen. Lo que sí hay son historias muy bien contadas, donde los personajes femeninos (sobre todo los personajes femeninos) se elevan hasta cotas de acuarela emocional y donde los argumentos quedan en la memoria con su tenuidad de caricia. Así, la chica ignorante y mascachicle de “La sesión de maquillaje”, la actriz desaforada de “La pregunta es: ¿Por qué este cambio de registro?”, la servidumbre espeluznante que flota en las líneas de “Qué chica tan animosa” o, por no agotar los ejemplos, la demoledora historia que cierra el tomo, donde nos encontramos con una mujer que no es feliz con su marido ni con su amante porque, esencialmente, no es feliz consigo misma. Cuando acabé la lectura recuerdo que suspiré, pensando que hacía bastante tiempo que no me encontraba con un libro tan completo, y donde se me revelase una voz narrativa tan solvente y tan notable. Luego, acudí a la página web de la editorial y pude ver y escuchar una interesante entrevista con la autora, que me subyugó por su frescura. Tengo muy claro desde entonces que leeré el siguiente trabajo de Empar Moliner; y no es una sensación que experimente con frecuencia.

viernes, 11 de junio de 2010

Las redes del infierno



Se llama Lorena Moreno Pérez, vive en Molina de Segura y, entre sus 16 y sus 17 años, no tuvo mejor ocurrencia que ponerse a escribir una historia sobre los niños explotados en negocios pesqueros de Indonesia. Luego, el jurado del premio Jordi Sierra i Fabra, de la Fundación SM, decidió que esa obra era la mejor de cuantas se habían presentado al certamen; y como tal la han publicado en la colección Punto y seguido, con una bonita cubierta de Carlos Cubeiro. Y ahora viene la gran pregunta: ¿qué se le puede decir a alguien así; a alguien que en estos momentos está a punto de ser examinada en la prueba de Selectividad; a alguien que, en plena adolescencia, ha conseguido algo que muchos otros escritores no conseguirán nunca, ni en la madurez ni en la senectud (aparecer en las librerías bajo un sello tan potente como SM)? Pues, aparte de darle mi más ferviente enhorabuena (su obra, como luego explicaré, es portentosa), lo único que me gustaría pedirle es que no se deje vencer por la soberbia. Que continúe teniendo los mismos amigos que tenía antes del premio (ahora la rodearán muchos moscones de la crítica o la literatura, con todo tipo de tonterías para descentrarla: pedirle que sea jurado en concursos, solicitar que escriba algo para revistas, etc). Que recuerde siempre la importancia del trabajo, del tesón, de la autoexigencia, del no darse por vencida ante una frase o un párrafo que no acaben de convencerla. Que tenga claro que la oxitocina está bien para acelerar los partos, pero que jamás debe aplicarse en los partos literarios, que han de durar... lo que haga falta. Y todos estos consejos se pueden resumir en uno, central y paradójico: que no acepte consejos de nadie. Sólo ella se llama Lorena Moreno Pérez. Sólo ella ha escrito Las redes del infierno. Sólo ella ha de decidir cuáles serán, y cómo serán, sus siguientes pasos en el mundo de la literatura. Pero, como les decía antes, lo más importante de todo es que su novela no es una buena novela de adolescente, sino una buena novela. Y punto. Un texto que podría haber firmado el propio Jordi Sierra y no habría producido perplejidad en nadie, porque el estilo, el lenguaje, la trama y el desarrollo que se observan aquí son sencillamente formidables. Sin fisuras. Sin tropiezos. Sin altibajos. De tal manera que quien acuda a Las redes del infierno buscando la típica historia de adolescentes que dicen «Acho», salen de marcha los jueves por la noche y viven colgados de sus móviles, que se vaya buscando otro título. En esta novela, la autora ha tenido la increíble y madurísima inteligencia de alejarse de todos los tópicos al uso (autobiografismo, novela urbana, lenguaje moderno, temática vendible), y ha puesto el máximo empeño en construir una historia de gran intensidad, donde los personajes están dibujando con espesor psicológico, donde la documentación sobre el mundo indonesio es muy minuciosa (costumbres, divinidades, bailes, comidas, ropas, etc) y donde se descubre a una escritora de raza. Cuando terminé de leer el libro me quedé asombrado. Esperaba, desde luego, un volumen notable (los jurados de SM están avalados por una trayectoria casi impecable de aciertos); pero lo que me había encontrado superaba cualquier expectativa. Así que, tomando en consideración los 17 años de su autora, pensé en cuántas posibilidades había de que Lorena Moreno se pudiera convertir a medio o largo plazo en un «juguete roto» de la literatura, en una autora-kleenex. Después de reflexionarlo con calma llegué a la conclusión de que, en puridad, no existe ninguna. Y me explico: esta escritora no puede ser un juguete roto por la sencilla razón de que no es un juguete. Sí lo fue Violeta Hernando, una cría de 14 años a la que intentaron lanzar como novelista con una cosa infumable que llevaba por título Muertos o algo mejor. La editorial, a la que Dios confunda, se llama o se llamaba Montesinos. Pero con Lorena Moreno (y les invito a que lo comprueben ustedes mismos) no ocurrirá igual. Es una escritora de una pieza: tiene calidad, tiene densidad y tiene futuro.

viernes, 4 de junio de 2010

Rapsodia Gourmet



La literatura no ha dispensado, a lo largo de la historia, la misma atención a todos los sentidos físicos, esto es evidente. De la vista (descripción de paisajes), el tacto (relatos de corte sensual o erótico) y el oído (cadencias musicales) sí que se ha ocupado con detenimiento; pero el olfato y el gusto formaban una especie de grupo de segunda categoría, apenas frecuentado por narradores y poetas. Quizá de ahí provenga parte del interés que generaron las aterradoras propuestas olorosas de Patrick Süskind (El perfume) y las voluptuosas descripciones gastronómicas de Laura Esquivel (Como agua para chocolate). Ahora, una joven narradora de Casablanca llamada Muriel Barbery, que alcanzó notoriedad con su volumen La elegancia del erizo, se suma a la corriente que reivindica el placer del gusto, y nos regala Rapsodia Gourmet, que ha traducido Isabel González-Gallarza para el sello Seix Barral. Su tema no es, desde luego, lo más original del tomo: nos habla de una persona que se está muriendo y que trata de recuperar en sus últimas horas un recuerdo de la infancia, por entender que puede ser clave para descubrir si su vida ha merecido la pena o no. Quienes hayan visto la película Ciudadano Kane, de Orson Welles, recordarán perfectamente la importancia que adquiría un trineo infantil para el personaje central.
El protagonista, en el caso de Muriel Barbery, es Pierre Arthens, el mejor y más intransigente crítico gastronómico del mundo, un hombre que nos cuenta con ironía: «Tras decenios de grandes comilonas, de ríos de vino y alcoholes de toda índole, tras una vida entera bañándome en la mantequilla, la crema, la salsa, la fritura y el exceso sin tregua, sabiamente orquestado y minuciosamente mimado, mis lugartenientes más fieles, su excelencia el Hígado y su acólito el Estómago, gozan de excelente salud, pero quien entrega las armas es el corazón. Muero de insuficiencia cardiaca» (p.11). Ese hombre, informado por su médico de la pronta terminación de la cuenta atrás, se obsesiona por recordar un sabor; un sabor nada nítido, que duerme en algún lugar de su memoria y que no sabe con qué asociar. De tal modo que empleará sus horas finales en bucear entre sus recuerdos, para tratar de identificar ese recuerdo. (Para los malévolos me permitiré indicar que cualquier parecido con la película Ratatouille y con ese crítico que perdía su acíbar al recuperar un sabor de la infancia es puramente casual: la novela se publicó siete años antes de que se estrenase la película de Brad Bird).
A la vez, y de forma alterna, van tomando la palabra una serie de personas (e incluso un gato) que forman parte de la vida de Arthens: seres que lo han despreciado por su altanería, seres que lo han soportado en su avilantez, seres que lo han amado... Y, salpicando el texto aquí y allá, algunos exabruptos hirientes cuando habla de sus hijos («No los quiero, no los he querido nunca», p.46); algunas líneas de humor, que nos reconcilian con la sencillez y con la aerofagia («Un hombre que se tira pedos en la cama es un hombre al que le gusta la vida», pp.70-71); y, por encima de todo, una prosa de gran plasticidad, llena de olores, sabores y texturas, de estirpe casi mironiana, donde Athens activa nuestras papilas gustativas hablándonos de las salsas más sofisticadas que ha probado y de los platos más versallescos que han puesto ante él, pero también de las viandas más naturales que ha podido degustar durante su existencia (whisky, pan, carne, pescado).
Ese desfile, en el que acompañamos al narrador a lo largo de toda su vida, comiendo y bebiendo con él, dejándonos embargar por el arco iris de sabores que tiene a bien regalarnos, no es desde luego gratuito. Pronto nos damos cuenta de que Pierre Arthens ha sido una persona que ha perseguido una especie de ideal y que nunca, como es lógico, ha logrado alcanzarlo. Los sabores y los olores que nos va describiendo marcan etapas importantes en su educación gastronómica; es decir, sensual; es decir, vital. Un libro para enamorados de la buena mesa, que se puede servir tanto frío como caliente. Deja un buen sabor de boca.

martes, 1 de junio de 2010

Intersecciones




Todos consideramos, en un momento u otro de nuestras vidas, que en su conjunto nos ha ido bien o que nos ha ido mal; que nuestra existencia ha sido satisfactoria o que ha resultado un fracaso; que hemos alcanzado la felicidad o que se nos ha escurrido como un pez entre los dedos. Y, como la hierba siempre es más verde al otro lado del río, sospechamos siempre que a los demás les ha sonreído la fortuna con más indulgencia que a nosotros. Es una reflexión humana, demasiado humana (como hubiera dicho el gran atormentado Friedrich Nietzsche). Pero hay una reflexión que también acude a nuestra mente de vez en cuando: ¿pudo ser de otra forma? ¿Pudo mi vida moverse en la dirección contraria, lanzarse por un sendero diferente, caminar hacia el norte en lugar de hacerlo hacia el sur? ¿Pude casarme con una persona distinta; habitar una ciudad que no fuera ésta en la que me encuentro; pronunciar mis palabras en un idioma antípoda; dejarme seducir por una religión, o un equipo de fútbol, o unas ideas políticas, que no fueran las que me seducen actualmente? La respuesta, como es lógico, siempre es afirmativa. Todos somos conscientes de ser quienes somos «por casualidad», pero lo aceptamos sin demasiadas torturas psicológicas, porque de lo contrario nos volveríamos locos.
Pablo de Aguilar González se incorpora al mundo de la novela española con una meditación relacionada con ese asunto. La obra se titula Intersecciones, se la ha publicado espléndidamente el sello Inéditor, y tiene como protagonista a un hombre llamado Fulgencio. Se encuentra realizando tranquilamente sus compras en un supermercado cuando, de improviso, un personaje llamado El Tientos (un tipo de aspecto más bien vagabundo) se le acerca y comienza a hablarle como si supiera quién es. Fulgencio se muestra tan cauteloso como perplejo. Debe tratarse de una confusión. Pero El Tientos está convencido de que Fulgen (así lo llama) le toma el pelo: no es posible que exista un parecido tan asombroso con la persona que él dice. La cosa, obviamente, podría quedar en una simple confusión... pero no es así. Cuando sale del centro comercial descubre que le han robado el coche, y los encargados de seguridad lo miran con sorna cuando intenta denunciar ese delito: también ellos creen que se trata de Fulgen, el misterioso amigo de El Tientos. Y la cosa se complica aún más cuando, poco a poco, Fulgencio descubre que ya no lo reconocen ni sus compañeros de trabajo, ni los miembros de su familia, ni ningún integrante de su «antiguo mundo». ¿Qué es lo que está pasando? Él, desde luego, no tiene ni idea; pero está comenzando a atosigarse cada vez más. Por fin, descubre que no está solo en estas experiencias anómalas: otros dicen haber sufrido idéntico «robo» de su vida. Lo que ocurre es que, en el caso particular de Fulgencio, todo es más complicado, porque a él lo acusan de un grave delito y son varias las personas que pretenden matarlo en esta nueva existencia.
Pablo de Aguilar (nacido en Albacete, pero residente en Molina de Segura), con una prosa rápida, agilísima, de frases cortas y gran poder coloquial, consigue sumergirnos en el desasosiego desde las primeras páginas, porque nos envuelve con interrogaciones inesperadas: cuando optamos por el camino A y nos desentendemos del camino B, ¿estamos realmente seguros de que ese último camino deja de existir? ¿No será posible que, como insinúan los teóricos de la física cuántica, estemos a la vez en los dos? Y, aceptada esa última posibilidad, ¿acaso es tan absurdo imaginar que puedan existir túneles, conexiones, puentes, lazos, que vinculen esos caminos y que nos permitan, por accidente, pasar de uno a otro? La hipótesis es, desde luego, arriesgada, porque zarandea todos aquellos elementos sólidos sobre los que hemos estado viviendo durante siglos con inalterada comodidad. Pero Pablo de Aguilar consigue envolvernos en una historia fascinante construida sobre esas incómodas preguntas. Acompañar a Fulgencio a través de la niebla es un ejercicio subyugador, porque nos permite preguntarnos qué haríamos si esa niebla nos envolviera también a nosotros y zarandeara la estabilidad de nuestra vida. Algunas novelas son tan sorprendentes como inquietantes. Intersecciones pertenece a ese grupo privilegiado.