Conozco a muchos lectores que se animan a coger un volumen de la mesa de novedades de su librería por el título que éste tiene o por la imagen que ostenta en su portada. Pero también sé de la existencia de defensores del grupo contrario: de personas que sienten repulsión por determinados rótulos y por determinadas propuestas visuales. Así, el hecho de que aparezcan en el título palabras como misterio, enigma, clave, templario, secta y similares actúa como imán en ciertos casos y como eficaz rechazo en otros. Lo digo porque el libro que hoy protagoniza esta columna lleva un nombre de esa estirpe (Reliquias), y estimo que puede llevar a confusión a más de una persona.
Que nadie espere en sus páginas extraños sucesos de índole esotérica, en los cuales se nos hable de organizaciones que custodian secretos. Que tampoco esperen los lectores un argumento en el que la trama central esté vertebrada alrededor de una reliquia que puede cambiar la historia del cristianismo, y cuya posesión se disputan el Vaticano, la CIA y una organización mafiosa rusa. Y que, mucho menos, esperen armas sofisticadas, pasadizos ocultos, identidades secretas, anagnórisis espeluznantes, crímenes misteriosos o tatuajes cargados de simbología. Quien busque ese tipo de emociones (lo cual es perfectamente legítimo, a pesar de lo que pregonen media docena de críticos de esos que desayunan con aforismos de Cioran, comen con Canetti y cenan con Bernhard), que se busque otra novela. Se lo digo con sinceridad. Pero también diré lo contrario, porque es justo que así lo haga: quienes busquen una obra de buena construcción, sólida en su desarrollo y bien ambientada en cuanto a paisajes y tipos humanos, que no tenga miedo en hacerse con este tomo. Su título y su llamativa portada no deben cohibirles: no es una engañifa comercial al uso. El producto literario que recubren es bueno.
Nada más empezar la novela nos encontraremos con un joven religioso llamado Petroc de Auneford, hijo de un templario, a quien se aproxima sir Hugh de Kervezey, también templario y auténtica mano derecha del obispo Ranulph, con unos propósitos que al chico se le escapan. ¿Qué puede querer de él alguien tan poderoso como sir Hugh? Por más vueltas que le da a la cuestión, ni él ni su amigo Will encuentran una respuesta satisfactoria. Hasta ahí, podemos pensar que nos encontramos ante la típica historia que promete un buen caudal de misterios, en la que no tardarán en aparecer objetos mágicos y mensajes misteriosos. Pero se trata de una pista falsa: lo descubre el lector cuando sir Hugh comete un crimen y trata de involucrar en el mismo a Petroc, haciendo que sea él quien parezca el culpable de la acción. Ahí sí que se rompen los esquemas, porque se inicia una persecución implacable que tiene como víctima al joven religioso, que deberá poner tierra de por medio para salvar la piel. Viajará entonces a través de diferentes regiones y de paisajes, que le sirven a Pip Vaughan-Hughes para trasladarnos excelentes páginas ambientales (acantilados mordidos por la niebla, zonas espectrales de Groenlandia, campos yermos salpicados por copos de nieve, etc), que se irán combinando con las dedicadas a una tierna historia de amor, de la que no conviene adelantar muchos detalles, para que el lector los descubra por sí mismo.
Un solo pero le pondré a la novela: el personaje Petroc dice, en la página 271 de la novela, que se han alejado un kilómetro del sitio donde se encuentran los cadáveres que dejan a sus espaldas, tras una pelea callejera. Y se vuelve a hablar de kilómetros en la página 298, en la 386, en la 402 o en la 406. Y no conviene olvidar que la acción está protagonizada por ingleses. ¿Acaso en la Inglaterra del siglo XIII se medía la distancia en kilómetros? ¿No se hacía en yardas, millas y leguas, como en la actualidad? Y aunque fuera así no procede que la traducción nos hable de «kilómetro tras kilómetro» (p.356) recorridos en el mar. Eso sí que es un error evidente. Las distancias náuticas jamás se miden con ese patrón. Por lo demás la novela resulta muy cinematográfica, absorbe... y sorprende al final. Yo le echaría un ojo.