Después de releerme, durante los meses de enero y febrero, los
artículos del madrileño Mariano José de Larra, redacto unas líneas sobre
algunos de ellos y los subo al blog el día en que recordamos su suicidio (13 de
febrero de 1837).
Comencemos por “El café”, un texto de 1828 donde nos coloca
ante los ojos una sorprendente fauna de ociosos, carotas, petulantes y viejos
que se refugian en el local y que conforman un pantano de molicie, críticas a
los adversarios políticos y bostezos inoperantes. Todo un microcosmos de la
pereza y la jactancia patrias, que habla y no actúa. La rabiosa descripción
juvenil de ese ambiente le sirve a Larra para enarbolar una de sus más
conocidas banderas: la preocupación por su país. Escuchemos cómo lo dice él: “Amo demasiado a mi patria para ver con
indiferencia el estado de atraso en que se halla”. Y recordemos dos datos
muy precisos, relacionados con este tema: el primero es que Larra tiene 19 años
cuando lo publica; el segundo, que su capacidad para evaluar el estado de
atraso es muy limitada, porque su único conocimiento real de los demás países es haber estado cinco años interno en un
colegio francés. Parece más la explosión rabiosa de un joven exaltado que un
análisis profundo y valioso del atraso de España. El joven tiende a ser
hiperbólico en sus análisis. Y Larra no podía ser una excepción. Él ve viejos y
atrasados a los tertulianos del café, porque representan un mundo viejo, que le
agradaría ver superado. Pero la realidad es que no tiene elementos de juicio
suficientes como para decir que en el resto de Europa las cosas circulan de un
modo diferente. Tiene 19 años, insisto. No mitifiquemos innecesariamente al
escritor.
Detengamos ahora la vista en el artículo “El casarse pronto y
mal”. El título es llamativo, pero más llamativo nos resultará recordar que fue
publicado en noviembre de 1832, cuando él ya estaba casado con Pepita Watoret y
había iniciado la relación adúltera con Dolores Armijo. ¿Era él quien se había
casado pronto y mal? ¿Lo era Dolores? Sea como fuere, nos podemos imaginar la
escasa gracia que esta publicación debió hacerle a la mujer de Larra. El
articulista, como es natural, lo disfraza para que no se advierta el tono
autobiográfico: nos habla de un sobrino suyo, carente de instrucción y amparado
en la imitación de modos europeos, que se ha casado sin oficio ni beneficio con
una chica de las mismas características. Creyeron que el amor alimenta, pero
encontraron la desdicha en pocos años. A continuación, Larra introduce una
sorprendente finta sociopolítica y lamenta ese intento de “subir la escalera a
tramos” (sic), pudiéndolo hacer poco a poco. A España le ocurre lo mismo, nos
dice. No conviene que se apresure a la hora de imitar al resto de Europa,
formada por naciones que empezaron a subir esa escalera antes que nosotros. El
mensaje se dirige a todo el país, y cito sus palabras: “Deje, pues, esta masa la loca pretensión de ir a la par con quien
tantas ventajas le lleva; empiécese por el principio: educación, instrucción.
Sobre estas grandes y sólidas bases ha de levantarse el edificio”. ¿Nos
encontramos ante un texto de amargura personal? Yo creo que sí. ¿Nos
encontramos ante un texto de regeneración nacional? También, sin duda. Larra es
muy hábil. Sabe fundir los temas para generar reflexiones en el lector. Él, que
tanto insistiría en la necesidad de adoptar el modelo europeo, matiza aquí sus
palabras explicando que España no podía perder la cabeza intentando hacerlo a
una velocidad ya plenamente europea: había que ir acelerando poco a poco. Y,
sobre todo, había que construir sobre lo que él llama, con tino, “grandes y
sólidas bases”. Es decir: educación, formación, ciencia, sanidad. Todo eso que
ahora parece estar de nuevo en el punto de mira de los francotiradores.
Quienes, por desgracia, disparan desde muy arriba.
¿Y quién no recuerda “El castellano viejo”, uno de los
artículos más célebres de Larra? Me lo hicieron leer en mi primer año en el
instituto, porque aún no existía El Barco de Vapor y había que leer a Larra, a
Galdós, a Lope y a Cervantes. Y recuerdo que simplemente me pareció gracioso.
Luego el profesor nos fue explicando y ya entendí más: era un retrato de cierta
España brutoide, sin modales, campechana y casposa… Fígaro es sorprendido en
plena calle por Braulio, quien lo llama a voces, le da una palmada fuerte en el
hombro y lo invita a comer, “sin
ceremonias”, dice. Es decir, con todas las groserías y zafiedades
imaginables de “la brutal franqueza de
los castellanos viejos”, que el articulista anota con precisión: huesos de
oliva disparados por un niño, cigarros que humean junto a tu cara mientras
degustas la comida, tener que probar el vino que te ofrecen en una copa que
tiene marcados los labios grasientos de la persona que te la ofrece… Fígaro
reconoce sentirse incomodísimo en lo que él llama “este país de exabruptos”. Es decir, en un semillero de
vulgaridades que no esconden sino la pésima educación social del pueblo
español. Y quien tenga la tentación de considerar que ese mundo ha sido
superado y que ya no somos así, que se pase por un bar cualquiera, por un mesón
o por un restaurante pequeño cuando nos permitan hacerlo: gente que habla a
gritos, que se empuja para conseguir un sitio en la barra, que tira las
cáscaras de gambas al suelo, que chasquea los dedos para llamar al camarero (con
la finura palaciega de un cuidador de cabras) y que raramente maneja palabras
estrambóticas y melindrosas, como “Por favor” o “Gracias”. Si Larra nos viese
en la actualidad quizá no se creería que hayamos avanzado tan poquito en estos
casi doscientos años que han transcurrido desde su muerte.
No hará falta decir qué artículo es el más famoso de Larra. Ha
encabezado (o servido para titular) docenas de antologías y ustedes lo conocen
igual que yo: el excelente e irritante “Vuelva usted mañana”. Desde su publicación
en enero de 1833 se convirtió en un auténtico emblema, no sólo de Larra, sino
incluso de su tiempo y de todo el país. Nos habla en sus páginas de Monsieur
Sans-délai (que en francés significa “Sin
retraso”. No cabe más ironía), un caballero que viene a España para
realizar unas gestiones, que en 15 días espera ver resueltas. Fígaro le indica
que no serán 15 días, sino 15 meses, más bien. Monsieur Sans-délai, obviamente,
cree que exagera, pero irá comprobando cómo, moratoria tras moratoria, póliza
tras póliza, firma tras firma, retraso tras retraso, pasan efectivamente los
meses. Monsieur Sans-délai se asombra y se enfurece, pero Fígaro le explica que
no hay intriga en este asunto, y le dice esta frase: “La pereza es la verdadera intriga”. Irónico hasta el final, el
propio Larra dice que ha tenido que vencer una gran pereza para escribir este
artículo… ¿Seguimos ofreciendo la misma imagen de cara al exterior? Si me lo
permiten, voy a leerles un fragmento de la novela La noche de los tiempos, de Antonio Muñoz Molina, que reseñé en
este mismo blog hace poco. En ella, Ignacio Abel, un arquitecto español, le
está explicando cosas sobre nuestro país a la norteamericana Judith Biely, y le
pregunta: “¿No había llegado a alguna
oficina a las nueve para resolver algún trámite y tenido que esperar hasta
después de las diez, y encontrado frente a sí, más allá del arco de una
ventanilla, una cara entre avinagrada e impasible, un dedo índice manchado de
nicotina que se movía negando algo o que señalaba acusadoramente el espacio en
un documento en el que faltaba una póliza, un sello, la rúbrica de alguien a
quien habría que buscar a continuación en otra oficina más recóndita en la que
ni siquiera estaba abierta la ventanilla de atención al público?”. Y
después le aclara: “No tomes por exotismo
lo que es sólo atraso. A los españoles nos ha tocado la desgracia de ser
pintorescos”.
Pintorescos, o vagos, o carotas. Pero, eso sí, siempre
consideramos que son LOS DEMÁS quienes actúan de esa forma. No desde luego
nosotros, que somos bien cumplidores, bien puntuales y bien rigurosos. El
problema aqueja a esa abstracción a la que llamamos “este país”, como si no
formáramos parte de él o pudiéramos juzgarlo desde una especie de altura o
distancia teológica.
Mariano José de Larra se dio cuenta de esa actitud y le dedicó
otro artículo memorable, bajo el título de “En este país”. Desliza Larra la
idea (sumamente interesante) de que cada vez que usamos el sintagma “en este
país” lo hacemos no sólo con desdén frío, sino con la voluntad de alejar de
nosotros la culpa, (y cito) “haciéndose
cada uno la ilusión de no creerse cómplice de un mal, cuya responsabilidad
descarga sobre el estado del país en general”. La fórmula es ingrata e
injusta, nos dice Larra. Y supone admitir esa situación como si fuera
inexorable, cuando en realidad no lo es. Cambiarla está en nuestra mano. Y es
importante que nos dediquemos a efectuar ese cambio cuanto antes, porque la
imagen que damos al exterior depende de la suma de esfuerzos, de la suma de
cambios, que entre todos seamos capaces de articular. Permítanme que les lea el
párrafo final de ese artículo, porque es memorable: “Olvidemos esa funesta expresión que contribuye a aumentar la injusta
desconfianza que de nuestras propias fuerzas tenemos. Hagamos más favor o
justicia a nuestro país, y creámosle capaz de esfuerzos y felicidades. Cumpla
cada español con sus deberes de buen patricio, y en vez de alimentar nuestra
inacción con la expresión de desaliento ¡Cosas de España!, contribuya cada cual a las mejoras
posibles. Entonces este país dejará de ser tan mal tratado por los extranjeros,
a cuyo desprecio nada podemos oponer, si de él les damos nosotros el mismo
vergonzoso ejemplo”. O dicho con menos palabras: cambiemos y modernicemos
el país para que no puedan decir desde fuera que nos merecemos todo lo malo que
nos pase.
Y permítanme que me acerque a un artículo mucho menos
frecuentado en las antologías, pero que revela importantes recovecos del
pensamiento de Larra. Me estoy refiriendo a “La Nochebuena de 1836”. Fígaro nos
comenta allí que la fecha del 24 de diciembre siempre se le ha antojado mala,
porque le suelen ocurrir cosas desagradables en la misma. En esta ocasión, y
cuando nada parece que vaya a suceder, su criado de pronto se emborracha y
decide contarle cuatro verdades al escritor, aprovechando los vapores libérrimos
del alcohol. Estas páginas son muy reveladoras porque nos enteramos de lo que
Larra piensa sobre las mujeres y el amor. Escuchemos su voz: “Imagino que la mayor desgracia que a un
hombre le puede suceder es que una mujer le diga que le quiere. Si no la cree
es un tormento, y si la cree… ¡Bienaventurado aquel a quien la mujer dice no
quiero, porque ése a lo menos oye la
verdad!”. El desengaño está aquí más claro que nunca, si se fijan… También
aprovecha la coyuntura para lanzar un nuevo dardo contra las costumbres
españolas. En este caso, las gastronómicas. Oigamos lo que nos dice
refiriéndose a la Navidad: “¿Hay misterio
que celebrar? Pues comamos, dice el hombre; no dice “Reflexionemos”. El vientre
es el encargado de cumplir con las grandes solemnidades”. En efecto, ¿hay
muchas festividades importantes que no se celebren en España alrededor de una
buena mesa?... Pero sigamos, pues Fígaro nos deja también un proyectil contra
sus congéneres, a los que parece estimar poco en su conjunto. Así, compara al
género humano con la edición de un libro y nos dice, ingenioso, que hay “algunos ejemplares de regalo, finos y bien
empastados; el surtido todo igual, ordinario y a la rústica”… Y me permito
señalar unas palabras más de este artículo, donde aflora el Mariano José de
Larra menos respetuoso con sus subordinados. Su sirviente decide replicarle y
entonces Fígaro suelta esta andanada: “No
sé por qué misterio encontró entonces, y de repente, voz y palabras, y habló y
raciocinó; misterios más raros se han visto acreditados; los fabulistas hacen
hablar a los animales, ¿por qué no he de hacer hablar yo a mi criado?”… ¿Se
dan cuenta de las ideas que Larra ha ido vertiendo en este artículo? El amor es
desdeñable; las mujeres son volubles; el ser humano es mayoritariamente burdo;
los criados pertenecen a un escalón inferior… Desde luego, la imagen de Larra
queda bastante erosionada en este texto. Fue (conviene recordarlo) la última
Nochebuena que celebró.
Un articulista y un pensador al que conviene volver de vez en
cuando, porque nos ofrece con una prosa estupenda verdades que, por lo
incómodas, no siempre estamos dispuestos a recordar.