domingo, 28 de febrero de 2021

Las brasas

 


En el poemario Las brasas anida una sorpresa anonadante, que quizá no se halle tanto en sus páginas como en su periferia. Trataré de explicarme: sus versos son magníficos, sí; la fuerza maravillosa de sus encabalgamientos es memorable, sin duda; su léxico es bello y amplio, absolutamente. Pero el asombro mayor de este volumen reside, según creo, en el calendario. Es decir, en el descubrimiento de que el valenciano Francisco Brines (Oliva, 1932) escribió estos poemas con sólo veintisiete años.

Por supuesto, se podría aducir una abultada nómina de escritores que, a esa edad, han entregado obras de inaudita perfección formal; pero no van por ahí los tiros. Cuando hablo de sorpresa o de asombro aludo a la hondura senil con la que se aproxima a los paisajes, a los sentimientos, a las personas. El adjetivo “senil”, huelga aclararlo, es admirativo. Brines mira con pupilas sabias de anciano, y eso impregna sus versos de una coloración atemporal y mágica, perdurable y alta. Hay poemas protagonizados por niños, convertidos en música de palabras por un muchacho de veintisiete años, y que resuenan con la gravedad majestuosa de la vejez más reflexiva. Brines era juventud y sus palabras eran senectud. La síntesis perfecta para esculpir una obra imperecedera.

Releer esta obra ha sido una de las grandes alegrías de este 2021.

sábado, 27 de febrero de 2021

Nada más que Caín

 


Leo una propuesta teatral de la académica Carmen Conde, que está datada en 1960 y que le publicó la universidad de Murcia treinta y cinco años más tarde: Nada más que Caín. Me ha parecido un texto muy interesante, sobre todo por la forma en que la escritora se adentra en el personaje bíblico, el cual observa con estupor el desdén que Yahvé le escupe, sin que acierte a comprender la causa de ese odio. ¿Por qué ha de ser amado su hermano, que se limita a dejar que sus ovejas pasten a su antojo, sin dedicarles ni un minuto de cuidados? ¿Y por qué no aprecia Dios su esfuerzo interminable y laborioso como labrador y recolector de frutos? A pesar de sus continuas preguntas, el atormentado Caín no recibe ni la menor respuesta. Pero hay otro interrogante que lo mantiene angustiado y perplejo: si los dos hijos de Adán y Eva han nacido tras la expulsión del Edén, ¿acaso serán ellos parte del castigo y de la maldición de Dios?

Este planteamiento, sobrecogedor y admirable, pierde brillo en su tramo final (así lo creo), porque la autora se deja llevar por el ambiente de la época (una mezcla de apocalipsis nuclear y espacial) y tizna de moralinas la tortura de su personaje.

En todo caso, siempre se encuentran en los libros de Carmen Conde las suficientes bellezas como para celebrar el tiempo que se dedica a su lectura.

jueves, 25 de febrero de 2021

El amor y la literatura



Me doy un paseo, tan breve como agradable, por el librito El amor y la literatura, que firma Martín Casariego Córdoba. Soy consciente de que no pasa de ser un recorrido subjetivo por algunos acercamientos literarios al modo en que la historia de la literatura ha enfocado el amor en sus diferentes aspectos; pero me ha resultado placentero, porque sus páginas están escritas con amenidad y con buena pluma.

Del conjunto, me quedo con algunas frases pronunciadas por personajes célebres. Por ejemplo, aquella vez en la que Diógenes afirmó que “los jóvenes no deben casarse todavía; los viejos, nunca”; o aquella otra aseveración ingeniosa de Alejandro Dumas donde se indica que “la cadena del matrimonio pesa tanto que es preciso sean dos para llevarla, y a veces, tres”; o la hermosa anécdota que tuvo como protagonista al monarca Carlos III, quien dijo tras la muerte de su esposa Amalia: “Éste es el primer disgusto que me da en veintidós años de matrimonio”.

Una lectura simpática, fresca y amable, que estoy feliz de haber encontrado.

miércoles, 24 de febrero de 2021

Cartas de amor a Ofelia

 


Me leo las Cartas de amor a Ofelia, de Fernando Pessoa, que traduce Ángel Crespo (Ediciones B). Y la verdad es que, más que cartas, me han parecido un horario de autobuses: constantemente está el escritor diciéndole a la chica que pasará por su calle a tal hora o a tal otra (con una exactitud maniática); y que se asome a la ventana para verlo. Es un detalle anecdótico, se me dirá, pero lo cierto es que cuando se repite docenas de veces fatiga al más pintado.

He sabido en estas páginas de algunos dolores de cabeza del portugués; he conocido su esperanza (trivial, pero sin duda humana) de ganar un concurso de charadas (con el seudónimo de Mr. Crosse); me ha horripilado la ridiculez balbuciente de la carta 24 (sí que es verdad que, repitiendo al propio Pessoa, todas las cartas de amor son ridículas, pero es que algunas ingresan de forma holgada en el esperpento); y también he alcanzado a vislumbrar la poesía de la misiva 45… Pero en conjunto ha sido un libro más bien decepcionante.

Subrayo en el tomo una frase: “Me gustaría darte un beso en la boca, con exactitud y golosina”.

martes, 23 de febrero de 2021

El blog del Inquisidor

 


Conforme avanzaba por las páginas de la novela El blog del Inquisidor, de Lorenzo Silva, iba experimentando una imagen visual de la misma que la volvía afín a ciertas erupciones volcánicas, pero revertidas. Y me explicaré, porque creo que la imagen es extraña o puede malinterpretarse. Al principio, su prosa me parecía admirable, pero el estatismo de las acciones narradas me hacía pensar en el basalto: una roca fría, oscura y con mucho hierro. Admirable pero impenetrable. Luego, cuando la historiadora escocesa consigue que su lejano y misterioso narrador internético dialogue con ella, esas rocas basálticas parecían adquirir temperatura y volver hacia atrás, hacia su origen fluido y cálido: hablaban de hechos históricos, pero también de metáforas, psicología, sociología; y, por fin, de la mano de Soren Kierkegaard, del amor. La roca se tornaba líquido. Y el líquido iba adquiriendo temperatura conforme se adentraban (sobre todo, por iniciativa de ella) en el terreno sexual. Pero quizá lo más sorprendente y lo más intenso de la novela ocurre entonces: cuando la lava remonta su curso de forma paulatina y de pronto nos encontramos en el interior del volcán: allí donde no estamos seguros de si todo es frío o hirviente; donde resulta muy complicado decidir si el decorado que nos rodea es sólido o líquido; donde lo que importa es la profundidad.

El viaje que nos propone el escritor madrileño es introspectivo; y en él se nos habla de culpas, de miedos, de reconstrucciones, aunque también de esperanzas. De un viaje durísimo de ida y vuelta, en el que las almas de sus dos protagonistas son analizadas con prodigiosa exactitud. Quizá por eso me haya gustado tanto este libro. Denso y exigente, sí; pero también gratificante.

lunes, 22 de febrero de 2021

Amantes y enemigos

 


Qué somos, sino criaturas desvalidas que intentamos encontrar a otras criaturas para que nos acompañen en el viaje. Y a esa compañía cordial, sensual y necesaria la llamamos amor; y la adornamos con todo tipo de abalorios, sedas, luces de colores y músicas tenues. Construimos una cabaña tibia para habitar en medio de los rugidos nocturnos del bosque y, cuando encendemos fuego en la chimenea, nos gusta que otro ser (especial, elegido, único) ronronee a nuestro lado. Al final, cuando nos morimos, esos instantes no nos los puede quitar nadie. Y quizá nos los llevemos (yo creo que sí) más allá de la línea negra.

Rosa Montero dibuja en Amantes y enemigos un ramillete de relatos en los que los protagonistas son seres como nosotros, con los sueños cancelados por el chirrido de un despertador, con trabajos no siempre satisfactorios, con heridas que apenas conseguimos disimular, con lágrimas guardadas allá dentro, con leves triunfos esporádicos a los que nos aferramos con angustia o fe. Y quizá por eso la lectura de este libro se nos hace tan cercana y nos palpita dentro. En sus páginas viven para nosotros el hombre que, tras su separación, se comporta como un náufrago; la niña que ve en la nueva pareja de su padre a una repulsiva ladrona de afectos; las mujeres que sienten a su marido como un extraño, cuya magia se diluyó y se convirtió en ceniza; el matrimonio que no deja de pelear, pero que se resiste a romper su vínculo; la chica que coquetea por correo electrónico con su vecino casado; la que traiciona a su marido ciego, acostándose con un compañero de trabajo; la muchacha que se enreda con un desconocido, sobre el que lo ignora todo… Para terminar el volumen, Rosa Montero nos deja una frase resonando en los ojos, y en el corazón, y en el cerebro: “El amor es mentira, pero funciona”. Y damos gracias por haber leído este libro.

domingo, 21 de febrero de 2021

Misterio de dolor

 


La vida de Mariagna no ha sido en absoluto fácil. Se casó con un hombre inadecuado (quien se aficionó a la bebida y al juego, poniendo de esa forma en peligro la estabilidad doméstica, hasta el punto de que la mujer llegó a concebir ideas de suicidio) y no supo nunca lo que era la dicha. Pero después de su muerte ha tenido la fortuna de conocer a otra persona, más joven que ella: Silvestre, con quien ha contraído matrimonio. Cuando se alza el telón la encontramos sonriente y juguetona, porque la relación con su hija Mariagneta es magnífica y porque su nuevo esposo es dulce, atento y cómplice de su felicidad. Pero, sin que ella acierte a adivinar los problemas que va a causarle su decisión, ha decidido concertar una cita amorosa entre su hija y el joven Labast. Su intención no es otra que favorecer la boda entre ellos, que les proporcionen nietos y que, yéndose del hogar, les regalen más intimidad a los alborozados esposos. Mariagneta, furibunda, se revuelve contra esa idea. Y lo hace porque, en secreto, está enamorada de Silvestre; y cree que él podría llegar a corresponder a esos sentimientos.

Con esos ingredientes explosivos, el barcelonés Adrià Gual (1872-1943) pone ante nuestros ojos un drama que se irá enrareciendo conforme avancen sus páginas y comenzará a verse salpicado de emociones retenidas, peleas, rencores antiguos e incluso alguna muerte, que espesarán el ánimo de los protagonistas (y de los lectores) cuando se aproxime el final de la pieza. La combinación entre un joven desairado, un marido que se resiste a la infidelidad, una joven tentadora y una madre resignada produce efectos teatrales tan sugerentes que, por mucho que seamos capaces de verlos o intuirlos con antelación, conseguirán impresionarnos.

Misterio de dolor es una pieza breve y eficaz como una ampolla de cianuro.

sábado, 20 de febrero de 2021

El Maestro Oscuro

 


Por razones bastante lógicas y bastante comprensibles (su padre ha muerto, su madre vive refugiada en los recuerdos, la situación económica de la familia ronda la precariedad y han debido trasladarse a una vivienda de la periferia), Laura lleva unos meses solazándose en la autocompasión: cree que el nuevo barrio en el que viven es indigno, rehúsa relacionarse con los vecinos o los compañeros del instituto y vive obsesionada con la idea de buscar un trabajo y abandonar ese entorno por uno más adecuado. Pero todos esos “problemas” quedarán en un segundo plano cuando conozca a Tomás, un chico con coleta y perennes gafas de sol, con el que vivirá una anonadante aventura llena de sorpresas y peligros: jóvenes marginales que desaparecen de forma misteriosa, una extraña secta que se hace llamar Los Hermanos del Cenobio, unas hojas donde se anota el grupo sanguíneo de las personas desaparecidas, un demoníaco personaje al que todos conocen como El Maestro, disparos en medio de la noche, furgonetas que circulan sin luces, un loco que baraja personalidades múltiples, un divertido culo de mal asiento que desea ser conocido con el nombre de Capitán Trotamundos, una mansión aislada en un lugar casi inaccesible, un multimillonario que carece de escrúpulos… Y controlando todos esos destinos (y dibujando sus perfiles y sus devenires) se encuentra César Mallorquí, el gran mago, que consigue convertir la historia en un imán irresistible, por el que los lectores (limadura obediente) nos dejamos atraer.

El resultado es una narración magnífica, en la que realidad y fantasía se abrazan y se van cediendo el protagonismo de forma alterna para mantenernos hechizados.

César Mallorquí siempre convence.

jueves, 18 de febrero de 2021

Diario de un emigrante

 


Reconoceré, antes de mencionar cualquier otro detalle, que me ha costado un gran trabajo entrar en esta historia de Miguel Delibes. Y la causa de esa dificultad la tengo clarísima: el lenguaje empleado por Lorenzo, el personaje que actúa como protagonista y narrador en primera persona. Su utilización de giros coloquiales (a veces, directamente vulgares) y de palabras cuyo significado me resultaba desconocido me impedían disfrutar de la narración. Se me argüirá que se trata de una prueba de la inmensa capacidad del escritor vallisoletano para meterse en la piel y el alma de personajes humildes; y no seré yo quien se oponga a tal reconocimiento. Pero, a la vez, insisto: no me dejaba instalarme en la obra.

Después, cuando se fueron desarrollando los hechos (Lorenzo decidiendo irse a Chile para hacer las Américas; el embarazo de su esposa; el viaje en barco; las primeras decepciones al llegar; los trabajos menores que el antiguo conserje debe asumir para conseguir un pequeño sueldecito estable), ya comencé a notar que a Miguel Delibes hay que concederle en cada libro el beneficio de la duda, porque es autor majestuoso y convincente, que termina enamorando. También aquí lo hace, sobre todo por el retrato anímico que nos ofrece de Lorenzo, un hombre de temperamento irritable, más amante del vino o la caza que del trabajo duro (nos repite de manera obsesiva que quiere labrarse una fortunita, pero cada vez que el trabajo se pone ante sus ojos encuentra razones para no concentrarse en él: que él no ha venido a América para ser recadero, ni tampoco ascensorista, ni lustrar zapatos, ni… Todo se le antoja impropio, pese a su nula preparación para aspirar a otros oficios) y que muestra ante su mujer una postura que no cabe tildar sino de machista (se enfada cuando ella pretende que no se gaste el dinero en la caza, se enfada cuando ella le recrimina que beba tanto, se enfada cuando ella gana dinero como peluquera… Y todo porque él “se viste por los pies” y es quien tiene que mandar en la casa. Incluso habla de darle “una mano de guantadas” (sic) cuando ella, que obtiene más dinero con su trabajo que él con el suyo, se atreve a indicárselo).

Lorenzo, el iluso que creyó que en América se ataba a los perros con longaniza, va a experimentar de inmediato sus primeras dudas (“A veces la cabeza falla, porque la avaricia la ciega y la pone como tolondra. Porque, vamos a ver, ¿qué me faltaba a mí allá? Nada, a decir verdad; mal que bien tenía un cacho pan que echarme al cinto, una casa curiosa, media docena de amiguetes de los fetén y una escopeta y unas perdices para distraerme. ¿Qué hay otros sitios donde dan más? De acuerdo, pero tampoco faltan donde den menos. Lo malo es que uno ya se ha determinado y, de grado o por fuerza, no queda otro remedio que achantar la mui y apencar con lo que haya”); y el paso de los meses lo va convenciendo de que volver es quizá la mejor solución. Si en un año no se ha hecho rico (ése era su estúpido objetivo), para qué seguir allí. De la mano de su paciente esposa y de “un chilenito y medio” (han tenido un hijo y Anita cree que está de nuevo embarazada), emprenden el regreso con el rabo entre las piernas.

Una novela sobre ambiciones ingenuas, sueños impetuosos y frustraciones que las mujeres (el personaje de Ana es admirable) restañan con inhumana entereza.

miércoles, 17 de febrero de 2021

Los girasoles ciegos

 


Cuánto me emocionó el libro Los girasoles ciegos la primera vez que lo leí (fue en 2005, si la memoria no me traiciona); y cuánto me emociona de nuevo cuando lo reseño para dejarlo apuntado en mi blog. Se trata de unos cuentos soberbios, de brillantísima factura, que Alberto Méndez construye con una pericia asombrosa. En ellos, convertidos ya sus protagonistas en personajes inmortales de nuestra literatura, encontramos la melancólica historia del capitán Alegría, que deserta del bando franquista en las postrimerías de la guerra civil de 1936, cuando sabe que están a punto de ganarla; la escalofriante historia del joven poeta Eulalio, sufridor de horrendas peripecias; la progresiva derrota moral y vital de Juan Senra, quien acepta ser víctima para que otro se infame con la atroz etiqueta de verdugo; o la prodigiosamente bien contada historia del hombre escondido y el diácono libidinoso. Cuatro piezas memorables que podrían figurar en cualquier antología.

Y qué podría decir de las frases que subrayé antes o que subrayo ahora. Valga este resumen: “No se atrevió a rezar para no llamar la atención de Dios y de su ira”. “Hay una oscuridad para los vivos y otra oscuridad para los muertos”. “Trató de imaginarse en qué idioma hablan los difuntos”. “Hagas lo que hagas, siempre tendrás a la mitad de tu gente en contra”.

No quiero analizar más cosas de este libro. No deseo convertirlo en un objeto de “análisis”. Simplemente quiero dejar apuntado mi gozo por haber tenido la suerte de encontrarme con él. Nada más. Nada menos.

martes, 16 de febrero de 2021

Manila

 


Me acerco hasta las páginas de Manila, una hermosa colección de relatos que se publicó en 2003 y cuyo autor es Santiago Gascón. Entre las perlas que contiene (que muestran una delicadeza belleza) destacaría “El náufrago” (un magnífico cuento, donde se nos habla de la vida de Eliseo Barrabés), “Moisés Goldstein” (el viejo judío que se compadece cordialmente de un palestino), “El golpe” (historia de un hombre fracasado que, no encontrando mejor forma de conseguir dinero para su hijo, decide suicidarse para que cobre la póliza del seguro), “Ella siempre comienza así” (estupenda crónica de un matrimonio que se rompe) y el que cierra el tomo, titulado “Sexta planta” y formado por las interesantes anotaciones de un desequilibrado, que vive en un centro de atención psiquiátrica.

En el otro platillo de la balanza (mucho menos significativo y extenso) situaría el relato “Poemas”, que se basa en una notable idea que, en mi opinión, no termina de ser bien apurada narrativamente.

Una satisfactoria primera experiencia con este autor zaragozano.

lunes, 15 de febrero de 2021

Elena Ossorio

 


Cuando cayó en mis manos esta pequeña obra teatral y leí el nombre que servía de título (Elena Ossorio), de inmediato me acudieron a la mente todas las noticias que sobre ella tenía, derivadas de su relación sentimental con Lope de Vega. Pero la sorpresa mayor fue cuando me fijé en el nombre del autor (“Luis Escobar”) y me vino una pregunta a la mente. ¿Sería el actor, al que conocía por La escopeta nacional y, sobre todo, por su simpático papel en La colmena? Un paseo por los laberintos de Internet me confirmó que sí.

La obra me ha gustado mucho. He visto en ella a un Lope pasional y caprichoso, que se enamora de Elena cuando la sabe en posesión de otros hombres (el duque o, algo más adelante, don Antonio) y que, entronizado en su corazón, la termina por abandonar con todas las buenas palabras que un poeta sabe esgrimir en los momentos más delicados. De hecho, cuando el Fénix tiene que justificar (y aun justificarse) el abandono, lo hace con un parlamento que parece sacrificio o reflexión, pero que en realidad encubre la auténtica razón (la boda que planea con Isabel de Urbina): “La dejo porque la pasión tiene una vida corta; porque nos hemos quemado en nuestro propio fuego. La dejo porque sería capaz de morir por ella, pero soy incapaz de vivir para ella”). Y tampoco es desdeñable la frase que el poeta desliza en los oídos de su rival amoroso: “¿Quién puede decir: conozco a una persona? ¿Qué eternidad no haría falta?”.

Espléndida la construcción de todos los personajes (la poliédrica Elena, el voluble Lope, la sibilina Gerarda, el ponderado don Antonio, el rastrero Jerónimo) y buen equilibrio en el argumento, donde amor, venganza, celos, tramas palatinas y tristeza se combinan maravillosamente.

domingo, 14 de febrero de 2021

Piedras labradas

 


Están a nuestro alrededor y, la mayor parte de las veces, ni nos fijamos en ellos. Son los personajes grises que nos circundan: el médico que no puede evitar fijarse en los encantos dulcísimos de una joven paciente; el chico que acaba de aprobar las oposiciones de juez y ya empieza a dudar de las atribuciones de su cargo; el hombre que se muere de ganas de fumarse un cigarrillo y sale a buscarlo donde sea y como sea; el niño que se ilusiona con salir de san José en una procesión con el objetivo de estar cerca de la niña que hace de Virgen María; una esposa infeliz que reúne los restos de su coraje para abandonar a su marido y emprender una nueva vida; dos hermanos enamorados de la misma mujer, que intentan hallar una solución sin que el odio los desmorone; un hombre rico que, sin embargo, sigue añorando ciertos momentos de su pasado menesteroso; el joven que es confundido con un delincuente, y detenido durante unas horas por la policía; el chiquillo que busca desesperadamente la manera de recuperar el prestigio perdido ante sus compañeros de pandilla…

Para estos personajes humildes, para estos peatones insignificantes, el portugués Miguel Torga tiene un gesto afectuoso, acogedor, envolvente, que los recorta en su paisaje y nos permite fijarnos con ellos, al rodearlos de la luz magnánima de la literatura. Y el resultado es Piedras labradas, un volumen delgado, delicado, de tenue belleza serena, que consigue conmover con la sencillez de su prosa y la imborrable humanidad de su mirada.

sábado, 13 de febrero de 2021

Artículos completos

 


Después de releerme, durante los meses de enero y febrero, los artículos del madrileño Mariano José de Larra, redacto unas líneas sobre algunos de ellos y los subo al blog el día en que recordamos su suicidio (13 de febrero de 1837).

Comencemos por “El café”, un texto de 1828 donde nos coloca ante los ojos una sorprendente fauna de ociosos, carotas, petulantes y viejos que se refugian en el local y que conforman un pantano de molicie, críticas a los adversarios políticos y bostezos inoperantes. Todo un microcosmos de la pereza y la jactancia patrias, que habla y no actúa. La rabiosa descripción juvenil de ese ambiente le sirve a Larra para enarbolar una de sus más conocidas banderas: la preocupación por su país. Escuchemos cómo lo dice él: “Amo demasiado a mi patria para ver con indiferencia el estado de atraso en que se halla”. Y recordemos dos datos muy precisos, relacionados con este tema: el primero es que Larra tiene 19 años cuando lo publica; el segundo, que su capacidad para evaluar el estado de atraso es muy limitada, porque su único conocimiento real de los demás países es haber estado cinco años interno en un colegio francés. Parece más la explosión rabiosa de un joven exaltado que un análisis profundo y valioso del atraso de España. El joven tiende a ser hiperbólico en sus análisis. Y Larra no podía ser una excepción. Él ve viejos y atrasados a los tertulianos del café, porque representan un mundo viejo, que le agradaría ver superado. Pero la realidad es que no tiene elementos de juicio suficientes como para decir que en el resto de Europa las cosas circulan de un modo diferente. Tiene 19 años, insisto. No mitifiquemos innecesariamente al escritor.

Detengamos ahora la vista en el artículo “El casarse pronto y mal”. El título es llamativo, pero más llamativo nos resultará recordar que fue publicado en noviembre de 1832, cuando él ya estaba casado con Pepita Watoret y había iniciado la relación adúltera con Dolores Armijo. ¿Era él quien se había casado pronto y mal? ¿Lo era Dolores? Sea como fuere, nos podemos imaginar la escasa gracia que esta publicación debió hacerle a la mujer de Larra. El articulista, como es natural, lo disfraza para que no se advierta el tono autobiográfico: nos habla de un sobrino suyo, carente de instrucción y amparado en la imitación de modos europeos, que se ha casado sin oficio ni beneficio con una chica de las mismas características. Creyeron que el amor alimenta, pero encontraron la desdicha en pocos años. A continuación, Larra introduce una sorprendente finta sociopolítica y lamenta ese intento de “subir la escalera a tramos” (sic), pudiéndolo hacer poco a poco. A España le ocurre lo mismo, nos dice. No conviene que se apresure a la hora de imitar al resto de Europa, formada por naciones que empezaron a subir esa escalera antes que nosotros. El mensaje se dirige a todo el país, y cito sus palabras: “Deje, pues, esta masa la loca pretensión de ir a la par con quien tantas ventajas le lleva; empiécese por el principio: educación, instrucción. Sobre estas grandes y sólidas bases ha de levantarse el edificio”. ¿Nos encontramos ante un texto de amargura personal? Yo creo que sí. ¿Nos encontramos ante un texto de regeneración nacional? También, sin duda. Larra es muy hábil. Sabe fundir los temas para generar reflexiones en el lector. Él, que tanto insistiría en la necesidad de adoptar el modelo europeo, matiza aquí sus palabras explicando que España no podía perder la cabeza intentando hacerlo a una velocidad ya plenamente europea: había que ir acelerando poco a poco. Y, sobre todo, había que construir sobre lo que él llama, con tino, “grandes y sólidas bases”. Es decir: educación, formación, ciencia, sanidad. Todo eso que ahora parece estar de nuevo en el punto de mira de los francotiradores. Quienes, por desgracia, disparan desde muy arriba.

¿Y quién no recuerda “El castellano viejo”, uno de los artículos más célebres de Larra? Me lo hicieron leer en mi primer año en el instituto, porque aún no existía El Barco de Vapor y había que leer a Larra, a Galdós, a Lope y a Cervantes. Y recuerdo que simplemente me pareció gracioso. Luego el profesor nos fue explicando y ya entendí más: era un retrato de cierta España brutoide, sin modales, campechana y casposa… Fígaro es sorprendido en plena calle por Braulio, quien lo llama a voces, le da una palmada fuerte en el hombro y lo invita a comer, “sin ceremonias”, dice. Es decir, con todas las groserías y zafiedades imaginables de “la brutal franqueza de los castellanos viejos”, que el articulista anota con precisión: huesos de oliva disparados por un niño, cigarros que humean junto a tu cara mientras degustas la comida, tener que probar el vino que te ofrecen en una copa que tiene marcados los labios grasientos de la persona que te la ofrece… Fígaro reconoce sentirse incomodísimo en lo que él llama “este país de exabruptos”. Es decir, en un semillero de vulgaridades que no esconden sino la pésima educación social del pueblo español. Y quien tenga la tentación de considerar que ese mundo ha sido superado y que ya no somos así, que se pase por un bar cualquiera, por un mesón o por un restaurante pequeño cuando nos permitan hacerlo: gente que habla a gritos, que se empuja para conseguir un sitio en la barra, que tira las cáscaras de gambas al suelo, que chasquea los dedos para llamar al camarero (con la finura palaciega de un cuidador de cabras) y que raramente maneja palabras estrambóticas y melindrosas, como “Por favor” o “Gracias”. Si Larra nos viese en la actualidad quizá no se creería que hayamos avanzado tan poquito en estos casi doscientos años que han transcurrido desde su muerte.

No hará falta decir qué artículo es el más famoso de Larra. Ha encabezado (o servido para titular) docenas de antologías y ustedes lo conocen igual que yo: el excelente e irritante “Vuelva usted mañana”. Desde su publicación en enero de 1833 se convirtió en un auténtico emblema, no sólo de Larra, sino incluso de su tiempo y de todo el país. Nos habla en sus páginas de Monsieur Sans-délai (que en francés significa “Sin retraso”. No cabe más ironía), un caballero que viene a España para realizar unas gestiones, que en 15 días espera ver resueltas. Fígaro le indica que no serán 15 días, sino 15 meses, más bien. Monsieur Sans-délai, obviamente, cree que exagera, pero irá comprobando cómo, moratoria tras moratoria, póliza tras póliza, firma tras firma, retraso tras retraso, pasan efectivamente los meses. Monsieur Sans-délai se asombra y se enfurece, pero Fígaro le explica que no hay intriga en este asunto, y le dice esta frase: “La pereza es la verdadera intriga”. Irónico hasta el final, el propio Larra dice que ha tenido que vencer una gran pereza para escribir este artículo… ¿Seguimos ofreciendo la misma imagen de cara al exterior? Si me lo permiten, voy a leerles un fragmento de la novela La noche de los tiempos, de Antonio Muñoz Molina, que reseñé en este mismo blog hace poco. En ella, Ignacio Abel, un arquitecto español, le está explicando cosas sobre nuestro país a la norteamericana Judith Biely, y le pregunta: “¿No había llegado a alguna oficina a las nueve para resolver algún trámite y tenido que esperar hasta después de las diez, y encontrado frente a sí, más allá del arco de una ventanilla, una cara entre avinagrada e impasible, un dedo índice manchado de nicotina que se movía negando algo o que señalaba acusadoramente el espacio en un documento en el que faltaba una póliza, un sello, la rúbrica de alguien a quien habría que buscar a continuación en otra oficina más recóndita en la que ni siquiera estaba abierta la ventanilla de atención al público?”. Y después le aclara: “No tomes por exotismo lo que es sólo atraso. A los españoles nos ha tocado la desgracia de ser pintorescos”.

 

Pintorescos, o vagos, o carotas. Pero, eso sí, siempre consideramos que son LOS DEMÁS quienes actúan de esa forma. No desde luego nosotros, que somos bien cumplidores, bien puntuales y bien rigurosos. El problema aqueja a esa abstracción a la que llamamos “este país”, como si no formáramos parte de él o pudiéramos juzgarlo desde una especie de altura o distancia teológica.

Mariano José de Larra se dio cuenta de esa actitud y le dedicó otro artículo memorable, bajo el título de “En este país”. Desliza Larra la idea (sumamente interesante) de que cada vez que usamos el sintagma “en este país” lo hacemos no sólo con desdén frío, sino con la voluntad de alejar de nosotros la culpa, (y cito) “haciéndose cada uno la ilusión de no creerse cómplice de un mal, cuya responsabilidad descarga sobre el estado del país en general”. La fórmula es ingrata e injusta, nos dice Larra. Y supone admitir esa situación como si fuera inexorable, cuando en realidad no lo es. Cambiarla está en nuestra mano. Y es importante que nos dediquemos a efectuar ese cambio cuanto antes, porque la imagen que damos al exterior depende de la suma de esfuerzos, de la suma de cambios, que entre todos seamos capaces de articular. Permítanme que les lea el párrafo final de ese artículo, porque es memorable: “Olvidemos esa funesta expresión que contribuye a aumentar la injusta desconfianza que de nuestras propias fuerzas tenemos. Hagamos más favor o justicia a nuestro país, y creámosle capaz de esfuerzos y felicidades. Cumpla cada español con sus deberes de buen patricio, y en vez de alimentar nuestra inacción con la expresión de desaliento ¡Cosas de España!, contribuya cada cual a las mejoras posibles. Entonces este país dejará de ser tan mal tratado por los extranjeros, a cuyo desprecio nada podemos oponer, si de él les damos nosotros el mismo vergonzoso ejemplo”. O dicho con menos palabras: cambiemos y modernicemos el país para que no puedan decir desde fuera que nos merecemos todo lo malo que nos pase.

Y permítanme que me acerque a un artículo mucho menos frecuentado en las antologías, pero que revela importantes recovecos del pensamiento de Larra. Me estoy refiriendo a “La Nochebuena de 1836”. Fígaro nos comenta allí que la fecha del 24 de diciembre siempre se le ha antojado mala, porque le suelen ocurrir cosas desagradables en la misma. En esta ocasión, y cuando nada parece que vaya a suceder, su criado de pronto se emborracha y decide contarle cuatro verdades al escritor, aprovechando los vapores libérrimos del alcohol. Estas páginas son muy reveladoras porque nos enteramos de lo que Larra piensa sobre las mujeres y el amor. Escuchemos su voz: “Imagino que la mayor desgracia que a un hombre le puede suceder es que una mujer le diga que le quiere. Si no la cree es un tormento, y si la cree… ¡Bienaventurado aquel a quien la mujer dice no quiero, porque ése a lo menos oye la verdad!”. El desengaño está aquí más claro que nunca, si se fijan… También aprovecha la coyuntura para lanzar un nuevo dardo contra las costumbres españolas. En este caso, las gastronómicas. Oigamos lo que nos dice refiriéndose a la Navidad: “¿Hay misterio que celebrar? Pues comamos, dice el hombre; no dice “Reflexionemos”. El vientre es el encargado de cumplir con las grandes solemnidades”. En efecto, ¿hay muchas festividades importantes que no se celebren en España alrededor de una buena mesa?... Pero sigamos, pues Fígaro nos deja también un proyectil contra sus congéneres, a los que parece estimar poco en su conjunto. Así, compara al género humano con la edición de un libro y nos dice, ingenioso, que hay “algunos ejemplares de regalo, finos y bien empastados; el surtido todo igual, ordinario y a la rústica”… Y me permito señalar unas palabras más de este artículo, donde aflora el Mariano José de Larra menos respetuoso con sus subordinados. Su sirviente decide replicarle y entonces Fígaro suelta esta andanada: “No sé por qué misterio encontró entonces, y de repente, voz y palabras, y habló y raciocinó; misterios más raros se han visto acreditados; los fabulistas hacen hablar a los animales, ¿por qué no he de hacer hablar yo a mi criado?”… ¿Se dan cuenta de las ideas que Larra ha ido vertiendo en este artículo? El amor es desdeñable; las mujeres son volubles; el ser humano es mayoritariamente burdo; los criados pertenecen a un escalón inferior… Desde luego, la imagen de Larra queda bastante erosionada en este texto. Fue (conviene recordarlo) la última Nochebuena que celebró.

Un articulista y un pensador al que conviene volver de vez en cuando, porque nos ofrece con una prosa estupenda verdades que, por lo incómodas, no siempre estamos dispuestos a recordar.

viernes, 12 de febrero de 2021

Gala, ¿musa o demonio?

 


Las esposas o compañeras de los artistas han sido, quizá con demasiada frecuencia, objeto de comentarios, maledicencias, suspicacias y análisis, pero pocas igualarán en densidad polémica a Yoko Ono (pareja de John Lennon) y a Gala (sombra o luz de Salvador Dalí). Precisamente sobre esta última se construye el libro Gala, ¿musa o demonio?, de Tim McGirk, que leo por segunda vez (antes lo hice en abril de 2004, cuando me la regaló mi hermano Luis García Mondéjar) en la traducción de Joseph M. Apfelbäume.

El volumen tiene un elevadísimo número de anécdotas sobre Elena Ivánovna Diákonova (que era el nombre de nacimiento de la artista rusa), pero quizá lo más meritorio es que McGirk acierta a darle un interés “novelesco” al conjunto, para felicidad de los lectores. Y eso permite que la inmersión en sus aguas narrativas sea tan placentera.

Me ha gustado la frase de Salvador Dalí que se reproduce en la página 25: “La única diferencia entre un loco y yo es que yo no estoy loco”.

Me ha sorprendido que el pintor catalán creyese (así se afirma en la página 107) que Gala era un talismán infalible contra la muerte.

Me ha impresionado el juicio lapidario y monumental que aparece en la página 210: “No me volví loco porque ella se hizo cargo de mi locura”.

Un tomo para recordar.

jueves, 11 de febrero de 2021

Once cuentos de fútbol

 


Leo los Once cuentos de fútbol que escribió Camilo José Cela y que publicó el sello Almarabu en 1986.

Hay que ver la cantidad de chorradas que esclafó el insigne Nobel gallego.

miércoles, 10 de febrero de 2021

El regreso del Catón

 


Ningún lector inteligente que acuda a libros como El regreso del Catón puede llamarse a engaño, porque el pacto está clarísimo: la persona que lo escribe ha urdido un mecanismo de relojería, suspense y erudición para que quien avance por sus páginas disfrute de todo tipo de sobresaltos, sorpresas y emociones. No hay más pretensiones. La autora (en este caso, la alicantina Matilde Asensi) no persigue la confección de una novela barroquizante, tejida con un lenguaje exquisito y con arquitectura compleja o innovadora: busca capturar y retener hasta el final la atención del lector. Así de sencillo, así de contundente, así de respetable. Y para lograrlo acudirá a manuscritos antiguos, millonarios casi omnipotentes, extraños adversarios incansables, tecnología de última generación, inscripciones misteriosas, pasadizos milenarios, túneles claustrofóbicos, trampas de arenas movedizas, llamas inquietantes… Y los lectores, reacios a desconfiar de ese cúmulo de fantasías (que ya estaban, más o menos idénticas, en El último Catón o en El origen perdido), se someten al juego, participan de él, porque en lo más profundo de sus corazones están ansiosos con la idea de llegar hasta los osarios que protegen los restos de Jesús de Nazaret y su familia, que es el objetivo buscado.

En este juego brujo aparecen numerosos personajes reales (desde Marco Polo o María Paleologina hasta el papa Francisco), una copiosa acumulación de datos religiosos e históricos (que cualquier lector curioso puede rastrear en las páginas de Internet) y un vasto conocimiento de paisajes y ciudades (de la Antigüedad o de hoy en día), que permiten a Matilde Asensi tejer una propuesta narrativa llena de encanto y taquicardia, que resulta difícil abandonar.

No es (ni quiere ser) Jorge Luis Borges. No es (ni quiere ser) Rainer Maria Rilke. Pero nos entrega un libro (resuelto con solvencia de principio a fin) al que no se le puede negar amenidad, atractivo, solidez o capacidad de seducción. Mi aplauso, desde luego, lo tiene.

lunes, 8 de febrero de 2021

Ideas generales sobre el arte del teatro

 


Leo con estupor las Ideas generales sobre el arte del teatro, del actor Julián Romea, que no tienen más interés que el anecdótico, y aun éste resulta escaso. Ya desde el principio chirría la petulancia del autor, que no tiene empacho en anotar en la página 6 que, observando la infinita bondad del público y sus constantes y fervorosos aplausos, lo más normal es que esto indique que su talento interpretativo es grande. Hay que joderse, morena. A continuación, dictamina que el teatro (y no otra disciplina artística) es el “barómetro de la cultura de los pueblos”; niega la posibilidad de que se enseñe a ser actor (porque a su entender es una facultad innata); y rellena el resto de las hojas con un centón de vaciedades intrascendentes, ninguna de las cuales merece apuntación ni memoria. Baste con señalar que la frase más brillante e imaginativa del volumen es la que afirma que “una sonrisa puede ella sola encerrar más dolor que el que arrastra consigo un torrente de lágrimas”.

En fin.

Es peculiar que sus famosos veinte años de actor le inspirasen tan pocas y tan chatas reflexiones. Se ve que el caletre no le daba para más, al buen hombre.

domingo, 7 de febrero de 2021

La sangre desgranada de Federico García Lorca


Me doy un paseo por las estanterías de mi biblioteca (es el único método de viaje que me gusta: deslizar la vista por los lomos de los libros) y, de pronto, me salta y parece brillar un volumen editado en 1998 en Ediciones Osuna, de Granada: se trata de La sangre desgranada de Federico García Lorca, de Salvador García Jiménez. Y al abrirlo me encuentro, escrita con bolígrafo rojo, esta anotación: “Leído el 8 de septiembre de 2003”. Casi dieciocho años después, me he sentado con un café y he sumergido mis ojos en sus páginas.

El estupendo escritor ceheginero inventa aquí una vida posible para un García Lorca murciano (en esta provincia tuvo antecedentes familiares el poeta, y con esa premisa juega el autor), y lo hace de una forma exquisitamente literaria. El resultado es una peculiar y cuidadísima mezcla de poesía, investigación, novela y ensayo que tiene como objetivo mostrarnos de un modo distinto la vida de este granadino universal al que “crucificaron a balazos” (p.17) y que provoca en García Jiménez algunos interrogantes atronadores: “¿Cuándo te van a enterrar? ¿Por qué no removieron cielo y tierra para recoger tu cadáver?” (p.94).

Una obra bella, descarnada, lírica y terrible, que me ha encantado beberme de nuevo.

sábado, 6 de febrero de 2021

Muertos sin sepultura

 


Recuerdo que, durante mi juventud universitaria, leí bastantes obras del francés Jean-Paul Sartre, que me impresionaba mucho. Luego, con el paso de los años, me di cuenta de que me gustaba más la literatura de Albert Camus, preferencia que aún mantengo. Eso no me ha impedido revisitar la pieza dramática Muertos sin sepultura, donde me he vuelto a encontrar con varios miembros de la Resistencia, que han sido encarcelados y que están sufriendo espantosas torturas para que confiesen el nombre y el paradero de su jefe.

La obra constituye un extraordinario alegato sobre la firmeza moral, el sentido de la justicia y el tejido del que está compuesto el interior del ser humano, y te deja en el estómago un regusto desasosegante.

Ya no me parece un autor imprescindible, pero sigo reconociendo en sus páginas los destellos de una prosa eficaz y con momentos brillantes.

viernes, 5 de febrero de 2021

La isla inaudita

 


Recuerdo que, en mi infancia, leí un cómic que se basaba en una novela de Julio Verne y cuyo final me llamó mucho la atención. El protagonista, después de haber escuchado en silencio un buen número de historias en boca de otros personajes, afirmaba que su vida, lejos de ser sedentaria o gris, estaba colmada de aventuras, porque había vivido de forma profunda todas las peripecias que se incluían en las historias escuchadas. Ahora recupero y perfecciono aquella idea al terminar La isla inaudita, de Eduardo Mendoza, porque me doy cuenta de que transita por parecidos senderos.

Fábregas, el empresario que la protagoniza, decide abandonar Barcelona y, tras algunas indecisiones (se ha separado de su amante, ha perdido el contacto con su hijo, ha dejado la empresa de la que es propietario en manos de su asesor), se instala en Venecia, donde conoce a la fascinante y enigmática María Clara, quien lo va guiando por la ciudad y le muestra lugares pintorescos, como la isla de Ondi. Pero también lo asaltarán experiencias más anonadantes: sufre un atraco en la calle, se despierta en un hospital después de haber sufrido un desmayo, vive una tórrida aventura sexual con una mujer casada (mientras María Clara se encuentra fuera de Venecia), se pierde en el interior de un palacio antiquísimo, conoce al estrafalario doctor Pimpom… No obstante, lo más importante de esta novela no es lo que le sucede a Fábregas, sino lo que le cuentan, porque el catalán va a verse rodeado por personajes que de forma continua le cuentan historias, personajes que las recuerdan o las inventan, que repiten o fabulan narraciones, que anuncian y luego no relatan (como la historia de San Bábila, que le promete un médico joven, sin llegar a contársela). Y todos ellos van rodeando a Fábregas de un ambiente poliédrico, mostrándole sin cesar mundos posibles o retazos de mundos, que se adhieren a él como telas de araña: historias de santos, cortesanas, estafadores, iglesias… Esa urdimbre de relatos crea a su alrededor una atmósfera que convierte su estancia en Venecia en una experiencia única, de la que no saldrá indemne.

Acompañar a Fábregas en este viaje externo e interno es el gran reto que Eduardo Mendoza nos propone. No opongamos resistencia: vayamos con él.

jueves, 4 de febrero de 2021

Historias cotidianas y fantásticas

 


A finales del siglo XX (quizá 1995) cayó en mis manos un librito bastante ajado que, publicado en Buenos Aires y deambulando por librerías de viejo españolas, había terminado sobre mi mesa. En la cubierta, con una coloración tan poco afortunada que casi no dejaba leer el título, se explicaba que el autor era Pedro Orgambide (con minúsculas, por cierto), a quien no conocía. Como se puede apreciar, pocos motivos tenía para sumergirme en la obra. Pero lo hice. Y fue una decisión que me alegró mucho entonces y que vuelve a alegrarme cuando lo releo, un cuarto de siglo después, porque descubrí en su interior algunos relatos de alto nivel, pequeñas joyas emocionantes que, por su tema, su protagonista o las emociones que el autor supo dibujar en sus líneas, consiguieron quedarse en mi memoria.

Me encontré con el niño hospitalizado que descubre, mezclados, los estruendos del amor y de la muerte; con el guitarrista que se desmorona íntimamente por los desdenes de una mujer; con el mago que encandila, seduce y luego abandona a la joven pueblerina desprevenida; con el yugoeslavo Yuri, grande, inocentón y burlado por su esposa; con el diminuto señor Müller, que se acartona entre libros hasta que el corazón comienza a latirle en sus últimos años de vida; con el conductor de autobús al que sus compañeros rinden un homenaje final lleno de respeto… Y me encontré, sobre todo, con dos historias que, dentro de su sencillez, lograron ponerme el corazón en un puño y hacerme tragar saliva: “Los viejos” y “El vals”. En la primera, una anciana viuda recuerda cómo El Francés la cortejó en su juventud y cómo ahora, cuando podrían estar juntos, no lo están, porque la vida es extraña y los seres humanos no lo somos menos; en la segunda, una larga historia secular de amor, eternidad y muerte se condensa en apenas veinte líneas magistrales.

A veces, la felicidad de la relectura es igual de placentera (o incluso más, porque se le añade el azúcar de la ratificación) que la felicidad de la lectura.

martes, 2 de febrero de 2021

La condesa Laurel

 


Podemos estar razonablemente de acuerdo en que existen varios tipos de textos teatrales, que nos sorprenden tanto por su forma como por su contenido. En unos se persigue experimentar, plantear al lector o al espectador diálogos e ideas que zarandeen su normalidad y sus resortes lógicos (pensemos en Ionesco, Arrabal o Beckett); en otros, se busca su indignación ante situaciones que perciba como inadmisibles (podríamos recordar muchos títulos de Olmo o Pinter); en otros, deslumbrar con la riqueza de su lirismo o, al menos, con el chisporroteo de su lenguaje; y en otros (el abanico resulta casi inabarcable) se pretende rescatar asuntos que, reformulados o contemplados desde otro ángulo, reciben una nueva luz.

Y hay también un teatro (siempre lo ha habido y quizá siempre lo habrá) para pasar el rato, dibujar algunas sonrisas, verter unas pocas lágrimas y distraer el ánimo. Nada más. Curiosamente, esta última variante suele ser vapuleada por un crecido número de críticos, que le adhieren etiquetas vejatorias por su "intrascendencia". No seré yo, desde luego, quien se sume a esa corriente despectiva. Admiro y aplaudo a los autores que, cogiendo la pluma, pretenden entretener mi tiempo con sus diálogos cotidianos, sus temas y sus personajes.

Joaquín Calvo Sotelo presenta en La condesa Laurel una de estas piezas, que tiene como protagonista a Paquita Naranjo, una viuda triple que, apenas recuperada de su tercera experiencia mortuoria, ya tiene en perspectiva la posibilidad de un cuarto matrimonio, con el seductor Íñigo. Su gran preocupación radica en que su último suegro no juzgue liviandad o prisa esta nueva aventura sentimental. Si lo hace es porque considera que los varones resultan imprescindibles para la mujer ("El hombre es un ser superior. Cuanto él dice o hace tiene un peso, una autoridad") y porque no puede permanecer sin uno al lado, al que siempre considera especial, otorgándole su amor y su protección ("Los hombres se dividen en tres grupos: los guapos, los feos y el que te gusta").

Calvo Sotelo, lejos de quedarse en una trama esquemática, complicará el asunto introduciendo decepciones, momentos de humor, nuevos pretendientes y otros adornos dramáticos, que convierten esta pieza en un texto agradable, distraído e intrascendente. Con todo el respeto que se merece (vuelvo a insistir) la intrascendencia.

Un aplauso por él.