Sabemos
que la vida humana en la Tierra (no la individual, sino la vida de la especie)
tiene fecha de caducidad, porque la combustión interna del Sol, en último
extremo, terminará por generar una absorción del planeta en la masa estelar.
Pero como faltan millones de años para que tal situación cósmica llegue a
producirse y los seres humanos andamos cortos de paciencia y largos de
curiosidad, he aquí que llevamos unas décadas empeñados en acelerar el proceso
de destrucción, al menos en lo que se refiere a nuestra propia especie.
“Pueblos del mundo, extinguíos”, cantaban los integrantes de Siniestro Total; y
caminamos con orgullo y velocidad creciente hacia ese destino inmolador. Miguel
Delibes, hombre y prosista lleno de silencios, reflexiones y análisis, supo
verlo con nitidez durante toda su vida, y por eso lleva su firma el volumen Un
mundo que agoniza, donde se nos habla de la estupidez, la cerrilidad, la
vocación suicida, la inaudita irreflexión y la soberbia del ser humano, que se
ha adentrado por un camino sin retorno (y que se acelera en una vertiginosa
cuesta abajo) que terminará por conducirlo a la hecatombe.
Rota
la vinculación natural del hombre con el medio, no queda sino rapiña, torpe
explotación y ceguera, que ya podemos ver reflejadas en el estado de nuestros
mares, nuestra atmósfera y nuestros organismos, atiborrados (silenciosa, pero
universalmente) de productos tóxicos, que minan nuestra salud y la de nuestros
herederos. Queremos más, queremos rápido y queremos siempre: tres avaricias
insoportables para una despensa finita, que está siendo esquilmada. Cuando el
equilibrio ecológico ya no podía soportar más el humo de las fábricas, tuvimos
la imprudencia de querer coches para todo y para todos; y luego quisimos
aviones; y luego ordenadores; y luego móviles; y luego táblets; y luego
patinetes. Nuestra voracidad contaminante y envenenadora (vertidos petrolíferos
al mar; residuos nucleares enterrados donde no nos dicen; pesticidas en toda la
fruta que tomamos; mercurio y alquitrán en nuestros pulmones, aunque no
fumemos) viene siempre camuflada con los mensajes que nos envían los
fabricantes y los políticos: no pasa nada. Todo es perfectamente asumible. Y
fingimos creerlo, porque nos resulta más cómodo. Y nos compramos relojes con
Bluetooth y con cuentapasos, para estar siempre bien geolocalizados. Y
sonreímos cuando “el sistema” sabe dónde comemos, dónde dormimos, qué lugares
hemos visitado y qué dinero destinamos a cada cosa. Por supuesto, nada de eso
resulta preocupante, porque nos han dicho que no nos preocupemos. Fin del
conflicto.
Delibes, sin vocación apocalíptica, nos avisa de que todo explotará pronto, pues la línea ha sido rebasada. Pero al acabar este libro suspiramos y cogemos uno de Paulo Coelho. Fin del conflicto.