domingo, 31 de diciembre de 2023

Un mundo que agoniza

 


Sabemos que la vida humana en la Tierra (no la individual, sino la vida de la especie) tiene fecha de caducidad, porque la combustión interna del Sol, en último extremo, terminará por generar una absorción del planeta en la masa estelar. Pero como faltan millones de años para que tal situación cósmica llegue a producirse y los seres humanos andamos cortos de paciencia y largos de curiosidad, he aquí que llevamos unas décadas empeñados en acelerar el proceso de destrucción, al menos en lo que se refiere a nuestra propia especie. “Pueblos del mundo, extinguíos”, cantaban los integrantes de Siniestro Total; y caminamos con orgullo y velocidad creciente hacia ese destino inmolador. Miguel Delibes, hombre y prosista lleno de silencios, reflexiones y análisis, supo verlo con nitidez durante toda su vida, y por eso lleva su firma el volumen Un mundo que agoniza, donde se nos habla de la estupidez, la cerrilidad, la vocación suicida, la inaudita irreflexión y la soberbia del ser humano, que se ha adentrado por un camino sin retorno (y que se acelera en una vertiginosa cuesta abajo) que terminará por conducirlo a la hecatombe.

Rota la vinculación natural del hombre con el medio, no queda sino rapiña, torpe explotación y ceguera, que ya podemos ver reflejadas en el estado de nuestros mares, nuestra atmósfera y nuestros organismos, atiborrados (silenciosa, pero universalmente) de productos tóxicos, que minan nuestra salud y la de nuestros herederos. Queremos más, queremos rápido y queremos siempre: tres avaricias insoportables para una despensa finita, que está siendo esquilmada. Cuando el equilibrio ecológico ya no podía soportar más el humo de las fábricas, tuvimos la imprudencia de querer coches para todo y para todos; y luego quisimos aviones; y luego ordenadores; y luego móviles; y luego táblets; y luego patinetes. Nuestra voracidad contaminante y envenenadora (vertidos petrolíferos al mar; residuos nucleares enterrados donde no nos dicen; pesticidas en toda la fruta que tomamos; mercurio y alquitrán en nuestros pulmones, aunque no fumemos) viene siempre camuflada con los mensajes que nos envían los fabricantes y los políticos: no pasa nada. Todo es perfectamente asumible. Y fingimos creerlo, porque nos resulta más cómodo. Y nos compramos relojes con Bluetooth y con cuentapasos, para estar siempre bien geolocalizados. Y sonreímos cuando “el sistema” sabe dónde comemos, dónde dormimos, qué lugares hemos visitado y qué dinero destinamos a cada cosa. Por supuesto, nada de eso resulta preocupante, porque nos han dicho que no nos preocupemos. Fin del conflicto.

Delibes, sin vocación apocalíptica, nos avisa de que todo explotará pronto, pues la línea ha sido rebasada. Pero al acabar este libro suspiramos y cogemos uno de Paulo Coelho. Fin del conflicto.

viernes, 29 de diciembre de 2023

La historia del señor Sommer

 


He terminado de leer, en apenas dos tardes, La historia del señor Sommer, de Patrick Süskind, traducida por Ana María de la Fuente; y la impresión que ha dejado en mí ha sido tan agradable como paradójica. Al principio, me dejé llevar por el tono casi humorístico con el que el escritor bávaro aborda su relato: un niño, asombrado con la figura casi legendaria del señor Sommer (que hasta la página 131 no tiene nombre completo: Maximilian Ernst Ägidius Sommer), un infatigable andarín que no se detiene en casa más que para tomar algún escaso alimento y continuar su caminata, da igual que sea verano que invierno, da igual que luzca el sol o que llueva. Nadie sabe a ciencia cierta por qué emplea catorce horas diarias en subir y bajar colinas, recorrer campos, dar vueltas al lago o viajar al pueblo vecino. No se le conoce trabajo alguno. No se le conocen amistades. Se dice que su afán andariego puede estar ocasionado por la claustrofobia o por un tipo de trastorno similar, pero es imposible corroborarlo, porque responde con monosílabos o frases frías a quien se dirige a él. Durante años, el niño nos cuenta la historia de sus avistamientos del señor Sommer, al que observa desde cerca y desde lejos (incluso una vez desde lo alto de un gigantesco árbol).

Pero esta crónica, que se podría quedar en la narración asombrada de un niño, gira inesperadamente en las páginas finales, cuando observa al señor Sommer en un entorno inesperado y realizando una acción que le produce perplejidad. Ahí, el lector (o sea, yo) traga saliva, porque descubre un pliegue tristísimo en la vida del Alemán Errante (permítaseme la broma).

Me ahorraré la descripción de ese último paseo, pero les aseguro que provoca un escalofrío en la espalda.

Süskind, al que leí con interés en El perfume y con curiosidad en La paloma y en El contrabajo, compone aquí unas hermosas páginas que me ha gustado tener ante mis ojos.

martes, 26 de diciembre de 2023

El Greco

 


Continúo explorando pequeños libros de divulgación sobre pintores a los que he admirado a lo largo de mi vida, y en esta ocasión me acerco hasta las páginas de El Greco, maravillosamente compuestas por Francisco Calvo Serraller. Desde el inicio nos recuerda el crítico madrileño que este pintor (nacido en Creta en 1541 y perteneciente a una selecta familia católica de la isla) fue “considerado ya como un personaje extravagante por sus contemporáneos y tachado más tarde de simple lunático por aquellos pocos que recordaban su existencia”. Cultivó su arte pictórico en ciudades como Venecia y Roma (donde tuvo la osadía, largamente castigada, de criticar a Miguel Ángel) y terminó instalándose en España, lugar al que llegó en 1577 y donde pronto comenzó una aventura amorosa con Jerónima de las Cuevas, con la que tuvo a su hijo Jorge Manuel. Especial interés tiene, en mi opinión, la novedad de que este pintor “comenzó a discutir condiciones, precios, plazos y otras circunstancias que rodean los contratos por obras”. Es decir, que fue uno de los primeros en reivindicar la dignidad profesional de los pintores, exigiendo que su trabajo fuese valorado con justicia, rigor y rapidez, sin que los artistas se viesen obligados a insistir, suplicar o resignarse. Maestro en el “fatigoso arte de pleitear”, cobró fama de altivo, pendenciero y obstinado; pero la interpretación que sostiene Calvo Serraller es mucho más interesante: “Fuera lo arisco o desabrido que se quisiera El Greco, sus pleitos lo que delatan era la insoportable desconsideración práctica con que todavía se trataba a los artistas en nuestro país”. Y, en todo caso, el “conjunto de bienes bastante esmirriado” que se consigna en su testamento evidencia que el pintor disfrutó en vida, como buen hedonista, de sus ganancias.

Al final, entre críticas, desdenes e incomprensiones (también entre aplausos y discípulos fervorosos), tras exabruptos e interpretaciones indemostrables (que padecía astigmatismo), ahí quedan obras como El caballero de la mano en el pecho o El entierro del conde de Orgaz. Es lo que importa.

sábado, 23 de diciembre de 2023

La república de los lacedemonios

 


Me gusta, con periodicidad, acudir a los clásicos para seguir encontrando en ellos noticias curiosas sobre el mundo antiguo o sobre los pensamientos y obras de sus habitantes. Y hoy, en esa línea, me aproximo hasta La república de los lacedemonios, de Jenofonte, que consulto en la edición bilingüe que prepara la profesora María Rico Gómez para el Instituto de Estudios Políticos de Madrid. En sus páginas, el historiador griego nos comunica su estupor por la extraordinaria importancia que ha cobrado la pequeña sociedad de Esparta; y se propone analizar sus causas, que sin duda hay que atribuir a la gestión de Licurgo, un legislador que puso su máximo empeño en evitar la molicie entre sus conciudadanos.

Así, nos explica que las mujeres (lejos de ser consideradas seres débiles o inferiores) son obligadas a someterse a unos agotadores ejercicios físicos, que las conviertan en madres sanas. Igualmente se propugna que sean vigorosos sus maridos, quienes, en el caso de ser viejos, pueden buscar jóvenes adecuados para que fecunden a sus esposas y les permitan tener descendencia adecuada. Los niños, por su parte, habrán de ir descalzos, para endurecer sus pies; también habrán de pasearse con poca ropa, para que sus cuerpos se habitúen a las inclemencias meteorológicas; y ser alimentados de forma parca (curiosamente, se les permite robar comida, aunque se prevén castigos ejemplares para los torpes que sean descubiertos). Los mozos habrán de someterse a disciplinas atléticas, que curtan sus músculos en la disputa y la rivalidad. Y los adultos habrán de celebrar sus comidas en público (para crear lazos cívicos aún más sólidos) y dejarse el cabello largo.

Licurgo, tras concebir estas normas, tuvo la idea (así nos lo explica Jenofonte) de acudir a Delfos para comprobar si resultaban justas; y, refrendadas por los dioses, el legislador acabó “declarando no sólo ilegal sino impío también desobedecer las leyes confirmadas por el oráculo” (sección VIII). De tal forma que ese conjunto de medidas “procuró de modo bien claro y seguro la felicidad a los valientes, la infelicidad a los cobardes” (sección IX).

Un opúsculo sumamente interesante para conocer la forma de vida de aquel pueblo pugnaz, cuya memoria ha sobrevivido al paso de los siglos.

jueves, 21 de diciembre de 2023

Las casas que me habitan

 


No existen (a pesar del exhibicionismo o la insensatez de quienes pregonan lo contrario) las “vidas de novela”. Todo lo más, existen las vidas que pueden ser contadas como una novela. Pero se impone aclarar de inmediato que esta característica es atribuible a cualquier vida, sin que deba contener ningún pormenor excepcional o tremebundo. Daniel el Mochuelo jamás hubiera incurrido en el orgullo de pensar que sus charlas y sus correrías con el Moñigo y el Tiñoso pudieran recopilarse en un libro, pero Miguel Delibes tuvo el talento de demostrar lo contrario. Porque una narración no precisa (insistamos) de acontecimientos fulgurantes, ni de crímenes horrendos, ni de viajes peligrosos, ni de calamidades terribles: sólo necesita de alguien con buena mirada y con buena prosa, que convierta en palabras eternas incluso las nimiedades más prescindibles.

Isabel García Amador acaba de publicar en el sello MurciaLibro su obra Las casas que me habitan y, pareciendo que nos cuenta solamente su vida, nos ha contado muchas otras cosas. Porque también ahí reside un gran poder de la literatura: en transmutar lo individual en símbolo de lo colectivo, en dibujar el mundo cuando describimos nuestra aldea. Nos habla en estas páginas de los orígenes humildes de su familia lorquina, que tuvo que trasladarse a Francia en busca de un futuro más halagüeño; nos habla de sus dificultades para integrarse en un país cuyas normas y cuyo idioma eran tan difíciles de entender para aquella niña recién salida de la España del franquismo; nos habla de amores juveniles, de ilusiones, de esperanzas; nos habla de su deseo de volver a sus raíces y de establecerse de nuevo en su tierra; nos habla de sus profundas convicciones democráticas y feministas, de su visión de la cultura como gran columna vertebral del espíritu humano; y nos habla de cómo ve, desde la serenidad de la madurez, el futuro de las próximas generaciones, que no juzga demasiado halagüeño (“Fuimos la juventud de la esperanza. Hoy somos los padres del desencanto, los abuelos de la precariedad”).

Una obra singular y plural, íntima y colectiva, sonriente y grave.

Una obra eterna.

martes, 19 de diciembre de 2023

Reino vegetal

 


Una vez le preguntaron a cierto escritor (les dejo que descubran su identidad utilizando algún buscador de Internet) con qué argumento podría escribirse una gran novela, que permitiera obtener éxito inmediato. Y él, tan amable como irónico, replicó que era muy fácil y facilitó la receta mágica para que todo el mundo la conociese: “Un hombre y una mujer se enamoran”. Lo que venía a decir nuestro inteligente entrevistado es que la literatura no emana ni depende de que el argumento sea asombroso, o retorcido, o comercial, o espléndido, sino de la forma que quien escribe utilice para ordenar los elementos, pulirlos y entregarlos al lector. Porque sí, queridos amigos y queridas amigas, es necesario repetirlo una vez más: la literatura está en el cómo.

En la novela Reino vegetal, Marc Colell acaba de entregarnos un ejemplo majestuoso de este último extremo, porque el “argumento” (permítanme el entrecomillado) resulta intrascendente, y sin embargo el libro es buenísimo. Imaginen una urbanización veraniega en la que se reúnen varias familias, cada una de las cuales tiene (lógicamente) sus peculiaridades y sus demonios íntimos: un viejo cantante retirado que usa peluquín y que cifra su actividad en recorrer treinta veces diarias la piscina comunitaria; unos expertos en tenis, que emplean toda su fuerza bruta en ser campeones en el torneo anual que los vecinos organizan; una persona que entrega una gran cantidad de dinero a dos primos para que practiquen sexo público, mientras los espía; una narradora principal (Carlota) que sigue triste después de la muerte de su gran amigo Ferran, adolescente como ella; un vigilante que se ocupa de la seguridad del entorno… Como pueden ver, nada del otro mundo. Ningún brillo shakespeareano, ningún psicologismo dostoievskiano, ninguna apoteosis tolstoiana. Y, sin embargo, qué espectáculo de lenguaje, de sintaxis, de ritmo, de introspección en los corazones humanos (en los miedos, en las esperanzas, en los desgarros, en las melancolías). Y qué páginas finales, créanme.

La novela la ha publicado el sello Ya lo dijo Casimiro Parker, que merece un aplauso por su apuesta. Difícilmente un sello comercial habría valorado la excelencia de este texto, pero cualquier lector que se adentre en la selva intelectual de estas páginas sí que lo hace, y se asombra conforme avanza, y se embriaga (como se embriaga Carlota con el vino nocturno) conforme recorre sus pasillos, se asoma a sus ventanas o desciende a sus sótanos. Una auténtica joya de tinta, que no deben ustedes perderse.

domingo, 17 de diciembre de 2023

Del desorden y la herida

 


Que levante la mano quien no haya sufrido una herida. Que levante la mano quien no se encuentre o se haya encontrado aturdido por el desorden durante una etapa de su vida. Que levante la mano quien no guarde dentro del corazón o de la memoria un buen caudal de lágrimas, de decepciones, de desgarros. Sería inútil que esperase más tiempo: nadie la alzará. Tampoco podrían hacerlo, como seres humanos que son, los protagonistas de la novela Del desorden y la herida, que supone el debut en el género de Salva Robles, en el sello Talentura. Ya lo conocía como poeta (Y tú, por tanto, otra cosa, que quedó consignado en este Librario íntimo), pero ahora amplío mi juicio con sus páginas en prosa, que son elegantes, sólidas y, sobre todo, están muy bien pensadas. Tres son los factores que, en mi opinión, convierten este libro en una experiencia lectora de primera magnitud: el primero es la forma en que construye a sus personajes, dotándolos de un grave espesor de emociones, pensamientos y traumas. No son planicies ni clichés, sino entes vivos, baúles llenos de sombras, pasillos que necesitamos recorrer enteros para conocer sus auténticas dimensiones, árboles con brotes verdes y también con ramas secas. Y lo más admirable es que realice ese esfuerzo narrativo con una franja de edades muy amplia: desde adolescentes que sufren acoso escolar hasta adultos traumatizados o devorados por la culpa. En ninguno de ellos flaquea la exactitud del dibujo. El segundo factor llamativo de la novela es el modo en que Salva Robles se acerca hasta los dolores íntimos de sus personajes: con ternura, pero también con rigor. Para mostrar la hondura de sus corazones tiene que usar (no hay más remedio) el bisturí, aunque previamente anestesia y calcula: que no brote más sangre de la necesaria, que no se inflija más dolor del imprescindible. Es un cirujano de almas, no un matarife visceral. El tercer factor (el que conforma, a la postre, el cuerpo visible de la novela) es el lenguaje que maneja, elegante y sólido, como he indicado arriba: un perfecto equilibrio entre lo coloquial y lo culto (cada personaje, su registro), un desarrollo rítmico de la prosa, una utilización inmejorable de las revelaciones, los recuerdos, los porqués.

Si andan buscando para estas Navidades una novela que contenga amor, dolores, infidelidad, búsquedas, ilusiones, decepciones y una estructura que los mantenga pegados a las páginas, me atrevo a sugerirles esta.

viernes, 15 de diciembre de 2023

Chandrío en la plaza de las Cortes

 


El 23 de febrero de 1981, como bien recordarán muchas de las personas que lean esta reseña, se produjo un intento de golpe de Estado en España que, felizmente, pudo ser conjurado. Fueron unas horas terribles, en las que la recién inaugurada democracia sufrió un grave peligro de demolición a manos de unos militares que, añorantes del pasado fascista, pretendieron torcer un rumbo que, al fin, se mantuvo firme. Apenas un mes más tarde, el escritor Ramón J. Sender, que casi era octogenario, ya había terminado de redactar su obra Chandrío en la plaza de las Cortes, un retrato esperpéntico sobre aquel episodio traumático, en el que asistimos a la charla (crispada y variopinta) entre varios militares, periodistas y ateneístas, que debaten sobre el asunto junto a la estatua de Cervantes (llegan a escuchar su voz) y al lado de unos vendedores de churros (a los que aquí se llama “tejeringos”, al modo andaluz, para aprovechar el juego de palabras con Antonio Tejero, bigote visible del pronunciamiento).

Se recuerdan las aventuras conquistadoras de España en América (Hernán Cortés, Pizarro) y en Europa (Pavía, Lepanto), intentando encontrar la conexión con los sucesos recientes. Algunas veces, las argumentaciones y ejemplos resultan delirantes, y así lo asume el propio autor (“El diálogo se desviaba por las periferias del disparate”); pero en otras se alcanzan puntos de extremada sensatez (“No nos dejemos amedrentar por la aparente confusión de los tiempos y tratemos de comprender y no de destruir a nuestros vecinos”). Al final, el novelista aragonés concluye que, en ese escándalo de tiros, gritos e imposiciones, “lo mejor de todo es la actitud del rey. No hay duda de que se gana su reinado por las buenas, como debe ganárselo un rey cada día de su importante vida. El pueblo español le debe gratitud”.

En síntesis, el análisis de Sender es sumamente lúcido y se puede condensar en este párrafo de la página 91: “Los sublevados quieren retroceder en la historia. Siempre los débiles quieren retroceder porque avanzar por la selva virgen del mañana es más difícil que regresar sobre los propios pasos ya sabidos. Pero olvidan los débiles que nada en el universo retrocede nunca y que lo mejor que Dios ha hecho (como dicen los campesinos en Puerto Rico) es “un día después del otro”. En las Cortes democráticas españolas saben eso muy bien. Y avanzan hacia un mañana mejor o por lo menos no tan lóbrego y sangriento como ayer”. Es admirable que estas palabras tan comprensivas y tan desprovistas de rencor fueran escritas por el hombre cuya esposa fue fusilada en 1936 por los abuelos de aquellos irresponsables.

miércoles, 13 de diciembre de 2023

Murillo

 


Entre mis recuerdos de infancia se encuentra el delantal negro que siempre llevaba mi abuela, y en cuyo bolsillo guardaba un trozo de pan (esas previsiones tristes de quien ha pasado mucha hambre en la guerra) y una estampa con un Niño Jesús y un cordero. Esa imagen, que a mí me parecía muy hermosa y cuya paternidad artística ignoraba, era “El Buen Pastor”, de Bartolomé Esteban Murillo. Así que imagínense con qué orgullo y con qué ternura he leído la obra divulgativa que le tributa Enrique Valdivieso y que ahora traigo a mi Librario.

Para empezar a situarnos ante el panorama de la época, el profesor vallisoletano nos cuenta que la ciudad de Sevilla se encontraba, durante el reinado de Felipe II, en un período de decadencia económica, que se vio endurecida en 1649, cuando se extendió por ella una epidemia de peste que redujo a la mitad su población y sumió a los supervivientes en unos años de hambre y religiosidad. En ese ambiente surge la figura de nuestro pintor, que rellenó con sus imágenes sacras el corazón y los ojos de quienes necesitaban consuelo divino y esperanza para el porvenir. Casado en 1645 con Beatriz de Cabrera y padre de, al menos, diez hijos, Murillo desarrolló una enorme capacidad de trabajo, que permitió a los suyos llevar una vida desahogada. Viudo desde 1663, jamás consintió volver a casarse. En la actualidad, se ignora donde reposan sus restos.

Durante todos los años en que se mantuvo activo, el pintor sevillano recibió un elevado número de peticiones para pintar lienzos, aunque probablemente el contrato más espectacular fue el que recibió por parte de la iglesia de los Capuchinos, que le encargó no solamente el retablo del altar mayor, sino también los que adornaban las capillas laterales del templo. Otra de las egregias personas que requirieron sus servicios fue el famoso Miguel de Mañara (seguro que recuerdan los versos de Antonio Machado: “Ni un seductor Mañara, ni un Bradomín he sido”), que le encomendó la realización de seis pinturas alegóricas.

Igualmente nos informa Valdivieso con puntualidad de las dimensiones que llegó a adquirir la rapiña del mariscal napoleónico Jean-de-Dieu Soult, que arrambló avariciosamente con todo lo que pudo durante su paso por España, para mayor gloria de su enriquecimiento personal, bajo socorridas excusas bélicas.

Una obra útil y entretenida, en la que el profesor Enrique Valdivieso nos ofrece un admirable recorrido por la biografía y las obras del pintor andaluz.

Muy recomendable.

lunes, 11 de diciembre de 2023

El último guerrero

 


Decía el perspicaz Francisco de Quevedo que no vemos nunca al ser humano que tenemos delante, sino que vemos solamente sus heridas. Quizá podríamos completar la sentencia barroca afirmando que, por detrás de las heridas, latiendo en lo más hondo y quizá explicándolas, suelen encontrarse nuestras pasiones. Esas pasiones constituyen la médula de nuestro ser, el torrente sanguíneo que nos mantiene con vida, respirando, latiendo. El problema es que, la mayor parte de las veces, esas pasiones constituyen un hálito invisible, que no puede ser observado a simple vista y que, en ocasiones, ni siquiera nos atrevemos a verbalizar. Marcos, el protagonista y narrador de la novela El último guerrero (que firma el periodista y escritor malagueño José Antonio Sau), constituye un ejemplo clarísimo de cuanto queda apuntado. En apariencia, es tan sólo un niño (y después un adolescente) que sufre graves episodios de acoso escolar por su condición de huérfano (su padre murió faenando en alta mar), su exceso de peso y sus estupendas calificaciones; pero también es un ser humano que, protegido por los novios Fabián y Marta, no puede evitar sentir envidia y celos del primero, así como un profundo amor por la segunda. En esa cruel situación, que se prolonga durante años, siente que su alma se encuentra resquebrajada: su gran amigo es su gran verdugo; su gran amiga es su gran paraíso inaccesible. Y la situación explotará cuando descubra que Fabián es, según le reconoce Marta entre lágrimas, un ser agresivo y libidinoso, que pretende mantener relaciones sexuales para las que ella aún no se considera preparada.

Con un eficaz engranaje novelesco, donde brillan varios personajes poderosos (el Capitán, la madre del narrador, los extorsionadores Pocaplaya y Pippen), José Antonio Sau nos plantea una honda reflexión sobre la forma en que administramos nuestras admiraciones y nuestros desdenes, que no siempre eligen con tino y justicia a la persona hacia la que se dirigen; y urde una tela de araña en la que consigue atrapar a los lectores, haciendo que su angustia crezca a la par que crecen las indecisiones de Marcos y sometiéndolos (tanto a los protagonistas como a los lectores) a una tensión punto menos que insoportable, sobre todo cuando advertimos cómo el chico está a punto de acometer una acción que nos provoca rechazo, porque comprometerá su futuro.

Siempre me ha gustado mucho este narrador. Y también esta vez lo ha hecho.

Búsquenla para Navidades.


sábado, 9 de diciembre de 2023

Siempre domingo

 


Estamos en Yecla, es domingo por la tarde y corre el año 1974. Para contemplar la escena con más libertad nos hemos ocultado pudorosos detrás de un árbol y, pocos minutos después, vemos acercarse a dos personas: un chico y una chica. No aparentan más allá de los doce años. Se han citado en el parque y sus corazones laten con furia, porque se han enamorado por primera vez, y porque son tímidos, y porque están aprendiendo el lenguaje de la fascinación. Los ojos se acarician y las manos son de seda. Ella tiene el cabello rubio y él atesora un sinfín de sueños que, apenas atreviéndose a ser enunciados, se irán cumpliendo con lentitud inexorable en los años siguientes. Nada les afecta el frío (basta con acercarse el uno al otro), nada les afecta el calor (basta con comprar un chambi). Quizá sople el viento, quizá llovizne: el exterior es ocioso. No existen trompetas capaces de derribar sus murallas de amor.

Un día, el chico (que se llama Pascual) tiene que sumarse a un viaje que lo llevará lejos de su pueblo, para incorporarse a las labores de la vendimia francesa. No hay despedida, porque las palabras resultan en ellas demasiado tristes. No hay promesas, porque las inventó el diablo. La chica (que se llama Mariloli) siente en el pecho, como diría Mercedes Salisachs, el volumen de la ausencia. Los días se van sucediendo y se arraciman en semanas, en meses, en años, en décadas. Cada uno de los dos construye a su modo una felicidad que, sin saberlo, es provisional, sucedánea, ortopédica: se celebran matrimonios y nacen hijos, que llenan de unos colores muy dulces sus calendarios. Hay casas. Hay viajes. Hay lágrimas. Hay risas. Hay enfermedades y resurrecciones. Hay Nochebuenas. Hay desgarros.

Un día, tras haber leído que Horacio Oliveira y La Maga andaban sin buscarse, pero sabiendo que andaban para encontrarse, quiso el Destino volver a reunirlos, cuarenta y tantos años después. Y eran libres. Había cambiado la piel. Había cambiado el color de los cabellos. Había cambiado el siglo. Pero se reconocieron y se dijeron: “Ahora”. Y dijeron “Tú”. Y dijeron “Sí”. Y dijeron “Para siempre”. Las pupilas de Mariloli comenzaron a irradiar una luz continua y gozosa. Las manos de Pascual decidieron convertir esa luz largamente esperada en versos, en poemas, en un libro. Y decidieron de consuno titularlo Siempre domingo. Tras años de clamor (Jorge Guillén tiene la palabra), el cántico. Tras la luz de los años transcurridos, la Luz para los años que quedan por transcurrir. Y no se hable más, porque ahora hay que concederle la palabra al poeta, que lo ha dicho muchísimo mejor que yo en estas páginas preciosas que le publica Vitruvio.

Ya sé que esto no parece una reseña, porque no realiza ningún abordaje estilístico, ni desgrana el catálogo de sus matices temáticos, ni se ocupa de las fuentes del libro (lo que Joan Oleza llamaba “la crítica hidráulica”). Dos pijos me importa. O mil. Tras más de treinta años de querer y de leer a mi hermano Pascual, por fin lo veo feliz, y eso es suficiente razón (y razón suficiente) para dejarme el bisturí profesional (qué repelús) y decir lo otro: el calor, la ventura, el Gracias, Mariloli, el Enhorabuena, hermano, la luz eviterna de los domingos futuros, la felicidad innumerable de todos los demás días.

Y nada más. Ahora son ustedes quienes deberán sentir en las yemas de sus dedos el infinito dulzor de estas palabras, inmejorables, hermosas y esperanzadas.

No tarden.

jueves, 7 de diciembre de 2023

El sueño de Leteo

 


De vez en cuando, sin poder preverlo, un libro maravilloso cae en nuestras manos y es tan distinto de la marea uniforme de los demás libros que dan muchas ganas de decirlo en voz alta y por escrito. Me acaba de suceder con El sueño de Leteo, de Vicente Cervera Salinas (Renacimiento, 2023), un volumen delicadísimo y enérgico que se encuentra atravesado (es mi impresión) por numerosas claves personales, por enigmas íntimos que solamente los dos protagonistas podrían iluminar con sus explicaciones, aunque (y esa es también mi impresión) hay luz que se filtra y emerge a través de las grietas; y esa luz se convierte en palabras, en dolor, en añoranza, en memoria. Se nos habla de una relación intensa, que poco a poco se fue erosionando con el paso del tiempo, aunque la voz poética se niega a la claudicación del olvido (“Mas no caeré en la odiosa cobardía, / la que me obliga a renunciar a ti”), porque resultaría ingrato, quizá imposible, abandonar todas las imágenes de aquel esplendor que fulgió en el pasado (“Inmenso fue el amor. / Inmenso sin apenas saberlo. / Tanto más henchido en tu inocencia. / No importa que más tarde se hundiese”). Queda de aquel crepitar de llamas un reino de troncos aún cálidos, que conservan el rojo y la memoria, tocando casi “la piel de esta soledad” que ahora rodea al poeta.

El amor, que es muchas cosas, es también apertura al otro, adecuación cordial y hermanamiento de almas (“[…] Entrabas / conmigo en los museos y yo escuchaba / a Prince y a Iggy Pop”). Pero, desde que los caminos comenzaron a separarse, la voz poética ha descubierto que se halla en un manglar de dudas, en un tiempo de gelidez y expiación donde los versos, a veces, son cuchillos encabalgados que hieren el alma. “Lo que pudo haber sido / transparencia pura, cristalina verdad” es, contemplándolo ahora, un reino desvanecido, que pierde de forma paulatina sus colores originales.

Durante este viaje lírico, lleno de belleza y sinceridad, Vicente Cervera Salinas nos entrega poemas absolutamente memorables, de los cuales yo destacaría dos, que me han emocionado de una forma especial: “Anima dannata” (uno de los más hermosos retratos de amor que recuerdo haber leído) y “Rosas y apotegmas” (una composición dedicada a su padre, que sin duda le haría sentirse orgulloso y feliz).

“Deseo respirar la luz del tiempo / en la compañía de algunos libros”, nos dice el poeta en la página 39. Mientras recorría las hojas de El sueño de Leteo, yo he sentido que respiraba la luz del tiempo, la auténtica luz del tiempo, la inefable luz del tiempo: un privilegio comunicativo que solamente los poetas de verdad (como Vicente Cervera) alcanzan.

martes, 5 de diciembre de 2023

Saga de los suburbios

 


El matrimonio formado por Avelino y Rosenda no puede ser más calamitoso: él es un trapero malhablado y miserable que, a fuerza de explotar a los pobres, ha conseguido una buena prosperidad económica; ella, una avarienta reprimida, que tiene una hija (Virginia) de su primer matrimonio, que ahora está acogida en casa. Junto a ellos, vive Fau, un jayán con una evidente discapacidad psíquica, quien acaba de descubrir por boca de Rosenda que es hijo secreto de don Avelino. El pobre infeliz está enamorado de Virginia y tolera de mala gana el hecho de que a la chica quieran casarla con el afilador.

En ese hogar miserable que se ubica en el Pirineo hay, escondida tras un armario, una caja fuerte en la que don Avelino guarda todo su dinero y que se abre con una llavecita. El viejo la guarda con recelo y la protege incluso de las asechanzas de su mujer, de quien no se termina de fiar, llegando a las amenazas físicas cuando ella se la pide con demasiada insistencia (“No me importa que me pegues, pero que sea con motivo”). En una de esas trifulcas, una botella se estampa contra el cráneo del trapero, quien queda tumbado e inconsciente: es la ocasión perfecta para que madre e hija convenzan al retrasado Fau de que la llave del dinero se encuentra en el estómago del “cadáver”. El inocente, cargando con el cuerpo y agarrando un cuchillo, sale al exterior para labrarse, sin saberlo, su desgracia.

Esta novela, firmada por Ramón J. Sender en Zaragoza a la asombrosa edad de 13 años y reescrita en los Estados Unidos seis décadas después, nos dibuja una acción mezquina y agria, con personajes extraordinariamente dibujados, casi valleinclanescos.

Búsquenla.

domingo, 3 de diciembre de 2023

Aires newyorkianos

 


Nunca he visitado la ciudad de Nueva York (podríamos cambiar “Nueva York” por casi cualquier lugar del mundo: soy fervorosamente sedentario), pero ella ha tenido la gentileza de venir hasta mi casa, convertida en palabras y en imágenes gracias a Santiago Delgado, quien la visitó en la primavera de 2010, redactó sus impresiones en 2012 y ahora las edita en 2023. Y la experiencia me ha resultado tan placentera que quería comentarles algunos detalles sobre esta publicación.

Por ejemplo, la deliciosa descripción de la misa católica que escuchó junto a su esposa, Aurora, en la catedral de Saint Patrick; por ejemplo, su conformidad con el hecho de que el célebre palacio de los Vélez se encuentre, reconstruido, en el Metropolitan Museum, donde sin duda es más conocido y visitado que si todavía se encontrase en España; por ejemplo, la simpática tipología de rascacielos que nos desgrana, en función del grado de torsión que debe imprimirse a cuello o espalda para contemplar su final; por ejemplo, la forma en que resume la ciudad en las figuras de John Lennon y Frank Sinatra (el apocalíptico y el integrado, para usar las etiquetas de Umberto Eco); por ejemplo, la asombrosa secuencia onírica que aparece en el capítulo 11 y que, sin duda, es el fragmento más surrealista que he leído jamás en los libros de Santiago; o, por ejemplo, los poemas que consagra al damasiano río Charles, a una paloma negra que contempló posada en el Empire State, al parque Bryant o al River Café de Brooklyn.

Por supuesto, tampoco quiero dejar de mencionar las hermosas ilustraciones que Juan Bautista Sanz elabora para acompañar a los textos, que me sirven para terminar mi nota aconsejándoles que se acerquen sin tardanza hasta este libro de Sanztiago (que no es errata, sino amistad y colaboración).

viernes, 1 de diciembre de 2023

Ribera

 


No he incorporado a este Librario, a lo largo del último quindenio, demasiados libros que versen sobre el mundo del arte, pero en este final de 2023 me he propuesto enmendar esa carencia leyendo al menos un par de obras divulgativas dedicadas a pintores de fama. Para empezar esa línea he acudido a Ribera, un breve recorrido por la obra del pintor valenciano (aunque permaneció casi toda su vida en Italia), que redacta el cartagenero Alfonso Emilio Pérez Sánchez, subdirector del Museo del Prado durante casi una década y posteriormente director del mismo durante casi otra década.

En esta obra, el lector descubre mucha más información sobre el arte riberesco que sobre los pormenores de su biografía, lo cual puede resultar un poco tedioso, salvo que se aborde la obra como yo lo he hecho: abriendo en Internet la imagen de cada cuadro mencionado, el cual observé durante unos minutos antes de leer las palabras, siempre exquisitas y brillantes, del autor. Actuando de esa forma, a mí el recorrido por la obra del “Españoleto” me ha resultado sumamente vivo y placentero: he conocido la protección que le dispensaron varios virreyes de España en Nápoles; la versatilidad de sus líneas creativas, que no se ciñeron al tenebrismo o al ámbito religioso (como una mirada superficial podría inferir); el esplendor económico que vivió durante unos años (y las zozobras finales que lo atenazaron, cuando la zona comenzó a sublevarse contra el gobierno español); e incluso la misteriosa, inexplicada, novelesca desaparición de uno de sus cuadros (pintado en 1646 y traído a España en 1672), cuya pista se pierde durante el incendio del convento madrileño de santa Isabel en la aciaga fecha de 1936.

Un paseo muy agradable por la obra artística de un pintor al que, lo reconozco, conocía solamente de manera superficial. Ahora ya dispongo de más noticias sobre su fulgurante producción.

miércoles, 29 de noviembre de 2023

Cómo vencer al ruido

 


A veces, la poesía no tiene más pretensión que dibujar cuadros de silencio. Es decir: ser un disparo que, alcanzándonos de forma certera, extiende luego por nuestro interior una oleada de quietud. No es logro pequeño, si bien se piensa, en estos tiempos en los que la prisa y el ruido se han convertido en asechanzas que nos buscan, nos cercan y nos rinden desde que abrimos los ojos hasta que nos rendimos al sueño. Paco Umbral dijo una vez que el idioma de la ciudad era el ruido. Posiblemente, el mundo en su totalidad ha aprendido a comunicarse (¿de forma definitiva?) con las ásperas detonaciones en ese idioma maldito, invasor y agresivo. Pero entonces aparece un poeta, y se llama Jesús Aparicio González, y nos envuelve en una burbuja de palabras que nos aísla de ese asalto infame, y alcanzamos la dicha de una tregua.

Lo hace con un libro que se titula, esperanzadamente, Cómo vencer al ruido y lo edita Ars poética, en su colección Carpe diem. En sus líneas está la infancia del autor (ese trompo que aparece en la página 18, ese barquito de papel que navega en la 24, esos globos perdidos que surcan los cielos en la 32, esos lápices de colores que llenan de dibujos la 57), cuando no existía tanto fragor en el entorno. En sus líneas están los aromas orientales del haiku, que podemos degustar en “Al ojo abierto” o en “Sencillo bodegón”. En sus líneas están las reflexiones sobre el sentido de la cultura (“Es todo aquello que te llama, te impulsa, te enseña / a crecer intelectual y espiritualmente”). En sus líneas están las conclusiones tristes sobre el proceder de los seres humanos (“En el tumulto hacen ruido / para no escucharse”). En sus líneas está, en fin, un consejo con el cual defendernos de esa invasión poderosa y desagradable (“En el silencio / la paz tiene su escudo”).

Jesús Aparicio González, autor de larga trayectoria y de sólida dicción, nos invita a meditar sobre nosotros mismos y sobre la forma de mantener nuestro equilibrio emocional en un mundo que se obstina en perturbarnos. Una admirable lección.

lunes, 27 de noviembre de 2023

La cata

 


Parece una simple cena que se celebra en una lujosa mansión de Londres, pero hay algo más latiendo al fondo. El anfitrión, Mike Schofield, se ha propuesto retar a uno de sus invitados (Richard Pratt) con una apuesta para ver si logra identificar un vino exclusivo y minoritario que guarda en su casa. Son ya varias las ocasiones en las que ha intentado vencerle, poniendo en su copa un caldo rarísimo, mas nunca lo ha logrado: Pratt siempre acierta con la procedencia y con la añada. Esta noche, con la presencia del narrador y su esposa, que actúan como testigos de la insólita apuesta, Mike Schofield se siente tan seguro de vencer que acepta las condiciones surrealistas y draconianas que Pratt estipula: si pierde, cederá al dueño del vino la propiedad de sus dos casas; si gana, el otro le concederá la mano de su hermosa hija Louise. Al principio, todos vacilan, entre la sonrisa nerviosa y la indignación, porque consideran que se trata de algún tipo de broma absurda y machista… hasta que queda claro que la apuesta es firme. Schofield, consciente de la rareza de su vino y completamente seguro de salir victorioso, presiona a su mujer y su hija para que acepten. Y lo hacen.

En esta narración, que Roald Dahl construye con los ladrillos de la perplejidad y con el cemento del humor, asistimos a un crescendo tan sutil como imparable: ¿cuál de los dos contendientes se alzará con el triunfo en este combate de gallos engreídos? ¿El anfitrión, que se jacta de su condición de nuevo rico y que pretende epatar a su invitado? ¿O tal vez lo haga este último, cuyo paladar es tan afilado como su arrogancia? Descúbranlo ustedes leyendo la obra.

sábado, 25 de noviembre de 2023

Adam Haberberg

 


Adam Haberberg fue un niño como muchos otros. Un niño que salía triste en las fotografías de grupo del colegio, que creció en una familia media, que disfrutó de amistades, que soñó con un futuro espléndido. Ahora, a sus 47 años, todo parece haber comenzado a pudrirse a su alrededor: su esposa Irène ya no lo ama (es posible que incluso tenga un amante), su ilusión de convertirse en un escritor de éxito hace tiempo que se fue por el desagüe (publica novelas de aeropuerto, con seudónimo), la relación con sus hijos es fría (la amargura cotidiana y sus cambios de humor lo apartan de ellos) y, para colmo de males, el oftalmólogo le acaba de comunicar que tiene graves problemas en los ojos y podría perder el uso de uno (al menos uno) de ellos. Así que cuando comienza la novela no nos resulta extraño que Adam haya decidido sentarse en un banco del Jardin des Plantes, silencioso y triste, para observar a los avestruces mientras piensa en su vida, malbaratada y declinante.

Observemos ahora cómo se acerca un segundo personaje hasta nosotros: se trata de Marie-Thérèse Lyoc, una antigua compañera de clase que goza de un buen sueldo vendiendo productos de merchandising y que, milagrosamente (Adam ha perdido mucho pelo y tiene una ostensible barriga), lo reconoce. Apenas unos minutos después, ella lo invita a cenar en su casa: le parece una oportunidad para ponerse al día contándose cómo les ha ido. Adam, feble pero cortés, acepta.

El juego narrativo que nos propone la parisina Yasmina Reza en esta novela (que traduce Gonzalo Garcés para Anagrama) no se desliza entonces hacia lo erótico, como parecería previsible, sino hacia otros horizontes más densos y más agrios: la revisión de dos existencias que no han alcanzado sus objetivos. Marie-Thérèse se ha maquillado el fracaso con ortopedias auxiliares (los electrodomésticos, la risa, una vieja carta); pero Adam no dispone de asidero alguno al que aferrarse y siente pánico (“Estoy cansado de desmoronarme. Tengo miedo”). Sabe muy bien que no ha conseguido el éxito, en ninguna de sus vertientes (ni con los libros, ni en el amor, ni en la paternidad); y ahora se siente al borde del acantilado, con ganas de llorar, incomprendido, solo. Su salud pende de un hilo, su matrimonio pende de otro. Ojalá encontrara el modo de escribir una buena historia, que le sirviera para demostrar (y demostrarse) que sí tiene talento.

Quien sí lo tiene, y a raudales, es Yasmina Reza. Este volumen es una nueva demostración, que les invito a leer a la mayor brevedad.

jueves, 23 de noviembre de 2023

El cuento de la isla desconocida

 


Un súbdito insolente (la “insolencia” consiste en pedir a los poderosos algo que ellos no hayan contemplado con anterioridad como limosna) se acerca hasta la puerta donde vive el rey y, sin mediar súplicas o genuflexiones, le solicita un barco. Interrogado por sus motivos, alega necesitarlo “para buscar la isla desconocida”. El soberano, conteniendo la risa, le dice que no tiene noticia de que aún existan ese tipo de islas, pero el peticionario se enroca en la terquedad (“Es imposible que no exista una isla desconocida”), consiguiendo que el monarca deponga su soberbia y le conceda su deseo. La mujer de la limpieza de palacio decide irse con el aventurero, para compartir su destino. De tal forma que, mientras él recluta a los futuros componentes de la tripulación, ella adecenta el barco y se preocupa por la alimentación de todos. Por desgracia, nadie se suma al proyecto, aduciendo razones prácticas (“Me dijeron que ya no hay islas desconocidas, y que, incluso habiéndolas, no iban a dejar el sosiego de sus lares y la buena vida de los barcos de línea para meterse en aventuras oceánicas, a la búsqueda de un imposible”). La mujer, abatida, sugiere la posibilidad de quedarse en tierra, pero el soñador lo tiene claro: una vez que ha concebido la idea, no está dispuesto a renunciar a su isla (“Quiero saber quién soy yo cuando esté en ella”).

No desvelaré los pormenores y meandros que la narración (que, como es bastante evidente, puede ser leída en clave política) dibuja a partir de ahí, pero sí consignaré que enriquecen el carácter simbólico de la misma, tan hermoso como poliédrico.

Pese a que José Saramago no pertenece al grupo de mis autores favoritos, he querido insistir con él y he tenido la buena fortuna de toparme con este título, que me ha gustado mucho. Quizá deba concederle más oportunidades lectoras al premio Nobel portugués.

martes, 21 de noviembre de 2023

El desorden del que te quejas

 


Una madre, desesperada por la agorafobia de su hija adolescente, abomina de las canciones “llenas de simplezas con rima” de Tony Gas; Diego el Punteras escucha con fastidio un “infumable” pareado que ultrajó sus orejas durante la juventud y que pertenecía al tema Desordéname, de Tony Gas; Ángela recuerda con repelús “esa canción insoportable del rockero trasnochado -¿Tony Gas?- que sonaba en casa de su madre a todas las horas”; el fallecido Eugenio rememora con envidia impotente las piruetas acrobáticas de su “admirado Tony Gas”; Eva, taladrada por el silencio de sus vecinos, querría escucharles al menos “tararear una canción, aunque fuera una de ese rockero ridículo que tanto les gusta a los viejos”; una mujer reúne fuerzas para llamar por teléfono a su hija, y se auxilia con un vinilo de Tony Gas, que la “retrotrae a su infancia”; el mastodóntico señor Anetham tiene sobre su mesa unos “cedés de Tony Gas”; Paula, la amante de Ana, “comenzó a canturrear una canción del Pleistoceno” (que, por supuesto, compuso e interpretaba Tony Gas); dos hermanas que acaban de convertirse en huérfanas escuchan en el hospital a un vecino de pasillo que está interesado en “comprar entradas para un concierto de Tony Gas”; un jubilado apático o amargado se pasa el día “viendo series, comiendo pistachos, dando cabezadas, rellenando boletos de la quiniela o escuchando a Tony Gas”; y un padre primerizo (no deseo agotar todas las historias del volumen) se preocupa por si a su bebé comienzan a gustarle “las cancioncitas del Tony ese” que le pone su suegra.

Después de todo ese despliegue de sonidos aislados, que impregnan para bien o para mal las vidas infinitesimales de los habitantes de este libro, Chelo Sierra concede al propio Tony Gas el protagonismo del último relato, para que observemos en él los perfiles del hastío, su devastación externa e íntima, la pobre trastienda resentida y hueca del ídolo. Por eso, yo diría que no solamente tenemos en las manos un gran libro de cuentos, sino también una exquisita partitura, un pentagrama en el que cada personaje se transforma en fusa, en corchea, en blanca; y lo hace con tonalidades de humor, de crueldad, de tristeza y de melancolía, para sugerir en la mente de los lectores una música tenue pero firme. Todo un acierto compositivo. Uno más, en la larga lista de los que atesora la espléndida escritora madrileña.

Léanla sin tardanza.

domingo, 19 de noviembre de 2023

El capitán Alatriste

 


En el mundo de la literatura, como en el mundo de todas las artes, los pareceres y gustos son infinitos: el colombiano Fernando Botero puede entusiasmar o repugnar con sus gordos universales; las líneas arquitectónicas de Frank Lloyd Wright pueden antojarse magistrales o gárrulas; los lienzos de Picasso pueden ser tildados de geniales o de ridículos; las novelas de Stephen King serán gran o sub literatura, según el juicio honesto y subjetivo de lectores antípodas; Rafael Alberti será poeta o mero fantoche; Paul McCartney será el Mozart del siglo XX o un simple compositor de baladas pegadizas. Pero, admitidos esos casos (y otros mil que podríamos acopiar), resulta al menos innegable que Botero, Wright, Picasso, King, Alberti y McCartney han fraguado una porción del arte de nuestro tiempo. Sus obras están ahí. Permanecen. Son revisitadas o descubiertas todos los días.

En España, y centrándonos en el mundo de la literatura, invoco hoy el nombre de Arturo Pérez-Reverte, otro personaje que genera pasiones y, por tanto, amores y odios viscerales. Se le acusa de prepotencia, de chulería, de comercialidad, de destemplanza, de éxito, de machismo. Pero, por encima o por debajo de esas etiquetas, no resulta discutible que nos ha dado libros memorables, que sería inútil tratar de negar. La persona puede no amoldarse a tus ideas, pero la obra es insoslayable. Lope era un cabrón con pintas, pero nos dejó el mejor teatro de nuestra historia; Neruda fue un machista y se comportó monstruosamente con su hija, pero escribió el Canto general; las convicciones políticas de Ezra Pound pueden resultarte inadmisibles, pero prueba a desdeñar sus Cantos pisanos. En esa línea, el cartagenero Arturo Pérez-Reverte te podrá parecer X o Y, pero ha creado (de ese libro me ocupo hoy) al capitán Diego Alatriste y Tenorio, y no se me ocurren demasiados personajes más perfilados, más hondos, más interesantes, más densos, más representativos y seductores en la literatura española de las últimas décadas. Solamente por eso, yo ya me pondría en pie. Y si le unimos sus retratos de Francisco de Quevedo, de los callejones oscuros del Madrid barroco, de sus malhechores, de sus teatros, de sus costumbres eróticas, del conde-duque de Olivares o del tenebroso inquisidor fray Emilio Bocanegra, aprovecho que estoy en pie para ponerme a aplaudir, porque ese militar “áspero, inmutable y desesperado” ha conseguido penetrar en el grupo de mis personajes favoritos.

A autores como Pérez-Reverte yo me niego a ponerles etiquetas, porque no soy quién para decidirlas: me limito a tributarles mucha gratitud, pues me han regalado horas de amenidad, sonrisas, reflexión y adrenalina. Y que eso lo haga un autor nacido en “ese lugar impreciso, mezcla de pueblos, lenguas, historias, sangres y sueños traicionados: ese escenario maravilloso y trágico que llamamos España” le añade, en mi opinión, el calor de la proximidad.

Voy a revisitar todos los volúmenes de la serie (creo que alguno no lo leí en su día), por orden cronológico. Ya les contaré.

viernes, 17 de noviembre de 2023

Sóniechka

 


Si partimos de la base de que los demás constituyen un enigma para nosotros, me imagino que no habrá problema en aceptar que aventurarnos a emitir un juicio sobre ellos comporta un riesgo muy elevado de inexactitud, porque nos inviste con un poder del que, en buena ley, carecemos. ¿Quiénes somos para dictaminar que X actúa de un modo patético, o que Y se aboca al ridículo con sus ideas, o que Z se desliza por el talud del bochorno cuando actúa como lo hace?

Liudmila Ulítskaya nos plantea en su novela Sóniechka ese campo de reflexión a través de la poco agraciada Sonia, una muchacha que encuentra en los libros su refugio, su paraíso y su ámbito de felicidad. Frente a un entorno pobre (aquel gris y dictatorial mundo soviético que tantas vidas aplastó), las lecturas de Pushkin o Tolstói llenan de luz su espíritu. Y, cuando menos lo podía esperar, aparece en su vida de bibliotecaria silenciosa un hombre, el pintor Robert Víktorovich, que sabe descubrir en sus rasgos anodinos el esplendor de la belleza íntima y se casa con ella. Hasta ese punto, asistimos complacidos a una historia de amor más bien tradicional en sus formas. Pero otros dos personajes se incorporan durante los años siguientes a nuestros protagonistas primigenios: una hija mucho menos intelectual que su madre, y que desdeña los estudios y la lectura (Tania); y una amiga que esconde tras su blanquísima fragilidad un espíritu volcánico y lleno de aristas tentadoras (Yasia). Como telón de fondo, unos dirigentes políticos que deciden traslados y miserias, que decretan postergaciones y guettos. Y con esas piezas Liudmila Ulítskaya compone su narración, que se va desarrollando hacia un final inesperado, en el que Sóniechka tendrá que encastillarse en su papel de esposa tolerante, comprensiva y feliz, frente a las habladurías maliciosas de su entorno, que la maltratan con sus dicterios.

Me adentré en este libro por curiosidad; y repetiré con la autora.

miércoles, 15 de noviembre de 2023

Mañana será otro día

 


Cuando reflexionaba sobre la médula de este libro, sobre el asunto principal que trata (el leitmotiv, que dicen los wagnerianos), fui anotando en una ficha todos aquellos “temas” que nutren y construyen esta espléndida colección de relatos: el dinero, la hipocresía, la traición, las torpezas de la condición humana, los miedos, los esplendores, las rupturas sentimentales, los chantajes, el amor, la vileza… Al final, con una lista tan extensa como variopinta, tuve que resignarme a concluir (o quizá llegué a la lucidez de concluir) que esta obra trata de la vida. De todas las vidas. De la Vida. Y que lo hace con una hondura, y con una delicadeza, y con un desgarro, y con un tino solamente esperables de un observador inteligente. Da la impresión de que Pedro Ugarte contempla la realidad desde un ventanal muy elevado y cristalino, como el panóptico de una prisión; y que su entorno se convierte entonces en un cubreobjetos sobre el que bullen y en el que aman, odian y se agitan sus criaturas, que pronto serán las nuestras. No hablo de frialdad (que nadie se confunda o me malinterprete), no hablo de asepsia, no hablo de crueldad de pantócrator, sino de algo mucho más interesante y desde luego más literario: una mirada bistúrica, unos ojos que chequean, un cerebro que diagnostica, un corazón que escribe.

Y qué prosa, por Dios. No cabe más elegancia. No cabe más musicalidad apolínea. No cabe más absorbente ritmo. A veces, nos hablará de un escritor fracasado (con título de economista), que sobrevive gracias a la largueza inverosímil de su rico amigo Zabala (“El invitado”); a veces, se centrará en un infatigable prestidigitador de la palabra, que maneja su verbo para salir de las situaciones más cenagosas que se puedan imaginar (“Mentiras aprendidas”); a veces, trazará para nosotros con pulso firme el desolador dibujo que aparece cuando se traicionan los ideales (“Soldados del Ejército Rojo”); a veces, nos acercará al complejo problema del terrorismo etarra, desde la figura de un profesor que convierte su delicada condición de víctima en un salvoconducto chantajista para medrar y fortalecerse en la intransigencia y la infamia (“La amenaza”); y a veces, en fin, no dudará en recurrir al humor para presentarnos a un personaje que se maquilla con cemento para tener la cara más dura (“Mañana será otro día”).

Hay que acudir a los libros de Pedro Ugarte, porque siempre emana de ellos una luz literaria de primer orden, que nos reconcilia con la mejor prosa del momento. Yo no me canso de frecuentarlos. Y siempre salgo gozoso de la aventura.

lunes, 13 de noviembre de 2023

El amanecer de un marido

 


No recuerdo cuándo llegó a mis ojos por primera vez el nombre de Héctor Abad Faciolince, ni quién lo invocaba. Lo que sí recuerdo es que, desde entonces, han sido seis o siete las ocasiones en que ha vuelto a aparecer ante mí, siempre con la etiqueta de narrador espléndido, de cuentista y novelista admirable. Así que cuando hace unos días caminaba por los pasillos de la biblioteca Salvador García Aguilar, de Molina de Segura, buscando obras que llevarme a casa y apareció este libro ante mi cara, me dije: “Ya. Hoy”. La decisión fue atinada: el libro es muy bueno. Estoy hablando de El amanecer de un marido (Seix Barral), entre cuyas páginas he podido encontrar un catálogo muy variado de historias, todas ellas (salvo “Novena”, a la que no conseguí tomarle gusto) memorables: el hijo que come todos los jueves con su madre en el asilo donde está ingresada y que, por un despiste, no acude una vez (“Álbum”); el matrimonio que viaja hasta una exótica playa y se enturbiará con una infidelidad flagrante (“La fiebre en Tolú”); la mujer que decide abandonar a su marido para que él rehaga su vida cordial cuando aún hay tiempo (“En medio del camino de la vida”); la más hermosa carta de suicidio que pueda soñar la imaginación humana (“Memorial de agravios”); la desolación lánguida con la que un marido descubre en el correo electrónico el adulterio de su esposa con un amigo común (“Alguien oculta algo”); las citas literarias que el autor secuestra a Manuel y Antonio Machado, José Asunción Silva y otros autores para introducir sigilosamente en un relato (“Mantis religiosa”); la forma en que el atractivo físico puede desembocar en una tragedia doble (“Juventud, divino tesoro”); las sorpresas que puede encontrarse un pobre periodista cuando compra el suntuoso piso de un narcotraficante que fue asesinado a balazos en su salón (“La guaca”); los tonos melancólicos que impregnan el regreso a Turín de un maduro profesor cuya esposa lo está traicionando; o (y no se pierdan este relato por nada del mundo) las sobrecogedoras páginas que redacta un escritor antes de que (o para que no) vengan a matarlo los descontentos con sus publicaciones en prensa, sean paramilitares, millonarios, gobierno o narcos.

Sí, Héctor Abad Faciolince es un fantástico narrador. Ahora lo puedo decir con la autoridad breve que me da haber leído un libro suyo. No será el último.

domingo, 12 de noviembre de 2023

El cementerio marino

 


Aunque mi conocimiento de la lengua francesa es muy mediocre (o precisamente por ello), he elegido para leer El cementerio marino, de Paul Valéry, una edición bilingüe. Y he optado, cómo no, por la traducción de Jorge Guillén, poeta al que leí con fruición durante mi carrera de Filología Hispánica (y al que, vaya por Dios, no tengo en este Librario íntimo: habrá que remediarlo, más pronto que tarde).

Vayamos rápidamente al asunto: ¿he entendido la obra de Valéry? Yo creo que no. Pero, dándome un paseo por diferentes lecturas del poema, me parece que es una confesión que podríamos hacer muchos, sin desdoro ni vergüenza. No cabe duda de que un texto tan ambiguo, tan lírico, tan sinuoso, admite plurales y aun contrapuestas interpretaciones. De ahí que afirmar que yo lo he “entendido” se me antoja aventurado. Sí diré que lo he leído en voz alta, a solas, y que luego he ido deslizando mis ojos de cada verso francés a cada verso español. Creo haber sido muy respetuoso y muy humilde.

Veamos el primer verso del poema. Paul Valéry escribe: “Ce toit tranquille, où marchent des colombes”. O sea, “Ese techo tranquilo, por donde caminan palomas”. ¿Cómo lo vierte Jorge Guillén? “Ese techo, tranquilo de palomas”. Qué maravilla. Ese techo, tranquilo de palomas. Salvo que yo sea muy obtuso, el de Valladolid ha mejorado (y lo digo con todo el respeto) al de Sète. Desde ese instante, un lector ecuánime tendrá clarísimo que no se enfrenta al texto de un poeta, sino al de dos, el segundo de los cuales a veces alterará el orden de los hemistiquios, porque lo juzga necesario para el ritmo de la traducción (“La vie est vaste, étant ivre d’absence”, del fragmento XII, se convierte en “Ebria de esencia al fin, la vida es vasta”) o duplicará una exclamación de Valéry, por mor de la eufonía (“Ah! Le soleil… Quelle ombre de tortue”, del fragmento XXI, queda como “¡Oh sol, oh sol! ¡Qué sombra de tortuga!”).

No, no creo haber penetrado en el mensaje absoluto de Valéry, pero eso me obliga (gratamente me obliga) a un compromiso: volver a la obra dentro de unos años e intentarlo de nuevo. A veces, la poesía se recibe; a veces, se conquista. Yo no voy a darme por vencido con tanta rapidez.

jueves, 9 de noviembre de 2023

El camino

 


No sé cuántas veces he leído El camino, de Miguel Delibes. Quizá tres. Quizá cuatro. No lo sabría precisar con exactitud. Y lo que me ocurre con este libro es tan sorprendente como especial: cada lectura me devuelve las emociones de la primera. No paseo por páginas ya conocidas. No revisito historias ya memorizadas. No redescubro a personajes cuyos perfiles ya conozco bien desde hace años o décadas. He ahí la magia de Delibes, que me dio con esta obra, sin saberlo, uno de los libros de mi vida. Cada vez que la Guindilla menor se fuga del valle con don Dimas me pregunto qué pasará con ellos. Cada vez que el Moñigo, el Tiñoso y el Mochuelo saltan la tapia del huerto del Indiano me pregunto si lograrán robar las manzanas sin ser sorprendidos o, por el contrario, la Mica los descubrirá. Cada vez que la Uca -uca se acerca tímida, suplicante a Daniel, no sé si este la acogerá con indulgencia o le dispensará uno de sus exabruptos más salvajes. Cada vez que el tren atraviesa el túnel me imagino con la misma risa a los tres desaprensivos con el culo al aire, defecando a su paso. Cada vez que se ponen a escribir la declaración de amor de Sara a don Moisés me pregunto si les saldrá bien la estratagema o incurrirán en el ridículo. Cada vez que presencio la escena en que el Mochuelo se sube a la cucaña no sé si alcanzará el sobre con el dinero o se desollará los muslos infructuosamente. Y cada vez que Daniel deja el tordo en el ataúd del Tiñoso lloro como en la primera lectura.

A Miguel Delibes, en mi opinión, no lo puede discutir nadie en la historia de la literatura española. Supo acotar un espacio narrativo y describirlo de forma tan bella como inigualable. Y ese prodigio se cumple de manera especialmente pura en El camino, retrato de un mundo que languidecía y que alcanza con la vigilia del Mochuelo (el niño que es feliz en su mundo campesino y que no entiende la necesidad de alejarse de allí para cursar estudios que lo hagan “progresar”) su punto de inflexión. Si Carmen Sotillo se enfrentaba durante toda una noche a la revisión de su mundo (Cinco horas con Mario), Daniel lo hace también, de un modo simétrico, para que conozcamos los perfiles de su tristeza y el caudal de vida que deja a su espalda. Dos noches memorables en la literatura española, que a mí me encandilan.

En estas páginas encontramos la ternura, la crueldad, el humor, el retrato íntimo de un mundo que desaparece, las trastadas infantiles, las pequeñas y grandes desolaciones, los paisajes rurales, los pájaros que cantan hasta que un tirachinas los abate, las pozas donde bañarse, los silencios profundos, el valor de la amistad, la religión, el egoísmo, las mujeres que se marchitan, los hombres que no lloran, las estrellas brillando en la noche.

Cuando vuelva a leer esta novela, por enésima vez, creo que seguiré suscribiendo las mismas palabras que he escrito antes. Una de las novelas de mi vida, insisto. A Miguel Delibes, sin haberlo conocido en persona, lo siento como mi amigo: ese también es un don mágico de algunos (muy pocos) escritores.