Leo el libro triste de una mujer triste. Se llamaba
Gertrud Käthe Chodziesner, pero adoptó como apellido el nombre de la población
donde habían nacido sus antepasados. Era judía y prima de Walter Benjamin: una
muchacha silenciosa, tímida, que vivía siempre entre la grisura de los segundos
planos. No tuvo nada de suerte en el amor. No tuvo nada de suerte en la
literatura (su reconocimiento fue póstumo). No tuvo nada de suerte con la vida,
en general: fue asesinada por los nazis. Berta Vias Mahou, traductora y
prologuista del volumen, consigna su final en un párrafo apolíneo y espantoso:
“Desapareció el 2 de marzo de 1943 en un transporte de judíos a Auschwitz. No
se sabe si murió de frío en el camión (los deportados iban en camisa, tal y
como los sacaban de las fábricas en las que los tenían trabajando) o si fue
gaseada”.
En sus versos (largos, lánguidos, elegantísimos,
dulces) nos habla de los amores que no llegaron a fructificar como ella hubiera
deseado, porque la distancia o el desdén los erosionaron (“Nostalgia”); de
metáforas delicadas que esconden el espíritu de la poeta (“El unicornio”); de
mujeres que encuentran en la cocina y sus infinitos pormenores (especias,
huevos, frutas, carnes) un espléndido caudal de referencias humanas y
culturales, con las que manifestar su amor por el hombre de su vida (“Servir”);
e incluso de aquel hijo que pudo haber nacido de su vientre y no lo hizo,
porque las presiones familiares la obligaron a abortarlo (“Sin fruto”)... Y
aquí y allá, salpicando el texto de joyas, versos que se quedan en la memoria
por su difícil y transparente sencillez: de un animal muerto nos dice que “los
gusanos roían su mirada rota”; al amante le dice, con los ojos llenos de
lágrimas: “Vete, porque te quiero mucho”; o bien le indica que guarde silencio
con una fórmula insuperable: “Pongo mi mano para que respire en tus labios”. Y
cuando llega el momento de declararle su amor lo hace en el poema “El ángel en
el bosque”, cuyo final no me resisto a copiar: “Mírame ahora en la oscuridad,
tú, desde hoy mi patria. / Pues tus brazos se erigirán para mí en muros
protectores, / y tu corazón será mi aposento y tu ojo mi ventana, / por la que
brilla el amanecer. / Y la frente se alza a tu paso. / Tú eres mi casa en
cualquier calle del mundo, en cualquier hondonada, en cualquier colina. / Tú,
mi lecho, languidecerás conmigo extenuado / bajo el mediodía abrasador, te
estremecerás conmigo / cuando azote una tormenta de nieve. / Pasaremos hambre y
sed, juntos resistiremos, / juntos un día caeremos al borde del camino,
cubierto de polvo, y lloraremos...”.
¿Hacen falta más razones (aparte de esos versos)
para leer un libro?