sábado, 31 de diciembre de 2022

El rostro de la locura

 


Se puede ser un excelente conocedor de la mente humana y utilizar esos conocimientos para construir personajes como Ángel Salazar, un psicópata que aún no ha llegado a la mayoría de edad y que, amparado por esa condición, dispone de un alto margen de maniobra para cometer todo tipo de atrocidades. Se puede, también, ser un excelente narrador y trabar con pericia los materiales novelescos para urdir una historia magnética, llena de analepsis y prolepsis (para los que saben inglés, una estructura con flashback y flashforward: moverse hacia adelante y hacia atrás en el tiempo narrativo, anticipando hechos que luego cobrarán sentido o explicando los que ocurrieron antes). Se puede, en fin, controlar un registro léxico tan rico como accesible, con el que todos los lectores (desde el más exigente hasta el más convencional) disfruten. Pero poseer todas esas habilidades al mismo tiempo es, aparte de una rareza, un auténtico abuso. En este caso, el abusón se llama José Antonio Jiménez-Barbero; y ha vuelto a tenerme pegado a su libro durante dos días, para descubrir cuanto antes la solución a la enigmática sucesión de muertes que se producen en la obra El rostro de la locura, segundo tomo de su Trilogía del Psicópata.

He disfrutado (y he padecido) con la portentosa disección de su protagonista, al que ya conocí en las páginas de Confesiones de un psicópata adolescente. Me ha llevado de la mano por los pasillos del hospital Florence Nightingale. Me ha puesto frente a drogadictos en rehabilitación, chicas con anorexia, maníacos y otros personajes con patologías severas. Me ha intrigado (policialmente) con las suposiciones sobre la identidad del culpable de las muertes. Y me ha maravillado, de principio a fin, por el espléndido uso de las narraciones complementarias que despliega en esta novela: es decir, que un mismo episodio (la llegada de Ángel al centro asistencial, la partida de ajedrez que lo enfrenta con Marta Savater, etc) sea desmenuzado desde la mente de dos protagonistas distintos, lo que nos suministra a los lectores una mirada más rica, casi panóptica, sobre los hechos.

José Antonio Jiménez-Barbero es un narrador musculoso, que maneja con gran habilidad los procedimientos narrativos y que muestra una contundente eficacia a la hora de sumergirse bajo la piel de personajes tan distintos como irresistibles. No tardaré en sumergirme en las páginas del volumen que cierra la trilogía.

jueves, 29 de diciembre de 2022

Voces detenidas

 


Me apetecía enriquecer las lecturas navideñas con Dionisia García y he acudido a los aforismos que concibió durante el período comprendido entre 1993 y 2003 y que se encuentran reunidos en el volumen Voces detenidas. Aquí descubro las alígeras ramas de un árbol frondoso y lúcido, en el que crecen todo tipo de hojas, flores y frutos, que han embriagado mi vista y mi paladar. Con pocas pero recortadas palabras, la escritora reflexiona sobre la insensatez de la violencia humana (“La guerra debería ser impedimento para seguir hablando de otras cosas”); las aritméticas accesorias que nos hemos impuesto como especie (“Qué obsesión de estadística, cuando sólo importa que somos uno”); la ceguera avariciosa de nuestro espíritu, siempre insatisfecho con las posesiones de las que disfruta (“Vivimos de milagro, y todavía nos parece poco”); o el secreto misterioso que escondemos en nuestro interior, y que solamente con paciencia y silencio descubrimos (“A pesar de las dificultades para conseguirlo, ya sé cómo soy, pero no piensen ustedes que lo voy a contar”).

A diferencia de otros volúmenes de aforismos que he tenido la oportunidad de leer, en este de Dionisia García no creo que la búsqueda de la brillantez formal o de las paradojas se encuentre en la primera línea de sus intereses. Por el contrario, late de continuo en sus páginas la sensación de que la escritora persigue las grandes verdades sencillas, decantadas por la observación y el tiempo: la memoria tranquila del ayer, que más que contemplado con melancolía amarga parece observado con serena placidez (“¿Quién recuerda la última noche de la juventud?”); las reflexiones sobre Dios, el universo, la amistad o la vida humana; o la inclusión de pequeñas secuencias que, en mi opinión, participan del espíritu de los microrrelatos (“La bailarina salió del teatro al amanecer con una sola zapatilla”).

Anota la escritora, en el aforismo 86 de la sección “La mirada insistente”, estas palabras luminosas: “A pesar de los infortunios, antes de morir aplaudiré por haber vivido”. Sus lectores, sin duda, aplaudiremos también porque Dionisia García haya vivido y porque haya tenido la generosidad de mostrarnos sus obras.

miércoles, 28 de diciembre de 2022

La llamada de lo salvaje

 


Buck vive una existencia placentera en la hacienda del juez Miller: pasea, toma el sol, se enfada con los mimados Toots e Ysabel, juega con los hijos del juez… Pero su problema es que es un perro (hijo de un san Bernardo y una Collie escocesa) y que, con el estallido de la fiebre del oro, todos necesitan un animal fuerte y de buen pelaje, con el que adentrarse en las tierras del norte. Así que la perspectiva de obtener una buena suma por él hace que el jardinero de la casa lo secuestre y lo venda a unos expedicionarios. A partir de entonces, comienza para Buck una agria aventura que lo hará recibir castigos físicos, experimentar el hambre y el frío extremos y, en suma, retroceder hasta la condición brutal de sus ancestros, que tenían que luchar, engañar, robar o matar despiadadamente para sobrevivir. Tras pasar por las manos codiciosas o estúpidas de unos buscadores de oro, del servicio de correos y de un trío de novatos imbéciles y crueles que lo llevan al límite de la extenuación, conoce por fin a John Thornton, quien lo acoge con todo el afecto del mundo.

Pero cuando podríamos pensar, como lectores, que ese encuentro se convierte en una especie de meta o de reposo para Buck descubrimos la verdad, que es mucho más inquietante: el perro comienza a escuchar en su cabeza la llamada de lo salvaje, el aullido ancestral de la especie, que lo lleva a convertirse en una bestia primigenia: mata ardillas y otros animales para alimentarse; e incluso se atreve a acosar durante varios días, para finalmente acabar con él, a un viejo alce herido. Desde ese momento, Buck retrocede vertiginoso hasta la aurora inicial: se une a una manada de lobos (de los que se convierte en cabecilla tras un sangriento choque con sus miembros principales) y se convierte en una leyenda misteriosa entre los indios yeehats, que son quienes habitan la zona.

Con muchos episodios de poderosa fuerza narrativa (me quedo con el momento en que Thornton engancha al perro para que arrastre un trineo cargado con mil libras de peso y le haga ganar una apuesta; y con esos instantes en los que Buck intuye a los viejos y peludos homínidos con quienes su especie se empezó a relacionar hace miles de años), La llamada de lo salvaje es un hermoso y duro relato que no ha perdido ni un miligramo de intensidad o de interés.

Magnífico.

lunes, 26 de diciembre de 2022

El canto de la juventud

 


Me acerqué hasta la narrativa de Montserrat Roig en el verano de 2019, gracias a su novela La voz melodiosa; y ahora realizo una segunda visita, centrada en el mundo del relato: El canto de la juventud. El resultado vuelve a ser espléndido. La escritora barcelonesa, manejando una prosa lírica y seductora, me ofrece en sus páginas la historia de Zelda, una anciana que vive sus últimas horas en un hospital y recuerda un apasionado encuentro sexual de su mocedad (“El canto de la juventud”); la triste experiencia de Maria, que enviuda en circunstancias harto pintorescas (“Amor y cenizas”); el modo cruel y sangriento en que encuentra la muerte Biel, hijo de una tabernera (“A salvo de la guerra y de las olas”); el fervoroso amor a contracorriente que iluminó la vida de una mujer casada (“Mar”); o (no agotaré el catálogo de los argumentos) la amarga narración sobre unas tumbas perdidas y anónimas de la guerra civil de 1936 (“Madre, no entiendo a los salmones”).

Son relatos de gran poder hipnótico, en los que el lenguaje elusivo desempeña un papel primordial, y donde los matices de cada vocablo, lejos de resultar baladíes, aquilatan el núcleo de cada historia, adornándola con las aristas exactas y el color necesario. Para leerlos despacio y en silencio.

sábado, 24 de diciembre de 2022

Con mi madre

 


Estoy convencido de que el cuándo y el dónde se lee un libro interviene de forma poderosa en la percepción que tenemos de él. Yo he leído este libro de Soledad Puértolas en vísperas de Navidad, en un día nublado y recordando intensamente a mi propia madre. De tal modo que no sería capaz de afirmar que la obra es, en sí misma, “buena”, porque quizá son demasiado poderosos los condicionantes (las circunstancias, que diría Ortega y Gasset) que lo han rodeado. Tampoco creo que la escritora zaragozana intentara escribir un buen libro, sino una obra que iba mucho más allá: un libro necesario (y me refiero, obviamente, a necesidad personal, anímica, que es quizá la única que importa en estos casos). Desde la primera hasta la última de las páginas, Puértolas nos ha ido entregando un álbum de recuerdos, un balance emocional, un libro de actos y de actas: la enfermedad que la unió durante semanas a su madre en una misma habitación, mientras era niña; el modo en que descubrió la lectura con la gallina petirroja; las fotografías que le siguen recordando los perfiles y modos de aquella mujer elegante, cada vez menos silenciosa, de piernas perfectas y elegancia intrínseca; las estancias en los Estados Unidos o Noruega; el traje de novia que quiso heredar de su progenitora y que, con los nervios y aceleraciones de su propia boda, se le olvidó pedirle; las innumerables cajitas de Saridón que le enviaba su madre para que Soledad tuviese siempre sus medicinas disponibles… y también algunos desencuentros o desavenencias, que la memoria quizá magnifica.

Un tomo tierno, sereno, confidencial, que he leído con agrado y con un punto de inevitable melancolía.

viernes, 23 de diciembre de 2022

Una investigación laica

 


En ocasiones, los viajes intrascendentes pueden desembocar en situaciones que se tiñen de un color inesperado para sus protagonistas. Es lo que sucede en la novela Una investigación laica cuando varios componentes de la Ertzainza se desplazan hasta Fuenrota, un pequeño pueblecito de la provincia de Burgos, para ayudar a uno de ellos a que vacíe la vieja casa familiar. El anterior propietario, José, fue asesinado en el año 1993, sin que jamás se descubriera al culpable; y los agentes, al comienzo de una forma superficial y después con verdadero ahínco, se obstinan en arrojar luz sobre los hechos, pese a ser conscientes de que en aquella aldea carecen de toda jurisdicción.

Poco a poco, van apareciendo los nombres de los posibles sospechosos, a los que van aproximándose, interrogando y descartando, mientras un temporal de nieve (que de pronto adquiere dimensiones espantosas) los deja aislados. Ahora sí que disponen de todo el tiempo del mundo para rastrear las pistas, que son mucho más abundantes de lo que al principio podían haber pensado.

La última narración de Laura Balagué, fiel a los mecanismos del género, nos va llevando de hipótesis en hipótesis de una forma rápida, y nos facilita posibles móviles y posibles culpables, hasta que llegamos (casi en el borde del precipicio) al sorprendente y doloroso final de la obra.

Si esta Navidad nieva, la ambientación para su lectura será impecable.

jueves, 22 de diciembre de 2022

El almacén de las palabras terribles

 


Todos pronunciamos alguna vez palabras atroces, palabras que hieren o que destruyen, palabras que querríamos habernos ahorrado, pero que una vez lanzadas ya no admiten enmienda y difícilmente pueden ser olvidadas. ¿Existirá algún modo de enmendar el yerro de nuestra impertinencia, de nuestra crueldad, de nuestros exabruptos? Elia Barceló nos invita a la reflexión en El almacén de las palabras terribles, una novela juvenil de construcción deliciosa, en la que desde el principio vamos a conocer a dos chicos muy jóvenes, que han incurrido en la torpeza de agredir a personas importantes para ellos: Natalia le ha espetado a su madre que la odia, y que no quiere seguir viviendo con ella; Pablo, después de un desengaño, ha expulsado de su vida a su mejor amigo, Jaime. Ambos (Natalia y Pablo) acaban confluyendo en un misterioso lugar, al que los ha conducido un anciano de cabellos blancos y ojos de color avellana: una vasta nave en la que descubren, escondidas en frascos, burbujas y otros recipientes, aquellas palabras que, luminosas o turbias, han ido pronunciando durante el transcurso de sus vidas. Como es lógico, los lectores quedamos bastante confusos (aunque embriagados) con el desarrollo de estos acontecimientos. ¿Se trata de un sueño, de una impostura, de una fantasía… o de una realidad? ¿Hasta qué punto llega la tensión simbólica del relato o su condición de verdad “paralela”?

Si desvelase ese punto estaría haciéndole un flaco favor a este libro, que aumenta de belleza, de emoción y de intensidad conforme van sucediéndose las páginas; así que me abstendré de cometer esa inmerecida vileza.

Quédense, eso sí, con un detalle crucial: Elia Barceló es una escritora como la copa de un pino, que sabe componer música con las palabras y tocar con ellas el corazón de quienes se aproximan a ellas. Me entusiasmó en Cordeluna y ha vuelto a hacerlo (en un registro narrativo muy distinto) en El almacén de las palabras terribles. No será mi última aproximación a sus trabajos.

miércoles, 21 de diciembre de 2022

La escapada

 


Nos puede ocurrir a cualquiera: encontrarte en la calle, paseando, detenido ante un escaparate, valorando las ofertas en un pasillo del supermercado o en la cola del cine; y, de pronto, una persona del ayer te saluda. Sus rasgos han cambiado. Al principio, no sabes quién es. Tienes que realizar un esfuerzo para rememorar su nombre o la relación que con ella te vincula. Pero cuando la niebla comienza a disiparse te vienen a la memoria el dónde, el cuándo, el cómo. Y el apretón de manos o el abrazo funden el hielo, antes de que broten las preguntas. Qué ha sido de ti, cómo estás, tienes familia, en qué trabajas, vives cerca, te acuerdas de. ¿Tomamos algo?

Gonzalo Hidalgo Bayal nos cuenta en La escapada una situación de este tipo, en la que él actúa como receptor de la sorpresa y su antiguo compañero universitario Foneto (así lo llamaban, por su afición al estudio lingüístico de los sonidos) se erige en figura recuperada. Con una prosa magnífica y de desarrollo lento (absténgase los lectores apresurados o amigos de peripecias), el novelista extremeño va engrosando y ramificando la historia con meticulosos detalles del ayer, que iluminan lo que estaba oscuro o varían el color de lo que se recordaba. Casi nunca sabemos cómo eran quienes nos rodeaban, o por qué actuaban del modo en que lo hicieron: nos falta la reflexión y, sobre todo, la perspectiva del tiempo. El personaje taciturno, o simpático, o silencioso, o festivo, o huraño, tal vez escondía una personalidad cuyos perfiles no fuimos capaces de entender; o lo impulsaban motivaciones secretas que ahora, cuando advertimos la razón profunda, nos sorprenden o nos estremecen. Foneto, después de haber cursado con brillantez los estudios de Filología Románica, terminó regentando (es el verbo irónico que él mismo usa) un quiosco de prensa, hasta que ha llegado a la jubilación. Y no ha compartido su vida con ninguna mujer. Las causas las iremos descubriendo conforme avancemos por esta lectura llena de guiños literarios, melancolías y meditaciones sobre el influjo que el tiempo, esa gotera, ejerce sobre nosotros.

Gonzalo Hidalgo Bayal, maestro de la prosa, nos invita a adentrarnos en un libro bellamente triste, bellamente lánguido, sobre los misterios del corazón humano y sobre el atardecer de las vidas.

lunes, 19 de diciembre de 2022

Una ciudad del norte

 


Bajo el cielo de tungsteno del País Vasco, allí donde los helicópteros se pasean bajo las nubes y la lluvia siempre amenaza con caer, aunque no siempre lo haga, Jorge atraviesa las estaciones de una vida peculiar o quizá indistinta: asiste al colegio de los jesuitas; confraterniza con todo tipo de compañeros (desde los más cercanos hasta el impenetrable Juan Mari Basterra, misterioso y aislado); sufre la muerte temprana de su padre; encuentra un trabajo como asesor de un antiguo condiscípulo, ahora metido en tareas políticas; experimenta atracción (a veces explícita, a veces callada) por varias mujeres; sufre varios reveses y alguna gloria; conoce la decepción, la mezquindad, el amor, la melancolía y el tedio; y, al llegar a la madurez, descubre que muchos de los colores que anheló escondían el gris por debajo de su fino esmalte superficial. Aprende que “el peor patán, consciente de sus facultades, resulta más cautivador que una persona sensible aprisionada en una zozobra interior”; aprende que “amar, en términos estratégicos, significa ponerse en desventaja”; aprende que los padres son “tipos desamparados impelidos a amparar”; y aprende, en fin, que su ciudad del norte (como quizá todas las ciudades) es “una prodigiosa cochambre repleta de seres humanos y de cosas”. Durante años, ha trabajado dentro de un despacho político, fabricando consignas, pisando moquetas y pasillos encerados, y formando parte de ese mundo artificial y parasitario que Pedro Ugarte retrata en un párrafo memorable: “Extraña casta donde se amontonan los asesores y los intermediarios y los mediadores, y los consultores y los consejeros, y los titulares de tantas presidencias y delegaciones y secretarías y gerencias que se demoran en labores de representación, en continuas y sedantes reuniones, en proyectos evanescentes, en actuaciones que se posponen indefinidamente a la espera de un subsiguiente estudio o de un inminente informe o simplemente a la espera de que lleguen las próximas vacaciones para olvidarlo todo y empezar después con otra cosa” (p.303).

En esta historia de Jorge, además de muchos detalles excelentemente narrados (como el devenir grisáceo de la mayor parte de las vidas que nos rodean), nos encontramos con un análisis portentoso de la infelicidad perpetua que aqueja a quien no acierta a descubrir su lugar en el mundo; o que, descubriéndolo, no lo sabe apreciar y lo malbarata.

Irónico, lúcido y analítico son tres adjetivos esdrújulos que definen a la perfección a este maravilloso escritor bilbaíno, por el que siento una admiración creciente. Sus cuentos me embriagan y sus novelas me asombran, porque descubro siempre en sus páginas la magia (quizá laboriosa, pero aparentemente sencilla) con la que encuentra la expresión exacta y bella de las cosas, el ritmo inmejorable, el rigor léxico, la construcción inmaculada.

Me pongo en pie ante pocos autores. Pedro Ugarte es uno de ellos.

domingo, 18 de diciembre de 2022

Las puertas templarias

 


Hay una parte adolescente en mi espíritu de lector que todavía no ha muerto (y que espero que no lo haga nunca): la fascinación por los misterios. O por aquellos acontecimientos que, presentados de forma sagaz (o marrullera: no lo discutiré), se aureolan con el nimbo del misterio. Me refiero a las interpretaciones esotéricas sobre el mundo de las pirámides, a la búsqueda del Santo Grial, a las escrituras antiguas que aún no han sido descifradas, a los ooparts, a las vírgenes negras, al Arca de la Alianza o a la misteriosa geometría de las catedrales cristianas. ¿Creo que tras estos relatos se esconde una Verdad escondida o perdida? Ni lo sé ni me preocupa. Soy poco dado a perderme en trascendencias y muy poco proclive a veleidades místicas. Pero me gusta mucho aproximarme a esas narraciones y a esas imágenes, porque no tengo problema en reconocer que disfruto como un crío con ellas: me distraen, me sorprenden, me embelesan, me (vuelvo a utilizar la palabra del comienzo) fascinan.

En esta novela (o “construcción legendaria”, como el mismo autor la bautiza con tino), que lleva por título Las puertas templarias, he disfrutado con bastantes de los ingredientes apuntados arriba: combates de ángeles contra demonios, fuentes de energía que permanecen ocultas, organizaciones de poder casi ilimitado (que permanecen en la sombra), custodios de secretos milenarios… Javier Sierra, que conoce perfectamente ese mundo de anomalías y que sabe vertebrarlas entre sí para provocar la curiosidad de los lectores, ha logrado mantener mi interés desde el principio hasta el final. ¿Que se trata de un puzle de piezas ensambladas con alfileres? Es posible. ¿Que la mezcla de culturas y tiempos podría ser desmontada por los especialistas o interpretada de una manera menos fantástica por algunos científicos? No me cabe la menor duda. Pero, insisto, yo me he entretenido con los saltos temporales, con las aventuras de sus protagonistas y he aceptado que, aunque lo verosímil no tiene por qué coincidir con la realidad, el autor ha sido convincente a la hora de organizar su espectáculo narrativo.

Dicho lo cual, mi aplauso.

viernes, 16 de diciembre de 2022

Ordenadores con bandera pirata

 


Desde que descubrí la novelística juvenil de César Fernández García me propuse leer alguna de sus historias a mis hijos pequeños, por las noches. Y acabo de cumplir ese propósito gracias a Ordenadores con bandera pirata, una obra que se concibió para lectores de escasa edad y que contiene todos los ingredientes necesarios para tenerlos entretenidos e intrigados: protagonistas de su edad, un ambiente cercano (las dependencias de un colegio), personajes habituales (un vendedor, un conserje, un jardinero) y, sobre todo, un enigma que conecta con el mundo de la informática, que están comenzando a conocer. Los protagonistas son un niño, su amiga Nerea y el perro de esta última, que se ven enredados en una intriga relacionada con el pirata Barbarroja, que se aparece de forma autónoma en la pantalla de un ordenador y comienza a hablar con ellos, dictándoles varias indicaciones que deberán cumplir si quieren participar en un juego trepidante y hacerse al final con un tesoro.

Muy eficaz a la hora de construir la trama, César Fernández va envolviendo a sus personajes en un enredo cada vez más complicado, en el cual la figura de una serpiente, un anillo colgado en la pared o unos collares que aparecen sobre un árbol irán capturando la atención y la perplejidad de los lectores más jóvenes.

Ya me han pedido que busque otro libro del autor: es buena señal.


jueves, 15 de diciembre de 2022

En castellano

 


Abordo hoy una reseña melancólica, porque he releído, casi cuarenta años después de mi primera aproximación, En castellano, un libro de Blas de Otero que me encandiló y me golpeó en mi juventud. Y me ha sonado viejo, deslucido y precario. Conserva, claro que sí, detalles hermosos, como esa sencilla poética que se codifica en dos palabras (“Escribo / hablando”); como esos epitafios terribles que resumen la reciente historia de su país (“Aquí yace / media España. / Murió de la otra media”); como algunos retratos urbanos (por ejemplo, el poema ‘Muy lejos’); como su indignación civil (“Voy a protestar, estoy protestando desde hace mucho tiempo; / me duele tanto el dolor que a veces / pego saltos en mitad de la calle”); o como algunas estrofas que resuenan poderosas (“Aquí tenéis mi voz / Alzada contra el cielo de los dioses absu

rdos, / mi voz apedreando las puertas de la muerte / con cantos que son duras verdades como puños”). Pero el aroma general, que yo recordaba potente, dominador, imperial, ahora se me antoja inequívocamente envejecido, quizá porque se trataba de unos versos que se anclaban demasiado en su contexto histórico y que, recreándose en los juegos de palabras (esa nieve que cae “poco a copo”) y en poemas sin puntuación, no logra, sin embargo, alzarse en mi opinión hasta el trono de lo imperecedero. Es una poesía (ay) oxidada. Una poesía en la que intuimos (o recordamos) belleza antigua, como la que podemos descubrir entre los pliegues faciales de una anciana; pero que ya no ejerce sobre nosotros su influjo lírico. Es arqueología. Necesaria en su momento, urgente en su momento, vibrante en su momento; pero ya fosilizada y roma.

Cierro el libro con un profundo respeto, con una profunda melancolía y con una profunda pena.

miércoles, 14 de diciembre de 2022

Historia del hombre que hablaba por los codos

 


Le tomo prestado a mi mujer, de su mesilla, un libro de Alonso Palacios Rozalén que se titula Historia del hombre que hablaba por los codos (y otros cuentos imposibles), bellamente ilustrado por Miguel Calatayud y editado por el sello Pearson Educación (2011). Y me siento muy feliz de haberlo hecho, porque he disfrutado como un chiquillo con sus relatos.

La idea vertebradora del volumen consiste en utilizar frases hechas, expresiones coloquiales y fórmulas retóricas archiconocidas (subirse por las paredes, tener el corazón en un puño, vivir en el quinto pino, dormir como un tronco, perder la cabeza, tener muchos humos) para construir pequeñas historias o viñetas, en las cuales se aprovechen, con humor y lirismo, las posibilidades argumentales de tales enunciados. El resultado es una colección de apólogos llenos de chispa, surrealismo, ingenio, guiños literarios y estupendas imágenes, que en cuestión de unos días comenzaré a leer a mis hijos pequeños por las noches.

¿Para qué segmento de público está destinado el volumen? En la contraportada se indica que “a partir de 10 años”, pero les puedo asegurar que yo, que ya superé con holgura los 50, he sonreído, he disfrutado y he deseado que el tomo no llegase tan pronto a su conclusión. Porque (hay que decirlo con rotundidad) su manejo de la lengua es brillante. Y no me refiero a brillante “para estar destinado a niños”, sino brillante de forma absoluta, brillante para cualquier edad. Alonso Palacios es un escritor muy notable, que cautiva con la música de su prosa, tanto a niños como a mayores. Capítulos como la historia del hombre que se casó con lo puesto o la de la mujer que dormía a pierna suelta (por mencionar solamente dos casos, entre muchos posibles) habrían recibido el aplauso fervoroso y sonriente de Julio Cortázar. Y reciben, desde luego, el mío.

martes, 13 de diciembre de 2022

Poemas de la tierra y de la sangre

 


Dejo que mis ojos paseen por estos bellísimos Poemas de la tierra y de la sangre, que Antonio Colinas nos entregó en 1967, y siento de forma casi orgánica su luz y su belleza. Están aquí contenidos los paisajes de la infancia, que ahora son contemplados de nuevo y que despliegan todo su poder de piedra y memoria frente al poeta, quien les rinde un homenaje (“Noble León, frontera de la nieve más pura, / junco aterido, espiga sustentada en la brisa, / ahora que viene densa la noche por tus calles / hazme un hueco de amor entre tus muros negros”). Se detiene, por ejemplo, ante San Isidoro, la basílica románica, y medita largamente sobre el paso del tiempo y sobre la longitud del amor (“Que siempre dure el tiempo bajo estos muros fríos. / Que el pasado resuene en estas tumbas toscas. / Que siempre esté la muerte presente en nuestros labios, / posada en nuestros labios, sonando en nuestros besos”). Se detiene, por ejemplo, en la pequeña localidad de Sahagún de Campos, y nos habla conmovido de “los muros de aquel templo donde al atardecer / el sol incrusta gemas, funde vidrieras, fulge”. O se detiene, por ejemplo, en un viejo recuerdo infantil, teñido de luna y conmoción, que ahora recupera con versos memorables (“Recuerdo que una vez, siendo niño, esperé / la luna en estos valles de León. Era un pozo / de sueños cada instante. Y hoy vuelvo a este lugar”).

El poeta, con voz de adulto, pone palabras a todo aquello que, durante la infancia, constituyó embriaguez, deslumbramiento y huella emocional. Y nosotros, mudos de asombro, escuchamos esa doble mirada en un silencioso respetuoso y lleno de admiración: “Deja, León, que ponga muy dentro de tu entraña / de piedra oscura un beso. (¡Cómo quema tu piel, / cómo da fuego el aire de la acacia desnuda!) / En la última llaga de tu ser, en la escarcha / de cada teja quiero dejar mi corazón”.

Memorable.

lunes, 12 de diciembre de 2022

El regreso de Casanova

 


Giacomo Casanova, seductor impetuoso e infalible que puso en jaque a las mujeres de toda Europa. Giacomo Casanova, aventurero intrépido que logró fugarse de las emboscadas más inverosímiles e incluso de su prisión veneciana. Giacomo Casanova, farsante, vividor, jugador, diplomático, escritor y músico (aparte de otras ocupaciones, casi siempre ocasionales o espurias), fue uno de los personajes más famosos de su tiempo. Pero cuando el austríaco Arthur Schnitzler se aproxima a su figura es ya un hombre otoñal, que languidece hacia la senectud sin remedio, aunque su orgullo lo impele a resistirse. De ahí que esta novela (esta deliciosa novela) quede perfumada de una cierta melancolía, de un cierto aire de derrota, de un aroma inequívoco a erosión. Hospedado por su antiguo amigo Olivo, al que ayudó económicamente con ciento cincuenta ducados de oro cuando decidió casarse (Casanova había probado antes las mieles sexuales de la novia), descubre en su casa a la joven Marcolina, tan bella como inaccesible (la chica no piensa más que en el estudio de las matemáticas); y se ilusiona (se obceca, sería más exacto decir) con la idea de convertirla en su última amante. Al mismo tiempo, una carta que le llega desde su ciudad natal, le informa de la condición que deberá cumplir si quiere regresar a ella, para pasar allí sus últimos años: convertirse en espía a las órdenes del Gran Consejo. Si desea alcanzar el éxito en ambos propósitos (la seducción de la angelical Marcolina y el retorno impune a su patria), Casanova no tendrá más remedio que plegarse a dos inicuas bajezas, cuyos detalles estremecen al lector.

Siempre admirable, Arthur Schnitzler nos invita a navegar por los territorios de la claudicación, del bochorno y de la ruindad, que el decrépito libertino asumirá con sencillez, pero que terminarán acongojándolo cuando se tumbe en su cama, ya instalado en Venecia, y el silencio de la noche no le permita seguir mintiéndose.

Otra maravilla narrativa del vienés Schnitzler, que no se convertirá en mi última aproximación a sus libros.

domingo, 11 de diciembre de 2022

La literatura de Pedro Cobos


En la portada de este volumen (cuya lectura abordé hace años y cuyas anotaciones acabo de recuperar ahora de un cajón) se sitúa como motivo central un simpático dibujo de Antonio Mingote, donde se reproduce a un moro que, ataviado con fez, chilaba de colores y babuchas, huye con una voluptuosa y sonriente mujer desnuda en los brazos; y, al inicio de la obra, Santiago declaraba con emoción que la había comenzado a redactar inmediatamente después de la muerte del autor, en el verano de 1989.

Como punto de partida, después de una lectura exhaustiva e inteligente de las obras del jumillano, Santiago advirtió en ellas tres particularidades que las unifican y cruzan: el Perdularismo (concepto que trasciende, mejora y dignifica el sentido tradicional de la palabra “perdulario” —cargado de matices peyorativos en todos los diccionarios, incluido el oficial de la Real Academia de la Lengua—, pues supone una visión socarrona, espontánea y arraigada “en los hombres y mujeres de nombre y apellidos concretos”, p.14), la Contrahistoria (Santiago establece, como es lógico, las conexiones con el concepto unamuniano de “intrahistoria”, pero considera que Cobos va mucho más allá, pues considera que “el autor murciano rebusca esa cotidianidad en los más humildes y demuestra cómo la Historia, sus ideas, sus consignas, su poder, influye y reprime […] a toda esa capa de marginados que forma el lumpen de la sociedad”, p.16) y el Humor (que podrá parecer un elemento curioso, dada la seriedad de los conceptos anteriores, pero que puede interpretarse como el subproducto resultante del choque y mixtura de ambos).

A continuación, expuestas con exactitud y con rigor dichas observaciones teóricas, Santiago Delgado analiza los cuatro libros más importantes de Pedro Cobos en función de las citadas categorías: ¡Ay de mi Alhama! (donde “se trata de pormenorizar cómo el Perdularismo musulmán fue avasallado por la Historia cristiana, consistiendo en ello la lección de Contrahistoria”, p.21. Mediante la maurofilia evidente de sus páginas y la cristianofobia que en todo momento las traspasa, Cobos nos ofrece “el negativo de la Historia” (p.46) que oficialmente se nos ha querido vender. Así, es notorio que en este volumen se termina “creando un clima de acusación y denuncia que acaba, definitivamente, por hacer del libro un alegato contra la injusticia, diferenciándolo bien claramente del libro de humor con que cualquier lector acaso despreocupado pudiera confundirlo”, p.48), La cruzada de los niños (donde se incide en la idea de que “el fanatismo impele a la estupidez para dirigir la Historia: las consecuencias las sufren siempre los más débiles”, p.58. Esa es la dura lección de Contrahistoria que la obra del jumillano nos ofrece, y cuyo esqueleto conceptual tan bien resume Santiago en un cuadro que figura en la página 74 del libro), Milán 3.1.3. (en la cual “la voluntad paródica del autor es evidente”, p.81, y donde se nos entrega una lección de Contrahistoria absolutamente genial, desmitificando la célebre visión de la cruz y la leyenda que al parecer la aureolaba (“In hoc signo vinces”) explicando que solamente fue un ingenioso truco perpetrado mediante pirotecnia china. Y así, mediante el humor, Cobos “ridiculiza la iconofilia”, p.99; y se puede llegar a la diáfana conclusión de que “La Historia es una disciplina de la cultura; la Contrahistoria es un asunto de conciencia”, p.101) y La vida perdularia (novela cuyo protagonista, en opinión de Santiago Delgado, es “el pueblo perdedor de la Historia” (p.112). E incluso va más lejos, afirmando con rotundidad que la obra trata de “cumplir el objetivo aparente: hacer la Contrahistoria de toda la Región de Murcia” (p.113); y añade a continuación: “Decimos aparente, porque el verdadero objetivo es […] determinar quiénes han sido verdugos, en la Historia, y quiénes perdedores, víctimas” (p.113). Es exacta la apreciación del crítico. De ahí que pueda afirmar a renglón seguido, sin vacilaciones, que “no es el de La vida perdularia un didactismo chusco histórico-geográfico con fines humorísticos o cómicos, no. Es un didactismo histórico-social, religioso y sobre todo humano, muy humano” (p.113). Y de ahí se deduce que la tesis central de este libro (al que Santiago señala como el “testamento ideológico” del autor en las páginas 126 y 141) es “la denuncia de la crueldad histórica que la intransigencia causada por el error teológico de partida ha originado en las capas menos poderosas de la sociedad”, p.123).

Como cierre del análisis, Santiago Delgado analiza poemas, canciones y otras producciones menores del jumillano, y menciona “una novela inédita, terminada aunque rehecha en su primer capítulo, titulada ¡Cieza libre!, ambientada en pleno triunfo del franquismo, donde se combinan el humor, la reivindicación política y, como siempre, la presencia de ese personaje colectivo llamado pueblo español” (pp.154-155). Años más tarde, vería la publicación, con prólogo y anotaciones valiosísimas del propio Santiago.

sábado, 10 de diciembre de 2022

Vida salvaje

 


El silencio es un magnífico territorio sobre el que construir el vademécum del recuerdo. La edad también lo es. Y con ambos ingredientes unidos descubro el poemario Vida salvaje, que ahora publica Hiperión y por el que Juan Ramón Santos recibió hace pocos meses el premio Valencia, de la institución Alfonso el Magnánimo. En sus páginas, llenas de una música endecasílaba de brillante trazado, el narrador y poeta plasentino nos presenta instantáneas y reflexiones sobre el mundo de la infancia (el olor matinal del pan recién hecho; las obras continuas que se ejecutaban en su casa; los árboles que lo circundaban; las crueldades pueriles que se ejecutaban sobre saltamontes, ranas o gatos; o las lecturas primigenias, llenas de furor, deslumbramiento y arrebato (los tres sustantivos son suyos). A continuación, el poeta establece una pausa estacional, donde los haikus, hermosísimos, se convierten en los protagonistas. Y, tras ese remanso, llega la parte final (“Aprendizaje”), donde el gran tema, que palpita en todas las composiciones y que nos estremece y conmociona verso tras verso, es la muerte. El gran misterio de la muerte. El cruel hachazo de la muerte. El fogonazo de luz negra que clausura las sonrisas, y que nos espera a todos con inagotable paciencia. A ese delta llegaremos de forma unánime, y por eso constituye uno de los grandes temas de la literatura (junto al amor o el paso del tiempo, si no son ambos, en realidad, pliegues, negaciones o matices de la Vieja Dama).

Alejado de declamaciones patéticas y de histrionismos efectistas, pero con un ritmo y un léxico altamente eficaces, Juan Ramón Santos esmalta un tomo de conmovedora belleza triste, que aconsejo leer de noche, en voz alta, rodeado por el más absoluto de los silencios, para apreciar con más nitidez su carga emocional y su brillantez estilística.

viernes, 9 de diciembre de 2022

Noche de ronda

 


Cuando se es una persona libre de ataduras y con unas inequívocas ganas de disfrutar de la vida (alcohol, risas, música, sexo), asistir a un cursillo veraniego en la localidad malagueña de Ronda se puede convertir en la excusa perfecta para vivir unas jornadas de disfrute e incluso de desmadre. En la novela Noche de ronda, de Antonio Linde (Sial Pigmalión, 2022), el protagonista de ese desmadre se llama Alejandro Soler, un doctor en Filosofía de cuarenta años que, tras unos años de destino en la Consejería de Educación, ha decidido volver al campo de batalla del instituto. Pero, antes, decide participar en el curso “Medios de comunicación y su influencia en la sociedad y la economía del nuevo milenio”, que se celebra en julio de 2000. Allí asistirá a soporíferas ponencias perpetradas por especialistas en la materia; participará en largas sesiones etílicas por las noches; contemplará gamberradas impropias de adultos (intentan arrojar a un compañero por un precipicio) y compartirá con Mónica una sesión de sexo de alto voltaje. Al despedirse, ni siquiera se sentirá obligado a facilitar a los compañeros su auténtico número telefónico. Lo que sucede en Ronda, se queda en Ronda.

Pero la fotografía y la ambición son tozudas, y he aquí que, veinte años después, dos de los asistentes a aquel curso recibirán cartas de chantaje donde se les comunica que unas imágenes harto bochornosas que obran en poder del autor de las cartas pueden convertirse en el final de sus carreras profesionales… salvo que paguen un precio por ellas.

Con dos partes muy claramente diferenciadas (en el argumento y también en el tono narrativo), el jienense Antonio Linde nos entrega una novela bienhumorada y fresca, donde los acontecimientos (como diría Baroja) marchan al galope; y que, en sus páginas finales, dibuja un rizo elegante e irónico.

Pasarán una tarde muy divertida con ella.

jueves, 8 de diciembre de 2022

El lector de Julio Verne

 


Con la misma admiración y el mismo estremecimiento con los que leí Inés y la alegría (el primer volumen del ambicioso proyecto “Episodios de una guerra interminable”, concebido a la manera galdosiana por la madrileña Almudena Grandes) termino El lector de Julio Verne, la segunda entrega de la serie. Y sé que no tardaré en acudir a los demás tomos, porque he disfrutado (qué paradoja decirlo) con la asfixia, la mezquindad y la riqueza de caracteres que la autora nos regala en estas páginas, alejada de maniqueísmos y otros errores panfletarios.

Desde el principio, conocemos a Nino (Antonino Pérez Ríos), un chaval de nueve años (y no demasiada talla) que vive en la casa cuartel de la guardia civil en Fuensanta de Martos (Jaén), pues su padre trabaja para la Benemérita. Pronto, su mundo girará alrededor de tres elementos: la amistad con el enigmático Pepe el Portugués, que llegó hace poco al pueblo y se ha instalado en las afueras; los rumores relacionados con Cencerro, un combatiente republicano que se esconde en el monte y mantiene en jaque a las fuerzas vivas de la localidad; y la lectura de los libros de Julio Verne, que descubre de la mano de Pepe y que le abrirán el inabarcable mundo de la imaginación, donde el nombre de Benito Pérez Galdós aparecerá pronto. Estamos (casi olvidaba decirlo) en el año 1947.

Con un dominio abrumador de la música narrativa, Almudena Grandes nos va presentando a todas aquellas personas que, directa o indirectamente, marcarán el espíritu de Nino: la vieja maestra represaliada que lo aceptará como alumno; el guardia civil que, en realidad, es un comunista infiltrado en el Cuerpo; la chica con una cadera estropeada; las andanzas de Comerrelojes o de Fingenegocios… Y, sobre todo, nos traza el dibujo espeso, gelatinoso, de una época de delaciones, silencios acobardados, indignidades, palizas impunes por parte de la “autoridad” y amenazas continuas. Pero Almudena Grandes, novelista sublime, sabe que para trazar retratos humanos hay que prestar siempre atención a los matices, a las ambigüedades, a los secretos del corazón; y que el personaje blanco puede, en lo más íntimo, ser o sentirse negro; y que el atolondrado camufla a un ingeniero; y que el ingenuo puede esconder a un ajedrecista implacable… Pepe el Portugués vive en el monte y apenas sabe leer; el padre de Nino, en su trabajo como guardia civil, ejecutó por la espalda a Fernando el Pesetilla. ¿Son, en realidad, así? ¿O tal vez actúan bajo disfraces astutos o resignados, con los que sobrevivir durante un tiempo de ignominia? Descúbralo el lector de la mano de una de las mejores novelistas que ha visto nacer la literatura española en el siglo XX.

martes, 6 de diciembre de 2022

Junto al lago

 


Decía Miguel de Unamuno (creo recordar que era él) que la poesía es demasiado importante como para transformarse en música. Imagino que, en realidad, quiso referirse a música machacona, a música de charanga o martilleo. Porque en caso contrario erró. La poesía auténtica es, en sí misma, música. No es que se sostenga sobre los ritmos de la música o que la requiera para mejor ser degustada, sino que es música. La demostración más evidente la acabo de encontrar en las breves (pero intensas y bellas e inolvidables) páginas del libro Junto al lago, con el que Antonio Colinas inauguró su producción poética en el año 1967.

La forma en que dibuja endecasílabos es (elegiré un superlativo aleixandrino, que le conviene y lo define) perfectísima. Y con ellos nos resume y exalta un amor que ya no está, pero que sigue reinando en el centro de su corazón (“Estos poemas nacen de tu ausencia”), porque las emociones que conquistan nuestro espíritu no es factible olvidarlas, y suspiramos de continuo por recuperarlas (“Amor, si ahora / vinieses a mi lado, cuánto gozo / libaría la noche temblorosa / en mi pecho encendido, cuánta música / destilarían estas cumbres hoscas”). Desde el día en que se produjo el descubrimiento de la amada, todo cambió para el poeta: la luz, la temperatura de su alma, el brillo de sus pupilas (“Un día te encontré y te pertenezco. / Estoy en deuda con tus ojos vivos. / Deja que, una vez más, yo sienta el peso / tan dulce de tus manos en mi carne / ebria, rendida, esperando el beso”). Y se muestra convencido de que ella experimenta las mismas sensaciones que a él lo embargan (“Bien sé que aunque estás lejos no me olvidas”) y que ambos comparten “el llanto cotidiano del recuerdo”. Ninguna fuerza humana ni divina lo apartará de la ilusión y de la ebriedad, que se resume bellamente en el poema IX: “Vivir, digo creyendo en la esperanza. / Vivir, amor, soñarte desde el fondo, / subir hasta tus labios, despertarme / soñando con ser sueño de tus ojos”.

Cuando un poeta pronuncia un primer libro tan magnífico hay que sumergirse en sus demás obras. Lo haré.

lunes, 5 de diciembre de 2022

Las voces bajas

 


A veces, uno se queda en silencio. Pensativo. Quizá melancólico. Nada lo distrae. El exterior se vuelve cómplice. Y, en esos instantes, da en rememorar episodios de su ayer, de su infancia, de su pubertad, de su juventud. Imaginemos que, tras unos minutos de recuerdo, de ojos abiertos hacia atrás, la persona se coloca ante un teclado y comienza a convertir esas imágenes borrosas (pero indelebles), esas imágenes en blanco y negro (pero alborotadas con todos los colores del mundo), en un escrito. No es una novela. No son tampoco unas memorias. No es un libro de Historia. Es un mosaico, una vidriera, un delicado álbum de sellos: el museo de uno mismo. Ahora imaginemos que ese “uno mismo” se llama Manuel Rivas, y que su prosa de oleajes, acantilados y amaneceres nos va hablando de su padre (que siendo albañil padecía de vértigo), de su madre (lechera y lectora voraz), de su padrino (vendedor de especias y viajante a lo Arthur Miller), del parvulario al que asistió (y de la maleta donde lo hacían sentarse), de su abuelo (que se salvó de ser fusilado tras el golpe del 36 por la intervención de un cura que lo conocía), del perro Cotobelo (entrañable miembro de la familia), del saxofón que amenizó tantas tardes, de vivir en una colina donde daba la vuelta el aire, de la explosión de gozo que suponía la llegada festiva de los saltimbanquis, del campo de fútbol que había cerca de su casa (“Era un campo tan modesto, tan pedregoso, que ni siquiera había un árbol para amenazar al árbitro con la horca”), de la consigna familiar que le pedía a Manuel que se buscase en el futuro un trabajo donde no se mojara, de su apodo infantil (“Cabezón”), de sus inicios como meritorio en El Ideal Gallego, de sus luchas juveniles contra la cerrilidad del franquismo, de la muerte de su hermana María.

Todo el libro está impregnado de un aroma y una belleza que te impiden dejar sus páginas, porque Rivas es tan prodigiosamente brillante que convierte en fuente de luz incluso los temas más ásperos (la emigración, la pobreza, aquella bofetada en los sótanos de la Dirección General de Seguridad, en la Puerta del Sol). “Lo normal (nos dice en una de sus páginas) no es ser ‘normal’. Lo normal es ser diferente”. Manuel Rivas, desde luego, lo es.

domingo, 4 de diciembre de 2022

La venda

 


El anciano padre está muriendo en su cama, consciente de que sus horas finales se aproximan; y, mientras agoniza, pronuncia en voz alta, una tras otra, sentencias que parecen de Unamuno. Su hija Marta y su yerno José, que se encuentran a su lado, lo confortan con frases de resignación con aroma unamuniano. Su hija María, que era ciega y ha recuperado la vista, se presenta ante él con una venda sobre los ojos, porque quiere seguir viéndolo con los ojos del alma (y se lo explica con largos parlamentos unamunianos). Pero es que, en las primeras dos o tres páginas del drama, don Pedro y don Juan (quienes simplemente pasaban por ahí y se los usa forzadamente) conversan en la calle sobre el sentido de la vida y la fe, mediante una esgrima de paradojas que tienen, todas, un sesgo… unamuniano.

En resumen, una castaña infumable en la que don Miguel, haciendo equilibrios en el alambre entre lo retórico, lo filosófico, lo espiritual y lo ñoño, esclafa una obrita de teatro cuyo gran mérito, ese sí indiscutible y absoluto, es la brevedad.

Lástima de hora desperdiciada.

sábado, 3 de diciembre de 2022

Antífonas

 


Decido volver a caminar por los paisajes que Dionisia García me dio a conocer, hace treinta años, en su volumen Antífonas. En aquel paseo, lo recuerdo bien, descubrí innumerables flores que ahora, sin haber perdido ni un solo pétalo y sin haber visto ajado su color o su aroma, vuelven a ofrecerse ante mis ojos. Permítanme que recoja algunas, mientras camino… Descubro primero a un hombre que se encuentra en un banco, abatido por una fatiga polvorienta, y la autora nos habla de su “bostezo quebrado”. En una fuente cercana, el agua nos muestra su “tacto indócil”, mientras que la tarde, al declinar, es un ejemplo de cómo “hierve la hermosura”. No tardará en acudir la lluvia. O, dicho con las palabras de Dionisia, “el río vertical hizo presencia”. En lo alto, cruzando el cielo con majestad y ojos implacables, los halcones son “espaciales geómetras”, en tanto que el relente se manifiesta con sus “garfios fríos”. Y la noria, humilde y altiva, mueve de continuo “su garganta acuática”.

Poeta siempre, poeta ante todo, Dionisia García destila con el alambique de su mirada la realidad exterior, transmutándola y convirtiéndola en el oro de sus versos, que no alcanzan su plenitud solamente cuando hablan de parterres o de viejas ciudades, de arpas o de cajones antiguos, de las murallas de Jericó o de mariposas, sino que extienden su manto lírico hasta la figura de Charlot, el pan recién hecho, un circo, una soga basta e incluso el mundo de la guerra, donde nos logra estremecer hablando de aquellos caídos que “no sabrán quién perforó su piel inútilmente, / quién quiso que cedieran el cuerpo, cedro joven, / al olvido del tiempo”.

He sido muy feliz reencontrándome, una vez más, con estos poemas antiguos de la gran Dionisia García.

viernes, 2 de diciembre de 2022

Pido la paz y la palabra

 


Sé que tengo (me lo dicen los calendarios y mi DNI; me lo recuerdan mis canas y los primeros achaques) cincuenta y seis años. Pero esta tarde, mientras leía en voz alta, lentamente, todos los poemas de Pido la paz y la palabra, de Blas de Otero, he vuelto a tener dieciséis, he vuelto a experimentar la fascinación luminosa de cuando por primera vez llegaron hasta mis ojos en esta misma edición de Losada. Y he notado también, a pesar de los cuarenta años transcurridos, la misma emoción temblorosa ante el hombre al que siempre le quedaba la palabra, ante el hombre que quiso dejar su testimonio (“Debo decir: He visto”); que muestra su desaliento y su fatiga (“Otros vendrán. Verán lo que no vimos. / Yo ya ni sé, con sombra hasta los codos, / por qué nacemos, para qué vivimos”)… pero también su esperanza (“Ímpetus nuevos nacerán, más altos”); que es consciente de que todos los seres humanos viajamos embarcados en el mismo buque y con el mismo destino (“Me llamarán, nos llamarán a todos. / Tú, y tú, y yo, nos turnaremos / en tornos de cristal, ante la muerte”); y que, en todo caso, no admite la posibilidad de la rendición (“No esperéis que me dé por vencido”).

Ayudándose de los encabalgamientos y de las paradojas (“Dios me libre de ver lo que está claro”), rindiendo homenaje a sus poetas predilectos (“Don Antonio Machado. Silencioso y misterioso, se incorporó al pueblo”) y pregonando a voces el amor por su patria, Blas de Otero nos deja una alta lección cívica, una obra que, pese a su condición aparentemente coyuntural, resiste bien los empujones del tiempo. Porque es poesía. Porque era un poeta. Y porque era, también, un mago, que me ha hecho rejuvenecer cuatro décadas durante una hora.

jueves, 1 de diciembre de 2022

Los reinos de papel

 


Nunca somos plenamente conscientes de en qué detalles o ambientes dejamos una huella de nuestra propia alma. Imagino que cada ser humano, como es lógico, dispondrá de su propio sistema para manifestarse o para abonarse a la eternidad. Por convención, podríamos admitir que los escritores lo hacen internamente en sus libros y externamente en sus bibliotecas: acaso esa afirmación no constituya una idea insensata. De ahí que una obra como Los reinos de papel, del madrileño Jesús Marchamalo (Siruela), que cuenta con el apoyo de la Fundación Miguel Delibes, se erija en mostración ejemplar de cómo algunos creadores han dibujado y compuesto en sus hogares ese espacio de libertad, belleza y cultura al que llamamos “biblioteca”.

De tal forma que, con el respaldo visual de unas preciosas imágenes, caminamos por los salones, buhardillas y gabinetes de gigantes de las letras como Bernardo Atxaga, Manuel Vicent, Antonio Colinas, Manuel Longares, Lorenzo Silva, Luis García Montero o el propio Miguel Delibes. Y nos enteramos de un impagable caudal de anécdotas, que complementan y mejoran nuestro conocimiento de todos ellos: que Julio Llamazares se inició en el mundo de la lectura devorando y cambiando novelitas del Oeste en los quioscos; que la Antagonía de Luis Goytisolo se gestó durante el confinamiento al que fue condenado en una cárcel franquista; que Félix de Azúa tomó prestado un ejemplar de Tristam Shandy en la casa de Juan Benet (quien se irritó, pensando que se lo había robado); que Luis Antonio de Villena ideó un truco para colocar tres franjas de libros en cada balda; que Vicente Molina Foix fue una de las personas que portaron el féretro de Vicente Aleixandre y que ama tanto los libros que “les ha puesto un piso”; o que Rosa Montero dispone de un autógrafo que Picasso le dedicó al padre de la escritora, que era torero.

Describiendo con cámaras y fotografiando con palabras, Jesús Marchamalo nos sigue ofreciendo una imagen cercana y distinta (detallada siempre, hermosa siempre) de muchos escritores a quienes leemos con admiración desde hace años.

martes, 29 de noviembre de 2022

Los apuñaladores

 


Me asaltan sensaciones contradictorias cuando coloco los dedos sobre el teclado para elaborar esta reseña sobre Los apuñaladores, de Leonardo Sciascia, que he leído en la traducción de Juan Manuel Salmerón para Tusquets. Por un lado, cómo no, la prosa del siciliano, que siempre es magnífica y que produce evidente atracción (al menos, sobre mí). En ese apartado, todo resulta seductor, porque Sciascia siempre sabe construir su relato de la manera más adecuada. Pero (ay, los peros) del otro está la narración en sí, que en este caso resulta perfectamente inane. El motivo no es imputable al escritor, sino a la materia misma que nos traslada: los sucesos históricos que tuvieron lugar en octubre de 1862 y en enero de 1863, cuando una macabra serie de apuñalamientos invadieron la ciudad de Palermo y sembraron el pánico entre sus habitantes. ¿Se trataba de una maniobra delictiva o política? ¿Quién estaba detrás de estos luctuosos sucesos? Al principio, las declaraciones de uno de los implicados (Angelo D’Angelo) provocaron que las investigaciones se orientasen en una determinada dirección, y que algunos elevados personajes de la época, como monseñor Calcara o el príncipe de Sant’Elia, quedasen salpicados por los rumores. Ahora bien, ¿estaban de verdad relacionados con aquella sangrienta trama?

Sciascia se adentra en ese mundo de delaciones, intrigas políticas e intentos de desestabilización del gobierno; y, manejando hipótesis más o menos arriesgadas, perfila las fronteras de una explicación.

El problema se complica cuando nos preguntamos hasta qué punto esta historia puede interesar hoy en día a un lector de España. Mi respuesta incorpora un suspiro y un encogimiento de hombros. Admito que la contraportada nos hable de Los apuñaladores diciendo que construye “un amargo retrato del poder y de los laberintos de corrupción que lo envuelven, y configura un tortuoso relato sobre la derrota de la justicia y la vulnerabilidad de la sociedad ante un Estado degradado”. Vale. Es posible que sea así. Pero yo, lector y admirador de Sciascia, reconozco haber leído la segunda mitad del libro (la conjetural) entre bostezos. Esperaba un giro novelesco que la obra, ay, al final no aborda. Decepción.

lunes, 28 de noviembre de 2022

Tardía fama

 


La sala donde se va a desarrollar el recital de la asociación literaria Entusiasmo se encuentra llena. Pueden oírse carraspeos, ruidos de sillas y alguna tos. El humo del tabaco se extiende por el local. Los jóvenes que conforman el grupo (en los que quizá priman más la vanidad y el egocentrismo que la perfección de su arte) se preparan para su gran noche de presentación, con la que esperan conseguir un éxito resonante, que sin duda se verá reflejado en la prensa vienesa del siguiente día. Pero no dejemos que sus poses melodramáticas y ambiciosas nos despisten y fijemos la mirada en el anciano Eduard Saxberger, que se encuentra entre ellos. Lleva casi cuarenta años trabajando como gris oficinista, y frecuenta una cafetería donde sus amigos juegan al billar, beben cerveza y lo tratan con campechanía. Pero esos amigos ignoran que, en su lejana juventud, Saxberger publicó un libro de versos titulado Andanzas, que pasó dolorosamente inadvertido para los lectores. Decepcionado, abandonó los caminos de la literatura. Ahora, los jóvenes del grupo Entusiasmo lo acaban de redescubrir y han optado por convertirlo en su maestro, en su guía, en su líder y abanderado. Así que el viejo Saxberger está viviendo los instantes previos a la que puede ser su primera (aunque tardía) noche de gloria. Pero, tras la recitación de sus versos (y justo cuando se encuentra ante el público para saludar y agradecer sus aplausos), escucha dos palabras que se clavan en su corazón y lo dejan paralizado. Dos simples y demoledoras palabras.

El austríaco Arthur Schnitzler nos entrega en Tardía fama (que leo gracias a la traducción de Adan Kovacsics en el sello Acantilado) una colección de retratos psicológicos de gran plasticidad y solidez (cada miembro del grupo Entusiasmo es dibujado con rasgos acertadísimos); y, sobre todo, una triste y melancólica reflexión sobre los trenes a los que resulta insensato querer subirse cuando el huracán de los calendarios ya ha desmantelado la esperanza.

sábado, 26 de noviembre de 2022

Dulcinea y el Caballero Dormido

 


Una mujer manchega, llegada a los arrabales de la senectud, recuerda cómo el azar la convirtió años atrás en un nombre imborrable de nuestra cultura gracias a que un conocidísimo hidalgo, Alonso Quijano, la transformase en dama de sus pensamientos (“Pienso en lo afortunada que fui, pues entre todas las mujeres del mundo me eligió a mí”). En su juventud, recuerda ahora, fue amiga de Antonia, la sobrina del hidalgo; y por ella conoció los desvaríos del enjuto anciano. Y por ella visitó la casa, donde el más célebre de los caballeros del mundo la vio por primera vez y quedó encandilado con sus rasgos.

Ahora, recuerda de vez en cuando ante unos niños del pueblo las escenas más curiosas de aquella novela “extraña, cruel y llena de pesadumbre”, que la hizo famosa. Y nos explica a los lectores que, de un modo que nosotros ignoramos, alcanzó a ver en una segunda ocasión a don Quijote, aunque el escritor arábigo que puso en letras de molde las aventuras del caballero prefirió omitir por razones desconocidas el episodio. ¿Cuándo se produjo aquel segundo e invisible encuentro entre ambos? ¿Cuáles fueron las circunstancias en que aconteció? La anciana Aldonza Lorenzo, la sin par Dulcinea del Toboso, nos lo explica con detalle en las páginas finales de este libro. Pero yo, como es natural, no cometeré la indiscreción de revelarlo.

Permítanme, eso sí, que les copie un párrafo inigualable de esta novela, que revela la exquisitez de su autor. Refiriéndose al hidalgo, Dulcinea asegura: “Nadie continuó mejor que él la obra de Dios. Pues lo que quiere Dios es que juguemos con las cosas, como hacen los niños. Y eso era lo que hacía el caballero; como le pasó al buen Jesús cuando transformó el agua en vino, o se puso a andar sobre las aguas, que no se puede decir que estas acciones sirvieran para mucho, y que más parecían surgir del gusto de hacerlas que por querer demostrar al mundo que tenía una misión que cumplir. ¿Y saben por qué jugamos? Jugamos por miedo. Miedo a la soledad, a los pasillos interminables, a la muerte que antes o después vendrá a llevarnos a su reino de oscuridad. Pero también porque sí, sin ninguna razón, porque existe la gracia en el mundo”.

Se llama Gustavo Martín Garzo y es un narrador absolutamente maravilloso, que aquí nos entrega una delicada novelita, que emociona por igual a jóvenes y no tan jóvenes, haciendo que la anciana Dulcinea se convierta no solamente en testigo privilegiado de las aventuras de don Quijote, sino en cronista emocionada y tierna de la melancólica languidez que asaltó en sus últimos días al héroe derrotado e incomprendido.