Que un
escritor nos cuente en su libro los sufrimientos que tuvo que padecer una
persona privada de libertad no constituye una aventura literaria demasiado
innovadora: lo hemos leído en La cabaña
del tío Tom, de Harriet Beecher Stowe, en Raíces, de Alex Haley, o en Beloved,
de Toni Morrison. Pero que sea el propio esclavo el que tome la pluma y nos
traslade en primera persona su testimonio ya es circunstancia mucho menos
habitual y, por su misma rareza, mucho más cruda e impactante.
Es lo que
sucede en las páginas de esta Autobiografía
de un esclavo, que escribió el cubano Juan Francisco Manzano en la primera
mitad del siglo XIX. Nacido quizá en 1797 (la fecha es incierta), fue un mulato
que tuvo que soportar unas condiciones de vida bastante duras (“Por la más leve
maldad de muchacho me encerraban por veinticuatro horas en una carbonera sin
tablas y sin nada con que taparme”, anota en la página 63); que quedó marcado
físicamente por todas las tribulaciones que hubo de soportar (“Yo he atribuido
mi pequeñez de estatura y la debilidad de mi naturaleza a la amarga vida que he
traído desde los trece o catorce años. Siempre flaco, débil y extenuado”); y
que no encuentra más exacto retrato de su situación que el que le proporciona
la hipérbole (“No hallo un solo día que no esté marcado con algún percance
lacrimoso para mí”).
En
efecto, nos da cuenta de cómo fue metido en el cepo por cortar, para olerlas,
unas hojas de geranio; cómo por la desaparición de un capón (de la que era
inocente) se vio atacado por unos perros, que le mordieron y marcaron la cara;
o cómo la señora marquesa, a cuyo servicio estaba, le dejó bien claro que
incluso en el caso de que heredara o recibiera algún dinero éste le
pertenecería a ella, puesto que así lo determinaba la ley isleña de entonces.
Una obra
descarnada, triste, reveladora y contundente, que nos muestra muchas de las
miserias de la esclavitud, una lacra que, en Cuba, no fue abolida de manera
oficial hasta 1886 y que todavía persiste en algunos países.