lunes, 30 de noviembre de 2020

Seda

 


Recuerdo, con una infinita melancolía y con una infinita ternura, la primera vez que leí Seda, de Alessandro Baricco. Fue una obra que penetró en mí desde la primera página con su música especial, con su sintaxis inesperada, con su fragante lentitud, haciéndome comprender, casi de forma instantánea, que Hervé Joncour y la atmósfera que a su alrededor había creado el escritor turinés iban a quedárseme dentro. Así sucedió.

Ahora, unos años después, vuelvo a ella y es como si me bañara otra vez (lo siento, Heráclito, pero así lo he sentido) en el mismo río de belleza, inalterada, generosa, delicadísima, mayestática. Las frases cortas (como pasitos japoneses) siguen en ella fascinándome, y sus referencias paisajísticas y sensoriales no han perdido ni un miligramo de eficacia. He acompañado a Hervé Joncour en sus viajes al fin del mundo para comprar huevos de gusanos de seda a Hara Kei; he sentido mi piel estremecerse cuando él veía a la misteriosa y tenue mujer que acompañaba a su anfitrión en absoluto silencio; he ido, como él, enamorándome de un enigma y unos ojos mudos; he experimentado su misma nostalgia cuando desde la pequeña localidad de Lavilledieu recuerda los movimientos lánguidos y lentísimos de la dama; y he notado la tristeza de clausura que lo invadió cuando Madame Blanche le traduce una carta enviada por ella, donde le manifiesta su amor, su deseo y su despedida. Cuando Alessandro Baricco explica al final de la novela el misterio de la carta, para qué voy a negarlo, he vuelto a notar los ojos llenos de lágrimas, como la primera vez.

Decía Miguel Ríos en una de sus canciones que al lugar donde has sido feliz es mejor que no trates nunca de regresar. Con los libros no siempre ocurre así: el reencuentro, en ocasiones, duplica la dicha.

sábado, 28 de noviembre de 2020

La calle de las Camelias

 


Un bebé ha sido abandonado junto a la verja de una casa. Es una niña. Lleva adherido a su ropa un papelito donde pone su nombre: Cecilia. Compasivos, los dueños de la vivienda deciden adoptarla... A partir de ese momento, la escritora Mercè Rodoreda nos va contando, con prosa admirable, la historia de esa niña, que se condensa en el libro La calle de las Camelias, que obtuvo el premio Ramón Llull en el año 1969.

Anoto, sintetizados, algunos datos sobre la evolución de la protagonista con respecto a los hombres: su padre adoptivo, el señor Jaime, decide no enviarla a la escuela, para educarla él mismo; Eusebio, el primer hombre con el que mantiene una relación, la lleva a vivir a una chabola; un fondista la convierte en su querida (“No me gustó nunca. Pero yo tenía hambre”, p.121); Marcos, otro hombre casado que la mantiene, la golpea y la recluye en una casa, donde la somete a una estrecha vigilancia; Eladio, que la saca de esa situación, la lleva a otra casa, donde le hace que camine, coma y permanezca todo el día desnuda; Esteban, de más edad, la cuida y la baña como si fuera una muñeca… En realidad, si nos fijamos un poco, todos proceden con ella de la misma manera: cosificándola. Cecilia carece de opinión y de control sobre su propio destino. Diosa o puta, pero no mujer. Fue un objeto desde que nació y la siguieron tratando de la misma forma, hasta que una donación generosa de uno de sus amantes le permite asir las riendas y despojarse de humillaciones externas. Entonces, decide buscar al sereno que la encontró en la calle cuando era un bebé, para ver si descubre algo significativo sobre sus orígenes. Y encuentra cosas asombrosas.

Una novela lírica y dura sobre los destinos malbaratados por el azar y la pobreza, que la escritora catalana compone con una elegancia exquisita. Qué maravillosa escritora fue Mercè Rodoreda.

jueves, 26 de noviembre de 2020

Casandra

 


Quizá volver a los orígenes, para descubrir ciertos pliegues de la verdad que han permanecido ignorados (o han sido interpretados de forma errónea), constituya un mecanismo iluminador, pues pocas certezas resultan inamovibles cuando se las revisa con escrúpulo. Y si ese viaje se realiza de la mano de la dramaturga Diana de Paco el trayecto incorpora también un gran placer literario.

En esta ocasión, el mito revisitado es el de Casandra, una asombrosa mujer que, tras haber obtenido de Apolo el don de la profecía (yacer con el dios fue el precio pactado), rechazó posteriormente formalizar sus relaciones con él, ganándose su ira y su estremecedora maldición: seguiría conociendo el futuro, pero nadie daría crédito a sus predicciones, por considerarla una mentirosa. Así, pese a que supo de antemano el destino que le esperaba a Troya, ninguno de sus congéneres la creyó.

Mediante el monólogo Casandra, la escritora murciana nos ofrece otra versión de los hechos: ninguna culpa tuvo Paris (presunto secuestrador de Helena) en la destrucción de su ciudad. Todo se organizó, meticulosa y torticeramente, por parte de Apolo, que anhelaba vengarse de su desdeñosa amada. Pero como resulta punto menos que imposible oponerse a la imagen de los hechos que divulgan los poderosos vencedores, la hija de Hécuba sigue siendo la Gran Mentirosa. Siempre ha sido fácil llenar de barro la reputación de una mujer a lo largo de la Historia; y Casandra, en el punto de mira de un dios, no iba a escapar a ese triste destino.

Un texto breve, denso y lleno de bellezas expresivas, en el que se nos invita a reflexionar sobre las verdades escondidas a las que, salvo en contadas ocasiones, no tenemos acceso “los de abajo” (para decirlo como Mariano Azuela), aunque esas verdades vertebren nuestro mundo.

martes, 24 de noviembre de 2020

El divino fracaso

 


Encabezado por un prólogo magnífico de Juan Manuel de Prada (pórtico de la gloria para un libro glorioso), este volumen del injustamente olvidado Rafael Cansinos Assens es el libro que todo escritor auténtico debería leer y meditar en profundidad, porque en él se habla del sacrificio creativo, de la fama, de los premios literarios, del envanecimiento, de la soberbia, del futuro y del fracaso.

Si se consulta la solapa descubriremos que el tomo fue redactado cuando Cansinos apenas rozaba los 36 años, y es asombroso que llegase a escribir un volumen tan maduro, tan sensato, tan lleno de conformidad y sabiduría, a edad tan temprana. O quizá no lo sea tanto, porque basta mirar cualquier fotografía de este autor (no importa la edad en que se tomase) para descubrir en ella mucho cansancio de ojos, mucha fatiga y mucha amargura de derrota.

Este libro parece un testamento biográfico, una tierna poética de la nostalgia y de la languidez, un volumen apacible en esencia, pero destructor e inquietante por su contenido, como la verde simetría de un áspid. Este es un libro que ennoblecerá a quien tenga el buen gusto y la inteligencia de leerlo, puesto que es, como decía Baudelaire que debía ser el arte, sublime sin interrupción. Es un libro bello, tremendamente bello; y doloroso, tremendamente doloroso, porque en él se maceran la esperanza y la fe con el siniestro aceite de la desilusión.

Anoto algunas de las frases que he subrayado en el volumen: “La fama póstuma, ornamento de los sepulcros”, “El descubrimiento de un enemigo es un descubrimiento doloroso”, “Nada serio puede hacerse sin dolor”, “Sólo nuestra alma habrá de juzgarnos”.

domingo, 22 de noviembre de 2020

El vuelo de la paloma

 


Pocas zonas podrían señalarse en el mundo más conflictivas y enrevesadas (ideológica, militar y religiosamente) que Oriente Medio: un hervidero de credos, agravios históricos, venganzas sucesivas, matanzas, negociaciones interminables, traiciones y relaciones cambiantes entre grupos y facciones, que pasan de la alianza al odio en cuestiones de días o semanas. El escritor y antiguo diplomático canadiense Ian Thomas Shaw ha tenido el coraje (incluso cabría decir que la intrepidez) de sumergirse en ese mundo caliente, inestable y turbio, que tan bien conoce, para entregarnos una novela titulada El vuelo de la paloma, que ha traducido Aurora Carrillo para el sello Dokusou.

Allí nos encontramos con el veterano periodista francés Marc Taragon (aunque su apellido real es “Tarragona”, pues sus padres eran catalanes), que maniobra para conseguir un proyecto de paz para la convulsa zona; con Marie Boivin (una astuta periodista que se aproxima a Taragon, no solamente atraída por su fama sino porque espera extraer de él una información importantísima); con Hoda, un viejo amor de Marc que floreció en sus primeros tiempos de estancia en Beirut; o con Evan, que visita con demasiada frecuencia la embajada de Australia, lo que provoca las sospechas del joven Marc… Unidos a ellos, una espesa telaraña de suníes, kurdos, palestinos, alauíes, drusos, chiítas, judíos, sirios, maronitas, continuos controles de carretera, agentes del Mosad, aeropuertos con socavones provocados por los bombardeos, guardias malencarados que disparan o chantajean o violan con absoluta impunidad, ruinas humeantes, operaciones de espionaje y contraespionaje, críticas a la política norteamericana y constantes menciones a topónimos (Gaza, Tel Aviv, Líbano) que durante años han salpicado periódicos e informativos de televisión.

Una novela que, para ser disfrutada en profundidad, requiere que los lectores conozcan las líneas básicas del conflicto y los nombres de algunos de sus actores principales (Arafat, Walid Jumblatt, Kissinger). De lo contrario, es probable que hacia la página 70 no tengan más remedio que rendirse.

viernes, 20 de noviembre de 2020

La Troupe

 


Resulta curioso que, siendo el circo uno de los espectáculos más relacionados con el mundo de la niñez, puedan enumerarse tan pocas buenas novelas juveniles que lo tengan como elemento central de la trama. Por fortuna, la editorial Edelvives ha tenido el acierto de conceder el XX premio Alandar a La Troupe, de Antonio J. Ruiz Munuera, que es un espléndido relato en el que el circo desempeña un papel muy notable.

Al principio, los vericuetos narrativos nos llevan a conocer a Elisabeth Copeland, una jovencita inglesa que ha tenido que instalarse en Quebec, junto a un padre autoritario, virulento e intransigente (es gobernador colonial), que ha contraído segundas nupcias con una mujer estirada y desagradable. Harta de la opresión a la que se ve sometida en casa, la chica decide fugarse utilizando un habilidoso truco y siendo acompañada por Thierry, un pilluelo que trabaja en la caballeriza y que ha recibido una bochornosa paliza por acercarse a la hija del gobernador. A partir de ese momento, su alejamiento se confunde con la trayectoria del circo La Troupe, cuyo deambular por las costas canadienses les sirve como refugio y como sucedáneo de familia. Lo que todos ignoran es que el vengativo lord Gilmour (el padre de Elisabeth) ha puesto a dos mercenarios en marcha para que localicen a su díscola hija. Y la cacería no terminará tan fácilmente.

Mostrando una admiración y un respeto enormes por el mundo del circo (“Ellos representaban esa parte marginal de la sociedad que todos admiramos, pero que a la vez tememos: son nómadas, trotamundos, insumisos a las normas sociales e inadaptados por decisión propia. Algo en su manera de comportarse te dice que son personas diferentes, y no solo por sus extraordinarias habilidades”, páginas 140-141), Antonio J. Ruiz Munuera nos entrega un fervoroso canto a los paisajes naturales, los árboles, las flores, las hojas, los rompientes, las nevadas y los bosques; pero también un canto a la libertad y la vida plena, sin ataduras.

Una magnífica novela juvenil que enseña a abrir los ojos, disfrutar de nuestro entorno y convertir la existencia en un canto de alegría, como hubiera explicado (y por momentos, así lo siente el lector adulto, al leer estas páginas) el poeta Walt Whitman.

miércoles, 18 de noviembre de 2020

Oscar Wilde

 


Me adentré en este libro seducido por dos reclamos: de un lado, la fama literaria de André Gide, el autor del volumen, a quien he frecuentado bastante poco en mi vida como lector; del otro, el magnetismo personal del protagonista del tomo, Oscar Wilde, el ingenioso literato irlandés. Así que cuando abrí la primera página de esta obra, traducida por Enrique Ortenbach (Lumen, 1999), mis expectativas eran muy altas.

Por desgracia, la lectura me fue rápidamente sacando de mi error: el libro no pasa de ser un opúsculo sin más valor que la anécdota, y donde no brillan ni siquiera los aspectos formales: ni está contado con elegancia, ni he sido capaz de hallar gracia narrativa por parte alguna. Tampoco el contenido me ha aportado nada que no supiera sobre la vida o la obra del autor de Salomé o El retrato de Dorian Gray.

En suma, que André Gide me ha hecho perder unas horas preciosas, que podría haber dedicado a un buen libro.

lunes, 16 de noviembre de 2020

Pequeños equívocos sin importancia

 


Conforme pasan los años y voy acumulando centenares de libros dentro de mis ojos, me aproximo a un convencimiento: que cada día me interesa más el placer literario y menos la “calidad” literaria. Es decir: que tiendo a calificar un libro (bueno, regular, malo) en función de lo que dicha obra me ha logrado comunicar a mí, y no de las presuntas perfecciones que la opinión autorizada de otros les atribuye. Obviamente, no trato de pontificar con esa actitud: que a mí me dejen frío Faulkner, Hemingway o Dostoievski (por poner tres ejemplos ilustres) no implica que los desprecie o que los califique negativamente. Es otra cosa. Es la convicción de que, quedándome veinte o treinta años como lector, ya no quiero invertir más horas (perder más horas) con ciertos autores.

Hoy he terminado Pequeños equívocos sin importancia, de Antonio Tabucchi, en la traducción de Joaquín Jordá. Y tengo la impresión de que voy a sumar su nombre al de los anteriormente citados. He viajado en el coche que llevaba al marqués de Carabás con su amante por las carreteras que conducen a Biarritz; he visto a la niña que elabora hechizos para dañar al nuevo compañero de su madre; he acompañado a un brigada en su último día de trabajo; he viajado hacia Madrás en un tren… He dejado, en suma, que todas las propuestas del famoso escritor de Vecchiano entraran por mis pupilas. Pero no he conseguido enamorarme de ninguna de ellas. Hay algo (¿cómo lo diré?) “químico” que me lo impide. Y eso significa que, lamentablemente, no pertenezco a la cofradía de los tabbuquianos. Así de respetuoso y así de transparente. No osaré menospreciar al autor (Dios me libre), pero no creo que vuelva a él.

sábado, 14 de noviembre de 2020

Las fronteras del miedo

 


Hace años, por una feliz casualidad, cayó en mis manos el libro Tres pasos por el misterio que, también por una feliz casualidad, decidí leer. De esa forma descubrí la obra de Agustín Fernández Paz, que no ha dejado de gustarme cada vez que he vuelto a acercarme a ella, incluso cuando se trataba de libros dirigidos a un público infantil (en agosto reseñé aquí mismo Mi nombre es Skywalker, tras habérsela leído a mis pequeños en voz alta por las noches).

Ahora acabo de terminar su volumen Las fronteras del miedo, que traduce de la lengua gallega Isabel Soto para el sello Edebé y que está formado por seis relatos extensos de temática terrorífica. En ellos se nos ofrecen, con una prosa magnífica y una sólida estructura narrativa, puertas rituales que permiten acceder al mundo atroz de los dioses, vampiros que descubren su condición terrible y la asumen con naturalidad, jóvenes que recogen en la carretera con su furgoneta a la persona equivocada, pozos profundísimos que esconden en su tiniebla un latir negro y amenazador, crómlechs gobernados por criaturas ancestrales o calaveras de origen misterioso que consiguen adueñarse de la voluntad de su poseedor.

¿Elegir entre ellas? Muy difícil: son todas estupendas. Me parece, eso sí, que la primera y la última (hay que aplaudir la hábil disposición textual del escritor lucense, que te golpea con fuerza al entrar y al salir del libro) son las más impresionantes: una (“La Puerta del Más Allá”), porque te mantiene engañado durante su desarrollo, escondiéndote una carta básica, que sólo al final se revela; la otra (“La mirada de K”), por el sofoco que te va inundando conforme braceas por sus páginas.

Yo no me perdería este volumen.

jueves, 12 de noviembre de 2020

Andria

 


No resulta necesario acudir a una bibliografía exhaustiva, ni disponer de una cultura enciclopédica, para afirmar que la comicidad de los enredos amorosos es una constante muy productiva en la historia de la literatura. El amante que ha de esconderse de la vigilancia celosa (o de la aparición súbita) de un marido; la mujer que debe recurrir a trucos reveladores para mostrar las asechanzas de un indeseable; los enamorados que se hablan de jardín a balcón en la oscuridad de la noche… Las variantes argumentales podrían extenderse cuanto quisiésemos.

En esta pieza teatral del siglo II a.C. podemos observar cómo Publio Terencio Afro aprovecha una de ellas (el chico que, enamorado de una joven, es obligado por su padre a casarse con otra) para llevarnos de la mano a través de una trama tan sencilla como ingeniosa, en la que intervienen esclavos ocurrentes, progenitores enérgicos pero comprensivos, amigos cómplices y coincidencias luminosas, que van trazando los vaivenes de una historia que el autor remata con el manido recurso de la anagnórisis (es quizá el aspecto menos plausible de la obra). El resultado final es esta Andria, un texto amable, que seguramente funcionaría muy bien durante la representación y que contiene una de las confesiones amorosas más dulces, emotivas y sinceras de la Antigüedad (“Esta es la mujer que he deseado; la he alcanzado; me cuadran sus costumbres; vayan enhoramala quienes quieren separarnos. Porque no me ha de apartar de ella otra cosa que la muerte”).

El exesclavo que se trajo de África el senador Terencio Lucano, y que se ganó la libertad aplicándose en su educación y en el ejercicio de la escritura, hizo sin duda un buen trabajo.

martes, 10 de noviembre de 2020

Remedios del amor

 


Después de haber entregado a los lectores un buen número de consejos para obtener resultados en las relaciones amorosas (Arte de amar), Ovidio compuso los versos de Remedios del amor, un complemento de la obra anterior destinado a los “jóvenes engañados, a quienes el amor que tenían les ha decepcionado por completo”. De esa forma, quien les enseñó el camino de ida les facilita también instrucciones para el camino de vuelta, con el fin de “apagar crueles llamas y liberar al corazón de sus propias pasiones”.

En esa operación purificadora, es primordial que el sujeto interesado se tome interés en conseguir la amnesia de sus pasados amores (“Colabore cada cual en su propia liberación”), porque si tú no comienzas el tratamiento cuando aún es fácil, luego resultará más penoso abordarlo. Por eso, Ovidio insta a la rapidez de la reacción como primer paso (“Apresúrate y no lo vayas aplazando de hora en hora; quien hoy no puede, menos podrá mañana. Todo amor encuentra razones y se alimenta con las dilaciones”).

En primer lugar, hay que huir (lo dice el poeta) de la ociosidad. Debes encontrar una ocupación en la que distraer tu mente: caza, agricultura, largos paseos, viajes, etc. Y, sobre todo, “rememora con frecuencia las malas pasadas de tu amiga e imagínate como si estuvieran ante tus ojos todos sus desmanes”. Será impagable recurso para olvidarla mejor.

En segundo lugar, toma nota constante de los defectos de su cuerpo, que podrás repetirte y agrandar cada día, para mejor apartarla de ti. Y trata de no disfrutar sólo de una amiga, sino de varias, para que ninguna llegue a obsesionarte. Y no releas nunca sus viejas cartas. Y aléjate de los lugares donde compartiste con ella momentos especiales o dulces. Y…

Los consejos y advertencias que Ovidio va engarzando en estas páginas muestran un enorme sentido común, que los amantes derrotados o entristecidos deberían escuchar y aplicarse. Por eso, Remedios del amor es una breve joyita que no ha perdido ni un ápice de frescura con el paso de los siglos. Siempre habrá personas necesitadas de olvidar; y Ovidio, inteligente, irónico y tierno, les facilita la mejor manera de lograr sus propósitos.

viernes, 6 de noviembre de 2020

Borges

 


Tildar esta obra de “mastodóntica” podría antojarse un denuesto, pero sin duda resultaría exacto hacerlo desde el punto de vista editorial, habida cuenta de sus dimensiones (más de 1600 páginas, con 38 apretadas líneas cada una). Un atril de madera recia he necesitado para sujetarla y poder leerla, lentamente, durante semanas. ¿Y qué encontramos en este volumen? No, desde luego, una biografía, ni un estudio biográfico o estilístico, sino el diario meticuloso, lleno de fervor, que el narrador argentino Adolfo Bioy Casares fue componiendo, desde 1947 hasta 1987, para registrar en él todas las conversaciones que mantuvo con su amigo del alma Jorge Luis Borges. En ellas se abordaban todo tipo de temas: literarios, políticos, musicales, sociológicos... Y la densidad del tomo es tan sobrecogedora, tan impactante y rica, que resulta imposible pretender elaborar un resumen del mismo.

Descubrimos a un Borges muchas veces condicionado por las opiniones de su madre; a un Borges que imparte clases en la universidad y es interrumpido por algaradas de estudiantes; a un Borges que va quedándose paulatinamente ciego; a un Borges que mantiene polémicas guadiánicas con Ernesto Sabato; a un Borges que ejerce como jurado en diversos concursos; a un Borges enamorado, que vacila sobre si debe casarse o no; a un Borges que opina sobre los gobiernos militares; a un Borges que se pronuncia sobre los tangos de Carlos Gardel o sobre las sagas escandinavas; y, valga la broma, a un Borges que se pasa la vida comiendo en casa de Bioy (son centenares las ocasiones en que este último inicia una entrada con las palabras “Come en casa Borges”).

Pero lo que más ha llamado mi atención son las opiniones, siempre tajantes y a menudo hirientes, que Jorge Luis Borges expresaba sobre escritores y obras. Sin voluntad de ser exhaustivo, recordaré lo que dijo sobre Valéry (“Es un hombre muy inteligente sin ningún don para la literatura”, p.307), Ernst Jünger (“Es un autor pésimo”, p.350), Scott Fitzgerald (“Un escritor sin importancia”, p.664), Federico García Lorca (“Como persona, Lorca me pareció muy desagradable”, p.752), William Faulkner (“Engorroso”, p.1040), Rabelais (“Para mí no existe”, p.1085) o Ezra Pound (“Es un poeta menor”, p.1200). Y tampoco son suaves las opiniones que le merecieron algunos libros célebres, como Marinero en tierra (“Una porquería”, p.556), El cementerio marino (“Oscuro por torpeza”, p.585), El lobo estepario (“Está escrito de cualquier manera”, p.805) o el Ulysses (“Carece de todas las virtudes que requiere una novela”, p.908). Hay que reconocerle, eso sí, que algunas de las fórmulas que Borges maneja para vituperar a escritores que le desagradan no dejan de resultar ingeniosas. Así, los venablos que dedica a Ernesto Sabato (“Ha escrito poco, pero ese poco es tan vulgar que nos abruma como una obra copiosa”, p.187), Guillermo de Torre (“Es un idiota, pero no hay que dejarse engañar por ello: también es una mala persona”, p.326) o Eduardo Mallea (“Tiene una notable capacidad para elegir buenos títulos. Es una lástima que se obstine en añadirles libros”, p.1302).

Pero en 1600 páginas hay, obviamente, mucho más que opiniones literarias. Por eso, Bioy se preocupa de anotarnos algunas reflexiones de Borges sobre religión (“Es una relación muy extraña, la del hombre y Dios. ¿Qué puede importarle que lo queramos? Es como si nos importara que nos quieran las hormigas o las uñas”, p.322), el psicoanálisis (“Yo creo que el secreto del psicoanálisis está en la vanidad de la gente; te das cuenta, poder hablar todo lo que uno quiere, de uno mismo, y que lo escuchen con interés”, p.502) o la senectud (“La vejez consiste en que nuestras costumbres, nuestros tics, nuestras manías, se apoderen de nosotros”, p.713).

Como cierre, resultaría injusto no recordar la reacción de Bioy cuando recibió la noticia de la muerte de su amigo, acaecida en Suiza. Aturdido y triste, se fue a pasear por Callao y Quintana, sintiendo (nos dice) “que eran mis primeros pasos en un mundo sin Borges” (p.1592).

Una obra descomunal, irregular y brillante, que mejora nuestro conocimiento de uno de los mejores escritores del siglo XX.

miércoles, 4 de noviembre de 2020

África L.

 


África es una niña de 11 años que se encuentra rodeada por un ambiente familiar y escolar de lo más inadecuado: Andrea, su guapísima compañera de colegio, se ha disgustado con ella y se ha convertido en su difamadora, logrando que todos los demás le hagan el vacío; su hermano Mario es un adolescente que, absorto en su móvil, solamente levanta la cabeza de él para insultarla y criticar la fealdad de su rostro y la condición “churretosa” de su culo; su madre, incapaz de frenar las embestidas orales de Mario, se dedica a intentar poner parches insuficientes, como llamarla “princesa”; y su padre, según ha descubierto la niña, le está siendo infiel a su madre con otra persona.

En esa órbita de amarguras, África decide emprender una loca carrera contra sí misma, privándose de alimentos, realizando ejercicio físico y utilizando diversos trucos para diluir la imagen insatisfactoria de su rostro (recorta unas caretas coloreadas con aspecto de emoticonos, que se lo cubren y la protegen). África ha decidido no quererse; y se adentra por un peligroso camino de autodestrucción, que la conducirá al borde del acantilado.

Sólo cuenta con un punto de apoyo, con una argolla a la que se aferra, con una oreja que la escucha: alguien que está al otro lado de la pantalla de un teléfono portátil. Ese alguien carece de nombre, pero conversa (inaudiblemente para nosotros) con la protagonista, y le lanza salvavidas. Ese alguien quizá seas tú, que asistes a la representación de la obra. O que la lees con la piel estremecida. Ojalá atines entonces con las palabras adecuadas, que conforten y convenzan a la muchacha. En todo caso, el viaje suicida de África es el viaje de muchas personas que, heridas o zarandeadas o desconcertadas o erosionadas, optan por un sendero del que resulta muy difícil poderlas rescatar. Y Diana de Paco Serrano consigue que nos impliquemos en ese rescate emocional.

lunes, 2 de noviembre de 2020

Carmen Conde, desde su Edén

 


En la universidad española, como imagino que ocurre en los sistemas universitarios del resto del mundo, proliferan los docentes que, ensimismados en la comodidad muelle de sus cátedras, se abandonan a la pereza investigadora o a la concentración fervorosa sobre un diminuto tema, alrededor del cual giran hasta que el retiro académico los exonera de urdir más inútiles artículos. Pero también existe una reserva de profesores que, brillantes y laboriosos, trabajan de forma incansable para ampliar el campo científico de sus disciplinas. A este último grupo pertenece, desde hace años y con singular mérito, el catedrático y académico Francisco Javier Díez de Revenga, cuya espectacular trayectoria como investigador es conocida en las universidades de todo el mundo y ha sido aplaudida de forma unánime por los lectores que hemos tenido la feliz idea de leer sus libros para aprender.

Este mismo año ha visto la luz el último de ellos, titulado Carmen Conde, desde su Edén, que ha publicado la Real Academia Alfonso X el Sabio y que reúne más de trescientas apretadas páginas, en las cuales se nos facilita el acercamiento a la insigne escritora cartagenera y se nos explican sus vinculaciones con otros escritores de admirable estatura, como Gabriel Miró, Miguel Hernández o Juan Ramón Jiménez. El volumen se inicia con un análisis interesante y minucioso sobre las obras poéticas de la escritora, que el profesor Díez de Revenga va desgranando con sensibilidad y acierto. Después se sumerge en su producción teatral, de la cual afirma que “no está destinada a la escena, sino que, en realidad, sus textos, literariamente muy cuidados, son fronterizos y se aproximan a otros géneros como la poesía y la narrativa” (p.41). Aplaudiendo y recordando las conclusiones a las que sobre estas obras llegaron los profesores Virtudes Serrano y Mariano de Paco, el profesor Díez de Revenga nos conduce después al interior de algunas de sus piezas emblemáticas, como Mineros o Nada más que Caín (donde el influjo de Antonio Machado es tan notorio), que nos permiten comprender con más detalle su importancia.

Y si esos dos bloques primeros nos resultan enriquecedores en grado sumo, igual podría afirmarse del resto de la obra, donde el autor expone y estudia las relaciones epistolares de Carmen Conde con destacados intelectuales de su tiempo; nos informa sobre sus vínculos con la Revista de avance de La Habana (con la que mantuvo un estrecho contacto entre los años 1927 y 1930); o nos permite acercarnos, con delicadeza y con primorosos detalles, al lazo emocional que unió durante años a la cartagenera con la también escritora Amanda Junquera, desde que se conocieron en febrero de 1936, un poco antes de que los respectivos esposos salieran desplazados fuera de Murcia (el de Carmen, a Baza; el de Amanda, a Valencia).

En suma, un volumen que, además de ofrecer exhaustivos análisis sobre la vida y la obra de Carmen Conde, permite a los lectores aproximarse a una rica variedad de textos inéditos y de imágenes poco conocidas de la escritora cartagenera, conformando todos esos elementos un tomo exquisito y de valiosa densidad.

domingo, 1 de noviembre de 2020

La tristeza del barro

 


Fue en el año 2000 cuando Miguel Sánchez Robles, poeta y cuentista de amplia y aplaudida trayectoria, publicó su primera novela, que obtuvo el premio Fray Luis de León: La tristeza del barro. En ella, los lectores podían encontrar la historia de un hombre de cuarenta y cuatro años, internado en un sanatorio mental, que reflexiona sobre su entorno, los personajes que lo rodean o el sentido del vivir. Desgarradamente, monologalmente, el protagonista consigna por escrito el balance de sus angustias y llega a conclusiones aterradoras sobre la esencia misma de su respiración (“Todas las tardes escribo a rachas y mi nombre es nadie y mi vida es nadie y mi sueño es nadie y todo es nada, nada, nada”, p.22).

Si rastreásemos este volumen con lupa, podríamos aducir líneas de pensamiento e incluso frases textuales que proceden de sus libros anteriores, y esto obedece sin duda al hecho de que La tristeza del barro se erige como una especie de compendio ideológico, de crisol, de destilación, de todas las obras de Miguel Sánchez Robles: la dureza de un mundo en crisis, el apayasamiento de la vida, el cansancio, la banalidad programada, el fingimiento, las escapatorias imposibles, la desolación. Bastaría que mirásemos a nuestro alrededor para convencernos de la universalidad de esa tristeza del barro, que el caravaqueño resume con un ejemplo suficiente: los titulares de la prensa o de cualquier informativo de televisión: “Han detenido a un traficante de no sé qué. El aire está cargado. Los pantanos en el sur andan mal de agua. Hay una cosa que se llama la uefa. Una tal Cindy Evans se ha operado los pechos. Salmodia un cardenal. Alguien famoso ha muerto de paro visceral. Se prevé la hazaña de batir el récord de la hora en bicicleta. Está a punto de inaugurarse el curso en la Facultad de Derecho. Declaraciones de Cela sobre el despido libre. Nace la primera niña con genes a la carta y se llama Jennifer. El Fiscal General tiene flebitis. Se tomarán medidas contra los serbios, no se concreta más: habrá medidas. Tragedia en Bangla Desh, como siempre tragedia en Bangla Desh. Mandela tiembla en África, ese continente lleno de ancianos y mujeres grandes. Otras dos niñas muertas aparecen enterradas en un solar urbano. Esa comosellame canta Lovely Fashion en la radio. Huelga de los obreros del metal. La Seguridad Social está en quiebra. Suecia está triste. Arde Maracaibo. La vida empieza nunca y Dios y Dios y Dios en ningún sitio” (p.38).

Todo el volumen está salpicado por gemas negras de ese calibre, por fogonazos oscuros donde late la honda desazón de quien ha descubierto (ya para siempre) que vivimos un simulacro de normalidad, un espejismo de felicidad, un cosmos secretamente turbio. Quien se adentre en las páginas de este libro debe prepararse para contemplar la zona menos confortable de su entorno. Y ser capaz de afrontarla.