sábado, 31 de octubre de 2015

La Ciudad Muerta



El modo en que elegimos nuevas lecturas puede ser planificado, pero también azaroso. Aunque desde el punto de vista político su postura me resultaba del todo insoportable, a Gabriele D’Annunzio lo tenía en el bloque de “escritores pendientes” desde hace años; y ha bastado volver a ver la película “El cartero (y Pablo Neruda)” para que la mención del italiano me condujese hasta una de sus obras. Se trata de La ciudad muerta, que traduce Ricardo Baeza en una edición antigua y que plantea una serie de conflictos amorosos y psicológicos tratados de forma lírico-dramática.
Cuatro son sus protagonistas principales (Ana, una bella y joven ciega; Alejandro, su esposo; Leonardo, el mejor amigo de Alejandro; y Blanca María, la hermana de este último) y la acción se sitúa cerca de las ruinas de Micenas, en la llamada Ciudad Muerta. En este espacio arqueológico los dos hombres están procediendo a exhumar los tesoros de Agamenón y Casandra (pensar en Heinrich Schliemann resulta inevitable), mientras la sed, el calor, la soledad y las tensiones emocionales los rodean: Alejandro, aunque ama a su joven esposa, no puede evitar enamorarse también de Blanca María; y el hermano de ésta, atrozmente, también ha vuelto sus ojos en la misma dirección y en el mismo sentido. La esposa sospecha, llora y se muestra dispuesta desde el principio a perdonar. Pero no todos los personajes piensan lo mismo, ni adoptan la misma actitud tibia o conciliadora.
Escrita con un lirismo muy acusado, y con parlamentos que contienen trazas de índole religiosa o filosófica, La ciudad muerta guarda conexiones estilísticas con piezas teatrales del mismo tono (Federico García Lorca, Albert Camus, etc), no sólo por la acusada poesía de sus frases, que parece destinar el texto más a la lectura que a la representación, sino también por el sentido trágico que la muerte imprime a sus instantes finales, con la inmolación ritual de un personaje para que los demás puedan seguir viviendo de un modo menos perturbador.

No me ha desagradado, desde luego.

viernes, 30 de octubre de 2015

Amor de Don Perlimplín con Belisa en su jardín



Solamente en manos de un maestro de la literatura podía obrarse este prodigio: que un desarrollo teatral de tan pocas páginas como el que tiene Amor de don Perlimplín con Belisa en su jardín  alcance una hondura tan increíble desde el punto de vista psicológico. Esta “Aleluya erótica en cuatro cuadros” pondrá ante nuestros ojos unos hechos que, resumidos, vendrían a contarnos lo siguiente: Don Perlimplín ha llegado a los 50 años sin abandonar la soltería, pero su sirvienta Marcolfa cree que ha llegado el momento de sentar la cabeza. Él no se muestra muy convencido (“Siempre he pensado no casarme. Yo con mis libros tengo bastante. ¿De qué me va a servir?”), pero como tiene un temperamento pusilánime se deja conducir con mansedumbre hasta Belisa, cuya madre está por facilitar las nupcias por motivos económicos (“Don Perlimplín tiene muchas tierras. En las tierras hay muchos gansos y ovejas. Las ovejas se llevan al mercado. En el mercado dan dineros por ellas”). El cincuentón, no muy convencido con este enlace (y acobardado porque recuerda la historia de un zapatero estrangulado por su esposa), terminará contrayendo matrimonio.
Pero desde que despierta tras la noche de bodas comprobará que su mujer le está siendo infiel de un modo descarado (Marcolfa le dirá entre lágrimas que “la noche de boda entraron cinco personas por los balcones. Cinco. Repre­sentantes de las cinco razas de la tierra. El europeo con su barba, el indio, el negro, el amarillo y el norteamericano. Y usted sin enterarse”), pero se muestra conforme con esa actitud… Hasta que un día, tras descubrir que su joven esposa palpita de deseo por un muchacho que pasea por su calle embozado en una capa roja, decide tomar cartas en el asunto y, de forma inesperada, coge un puñal.
Las tres páginas finales harán las delicias no solamente de los lectores de buen teatro, sino de psicólogos, psiquiatras y otros especialistas en el estudio de la mente humana.
Sencillamente prodigioso y conmovedor.

jueves, 29 de octubre de 2015

Castillos de cartón



La vida suele ser tramposa. No nos permite saber que somos felices hasta que un día, cuando ya hemos abandonado el territorio mágico y puro de la dicha, nos revela a destiempo el paraíso en que habitábamos. De tal suerte que la amargura o la melancolía deberían ser por norma general los sentimientos más frecuentes del género humano.
María José, que trabaja como tasadora de arte, recibe una llamada telefónica que la exonera bruscamente de la blanda grisura del olvido: su amigo Marcos Molina Schulz, prestigioso pintor de codiciada firma, acaba de suicidarse. Esta noticia se la comunica Jaime, otro viejo amigo de juventud, que compartió con María José y con Marcos algunas aulas en la Facultad de Bellas Artes, borracheras nocturnas, proyectos, experimentos… y una relación sentimental que los unió a los tres en una combinación tan apasionada como difícil de resumir.
Moviéndose narrativamente en dos tiempos (el presente, con los preparativos del funeral; y el pasado, con la reconstrucción minuciosa de las peripecias de aquellos tres locos artistas efervescentes, que querían comerse el mundo y que terminaron por seguir caminos muy distintos), la madrileña Almudena Grandes nos va dibujando una historia intensa y torrencial, en la que María José nos confiesa que, situada entre Jaime y Marcos, “no podía escoger entre los dos, no quería, no tenía tiempo para pensar, ni lo buscaba”. Juntos bebieron, fumaron hachís, asistieron a fiestas, escandalizaron a amigos y familias y establecieron un combate sordo e invisible en el que no podía haber ganadores, sino sólo tres derrotas preteridas. Quizá porque no supieron entender que los corazones son mecanismos que buscan la exclusividad; quizá porque no fueron capaces de sobreponerse a las envidias artísticas; quizá porque la vida siempre impone sus tasas, y ellos no pudieron pagar las suyas sin quedar erosionados o calcinados.

Décadas después de aquellos días de pasión, la muerte los reúne en un tanatorio con un cristal separándolos: de un lado, el pintor exitoso, que ha puesto fin a su vida disparándose en la cabeza; del otro, los dos vértices restantes del triángulo, llorando, recordando, abrazándose e intentando comprender, deseando asumir, deseando continuar. Quizá porque no se puede feliz impunemente.

martes, 27 de octubre de 2015

Las palabras oscuras



Hay un tipo de listas literarias que vienen dictadas por criterios económicos y editoriales, y que nos muestran aquellos volúmenes que más venden cada semana, que más comentados resultan en los magazines y que más colas provocan en las ferias del libro y en las firmas organizadas por los grandes almacenes. Y hay otro tipo de listas que, muy diferentes a las anteriores, las consolida el Tiempo, que es el único crítico literario solvente y fiable. Casi todos los autores matarían por aparecer reflejados en las primeras, mientras que solamente unos pocos se adscriben con elegancia apolínea a las segundas. En este último bloque tenemos a Miguel Sánchez Robles (Caravaca de la Cruz, 1957). No lo busquemos jamás entre los poetas que salen fotografiados con un whisky, gafas de colores o bufandas histriónicas en las revistas y en los saraos; no lo busquemos entre los miembros del jurado que otorga un premio más bien discutible. Miguel no se mueve en ese círculo. Lo suyo es otra cosa. Miguel es profundidad y belleza, verdad y sentido, eternidad. Y esto lo convierte, sin lugar a dudas, en uno de los mejores poetas de España. Será el Tiempo el que se encargue de demostrarlo.
Ahora, después de haber obtenido con brillantez el premio de poesía Claudio Rodríguez, el sello Hiperión publica su obra Las palabras oscuras, una cartografía interior en la que Miguel nos permite asomarnos una vez más a sus vísceras, a su corazón lacerado, a sus ojos llenos de clarividencia. Empapado por una languidez que jamás lo abandona, el poeta caravaqueño advierte que “la vida es un alud de barro con diamantes”, un magma gris en el que flotamos, buceamos o nos ahogamos, y que la luz es un don que solamente nos alcanza de vez en cuando, en instantes especiales. Eso no lo conduce, desde luego, al nihilismo, sino a una lucidez inquebrantable en la que se refugia para luchar contra “el tontismo vigente”. Estamos dirigidos, estamos manipulados, estamos condenados por un Destino que se ha vuelto contra nosotros y que parece habernos secuestrado la ilusión

                                     (“Cuando nuestros hijos nacieron
                                        toda la esperanza de La Tierra se había gastado ya.
                                        Ahora todo es un teatro de juguete a pilas
                                        lleno de marionetas con las voces grabadas.
                                       Y la vida parece una impresora sin papel
                                       o la aguja de un reloj detenida en las once”), 

pero nos queda siempre el refugio de vivir los días con pasión roja y con labios que quieren besar y beber (si ambos verbos no son sinónimos). No hay Luz, aunque tenemos la suerte de disponer de luces.
En estos tiempos decepcionantes en que “las películas son estúpidas / y el dinero crece en los bancos / como los conejos en Australia” todavía quedan algunos resquicios por los que escapar: existen las muchachas que van en bicicleta con los muslos mojados, existen los dormitorios con luz dorada y peluches, existen ciertas músicas y ciertos licores, existen los versos de quienes nos ayudan a vivir deslizándonos su belleza amarga o su amargura bella.
Los buenos someliers de la poesía advertirán desde el primer verso que Las palabras oscuras es Miguel en estado puro: desgarro, acero lírico, trazas de una melancolía expansiva, dioramas de luz. Por eso embriaga como todos sus libros anteriores. Porque es triste y verdad y revelación y asentimiento.

Miguel Sánchez Robles continúa, enérgico, su diálogo con la Poesía, que lleva años siendo su amante. Nosotros, los lectores, tenemos la suerte de gozar con la contemplación extasiada de los hijos que conciben. Y ojalá que continúe siendo así por muchos años. Poetas del mismo rango de Miguel Sánchez Robles hay algunos en España; por encima, no.

domingo, 25 de octubre de 2015

El testamento de santa Teresa



Durante el año 2015 se ha estado recordando en nuestro país el quinto centenario del nacimiento de Teresa de Jesús de muy diversas formas: artículos de prensa, exposiciones, charlas... El mundo editorial, como no podía ser menos, también ha querido sumarse a este evento, y una de sus últimas manifestaciones ha sido la obra El testamento de Santa Teresa, que el sevillano Antonio Puente Mayor publica con el sello Algaida.
La obra parte de una trama que podemos resumir, sin destriparla, en pocas líneas: una joven estudiante de doctorado encuentra un documento que, firmado por la mismísima Teresa de Jesús, ofrece una imagen suya que no es demasiado conocida. Con él en la mano, y una vez repuesta del asombro que el mismo le provoca, su director de tesis la empuja para que emprenda una investigación exhaustiva sobre las reliquias que se conservan (muchas y en sitios muy variados del planeta) de la santa abulense. Aprovechando que se aproxima el quinto centenario de su natalicio, un trabajo de esta índole puede ser, en su opinión, un auténtico bombazo. La muchacha deberá viajar a los diferentes lugares donde se custodian vestigios orgánicos de la religiosa y establecer un catálogo de los mismos, con el estudio correspondiente. Hasta ahí, nada que objetar al volumen. Con esos mimbres se podría haber tejido una novela digna, aunque me temo que no excesivamente original.
Pero ocurre que el desarrollo de las páginas va enturbiando la obra de un modo acelerado con la incorporación de elementos demasiado tópicos (el casi imprescindible millonario que se esconde en la sombra; el malvado tipejo que se disfraza de sacerdote para ultimar sus latrocinios, y del que el lector desconfía desde el instante mismo de su aparición; el guapo exmarido todavía enamorado que vuelve a la vida de la protagonista para convertirse en apoyo firme y casi salvador; unas pequeñas dosis de pseudociencia, que son utilizadas de un modo algo forzado en las secuencias finales) y con una prosa donde al exceso de documentación mal camuflada (cuántos detalles arquitectónicos o de autoría que no proceden en una novela, y que solamente sirven para ralentizarla o para que el autor demuestre lo que sabe de guías de turismo o de rastreos por Internet) se le unen diálogos poco fluidos, notas a pie de páginas totalmente innecesarias (quien ignora lo que significa una palabra cuando lea una novela debe acudir al diccionario, no a la parte inferior de la hoja, como si estuviéramos en una edición escolar) e incluso incorrecciones gramaticales de asombrosa factura (como ese “en base a” que abochorna la página 335, por citar un único caso).

Quienes han leído reseñas mías saben que odio ser duro con un libro o con su autor. Ni soy un “cítrico” literario ni le tengo manía a las novelas que nacen con vocación inequívocamente comercial. La prueba es que he comentado y elogiado en esta misma página docenas de libros que ingresan con holgura en la categoría de los best-sellers. Pero también es sabido que me gusta decir la verdad (o al menos mi verdad) a los lectores, y en este caso es muy clara: no hay en El testamento de Santa Teresa argumentos suficientes, ni literarios ni argumentales, como para invertir en la obra los 18 euros que cuesta. Tenía que decirlo.

viernes, 23 de octubre de 2015

El año del diluvio



Ignorar las novelas de Eduardo Mendoza supone perderse una de las más gratificantes experiencias lectoras que uno puede disfrutar en la España del último medio siglo. Cuando quiere ser solemne y testimonial lo es; cuando desea provocarnos sonrisas o carcajadas lo consigue con igual tino; y siempre realiza estas operaciones con una exquisita envoltura literaria. De toda su producción novelística, colosal y extraordinaria se mire por donde se mire (La verdad sobre el caso Savolta, La ciudad de los prodigios…), elijo hoy una pequeña pieza que he leído en dos o tres ocasiones y que siempre me ha resultado deliciosa: El año del diluvio.
Nos cuenta la trayectoria vital de sor Consuelo, una monja joven, entusiasta y emprendedora, que se acerca hasta el cacique don Augusto Aixelà de Colbattó para lograr que la ayude económicamente en un proyecto que ha ideado tras largas reflexiones: fundar un asilo de ancianos en la localidad. La actitud inicial del potentado, salpicada de sarcasmos (“Tengo comprobado que en presencia de un hábito ningún hombre puede reprimir la necesidad de proferir alguna sandez”), no la arredra ni modifica sus planes. Pero lo que sí los perturbará e introducirá vértigo en ellos serán las aproximaciones sensuales de don Augusto, donjuán otoñal pero exitoso, que provocarán en su espíritu un auténtico torbellino de emociones contradictorias. Igualmente le supondrá un choque en su alma tener que tratar sanitariamente a un célebre bandolero que trae de cabeza a la guardia civil y que esconde mayor nobleza de corazón de la que pudiera pensarse, aunque sus ideas sociales y políticas la sorprendan por su gran contundencia (“Las leyes están hechas por los ricos para tener a raya a los pobres y conservar sus privilegios. A los ricos no les importa que la ley sea severa, porque no teniendo necesidades, tampoco tienen motivos para quebrantarla”).
Treinta años después de aquellos acontecimientos, que marcaron su vida de un modo indeleble, sor Consuelo volverá al pequeño pueblecito para esperar la llegada de la muerte. Y aprovecha esas semanas finales para poner en orden sus recuerdos y prepararse para el tránsito.

Imposible no emocionarse con esta obra. Imposible no admirarla. Imposible no aplaudir a Eduardo Mendoza, puesto en pie, por ser capaz de componer una historia tan emotiva, tan sugerente, tan perfecta.

jueves, 22 de octubre de 2015

El ámbito de la luz



Hay muchos modos de escribir poesía y varios de ellos los frecuento con asiduidad, pero reconozco que siempre acabo por volver al sendero con el que más me identifico y del que más reflexiones extraigo: a los versos que hablan del Tiempo, de la melancolía que el paso de las horas depara al ser humano. Más de una vez se ha dicho que los grandes temas de la literatura, los grandes misterios, son el amor y la muerte. Pudiera ser verdad. Y en ambos se corre siempre el peligro de incurrir en el lugar común, en la ñoñería o el tremendismo, en lo risible o lo patético. Salvo, claro está, que nos encontremos ante un poeta que sabe lo que está haciendo, que se instala ante el folio o la pantalla de ordenador y se queda en silencio, pensando, adentrándose en sí mismo, escuchándose.
Pedro Antonio Martínez Robles es uno de estos seres excepcionales, un artesano, un músico tenue de la palabra. La demostración más reciente se titula El ámbito de la luz, fue laureado con el II Premio Internacional José Zorrilla y lo tenemos en nuestras manos gracias a los buenos oficios del sello Algaida, que lo edita exquisitamente. En sus versos, el poeta de Calasparra nos habla de vasos de bourbon bebidos al calor de una barra, de retornos a los paisajes de la niñez, de personas que ya partieron y que dejaron su huella en el alma de quienes los rodeaban, de tardes oscuras de septiembre, de casas familiares a las que se vuelve con un punto de tristeza, de pasillos zaheridos por el polvo, de huertos donde colores y aromas se alían para provocar ensoñaciones en el vate y de calles con herrumbre.
Pero el gran prodigio de estas páginas, como he dicho antes, es que Pedro Antonio Martínez Robles consigue moldear una música impecable en sus versos, convirtiéndolos en notas de una sinfonía emocional que te rodea desde que inicias la lectura. Recorrer estos poemas implica dejarse empapar por su sonido íntimo, que jamás es machacón ni estridente, sino elegante y profundo, dulce y elevado. Es como si metieras la mano en el agua y la movieras sin hacer ruido. O como si, sentado al pie de un árbol, mirases en silencio hacia el horizonte mientras el sol declina.

Un excelente poeta y unos versos rotundamente aquilatados. Dos razones de peso para sumergirse en El ámbito de la luz y disfrutar con sus propuestas.

martes, 20 de octubre de 2015

Silencio



A veces ocurren cosas como ésta: durante años has observado un libro en tus estanterías y no te animabas a cogerlo; y cuando por fin lo has hecho y has recorrido sus páginas (las “has fatigado”, como diría Jorge Luis Borges) se te ponen los ojos a dar vueltas y te arrepientes de no haberlo sumergido antes en él, porque te ha encandilado el estilo de su autor. O bien ocurren cosas como ésta, que supone su antítesis: que después de haber escuchado durante años y a diferentes personas una serie de elogios sobre determinado novelista o cierta poeta o dramaturga, te encuentras con una obra suya, la lees de punta a rabo y frunces la boca pensando que dónde están las presuntas excelencias que atesora el volumen a juicio de otros.
Jamás había leído a Clarice Lispector, así que coger su obra Silencio, traducida por Cristina Peri Rossi, suponía una aventura, un sendero nuevo por roturar.  ¿Era tan maravillosa como aseguraban? Personas a quienes respeto desde hace mucho tiempo habían pronunciado y escrito unos juicios tan admirativos sobre la escritora brasileña que, finalmente, opté por incorporarla al grupo de lecturas pendientes. Pero el experimento, debo decirlo con sinceridad, me ha dejado vacío. Ni uno solo de los relatos me ha conmovido, ni uno solo de los personajes me ha conmocionado, ni uno solo de los argumentos me ha parecido seductor o mágico o inolvidable. Salvaría del conjunto “La partida del tren”, pero con todos los demás haría cucuruchos para meter castañas asadas o palomitas de maíz.
¿Repetiré con otra obra suya? No estoy en condiciones de ser tajante, porque me fastidia estigmatizar a nadie tras la lectura de uno solo de sus libros, pero se me antoja dudoso. Lo dejaremos en un interrogante.

domingo, 18 de octubre de 2015

La verdadera



Harry Trellman, que vivió un buen período de su infancia en un orfanato, reside ahora en Chicago, donde se encuentra en estado de “semi-jubilación” tras haber dejado su empresa de importación de arte oriental prácticamente en manos de sus empleados. Mantiene una relación amistosa con el viejo multimillonario Sigmund Adletsky, quien incorpora a Trellman a su equipo de asesores. Todo es plácido para él, después de muchos años de trabajo y de hacerse un hueco en la complicada vida financiera norteamericana.
Pero el instante que se convertirá en un punto de inflexión en su vida vendrá cuando vuelva a encontrarse con Amy Wustrin, un amor de adolescencia que no ha podido olvidar durante todo este tiempo. Ella es decoradora de interiores, ha perdido a su esposo hace unos meses y, por caprichos del azar, sus caminos se cruzan. Ni siquiera los sucesos más turbios del pasado (su esposo consiguió el divorcio haciendo que fueran escuchadas en el juicio unas grabaciones de Amy gritando de placer mientras practicaba sexo con su amante) consiguen que Harry Trellman la vea de un modo distinto o se desengañe (“Miré la cara de Amy. Ninguna otra persona en la Tierra tenía rasgos como ésos. Eso era la cosa más asombrosa en la historia del mundo”).
Ahora, el señor Adletsky ha contratado a Amy para que tase el mobiliario de un edificio que piensa adquirir… y aprovecha la coyuntura para acercar los caminos de Harry y su antigua novia. Lo que ocurra a partir de ahí tendrá que decidirlo el Destino, con sus largos tentáculos invisibles.
Una obra tan corta como intensa, en la que hay pinceladas de humor, trazas de melancolía, agudos guiños sobre la mentalidad de los judíos y, sobre todo, la impresionante crónica de un amor que ha permanecido incólume durante más de treinta años en el corazón y al alma del protagonista, y que ha mediatizado y dirigido el sendero de su existencia.

Ahora que celebramos el primer centenario del nacimiento del canadiense Saul Bellow (1915-2005) podemos conectarnos a su obra con esta hermosa novelita publicada en 1997 y que fue, a la postre, una de sus últimas entregas.

viernes, 16 de octubre de 2015

Perros e hijos de perra



Tristemente habituados a la deslealtad en sus múltiples formas, los seres humanos advertimos en los perros unos sentimientos de vínculo, de proximidad inquebrantable y de amor hacia sus dueños que, sin ser capaces de explicar, nos sobrecogen. Los etiquetamos para nuestra comodidad de “animales inferiores”, pero lo hacemos con la boca pequeña, porque algo en el brillo de sus ojos nos provoca la humillación de sentirnos casi siempre por debajo de ellos. Tal vez por esa extrañeza, ancestral, insondable y profunda, les tributamos un cariño tan respetuoso y tan perplejo.
El cartagenero Arturo Pérez-Reverte, uno de los mejores prosistas vivos que tiene nuestro idioma, dedica las páginas de Perros e hijos de perra (Alfaguara, 2014) a estos seres entrañables. Nos habla del viejo labrador que tuvo durante años (Sombra), así como del que vino a sustituirlo después de la muerte de éste (al que puso un nombre extraído de la novela dumasiana Veinte años después); nos habla de los desalmados que abandonan a sus perros cuando llega el período vacacional, o cuando se hacen mayores y ya no atesoran la gracia pizpireta de sus años de cachorros; nos habla de la historia que le contó su amigo Sealtiel Alatriste sobre un chucho mejicano que generó una cofradía afectuosa a su alrededor; nos explica la historia de un perrillo que lamió la mano de una parturienta asustada... Y así hasta superar los veinte artículos sobre perros domésticos, vagabundos, pintados, simpáticos, huraños o indolentes, escritos con una elegantísima emotividad tenue y acompañados con espléndidas ilustraciones de Augusto Ferrer-Dalmau.

Un libro que querrán tener en sus estanterías y que leerán con auténtica emoción.

jueves, 15 de octubre de 2015

Teniente Bravo



Juan Marsé. Para qué decir más. Uno de los narradores más sostenidamente brillantes del siglo XX español, con sus cuentos y novelas, con sus estampas inigualables de postguerra, con sus viudas lánguidas, con sus niños arrabaleros que se buscan la vida como pueden, con sus amantes bilingües, con sus chicas que llevan bragas de oro, con sus murcianos en Barcelona, con su prosa de luz y puñetazos… En este volumen se recogen tres narraciones suyas de espléndido formato.
En la primera, “Historia de detectives”, nos encontramos con un grupo de chicos que viven en la Barcelona de postguerra y que, liderados por Juanito Marés (el juego nominal es tan conocido que no hará falta insistir en él) e instalados en un viejo coche Lincoln abandonado, se dedican a espiar a diversas personas para intentar averiguar cosas sobre ellas. Una de esos personajes seguidos es una mujer muy atractiva, que presenta un aspecto lloroso y que se entrevista en un café con un hombre desconocido. Cuando aparezca un hombre ahorcado al poco tiempo, terminarán de atar los cabos de la historia.
En la segunda narración, “El fantasma del cine Roxy” (que luego sirvió a Joan Manuel Serrat para componer una de sus canciones más conocidas), veremos el estupor que asalta a la empleada bancaria Carmela cuando comience a descubrir en todas las dependencias de su oficina (pasillos, ventanillas, sótano) a una serie de fantasmas de personajes cinematográficos, precisamente porque en ese lugar se encontraba antaño el cine Roxy.
Y en la tercera, “Teniente Bravo”, no tendremos más remedio que asombrarnos y finalmente reírnos con la terquedad orgullosa e infantil de un teniente que, empeñado en demostrar a sus reclutas cómo se salta el potro, no hace otra cosa que acumular descalabros, costaladas, moratones y heridas, sin que la actitud disuasoria del sargento Lecha sirva para moderar su estupidez.

Un libro para quedar deslumbrado con el poderío verbal de Juan Marsé, con las “aventis” de sus pobres niños protagonistas y con la tristeza gris de una sociedad malbaratada por el franquismo, que empapó y pudrió varias décadas de la vida española. Memorable.

martes, 13 de octubre de 2015

La abogada del vértigo



Nos explica la contraportada del libro que esta novela del italiano Piero Meldini puede ser “definida como un thriller gótico, y comparada con El nombre de la rosa de Umberto Eco”. Nos habla luego, para terminar de engolosinar a los lectores convencionales, de su “trama policíaca”. Pero lo que olvida decirnos el anónimo comentarista es que nos disponemos a leer una novela breve pero difícil, cargada de símbolos teológicos y de meandros psicológicos de inagotable magnitud, que no todos los paladares podrán degustar ni todos los estómagos digerir. Eso, desde luego, no habría servido para promocionar las ventas de la obra, así que la simple mención de tales dificultades es omitida. ¿Maniobra legítima? Desde el punto de vista comercial, sí. Desde el punto de vista literario, no estoy tan seguro.
Resumido de un modo tosco, el argumento  podría ser éste: Vincenzo Dominici, hombre que perdió durante su juventud a la mujer que amaba, se ha convertido en su vejez en un biógrafo respetado, que lleva años elaborando una hagiografía de la beata Isabetta, abogada contra el vértigo. Pero todo adquiere una dimensión angustiosa cuando nuestro protagonista descubre gracias al bibliotecario Manara un antiguo manuscrito en el que está consignada una profecía sobre el final de los tiempos y donde se explica que quien lea sus líneas acabará matando a una mujer. Dominici, aterrado, acude a su amigo monseñor Berlinghieri, el cual no consigue calmar su ansiedad. Y la situación se volverá especialmente dramática cuando la policía descubra el cadáver de una chica muy joven en la puerta del hagiógrafo. Dominici, turbado, al borde del colapso emocional y mental, se declara culpable.
Mantendré el suspense de lo que pasa en la obra a partir de ahí, pero sí que subrayaré (porque lo pide la honestidad) que ningún lector debe esperar en sus páginas finales una solución sencilla, ni trucos de prestidigitador barato. Piero Meldini no circula por esos carriles. Mezclando lirismo, psicología y teología, urde una malla tan fina, tan sutil, tan elegante y honda que no todos los lectores de la obra sabrán valorarla en su justa medida.

Chapeau para el autor de Rimini y también para Ediciones Destino que, por medio del traductor Carlos Manzano, la puso en nuestras librerías en 1996.

lunes, 12 de octubre de 2015

Diario de un enfermo



Escribió el madrileño Ramón Gómez de la Serna, en uno de sus libros singulares, que no hay discusión posible: o se tiene la mitología del café o no se tiene. Equivalía este juicio perogrullesco a sostener que es inútil emitir dictámenes sobre gustos, porque están condenados al fracaso. Con la prosa de José Martínez Ruiz, Azorín, ocurre algo parecido: o te seduce desde el principio o no le encuentras asidero por donde amarrarla. Entre quienes opinan que se trataba de un genio y quienes esclafan que su prosa era cobarde (Paco Umbral dixit), a duras penas se habilita un término medio. Para quienes deseen comprobar cuál es su postura, el sello Cátedra acaba de lanzar el Diario de un enfermo (edición de Monserrat Escartín Gual), que fue la primera producción novelística del alicantino, publicada allá por 1901.
El eje argumental, tan débil como prescindible, se vertebra alrededor de un joven novelista hiperestésico que, después de numerosos paseos por la ciudad y sus alrededores, acaba enamorándose de una chica pálida, elegante y silenciosa con la que acaba contrayendo matrimonio. Apenas más. Pero esta condición de “argumento feble” no constituye una flaqueza o un error del monovero, sino que es directamente buscada por Azorín, que está mucho más interesado por otros elementos en su libro, como la observación minuciosa de los paisajes, el retrato detallista de las figuras humanas que va encontrando en sus paseos o el apunte sociológico sobre costumbres, vestimentas o ritos sociales de su entorno. Construyendo pequeños cuadros narrativos en forma de diario, y dejando que la sensibilidad del lector vaya uniendo esos bloques entre sí como si fueran teselas de un mosaico, Azorín deja en nuestras manos una especie de vidriera anímica de gran colorido y de alta sensibilidad.
Estilísticamente, Diario de un enfermo es una obra que ya anticipa de modo muy claro lo que serían las restantes producciones de José Martínez Ruiz: frases cortas, donde las aliteraciones y los paralelismos trazan una envoltura musical muy llamativa, que se percibe con nitidez en cualquier página que escojamos al azar; léxico amplio, con propensión a utilizar expresiones añejas, campesinas o en desuso; grandes dosis de adjetivos, que salpican el texto a veces de una forma un poco atosigante; y un tono general de melancolía que impregna cada párrafo con una especie de bruma perforada por el sonido de las campanas.
No puede dejarse de lado en este volumen la fabulosa introducción y el prolijo apartado bibliográfico que la doctora Monserrat Escartín Gual, docente en la universidad de Girona, aporta para comprender mejor la obra. Un total de 230 páginas nos sitúan ante el libro con una amplitud de datos absolutamente anonadante, que nos despejan todas las dudas posibles sobre este volumen que el narrador alicantino nunca consideró digno de elogio. De hecho, resulta curiosa la forma en que, durante décadas, no fomentó ninguna reedición, ni se animó a incluirla en ningún tomo de obras selectas, ni de fragmentos escogidos, ni similares (los detalles pueden leerse entre las páginas 207 y 209).

En suma, una oportunidad magnífica para valorar mejor la figura de José Martínez Ruiz (1873-1967), uno de los componentes más notables de la generación del 98. En concreto, del que más cerca estuvo de Murcia (en concreto, de Yecla, donde sus huellas todavía se respiran por doquier).

sábado, 10 de octubre de 2015

Muerte de un viajante



“¡Yo no soy un don nadie! ¡Soy Willy Loman!”. Con esas palabras se enfrenta (o se camufla) el viajante otoñal que protagoniza esta pieza de Arthur Miller a su hijo Biff, que pretende abrirle los ojos ante la realidad de su existencia: que tras varias décadas sirviendo a su empresa con fervor, devorando miles y miles de kilómetros en su coche, sonriendo a todos, ilusionándose con la posibilidad de llegar a ser socio y esperando mejoras de sueldo, ahora es un anciano al que le han retirado la confianza, que sobrevive de las comisiones y del que todos quieren desembarazarse como sea. Pero él se niega a aceptarlo. Se aferra a la ilusión de que tiene centenares de amigos y clientes en varios estados del país y que si muriese el funeral sería todo un espectáculo de lágrimas y gratitud. Él es alguien importante. Alguien querido. No es un fracasado.
Los tres seres que forman su familia inmediata son Linda (su abnegada mujer, que lo protege y cuida con una entrega casi religiosa), su hijo Happy (que vive en la casa con ellos y que adora a su hermano) y Biff (antigua promesa deportiva a la que las cosas no le fueron como su padre soñaba, y que ha terminado por convertirse en un muchacho sin un trabajo estable y con un comportamiento social más que discutible).
Willy Loman soñó con que su hijo Biff llegase a ser un ídolo deportivo con un sueldo astronómico y a ello subordinó todo: le reía siempre las gracias cuando éste faltaba a clase en el instituto o parodiaba a sus profesores; tildaba de chiquilladas sus pequeños hurtos; o despreciaba a su sobrino Bernard porque era un empollón, en lugar de ser un atleta como su retoño… Ahora, muchos años después, Biff es un fracasado con motas de rencor (“Nunca he llegado a ninguna parte porque me llenaste tanto la cabeza de pájaros que no puedo aceptar órdenes de nadie”); Willy Loman reconoce ante su jefe que no tiene dónde caerse muerto (“He trabajado treinta y seis años para esta empresa, Howard, ¡y ahora no puedo pagar mi seguro! No puedes comerte la naranja y tirar la piel”); y Linda se mantiene en medio de esta tempestad, ocultando que sabe cosas para no amargar a su esposo, aunque se las exponga con claridad a sus hijos (“Viaja más de mil kilómetros, y cuando llega a su destino nadie le conoce, nadie le da la bien­venida. ¿Y qué pasa por la cabeza de un hombre que recorre mil kilómetros sin ganar un centavo? ¿Por qué no habría de hablar consigo mismo? ¿Por qué no? ¡Tiene que recurrir a Charley, pe­dirle prestados cincuenta dólares a la semana y fingir delante de mí que eso es lo que ha ganado! ¿Hasta cuándo podrá seguir así? ¿Hasta cuándo? ¿Comprendéis qué es lo que estoy esperando aquí sentada? ¿Y me decís que no tiene carácter? ¿Un hombre que no ha dejado de trabajar un solo día por vosotros? ¿Cuándo le van a poner una meda­lla por eso? ¿Es ésta la recompensa?”).
Un oscuro secreto del pasado, que solamente conocen Willy y su hijo Biff y que no comentan jamás con nadie, empaña sus relaciones desde la adolescencia.
Pocas obras teatrales me han conmocionado en mi vida como esta pieza de Arthur Miller, que ya he leído tres o cuatro veces y que he visto en su versión cinematográfica otras tantas.

Para no perdérsela.

jueves, 8 de octubre de 2015

El vengador



El protagonista de esta novela de Castillo-Puche es Luis, un alférez provisional del bando vencedor en la guerra civil del 36, que vuelve a su pueblo, Hécula. Y allí se encuentra con un panorama terrible: su hermano Enrique ha sido linchado, salvajemente apuñalado por una horda sin control y abandonado a su suerte hasta que se desangra en medio de la plaza; su hermano Pablo ha sido acribillado en Pinilla, tras ir de casa en casa buscando un refugio que nadie le otorga; y a su madre la han baleado a través de la puerta de su casa, y la han dejado morir sin prestarle ningún tipo de auxilio.
Nuestro protagonista, evidentemente, está habitado por la rabia de haber perdido a esos seres; y el rencor le impide integrarse en su pueblo en condiciones sosegadas. Fernando Fernán-Gómez escribió una vez que el final de la guerra civil no trajo la paz, sino la Victoria. Para Luis, el fin de la guerra trae, como no podía ser de otro modo, la Venganza. Su cuenta familiar no está a cero, sino que se encuentra (usando un expresivo sintagma bancario) en “números rojos”: hay varios cadáveres desperdigados que le impiden la amnesia y la normalización. Pero lo más sugerente de esta obra (y lo que la enriquece desde el punto de vista psicológico) es que Luis no es un vengador motu proprio, sino un vengador inducido. Es el pueblo el que lo anima a tomar represalias y el que lo azuza para que provoque el derramamiento de sangre. Si nos asomamos al interior de la novela, encontraremos abundantes citas donde esto se advierte con claridad meridiana. Así, en la página 32 apunta: “Me empezaban a faltar las fuerzas para enfrentarme con la realidad de mi casa. Me creía obligado a entrar a tiro limpio, sembrando la venganza” (la cursiva es mía). O más adelante, cuando dice, refiriéndose a esos muertos que lo circundan y que lo oprimen: “Pensaba que, tarde o temprano, tendría que hacer unos cuantos hoyos y escarbar buscando lo que quedara de ellos. El pueblo me lo reclamaría” (otra vez la cursiva es mía). Son varias las ocasiones en que la voz de Luis comenta que el pueblo lo presiona de mil formas para que ultime su venganza... pero él la va demorando hasta que, llegando a las últimas páginas de la novela, alcanza la paz definitiva de una forma inesperada.
Si se ha hablado en ocasiones de los héroes cansados, José Luis Castillo-Puche investiga en esta magnífica obra la posibilidad de que existan, también, los vengadores cansados; las personas que, hastiadas del acoso y de amoldarse a los cánones que en teoría tendrían que respetar y cumplir, eligen un destino anómalo.

A mí me ha parecido un texto excelente, no sólo desde el punto de vista literario, sino también desde el punto de vista psicológico. Me quito el sombrero ante el narrador de Yecla.

martes, 6 de octubre de 2015

El libro de Rachel



Charles Highway es un joven de 19 años que se encuentra a pocas horas de dar el salto hacia los 20. Y tal brinco temporal, que para muchos podría antojarse intrascendente, para él adquiere matices casi épicos: dejará de ser un muchacho para convertirse en un hombre. Es al menos su opinión. Charles es un chico que vive en Inglaterra en el seno de una familia no demasiado convencional (su padre, por ejemplo, vagabundea de amante en amante, ante la indiferencia dolida de su esposa) y que tiene claro que antes de traspasar la mítica frontera de los veinte ha de cumplir una serie de metas personales (“Aún me quedaban por hacer algunas cosas propias de jóvenes: conseguir un empleo, preferiblemente rastrero y no cualificado; tener un primer amor, o al menos acostarme con una Mujer Mayor; escribir más poemas primerizos y endebles para, de este modo, completar mi serie Monólogo adolescente; y, bueno, ordenar, simplemente, mi infancia”).
Ha mantenido relaciones sexuales con chicas (fingió que se iba a España con el dinero que le dio su padre por sus notas, pero en realidad estuvo en Londres), pero ninguna de ellas ha resultado trascendente o le ha dejado huella. También reconoce sin rubor que se ha masturbado más de una vez (“febrilmente”, anota) pensando en su hermana Jennifer, a quien describe con basta crudeza (“Aunque fuese una rubia más bien parduzca, y una mujer de huesos grandes, pechos considerables, caderas anchas y, en general, un poco cetrina, no había motivos para creer que una vez desnuda olería a huevos duros y bebés muertos”). Iguales términos despectivos exhibe a la hora de describir a su directora de estudios (“sus cejas eran más abultadas que el tupé de un teddy-boy, y los dientes le salían de las encías en ángulo recto”), a su padre (“viejo plasta”), a su cuñado (“el aterrador marido de mi hermana”), etc.
Su actitud con los demás es altanera, casi desdeñosa, y va dejando sus opiniones en unos cuadernos adolescentes donde literatura e impudor se amalgaman. En ellos habla de Gloria (una chica con la que se acuesta de vez en cuando), de los juicios que le merecen los autores a los que va leyendo; y, en especial, de Rachel, una muchacha con la que establece una relación sexual y sentimental muy intensa y a la que convierte en pértiga para saltar las bardas de la juventud. Al principio intenta mostrarla como una más de la lista, pero pronto tendrá que rendirse a la evidencia de que la muchacha le ha llegado más hondo (“¡Santo Dios, cómo me gustaba!”). Al final, consciente de que si continúa con esta chica se va a producir un choque entre su corazón y sus ansias de libertad, Charles tendrá que tomar una decisión al respecto.
Martin Amis, con una prosa elegante, juvenil y sugerente consigue componer a un personaje antológico de la novelística británica. Poderosamente magnética.

lunes, 5 de octubre de 2015

Arthur & George



Para ciertos reseñistas, y para algunos profesores de literatura, constituye un auténtico deporte olímpico (que practican con una devoción digna de mejor causa) humillar a los lectores que tienen enfrente diciéndoles que si no conocen tal obra o a determinado autor están incurriendo en la estulticia o chapoteando en la miseria intelectual más deplorable. Me abstendré, por tanto, de abocarme hacia esa insensatez. Pero no me resistiré a ofrecerles un consejo amistoso, efusivo y cordial: lean si tienen ocasión la novela Arthur & George, de Julian Barnes. La publicó en 2007 el sello Anagrama, traducida por Jaime Zulaika, y es una auténtica delicia para la inteligencia y para el paladar literario.
En ella se nos cuenta una historia realmente asombrosa y atosigante: la del joven abogado George Edalji (un inglés de ascendencia parsi) quien, a raíz de unos extraños acontecimientos que ocurren en el pequeño pueblo de Great Wyrley, se ve cercado por un muro de murmuración, insidias y acusaciones sin base, que lo terminan conduciendo a prisión. Una vez allí, Arthur, un escritor que también es abogado, decide arrostrar con el peso de su defensa y demostrarle al mundo entero que el joven Edalji es inocente de todas las monstruosidades y delitos que se le imputan.
Hasta ahí, la historia es atractiva y suculenta; pero convendrá que añada a mi síntesis dos detalles cruciales. El primero es que la historia ocurrió realmente, en los primeros años del siglo XX; el segundo es que Arthur, el intrépido abogado-escritor que asume su defensa, no fue otro que Arthur Conan Doyle, mundialmente famoso por haber creado al detective más famoso de todos los tiempos: Sherlock Holmes.
Disfrutarán con este libro los amantes de la buena prosa, de los análisis psicológicos (figuras como Edalji, Arthur, la señorita Leckie o Shapurji alcanzan la cima de la excelencia, y se nos muestran ante los ojos no solamente fotografiados, sino incluso radiografiados), de las intrigas llevadas con elegancia y de los diálogos bien construidos (quien quiera comprobarlo sólo tiene que acudir a la tensa y brillante disputa detectivesco-policial que el capitán Anson y Arthur Conan Doyle mantienen entre las páginas 387 y 409).

Y si al acabar esta obra quedan tan deslumbrados como resulta previsible por la habilidad literaria de Julian Barnes no tienen que preocuparse: la editorial Anagrama ha publicado en España una gran cantidad de obras del británico, desde sus novelas (El loro de Flaubert, El puercoespín, Una historia del mundo en diez capítulos y medio, etc) hasta volúmenes menos conocidos (como El perfeccionista en la cocina). Acudan a ellas y déjense embriagar por una de las prosas más seductoras de nuestro tiempo.

sábado, 3 de octubre de 2015

El hotel encantado



Hacia 1860, lord Montbarry ha tomado una decisión trascendental: abandonar a su amada Agnes para contraer matrimonio con una mujer de reputación más bien dudosa, la enigmática condesa Narona. Todo el mundo, menos la dulce mujer abandonada, se encuentra indignado con esta aparatosa decisión del noble, incluyendo a Henry, el hermano de lord Montbarry, que se ha enamorado en secreto de la hermosa Agnes. Pero los esponsales se celebran sin más dilación y el matrimonio se marcha de viaje para celebrar las nupcias. Tras algunos meses deciden establecerse en una gran estancia en Venecia, donde se producen dos hechos sumamente desagradables: el primero es la muerte de un sirviente de lord Montbarry (el señor Ferrari); y el segundo es el fallecimiento, por pulmonía, del propio lord... Un tiempo después, cuando la vivienda se ha convertido en un lujoso hotel, comienzan a producirse en la habitación donde murió lord Montbarry algunos impactantes sucesos: olores desagradables, imágenes fantasmales que aparecen y desaparecen, etc. ¿Qué está ocurriendo en realidad? ¿Qué misterio esconden aquellas paredes? La única que parece conocer la respuesta es la condesa Narona, la viuda, quien se niega a seguir utilizando el título de su marido y se muestra esquiva cuando la interrogan al respecto. Pero Henry está dispuesto a llegar hasta el final de sus pesquisas, para saber lo que realmente ocurrió con su difunto hermano... Wilkie Collins, con su excepcional habilidad para crear atmósferas de terror y de inquietud, consigue que los lectores se estremezcan en muchas de sus páginas, sobre todo porque la aparición de cabezas flotantes y olores fétidos no son acontecimientos que dejen precisamente indiferentes a los protagonistas de la narración. De paso, nos deja en sus páginas las opiniones sumamente positivas que le merecían a Collins los norteamericanos (“No son tan sólo el pueblo más hospitalario que hay sobre la faz de la tierra, sino también los más pacientes y de mejor carácter”, pp.141-142) o las menos elogiosas que guardaba para los pueblos del sur (“Existe la errónea creencia de que los meridionales poseen una gran imaginación. Jamás ha habido equivocación más grande. No encontrará usted gente menos imaginativa que italianos, griegos o españoles. Para todo lo fantástico, para la creación, son espíritus muertos”, p.166). Como siempre, el magnífico estilo narrativo de Wilkie Collins empapa la obra de principio a fin, permitiéndose juegos de toda índole: cambios de perspectiva, introducción de una pieza teatral que va resumiendo casi escena a escena, multiplicidad de voces... Una polifonía narrativa con la que el maestro de la intriga disfruta y hace disfrutara sus numerosos lectores. Magnífica.

jueves, 1 de octubre de 2015

La mano de Midas



Ocurre en ocasiones (en contadísimas ocasiones) que un libro llega a convertirse en una especie de resumen, condensación o aleph de todas las obras anteriores de su autor. Y en ese instante y en ese volumen hay que detenerse para reflexionar, porque sin duda la ocasión lo merece. Es lo que ocurre en la novela La mano de Midas, que el madrileño Antonio Parra Sanz acaba de editar en el sello Amarante, con una atinadísima portada de Salvador Martínez Pérez. Y muchas son las hipótesis y preguntas que pueden formularse al hilo de esa circunstancia excepcional: ¿se trata de la obra culminante de la carrera de Antonio Parra Sanz? ¿Se trata tal vez de un punto de inflexión? ¿Qué pretende el novelista con esa mixtura de elementos anteriores: lanzar un guiño a sus fieles, consolidar nexos entre sus diferentes producciones para vertebrar un todo narrativo, fijar su universo novelístico para construir sobre él nuevos edificios en los años venideros? El tiempo, como siempre, nos facilitará la respuesta.
En las páginas de esta inteligente y fluida novela negra, el versátil escritor madrileño desplaza la ambientación a la ciudad de Cartagena, en la que encontramos a los tres miembros de su singular agencia de detectives: el descomunal Galindo (que aprovecha la estancia en un hotel de La Manga del Mar Menor para someterse a un “estricto” régimen de adelgazamiento), su secretaria Caridad (que por fin parece haber visto reconocido su estatus de amante del jefe, después de años de disimulos y clandestinidades) y, sobre todo, Sergio Gomes, el hombre atribulado que sigue añorando a su mujer (Paulita), que no puede quitarse de la cabeza a la austríaca que irrumpió en su vida hace ya algún tiempo (puede verse la novela Ojos de fuego, del mismo autor, para los detalles) y que, por sorpresa, conocerá a dos nuevas mujeres que gravitarán sobre su espíritu de un modo turbador: la forense Silvia Férez y una prostituta a la que conocen como La Karenina. ¿Y cuál es el caso para el que contratan los servicios de Gomes? Pues uno tan aparentemente trivial como posteriormente enrevesado: la muerte de Benjamín Blaya, masajista y dueño de un gimnasio. La versión oficial habla de accidente o de suicidio, pero sus familiares opinan que la verdad es otra... Escarbando, Gomes se encontrará con todo tipo de sorpresas, que salpicarán a los personajes más variopintos: menudeo de drogas, tráfico de reliquias arqueológicas, infidelidades matrimoniales, venganzas a varias bandas, ucranianos violentos, exboxeadores enamorados, echadoras de cartas...
Y, lo más importante, un novelista en estado de gracia que nos cuenta su historia con constantes aciertos literarios (“Un BMW metalizado casi hasta la ceguera”), con extraordinaria solvencia arquitectónica, con fórmulas donde condensa interesantes reflexiones sobre la vida (“Tal vez el valor no consista más que en la insensatez de evadirse del peligro pensando cosas ridículas”), con capítulos de gran fuerza narrativa e, incluso, con una sorpresa final que nadie (o casi nadie) será capaz de prever, y que dará un vuelco a la obra.

En un instante de la narración (p.112) nos habla Antonio Parra Sanz de las rotondas y nos dice que en ellas “nunca sé quién tiene que ceder el paso a quién”. Una cosa está clarísima para mí: hoy por hoy, el escritor madrileño no tiene que cederle el paso a nadie, novelísticamente hablando. Se ha ganado a pulso el lugar donde se encuentra. Y lo que está por venir, que me atrevo a vaticinar que no será poco. No olviden el nombre de Antonio Parra Sanz: les acabará sonando con gran fuerza en los próximos años.