El modo en
que elegimos nuevas lecturas puede ser planificado, pero también azaroso. Aunque
desde el punto de vista político su postura me resultaba del todo insoportable,
a Gabriele D’Annunzio lo tenía en el bloque de “escritores pendientes” desde
hace años; y ha bastado volver a ver la película “El cartero (y Pablo Neruda)”
para que la mención del italiano me condujese hasta una de sus obras. Se trata
de La ciudad muerta, que traduce
Ricardo Baeza en una edición antigua y que plantea una serie de conflictos
amorosos y psicológicos tratados de forma lírico-dramática.
Cuatro son
sus protagonistas principales (Ana, una bella y joven ciega; Alejandro, su
esposo; Leonardo, el mejor amigo de Alejandro; y Blanca María, la hermana de
este último) y la acción se sitúa cerca de las ruinas de Micenas, en la llamada
Ciudad Muerta. En este espacio arqueológico los dos hombres están procediendo a
exhumar los tesoros de Agamenón y Casandra (pensar en Heinrich Schliemann
resulta inevitable), mientras la sed, el calor, la soledad y las tensiones emocionales
los rodean: Alejandro, aunque ama a su joven esposa, no puede evitar enamorarse
también de Blanca María; y el hermano de ésta, atrozmente, también ha vuelto
sus ojos en la misma dirección y en el mismo sentido. La esposa sospecha, llora
y se muestra dispuesta desde el principio a perdonar. Pero no todos los
personajes piensan lo mismo, ni adoptan la misma actitud tibia o conciliadora.
Escrita con
un lirismo muy acusado, y con parlamentos que contienen trazas de índole religiosa
o filosófica, La ciudad muerta guarda
conexiones estilísticas con piezas teatrales del mismo tono (Federico García
Lorca, Albert Camus, etc), no sólo por la acusada poesía de sus frases, que
parece destinar el texto más a la lectura que a la representación, sino también
por el sentido trágico que la muerte imprime a sus instantes finales, con la
inmolación ritual de un personaje para que los demás puedan seguir viviendo de
un modo menos perturbador.
No me ha
desagradado, desde luego.