No
hacía muchos meses que acababa de desembarcar en la universidad de Murcia para
estudiar Filología y, escrupuloso y lleno de avaricia, dedicaba el ochenta por
ciento del tiempo a leer. Me interesaban los clásicos y los modernos, los
locales y los foráneos, los prosistas y los poetas, los hombres y las mujeres.
Una vez alcanzado el sueño de ingresar en la carrera que me permitiría ser
profesor de literatura, tenía la ambición de leerlo todo, de empaparme de
novelas, de llenar mis ojos con poemas, de tapizar mi corazón con cuentos. Y en
1986 llegué hasta una obra de la que había escuchado maravillas, y que había
sido escrita por un tal José María Álvarez. Era mastodóntica y extraña. Era
sorprendente y proteica. Yo nunca había leído nada que se pareciese, ni
siquiera de forma lejana, a aquello. Llené el tomo (lo recuerdo bien, porque lo
conservo) de subrayados, signos de exclamación, signos de interrogación y
flechitas. Me embriagó.
Luego,
cuando conocí la imagen borgiana del Aleph, volví a pensar en este tomo y
comprendí que un volumen que contuviese todos los vinos del sur, todos los
paisajes del mundo, todos los idiomas, toda la belleza femenina, toda la música
de Mozart, todo el fulgor sherezádico, todas las cargas de caballería, todos
los paraísos perdidos y todos los puertos de mar, podía ser considerado también
un Aleph literario. Y, desde luego, Museo de cera era el más perfecto
que yo conocía por entonces.
Un
año más tarde (quizá dos, no sabría precisarlo), un amigo también aficionado a
la lectura, me dijo que encontraba en esa obra un exceso de pedantería, por las
citas continuas que, en varios idiomas, salpican el texto. Yo discrepé con
aquel análisis y le comenté mi impresión: que las citas me parecían un reflejo
de todo lo que Álvarez había encontrado en su navegación por el mundo de
la cultura, mientras que sus propios versos eran lo que había buscado (o
creado). Y que la conexión entre ambos territorios (hilos de oro o de
niebla) bien podría ser su vida, o su espíritu, o la luz (primera y última) que
lo justificaría para la posteridad.
Treinta
y seis años después, dedico las noches de dos semanas a releer los poemas
prodigiosos de Museo de cera y vuelvo a encontrarme con el éxtasis
juvenil de entonces. Degusto con infinito deleite, una vez más, el universo de José
María Álvarez, su dedicación extasiada y plena al arte, el alcohol, la belleza
y el mundo, convertidos en versos asombrosos, versátiles, mudables y llenos de
plenitud. Ningún óxido ha atacado sus páginas, ninguna humedad las ha rebajado
o herido, ninguna sombra las enturbia. Durante esas dos semanas he visitado
lupanares, he contemplado ocasos, he bebido vino, he escuchado el color del
mar, he olido la fragancia tenue de los imperios desaparecidos, he afrontado
espejos, he sentido a mi alrededor la majestad de las viejas alamedas y, cuando
he sentido la vanidosa tentación de juzgar que estaba entendiendo al
poeta, la sospecha de que quizá aún no del todo me ha obligado a un compromiso:
releer la obra dentro de diez años.
Añadiré
una curiosidad: al pasar una de las páginas del libro, he advertido que era un
poco más gruesa que las demás… y entonces he comprobado que se trataba de dos
hojas pegadas. Eso significa que he tenido acceso a dos páginas nuevas,
que en 1986 ignoré involuntariamente. O quizá es que Museo de cera (otra
vez Borges me auxilia) sea siempre una hoja que infinitamente se abre en dos
más, y que por tanto su lectura y su belleza son inabarcables. Ojalá.