martes, 31 de enero de 2023

Desde el Asilo

 


De Mariano Sanz Navarro, el tuareg de la prosa murciana, me faltaba un libro por incorporar a mi Librario (su volumen Desde el Asilo, publicado en el año 2000). Hoy, gozosamente, relleno ese hueco. Y lo hago con una enorme felicidad, porque su lectura me ha encantado, con su equilibrada mezcla de humor, melancolía, costumbrismo, seriedad y crítica. Y esa diversidad tonal es la que facilita que los lectores nos mantengamos adheridos a las páginas del tomo, de principio a fin.

En unas ocasiones, nos hablará de las mutaciones urbanas (algunas de ellas, feístas) que los políticos activan sin solicitar ni considerar la opinión de los vecinos (“Aquellas plazas…”); en otras, nos dejará sus impresiones sobre el falso refinamiento tontucio de quienes fuerzan la -s final sin ser tal pronunciación natural en ellos e incurriendo de esa forma en el ridículo vergonzante (“Las seses”); en otras, nos resumirá un refinado y sorprendente juego erótico, trufado de picardía (“El impasible”); y en otras alzará su voz contra la impertinencia de quienes, juzgándose en posesión de la verdad, tratan con ademanes dictatoriales de imponerla a otros (“La intolerancia religiosa”). Mariano, versátil y chispeante, nos habla de los calvos, de personas que viajan en coche con perros demasiado proclives a la evacuación gaseosa, de accidentes acaecidos en Tetuán, de bonsáis, de los disparates continuos de Gabino, de don Obdulio (un médico que murió por un síncope de felicidad), de Ginés el Correo y su burro rijoso o de una educada conversación imposible con el escultor don José Planes.

Siempre ojo avizor, el prosista de San Antolín cartografía su entorno y lo plasma en páginas indelebles, de las cuales sería punto menos que imposible elegir la que más me ha gustado. Les recomendaría de forma especial la hermosa semblanza del lañaor, silencioso, solemne y eficaz (pp.103-106); la historia atribulada de un mariquita de pueblo, al que hicieron sufrir desde la infancia (pp. 137-139); y, por encima de todas, el escrito titulado “El hombre”, que cierra esta obra: uno de los mejores retratos literarios y emocionales que he leído en mi vida.

lunes, 30 de enero de 2023

Anoxia

 


Resulta imposible estipular de qué modo se cancela más eficazmente un período de dolor, de qué estrategias hay que valerse para superar la angustia, la soledad, el arrepentimiento. Es evidente que cada ser humano lo consigue de una manera distinta y a distinta velocidad. A veces, resulta suficiente con que transcurra un cierto lapso de días; a veces, el desgarro es más profundo y se requiere, ay, un tiempo mayor. No hay calendarios que sirvan para regular el vacío. Dolores Ayala, una de las grandes protagonistas de Anoxia, la última entrega novelística de Miguel Ángel Hernández (Anagrama, 2023), siente esa fractura íntima desde que su esposo Luis, una década antes, perdió la vida en un accidente de moto. Por circunstancias que el lector descubre gradualmente durante la lectura, ella no pudo cerrar el luto de un modo adecuado; y en su interior continúan habitando el desierto, la tristeza, la nada. Mente y cuerpo prosiguen con la tarea mecánica de existir, pero sin que ilusión alguna alborote su ánimo. Está desolada. Está hueca. Sobrevive. Y, de forma inopinada, una llamada de teléfono la pone en contacto con Clemente Artés, un anciano que ha vuelto de Francia para vivir en Murcia sus últimos años y que, con su peculiar forma de entender la fotografía (sobre todo, la fotografía mortuoria) y sus implicaciones emocionales, pronto se convertirá en un personaje clave para la recuperación de su espíritu y de su corazón.

Habilísimo a la hora de trazar la constelación de personajes que giran alrededor de Dolores (nombre altamente simbólico), Miguel Ángel Hernández construye un universo narrativo donde el hijo de la fotógrafa (Iván), su cuñada Teresa, el servicial Vasil, el intrigante Alfonso (director del Archivo Fotográfico regional) o la presencia poderosa y fantasmal del marido fallecido establecen una red muy poderosa de conexiones, que nos permitirán entender los vínculos entre las fotos mortuorias, los desastres medioambientales que han destrozado el Mar Menor y los huracanes íntimos que no permiten a la protagonista, zarandeada por la culpa, la oxigenación de su alma. Mientras no logre desprenderse de esa ciénaga íntima, seguirá siendo un ser vacío, errante y desconectado de la luz. El problema será descubrir cómo hacerlo.

Todos tenemos algún remordimiento o algún duelo (no necesariamente funeral) que nos sigue torturando, pese a que los años continúen su avance. Todos nos encontramos aquejados por algún trauma cuya extirpación se nos antoja punto menos que imposible. Anoxia se convierte, en ese sentido, en un canto de esperanza: la llave que nos permita cerrar la puerta puede llegarnos por los más inesperados conductos, siempre que seamos receptivos a su aparición.

Dejaré que cada persona que se acerque hasta la novela descubra por sí misma el delicado y sobrecogedor tema de los inquietos, sobre el que no quiero dejar aquí ninguna pista. Y dejaré, también, que cada persona reflexione sobre los matices riquísimos con los que MAHN construye la figura de Dolores, geoda que esconde un inmenso dolor invisible. En pocas novelas encontrará un análisis tan abisal sobre el sentir y el desgarro derivados de la ausencia.

Nos encontramos ante una novela madura, aplomada, mesetaria, llena de páginas inteligentes y de agudas sugerencias, donde las frases cortas actúan como alfileres sobre el lector, aguijoneándolo y desazonándolo. No se la pierdan.

miércoles, 25 de enero de 2023

Ahora tan lejos

 


Me acerco hoy hasta un volumen de relatos de un autor nuevo para mí: Javier Sagarna. La obra se titula Ahora tan lejos y apareció con el sello Menoscuarto en el año 2012. Salvo un par de relatos que quizá me han llamado menos la atención, el libro me ha parecido realmente bueno.

Convincente y sutil en la construcción de sus historias, Sagarna nos habla de la dureza con la que un niño maltratado por su padre calcina un grupo de hormigas, un alacrán y una culebra (“Bichos”); de la tristeza silenciosa de un hombre separado, cuya madre lo visita con la excusa de que su lavadora está rota (“Colada”); de los miedos de una niña, martirizada por el sadismo de su hermano mayor (“El vampiro en la baldosa”); de los jóvenes ilusionados que ocupan un descampado usado por drogadictos, el cual pretenden reconvertir en un oasis de árboles y sosiego (“Esto es un parke”); del padre miedoso que termina propinando un puñetazo a la persona equivocada en el lugar equivocado (“Bala de plata”); del recuerdo de aquella moneda que le daba el abuelo cuando, lleno de vergüenza, lo acompañaba a pasear por la orilla de la playa (“Oro robado”); del frutero pusilánime y abatido, que termina siendo abandonado por su esposa (“El tren”); o de los náufragos Olsson y Laplace, que sobreviven sobre un iceberg, que poco a poco se va derritiendo conforme la masa de hielo avanza por aguas cada vez menos frías (“El Ártico”).

Son relatos sólidos y bien construidos, con los que ha gozado de unas horas muy agradables de lectura. Repetiría con el autor.

lunes, 23 de enero de 2023

Primer amor

 


Son varios los amigos que se reúnen para pasar una agradable velada y surge, de forma súbita, un tema de conversación con el cual amenizar esas horas: que cada uno explique cómo fue la historia de su primer amor. Y será Vladímir Petróvich quien, poniéndola por escrito, se convierta en la base de esta novela del ruso Iván S. Turguéniev, que leo después de habérmelo propuesto al menos media docena de veces en los últimos veinte años.

El chico protagonista es apenas un adolescente cuando, veraneando con la familia en una dacha, conoce a Zinaida, una muchacha cinco años mayor que él y que, de gran belleza, pero también de gran frivolidad mundana, coquetea con él… y con varios pretendientes más, que parecen pugnar entre sí por alcanzar sus favores. Incapaz de resistirse a los juegos de aproximación y distanciamiento de la chica (“Hacía conmigo lo que quería”, es la frase con la que termina el capítulo XVIII), Vladímir Petróvich siente que su alma se convulsiona cuando le llegan rumores de que Zinaida tiene un amante con el que se ve a escondidas por la noche. Y más aún se convulsionará cuando descubra la identidad de su rival.

Esta novela corta, deliciosamente conducida por la mano de Turguéniev, nos habla de pasiones juveniles, de arrebatos del corazón y de furias tremebundas (el joven siempre es, porque tiene que serlo, excesivo y desaforado), con una prosa muy agradable y nítida, en la que costumbres, paisajes, tipos humanos y análisis de sentimientos van llenando las páginas con prodigiosa belleza.

A pesar de mi escasa afición a la literatura rusa, reconozco que este libro me ha embriagado.

sábado, 21 de enero de 2023

El pelo de la dehesa

 


Es probable que este libro lleve cuarenta años en las estanterías de mis sucesivas casas, sin ningún tipo de exageración. Y jamás, hasta ahora, me había animado a abrirlo y comenzar su lectura. ¿Por qué? Es difícil responder a ese tipo de preguntas. El nombre de su autor (Manuel Bretón de los Herreros, un bastante olvidado dramaturgo de Logroño) y el título mismo de la obra (para qué nos vamos a engañar) me decían poco. Pero la semana pasada, pasando el plumero por las estanterías y descubriendo el lomo del volumen, lo extraje, leí la primera página y, satisfecho con la sonoridad del verso, decidí llevármelo a mi despacho. Ahora, terminada la experiencia, concluyo que el libro es bastante potable. No se trata, claro, de un prodigio; pero sí de una obra que se lee con agrado.

Resumido en pocas líneas, el drama nos presenta a Elisa, una muchacha de rancio abolengo, quien es cortejada por el militar don Miguel. Pero, tras comprobar que el pretendiente no se anima a pedir su mano, acepta que su madre (una marquesa en bancarrota, con más aires que monedas) apalabre su boda con don Frutos, un aragonés de Belchite, rico y honorable, pero con modales de patán. Cuando el futuro esposo se presenta en la casa de su prometida, todos se hacen cruces con la vestimenta (ajena a toda modernidad), con sus modales gastronómicos (frente a los caldos franceses, prefiere el Cariñena), con sus zapatos (se obstina en llevar su número, en lugar de unos que le aprieten, como dicta el buen gusto lechuguino de la capital) y hasta con su acento (áspero y poco melodioso). No creo que sea necesario adentrarse en más pormenores, porque ya habrá quedado clara la intención del dramaturgo: mostrarnos la fricción que estos temperamentos tan incompatibles provocan, con sus gotitas de estupidez, sus gotitas de hipocresía y sus gotitas de humor.

En este último ámbito, el humor, alcanza Bretón de los Herreros unos instantes de feliz brillantez, sobre todo porque los dosifica con buen tinto, sin abusar de ellos. Y también porque los aplica a situaciones que, pudiendo alcanzar un grado desagradable de crudeza, quedan así suavizadas. Sirva de ejemplo la escena X del acto IV cuando, tras plantear don Miguel a don Frutos la necesidad de batirse en duelo, este último elige arma: un garrote. Si recordamos que el propio Manuel Bretón de los Herreros perdió un ojo en un duelo (1818) advertiremos lo notable (y también lo difícil) de la humorada.

En suma, una pieza de enredo, melindres y fingimientos que, con su final feliz (no podía ser de otra manera), aún se lee con una sonrisa.

jueves, 19 de enero de 2023

Deuda de sangre

 


Cada pocas páginas, mientras leía la novela Deuda de sangre, he experimentado el impulso de cerrar el libro y mirar con más detalle el nombre del autor, porque estaba convencido de que, por un despiste inaudito, estaba leyendo en realidad una narración escrita por Juan Rulfo, y no por Ismael Orcero Marín. Tanta es la sugestión que la obra ha provocado en mi ánimo. Lento, implacable, ferruginoso, con una prosa asfixiante llena de calor y sequedad, el cartagenero ha ido creando con inusual solidez una atmósfera opresiva a la altura del maestro mexicano (o del mozambiqueño Mia Couto), vertebrada alrededor de una búsqueda, una persecución y una venganza: después del asesinato inicuo de una niña, su padre (Andrés) y su hermano (Juan) se ponen en marcha para localizar al causante del crimen, un ser diabólico (de oscuros orígenes y raigambre brujeril), al que desean ejecutar. Arácnido y extremadamente habilidoso, el autor nos va enfrentando a gitanos malencarados, médicos trémulos y amigos traidores, que componen al final una espesa orgía de sol, sangre, matojos, perros famélicos, conjuros y ritos ancestrales, seres deformes, tierras baldías y abominación, que atosiga e impresiona. No hay tregua en estas páginas. No hay zona de sombra en la que resguardarse. No hay sosiego. Desde que comienzas hasta que termines, la sed de los protagonistas es tu sed, su miedo es tu miedo, su angustia es la tuya. Jamás se te permite bajar la guardia, porque cuando lo haces descubres que se produce un navajazo, o que los buitres vuelan en círculos a tu alrededor, o que el brillo de una mirada esconde fulgores tenebrosos en los que anida la amenaza.

Este libro hay que leérselo varias veces, con una pausa de meses entre una y otra, porque contiene una profundidad de ambientes y personajes que no resulta posible agotar en una sola aproximación. Este verano (en mi caso), volverá a pasar por mis ojos, lo tengo muy claro.

No comentan la torpeza de ignorarla. Es un consejo de amigo.

martes, 17 de enero de 2023

Una historia ridícula

 


Es fascinante lo que un espléndido narrador (Landero lo es) puede conseguir con unos materiales, en principio, medianos. Porque la historia de Marcial, forzoso resulta reconocerlo, sería una bazofia en manos menos competentes y luminosas que las del novelista extremeño: un personaje extravagante, deforme en lo psicológico, increíble en lo intelectual, disperso, irritante, vacuo, receloso, agazapado, atrabiliario, ciclotímico y que, para redondear la mezcla, se encuentra “redactando” un informe para que podamos leerlo y valorarlo los lectores, además de un misterioso doctor Gómez, que analiza su caso (un “caso”, por cierto, que hasta las dos o tres páginas finales no alcanzamos a entender en su integridad).

Marcial Pérez Armel, matarife y actual jefe de planta de un matadero, conoce en una degustación de productos extremeños a Pepita Núñez de Ayala, una chica de buena familia y hábitos refinados a la que desde el principio intenta impresionar. El lector, consciente de la normalidad de su pretensión, comienza sin embargo a darse cuenta de que el personaje no es alguien equilibrado: se reconoce como un odiador y un rencoroso visceral; abomina de forma abrupta de todo el arte moderno; considera la cocina actual una estafa; crucifica mentalmente a quienes lo ofenden o a quienes, simplemente, coge manía (“Los tengo apuntados en un cuaderno, y cuando muere o cae en desgracia uno de ellos, lo tacho”, p.161); cree disponer del don sobrenatural de causar desgracia a quien se le meta entre ojos. Y a veces, para sorpresa del lector, Marcial se atreve a conjeturar incluso que, si Pepita “no existiera, yo quedaría libre del insoportable dolor que sentía por adelantado ante la amenaza aterradora de perderla” (p.97). En ocasiones, esa vocación homicida alcanza cotas de auténtico delirio exterminador (cuando piensa en las reuniones sociales que se producen en la casa de la muchacha, con asistencia de amigos, “otra vez sentí, y de qué forma, el deseo de matarla, a ella, a su familia y a los pretendientes. A todos”, p.168).

¿Nos encontramos ante una obra psicológicamente inquietante? Sin duda. ¿Quizá se trata de una historia con toques de humor? Indudable. El gran prodigio, como indico en las líneas anteriores, consiste en mantener firme este edificio narrativo, que en tan singulares pilares se asienta. Y eso solamente lo puede conseguir un maestro del lenguaje, de la ironía, del análisis espiritual y de la arquitectura novelesca. O sea, Luis Landero.

domingo, 15 de enero de 2023

No mires atrás

 


El final. Lo estaba deseando y, a la vez, lo estaba retrasando. Después de leerme las dos primeras entregas de la vida de Ángel Salazar, el magnético personaje creado por José Antonio Jiménez-Barbero, estaba aguardando este instante. Y la novela que redondea la trilogía ha sido como debía ser: el cierre perfecto para una historia endiablada. Tenía, después de las Confesiones de un psicópata adolescente y de El rostro de la locura, un retrato completísimo del protagonista, de su altanería, de su inteligencia, de su desprecio por los demás, de su ausencia de sentimientos, de su nauseabunda actitud ante la madre, de su frialdad, de los negocios sucios que ha ido urdiendo durante años y que le han permitido amasar una buena cantidad de dinero, de su continuo deseo de venganza (la famosa libreta negra donde va apuntando los nombres de aquellas personas a quienes no parará hasta ver muertas)…

Ahora, el escritor barcelonés nos presenta a un Ángel Salazar que, después de ingresar en la Facultad de Derecho (intuye que siendo abogado alcanzará un puesto honorable en el engranaje hipócrita de la sociedad), comienza a verse involucrado en una serie de muertes… de las que él no es el autor. Tras años como marionetista, ahora le toca oficiar como marioneta. Alguien asesina, una y otra vez; y lo hace para llamar la atención (y para aterrorizar) a Ángel, objetivo último de sus salvajes crímenes. ¿Quién es el misterioso personaje que, desde la sombra, ejecuta a sus víctimas sin piedad, para que el protagonista sienta su aliento en la nuca? Fría, calculadora y analítica, la mente de Salazar funciona a toda velocidad con el único objetivo de identificar y neutralizar al siniestro asesino, antes de que sea demasiado tarde. Al mismo tiempo (ya sabemos que Ángel ni olvida ni perdona), irán siendo ejecutadas las personas que figuran en su lista de ofensores.

¿Se imaginan ustedes el final? No se esfuercen: no van a lograrlo. José Antonio Jiménez-Barbero es también un hábil marionetista, y nosotros (los lectores) nos encontramos en sus manos, dicho sea con toda la admiración y con todo el agrado del mundo.

Irrenunciable.

viernes, 13 de enero de 2023

Los ojos del hermano eterno

 


Es difícil acertar con el auténtico camino de la sabiduría, porque su secreto es oscuro y sus cauces desconocidos. Quienes leímos durante la juventud el libro Siddhartha, de Hermann Hesse, lo recordamos perfectamente. Y ahora, cuando me adentro en la novela Los ojos del hermano eterno, de Stefan Zweig (que traducen del alemán J. Fontcuberta y A. Orzeszek para el sello Acantilado), puedo refrescar esa sensación con la historia de Virata. Este personaje glorioso y de rica textura es un noble que adquiere fama cuando se pone al frente de las tropas leales al rey, quien ha sufrido una rebelión que amenaza con derrocarlo. Heroico hasta lo inverosímil, Virata se alza con la victoria, pero mata involuntariamente a su hermano mayor. Esa desgracia lo impele a alejarse para siempre de las armas y aceptar el cargo de juez real. A partir de ese momento, Virata irá descubriendo que las decisiones de su cargo afectan a la vida de otras personas, y también opta por retirarse de esa función. Lenta, pero inexorablemente, pasa de ser “El Rayo de la Espada” (guerrero) a ser “La Fuente de la Justicia” (juez); y de ahí evoluciona hasta convertirse en “El Campo del Buen Consejo” y después en “La Estrella de la Soledad”. Cada escalón supone una bajada social y una subida espiritual, que le sirve para purificar su espíritu e ir acercándose a la divinidad. No siempre quienes lo rodean entenderán sus decisiones (ni siquiera sus hijos), pero Virata acaba por convertirse en un anciano feliz, que ocupa un puesto misérrimo en su sociedad y que, tras su muerte, es olvidado de forma unánime.

La fábula de Zweig (claramente ligada a la de Hesse y a ciertas páginas de Tagore) requiere que los lectores escuchen en silencio las enseñanzas espirituales que su protagonista obtiene y que han de ser meditadas de forma serena y respetuosa.

Absténgase los lectores demasiado materialistas o superficiales.

martes, 10 de enero de 2023

El polaco

 


En la literatura amorosa, todas las historias auténticas son viejas. Es decir, reinterpretan algo que existía con anterioridad y que las palabras vuelven nuevo, porque quizá esté todo dicho y sólo importe la forma en que volvamos a decirlo. J. M. Coetzee, que es narrador inteligente y curtido, lo sabe bien; y por eso en las líneas medulares de El polaco (la novela que acabo de leer, traducida por Mariana Dimópulos para el sello editorial El hilo de Ariadna) podemos detectar con poco esfuerzo las conexiones de esta historia con otras. El premio Nobel sudafricano no se molesta en disimular esos vínculos, porque no reside ahí (en el “argumento”) la fragancia de la historia, sino en los matices elegantes, hondos, casi metafísicos, con los que la fabulación queda aromada.

Tenemos por un lado a Witold Walczykiewicz, un pianista polaco nacido en 1943 que se ha especializado durante años en la interpretación de Chopin; tenemos por el otro a Beatriz, nacida en 1967 y casada con un banquero, la cual pertenece a un Círculo musical de Barcelona que acaba de invitar al célebre músico para que ofrezca un recital allí. De forma extemporánea, el anciano pianista queda prendado de su atractiva anfitriona y no duda en comunicárselo; pero ella, que no experimenta la misma atracción por Witold, se muestra renuente… Eso no le impide seguir manteniendo una extraña comunicación epistolar con él, que lleva a ambos a reunirse en Mallorca (sí, el mismo lugar donde Chopin y George Sand vivieron su amor). Es el inicio de una relación extraña, pendular y asimétrica, que impregna la vida de ambos y que los conduce a un vínculo que atraviesa las crudas fronteras de la muerte.

Sutil a la hora de analizar el alma y el corazón de Beatriz, sobrio y misericordioso a la hora de hacer lo propio con el viejo pecho de Witold, Coetzee consigue una obra muy bella, que se lee con infinita ternura y que deja un poso de melancolía en el lector.

domingo, 8 de enero de 2023

La caverna cuántica

 


Uno de los postulados más sorprendentes y más desasosegantes de la física cuántica afirma que se pueden dar simultáneamente dos estados en apariencia contradictorios. Es decir, que el gato de Schrödinger puede estar vivo y muerto a la vez, mientras la caja permanezca cerrada, porque cuando la abramos ya habrá colapsado la función de onda y la solución se reducirá a una. La reacción común es resistirnos a esa paradoja, pensando que algo no puede ser él mismo y a la vez su contrario; pero les propongo un juego: cierren los ojos. Recuerden los paisajes de su infancia, los ancianos que poblaron su calle, las niñas que ya son madres o abuelas, los edificios que cambiaron de forma o fenecieron, los familiares con los que convivimos y que ya duermen su eterna siesta de piedra. Seguro que, con los ojos cerrados, todos somos capaces de admitir que aquel mundo es, aunque si los abrimos ya no sea.

Andrés Boluda nos propone, en su segundo libro (La caverna cuántica, editado por el sello DobleCé), una serie de relatos dividida en dos partes. En la primera, nos traslada reflexiones sobre la inestabilidad de las alegrías, y hasta de la vida, del ser humano (“Luciérnagas”); nos habla de una mujer extremadamente bajita que, retratada por un pintor entusiasta, tomó una decisión terrible (“Perdona virginal capullo”); nos invita a que presenciemos una videollamada entre varios ancianos, llena de humor, lucidez y algo de derrotismo (“Ítaca en las ondas”); o nos dejará que leamos las últimas palabras de una persona que ha decidido poner fin a su existencia (“Agente fúnebre”). En la segunda, se nos ofrece, en viñetas consecutivas, la crónica del encierro que sufrimos en 2020, como consecuencia de la epidemia de coronavirus que azotó el planeta, y donde todos los matices del corazón (decaimiento, esperanza, estupor, zozobra, joie de vivre) aletean y nos recuerdan cómo nos sentimos nosotros mismos durante aquellos días atroces.

Con una sabia combinación de coloquialismo y cultura, el autor muleño ofrece a los lectores un volumen lleno de melancolía y reflexiones sobre el sentido de la vida humana, que vuelven deliciosas las horas que se emplean en recorrerlo.

Muy recomendable.

viernes, 6 de enero de 2023

Miedo

 


“El miedo es peor que el castigo, porque éste es algo determinado y, duro o blando, no se puede comparar con el temor que despierta en nosotros lo incierto, una tensión espantosa que no conoce límite”. Quien habla es un famoso abogado, que acaba de reprender a sus hijos de una forma severa, pero ecuánime. Quien escucha, aterrada y culpable, es su esposa Irene, que le está siendo infiel con un pianista y que ahora, víctima de un chantaje por parte de la novia del músico, no sabe cómo salir del enredo en que se encuentra metida. Querría confesárselo todo a su marido, por el que siente un gran amor y respeto… pero no se atreve. ¿Cómo reaccionará él? ¿Se mostrará indulgente o inflexible? Todo el mundo familiar que Irene disfruta (y que ahora valora mucho más, cuando está a punto de perderlo) se puede venir abajo si confiesa su adulterio. Al principio, la extorsionadora se ha conformado con un par de billetes; luego, ha exigido cien coronas; después, doscientas; y, finalmente, se ha atrevido a presentarse en casa del matrimonio, con la exigencia de cuatrocientas. Como no dispone de esa cantidad, Irene se ve forzada a entregarle su anillo de compromiso, para que lo empeñe y obtenga la cantidad requerida. El sendero es cada más vez más angustioso; y la infeliz esposa sólo acierta con una solución: envenenarse con morfina.

Con una prosa enérgicamente eficaz (los diálogos entre Irene y la chantajista llegan a provocar taquicardia en el lector: doy fe), Stefan Zweig urde una novela no muy extensa, que recorro en la traducción de Roberto Bravo de la Varga para el sello Acantilado y que me permite redescubrir la excelente capacidad que el escritor desplegaba siempre para ahondar en el corazón de sus criaturas, que son retratadas a través de sus miedos, esperanzas, temblores, ilusiones y alegrías.

Un absoluto maestro.

miércoles, 4 de enero de 2023

El Genio y la Diosa

 


El anciano John Rivers, durante una Nochebuena de su ancianidad, se encuentra en casa, acompañado por su nieto, mientras su hija y su yerno asisten a una fiesta navideña. Fue durante años profesor de Física en la universidad, y ahora, para distraer el paso de las horas, relata para un acompañante innominado todo lo que le sucedió cuando, con apenas veintiocho años, se convirtió en ayudante de Henry Maartens, premio Nobel. La fascinación que tal personaje le produjo fue elevada, pero mucho menor de la que imprimió en su ánimo Katy, la esposa de Maartens, una auténtica diosa de la que se enamoró “como un loco” (p.55), aunque de forma platónica. Una serie de azares funestos (la enfermedad de la madre de Katy, que la obligó a alejarse del hogar durante semanas; el crecimiento de su hija Ruth, que creyó prendarse del atractivo Rivers; la ingenuidad casi absoluta de Henry Maartens) terminaron colaborando para que la mayestática, excelsa y sensual Katy acabara convirtiéndose en su amante. El esposo, Henry, inocente hasta el fin, aseguró al atribulado muchacho (a quien devora el arrepentimiento) que se sentía “excepcionalmente afortunado, pues había logrado y retenido a una esposa tan buena, hermosa y sensata, tan delicada y fuerte, tan leal y amante… Sin ella, se hubiera vuelto loco, se hubiera hundido” (p.129).

Miguel de Hernani es el encargado de traducir al español esta novela de 1945, que el sello Edhasa publicó en 2009.

Como se puede observar, nos encontramos ante una historia tan vieja como el mundo, pero que Aldous Huxley convierte en un análisis psicológico e intelectual de primera magnitud, en el que se estudia y resume, desde la senectud sabia de John Rivers, el conjunto de detalles que conforman siempre una pulsión amorosa donde la culpa, el deseo, la moral y la conciencia pugnan acremente entre sí.

Muy interesante.

lunes, 2 de enero de 2023

Rosy & John

 


Camille Verhoeven es un comandante de policía que mide 1’45, es completamente calvo, tiene una gata caprichosa llamada Doudouche, le gusta dibujar y pintar y mantiene una relación sentimental con Anne. El autor que lo creó se llama Pierre Lemaitre (París, 1951) y, en esta ocasión, lo sumerge en una aventura tan dura como fascinante: un individuo tosco y de pocas palabras, llamado Jean (aunque en sus documentos figura el nombre John), ha colocado siete obuses en distintos lugares de Francia y pretende detonarlos a razón de uno al día, siempre que no se cumplan sus condiciones: que su madre, Rosie, sea liberada de la cárcel, donde cumple condena por un atropello. El desconcertante e inasumible chantaje deja congelados a los miembros de la policía, que ni siquiera usando los exhaustivos métodos de interrogación de la Brigada Antiterrorista logra arrancarle una sola palabra, tras la explosión del primer obús, sobre el emplazamiento de los seis que faltan. Tan sólo se aviene a dialogar con Camille, al que conoce por haberlo visto en la tele.

Durante las siguientes horas, Verhoeven desplegará a su equipo para que traten de reconstruir las últimas semanas de la vida de Jean y descubran algún modo de hacerlo hablar. Pero el muchacho, entre la terquedad y el fanatismo, se cierra en banda… hasta que explota (por si dudaban de su existencia) el segundo obús, que destroza por completo una escuela infantil en Orleans. El órdago del terrorista es abrumador, y pone en jaque a ciudadanos, policías e incluso políticos (el primer ministro convoca a Camille a una reunión de urgencia). ¿Será necesario asumir sus peticiones, para evitar futuras masacres? ¿Es razonable, en una situación así, ceder al chantaje para evitar la muerte de inocentes?

Utilizando capitulillos de corta extensión (la narración partió de un encargo que la hizo la editorial SmartNovel para que compusiera un folletín destinado a smartphone), el autor francés consigue un texto galvánico, vibrante y angustioso, en el que todo funciona bajo presión (incluida la lectura) y donde se consiguen unos retratos psicológicos de elevada brillantez.

Traduce la obra Juan Carlos Durán Romero y edita Alfaguara.

domingo, 1 de enero de 2023

El teniente Sturm

 


“Si salgo con vida, puede que intente algún día escribir el Decamerón del abrigo: diez antiguos guerreros que, como nosotros ahora, están sentados en torno a un fuego y cuentan sus aventuras” (p.86). Así se lo dice el protagonista de esta breve historia a sus compañeros de armas (el abogado Döhring y el pintor Hugershoff), que comparten con él la afición por la lectura y que escuchan embelesados los escritos que el teniente ha redactado en las horas de descanso de los combates.

El teniente Sturm, según se nos indica en las primeras páginas, estudió Zoología en Heidelberg; pero de pronto decidió que los vientos de la guerra lo llamaban con una fuerza irresistible y se alistó en el ejército alemán, donde ahora se encuentra combatiendo, mientras escribe casi a diario sobre el mundo bélico y psicológico que lo rodea. Un joven estudiante de Zoología nacido en Heidelberg en 1895 decidió alistarse como voluntario en la Primera Guerra Mundial: se llamaba Ernst Jünger; y es el autor de El teniente Sturm, que publica el sello Tusquets con la traducción de Carmen Gauger. Eso explica que la contraportada aluda sin ambages al protagonista de la historia como álter ego del narrador. No olvidemos, en esta línea, que la palabra alemana Sturm significa, en español, Tormenta. Sturm sería, así, la persona que pudo ser (y en parte fue) el Jünger que vivió en las trincheras, sufrió la tormenta de las balas y consiguió resistir, pese a las heridas que desgarraron su cuerpo. Cómo no sentir atracción por un libro que sabemos confesional.

El viejo Ernst Jünger (es decir, el joven teniente Sturm) nos cuenta, con una prosa reflexiva y culta, la repugnancia que siente por la “tecnificación” de las guerras, que permiten rápidos exterminios anónimos; la desconfianza que experimenta ante las arengas altisonantes de los mandos, que emplean palabras como patria o sacrificio, absolutamente ineficaces como consigna (en la página 42 anota que los soldados de infantería se sienten galvanizados por arengas más humanas, como la que pronuncia uno de los sargentos: “¡Muchachos, ahora adelante y a comernos las raciones de los ingleses!”); o el sinsentido de tener que matar a quienes ni siquiera llegas a ver, ante el aplauso paradójico, cruel y mostrenco de los tuyos.

Una obra que no constituye unas memorias y que tampoco podría ser etiquetada de novela, pero que tiene una extraña fuerza amarga a la que resulta muy difícil resistirse.