lunes, 29 de noviembre de 2021

Cargas familiares

 


Tuve la suerte de leer, hace pocos años, algunos cuentos de Raimundo Martín; y me pareció detectar en ellos el aplomo tranquilo de quien sabe construir una historia y sabe tejerla con los tiempos justos y con las palabras adecuadas. Ahora, cuando cae en mis manos su primera novela, bajo el rótulo de Cargas familiares y editada por el sello Sar Alejandría, compruebo con felicidad que mantiene y perfecciona esos dones en el mundo de la narración extensa.

Podríamos decir que el “argumento” (esa parte insignificante de un buen libro) se vertebra alrededor de una búsqueda: la que tiene que emprender Agustín en la ciudad de Alicante para librarse de un buen enredo (que no ha provocado él, sino su hermano Javier) relacionado con el mundo de las drogas. En ese rastreo lleno de peligros, marginalidad, amenazas, golpes e intimidaciones tendrá que vérselas con camareras desilusionadas, matones de tres al cuarto, bares nocturnos llenos de mugre y soledades, polígonos del extrarradio donde se ocultan vehículos de carga más bien sospechosa y habitaciones donde el polvo dibuja su metáfora de fracasos; pero también tendrá que enfrentarse a sus propios fantasmas, que no se reducen a un hermano dislocado y frenético, sino que también abarcan a un padre gélido, una exesposa sañuda y una hija que le escupe su desdén cuando no obtiene de Agustín el dinero que requiere para sus caprichos insaciables.

Con esos ingredientes (y con otros que reservo para el descubrimiento de los lectores), Raimundo Martín edifica una propuesta inteligente y cautivadora, que indaga en los laberintos gelatinosos del alma humana con la misma brillantez que lo hace en las zonas menos iluminadas de la ciudad, allí donde proliferan unos seres con los que, a buen seguro, no querríamos encontrarnos nunca. Y lo hace (es lo mejor de todo, el más prometedor de sus rasgos) con una elegancia literaria que anonada: nos habla de ventanas que “supuran” visillos (p.20); alude a la piel pálida de una mujer y nos dice que “parecía el dibujo de una cerámica portuguesa, azul, blanca y melancólica” (p.23); nos asquea explicando que un delincuente expele “un sudor brillante y tibio, gasterópodo” (p.35); o, para explicarnos la lentitud amenazadora de una acción, nos indica que un personaje “encendió uno de sus aromáticos cigarrillos en el mismo tiempo en que podría haberse embaldosado la catedral de Santiago” (p.159).

Brillante.

domingo, 28 de noviembre de 2021

Siete cuentos históricos

 


En el año 1997, Santiago Delgado publicó esta colección de cuentos que podría ser tildada de “bisagra”, en el sentido de que recoge textos publicados con anterioridad (como El puerto) y otros que verían luz en volúmenes posteriores (como la espléndida Muerte en Sefarad, que repetirá publicación en 2000).

Después de El puerto (que ya comenté en mi reseña de El Delta y otros relatos, publicada en este Librario el 3 de septiembre de 2017) nos encontramos con el bellísimo Apócrifo del desembarco, que cuenta con un dibujo de José Luis Martínez Valero. En las líneas de este relato vemos cómo Santiago el Mayor, a bordo de una trirreme, está a punto de llegar a la costa de Hesperia con una misión sagrada: “Traigo el Verbo” (p.7). El aguerrido emisario sabe que la población de la zona no será propicia a la escucha del mensaje evangélico, pero se aferra a la consideración de que, siendo zona de mar, algunos oídos habrá que lo escuchen (“Es tierra de mercaderes y de mineros, difícil tierra para sembrar la semilla, como en la parábola que nos contó Jesús. Pero habrá pescadores y labradores, con ellos me entenderé mejor, sin duda. Pescadores fuimos los hijos de Zebedeo y pescadores nos eligió Jesús”, p.8).

Con una ilustración de Ignacio García se adorna Muerte en Sefarad, que es un relato primoroso, canónico, felicísimo, sin duda uno de los mejores que ha escrito nuestro autor. En él se nos cuenta que el octogenario orfebre Yitzak Ben Rachel, de Bigastri, escucha con abatimiento la noticia de que ha muerto su señor Todmir… Y la melancolía lo hace recordar cómo, cinco lustros antes, visitó la ciudad santa de Jerusalén, oró en sus lugares sagrados y prometió volver allí para ser enterrado en la patria original de los suyos. En silencio, con actitud fervorosa, despliega un plano de la ciudad santa y murmura, con la frente abatida por la pesadumbre: “Si he perdido a mi esposa, cuando dio a luz en su segundo parto…; si mis hijos ya me olvidaron…; si mi Señor, Teodomiro, ya murió… ¿qué me queda a mí sino rezar por ti, Iherusalem? Pues eres lo único que me queda, Iherusalem; lo único bello que nunca me abandonó: tu recuerdo”. Tres días después de pronunciadas estas tristísimas palabras, cuando los vecinos se extrañan de no ver abierto el local de trabajo del orfebre, fuerzan la puerta y lo encuentran dulcemente muerto, sobre el plano de la añorada Jerusalén.

 

Y en el “Ejercicio de Contrahistoria dedicado a Pedro Cobos” al que coloca como título Los Alporchones y que combina con dos imágenes trazadas por Ignacio García nos encontramos con el memorial redactado con un viejo monje y enviado desde las Indias para solaz de un anónimo personaje al que se alude como “Vuestra Merced”. El modelo narrativo está claro (son muy abundantes las obras de nuestra historia literaria que se construyen con este procedimiento), y Santiago lo respeta con escrúpulo, obteniendo de él un resultado fascinante.

En muchas más hipérboles incurren las líneas de Carta de relación, donde el venerable fray Ginés del Santísimo Crucifijo, que atesora sobre sus espaldas casi sesenta años y que profesa en el monasterio de la Jara, escribe con prolijidad a alguien de Cartagena, que le ha pedido un informe de todos aquellos avatares que lo llevaron al mundo de la reclusión religiosa. Al principio, algunos lectores del cuento podrán quedar sorprendidos por la curiosidad del misterioso destinatario de la misiva, pues no alcanzarán a entender qué interés puede tener para ellos la vida de un gris e insignificante religioso, perdido en la periferia del país. Pero pronto las frases y párrafos del protagonista invalidarán su suspicacia cuando el narrador aluda al pirata Quimet, a la “demoníaca talla” que tanto parece interesar al receptor de la carta y a “la maligna mutilación que me aflige” (p.21). Esos datos serán suficientes, y aun sobrados, para capturar su atención.

Y si los anteriores relatos de la serie se ambientan en distintos puntos de la región (Cartagena, Cehegín —antigua Bigastri— y Lorca), los dos que cierran el volumen se desarrollan en Murcia.

El Majador tiene como protagonista a Francisco Salzillo, famoso escultor hijo de un napolitano, quien nos habla en su monólogo del “dilecto Roque” (esto es, de Roque López, al que siempre reconoció como su sucesor, y cuya exquisitez en las labores de tallado son equiparables a las del maestro). Su discurso se centra sobre todo en el Belén huertano que se encuentra en la capilla octogonal de los Vélez, y en el que las figuras parecen cálidas y vivas, pues reproducen con fidelidad rostros y ocupaciones de los lugareños que el orfebre ha tratado. Este Belén primoroso (que le fue encargado en 1783 por don Jesualdo Riquelme y Fontes) consta de 556 figuras, y contiene la talla de un majador, en la que el insigne don Francisco Salzillo ha realizado su autorretrato. Con esa clave humana accedemos al auténtico fondo del texto: cómo el artista (todo artista) desea reflejar tarde o temprano en alguna de sus creaciones el rostro, la descripción o simplemente el nombre de los seres amados u odiados. Y cómo a veces elige el más insospechado de los sitios para enseñarse (y ocultarse): en las vulgares facciones de un majador.

Gabacho, por fin, cierra este cuaderno. El breve cuento está ilustrado por el unionense Asensio Sáez, y aunque por sus dimensiones parecería ser más una viñeta lírica que un relato, contiene todos los ingredientes para considerarlo como tal: un gran vigor descriptivo, personajes dibujados con finura y una trama que, a despecho de su escasa longitud, está bien construida y se resuelve con elegancia y rotundidad. Un sargento francés, pintor aficionado y destinado en Murcia por el rey José I (hermano de Napoleón), observa el juego de bolos al que los lugareños dedican sus ratos de holganza, y prueba con cortesía sus vinos. Es un hombre de apariencia honesta, que intenta integrarse en la sociedad en la que le ha tocado vivir. Pero un exaltado de la localidad, con trazas de energúmeno, no ve en él sino a un invasor de la patria, y lo acuchilla una noche con un navajazo alevoso. Nadie, en el silencio de la taberna, aplaude su hazaña.

sábado, 27 de noviembre de 2021

Cómo me hice monja

 


Después de muchos años escuchando el nombre de César Aira, y leyendo los comentarios que sobre algunos de sus libros han redactado personas que merecen mi confianza, por fin me he decidido a abordar una de sus obras. Tenía dónde elegir, ciertamente, porque el autor argentino es prolífico hasta un grado casi desconcertante; pero este título (Cómo me hice monja) llamó mi atención y opté por él. No ha sido una mala apuesta.

Desde el principio escuchamos la voz del niño protagonista (que páginas después descubrimos que se llama César Aira), quien se ve envuelto en una escena tan inicialmente trivial como finalmente angustiosa: su padre (“un hombre distante, violento, sin ternuras visibles”) lo lleva a probar por primera vez un helado, pero ante sus gestos de asco comienza a enojarse con su hijo y lo llama varias veces “taradito”. El niño, entonces, dice que en aquel momento se sintió “estremecida, trémula”. Y el lector, sorprendido por el cambio genérico de la voz (del masculino al femenino), comienza a darse cuenta de que la historia no va a conducirlo por caminos convencionales. Así es, en efecto. El niño/niña, rodeado por un ambiente lleno de figuras perturbadoras (su padre termina en la cárcel, la madre no es un modelo de dulzura, sus compañeros de colegio lo maltratan, la profesora lo aísla), terminará por manifestarnos su desazón en el capítulo 5: “A mí todo me importaba, todo me era montañas”. Quizá la amistad con el extravagante niño Arturo Carrera podría haberse convertido en un refugio, pero no pudo ser. Así que cuando se encontró en la calle con una mujer desconocida que dijo ser amiga de su madre, no tuvo problema en acompañarla a casa.

No cometeré la abominación de contarles el final de la historia, pero les aseguro que es impresionante. Con esa construcción novelística, con las digresiones tan inteligentes e inesperadas que Aira introduce en el libro y con el dibujo tenue y magistral de sus personajes lo tengo clarísimo: repetiré.

viernes, 26 de noviembre de 2021

No me preguntes cómo pasa el tiempo

 


No recuerdo cuándo leí por primera vez este libro de José Emilio Pacheco (lo que resulta raro, porque lo habitual es que anote la fecha al acabar una obra), pero sí que puedo certificar que el volumen me impresionó, porque subrayé en rojo un gran número de versos y realicé bastantes anotaciones en los márgenes. Y no me sorprende, porque en la relectura que he abordado este mes sigue pareciéndome un trabajo lírico excelente.

El poeta mexicano, atento al palpitar de cuanto lo rodea (“Basta mirar lo que sucede”, nos dice en el intenso poema “Transparencia de los enigmas”), nos va convirtiendo en música de palabras los aconteceres de su entorno: la intervención de los Estados Unidos en Vietnam (“Un marine”), la condición inmortal de la figura del guerrillero argentino Ernesto Guevara (“Che”), las atrocidades que se produjeron por parte del gobierno mexicano y los paramilitares del “Batallón Olimpia” contra unos estudiantes en octubre de 1968 (“Las voces de Tlatelolco”) o los métodos expeditivos que usaron los conquistadores españoles en América (“Crónica de Indias”).

Instalado en su mirada de poeta y de mexicano, José Emilio Pacheco nos explica que mantiene una relación de amor concreto por su país (“No amo mi patria. / Su fulgor abstracto / es inasible. / Pero (aunque suene mal) / daría la vida / por diez lugares suyos, / cierta gente, / puertos, bosques, desiertos, fortalezas, / una ciudad deshecha, gris, monstruosa, / varias figuras de su historia, / montañas / y tres o cuatro ríos”); y nos habla, sobre todo, de las palabras, de la función emotiva y comunicativa del lenguaje. Es decir: de la poesía. Un arte caprichoso y complejo de definir, por su continua mutación (“Escribo unas palabras y al minuto / ya dicen otra cosa, significan / una intención distinta, / se hacen dóciles al carbono catorce”); un arte de cuyos resultados sólo pueden felicitarse sus muñidores más inconscientes y superficiales (“Quisiera ser un pésimo poeta / para sentirme satisfecho con lo que escribo”); y un arte, sobre todo, con el que se mantiene siempre una relación conflictiva, pendular, tensa (“La perra infecta, la sarnosa poesía, / risible variedad de la neurosis, / precio que algunos pagan / por no saber vivir. / La dulce, eterna, luminosa poesía”).

Qué deliciosa experiencia resulta volver a la poesía de José Emilio Pacheco, voz y ojos del México más entrañable, más sensible, más universal. Volveré pronto, no me cabe duda, a otro libro de este coloso de las letras.

jueves, 25 de noviembre de 2021

El rey Lear, impresor

 


Cuando Martín Cortés salió de España lo hizo con una mano delante y otra detrás. De hecho, gastó en el viaje hacia La Argentina el poco caudal que había logrado reunir con su trabajo. Pero al otro lado del Atlántico, a fuerza de empeño y coraje, consiguió mejorar: trabajó como impresor, fue creciendo su fama y, con el paso de los años, se convirtió en hombre rico. Ahora, ese esplendor se traduce en que tiene un hijo zangolotino viviendo en Europa a costa del padre (Gonzalo) y que sus cuatro hijas no le dan más que disgustos: las tres mayores, porque se hallan dominadas por la ambición y no dejan de dar pasos para, con el auxilio de sus maridos, desalojar a su padre de sus vidas y controlar las finanzas familiares; y la pequeña porque es una izquierdista utópica, cuyo sueño es que su progenitor les entregue su empresa a los obreros. Sus refugios son Pepe Terneiro (un antiguo empleado que ahora disfruta de la jubilación) y Gertrudis (la vieja sirvienta que lo acompaña desde hace años). En ellos ha de buscar el consuelo a la amargura de una ancianidad triste.

El valenciano Vicente Blasco Ibáñez no oculta en ningún momento la conexión shakespeareana de esta novelita corta, que queda declarada desde el título mismo: la decepción que el viejo rey experimentaba con sus hijas se agría aquí hasta el punto de que ni siquiera su “Cordelia” lo acompaña hasta el final, porque don Martín no comparte su visión utópica del dinero. De tal modo que la decisión que toma en las páginas finales, cuando uno de sus yernos está celebrando su éxito político y la familia se vuelca en la fiesta conmemorativa, resulte casi natural (o al menos esperada). Desposeído de su futuro (lo han arrinconado por viejo), de su presente (nadie toma en consideración sus opiniones) y de su pasado (las hijas reniegan del origen paupérrimo familiar, que a él le parece meritorio), don Martín opta por convertir el drama en tragedia.

martes, 23 de noviembre de 2021

Perito en lunas

 


Vuelvo a las páginas de Perito en lunas, el poemario inicial de Miguel Hernández que publicó la editorial Sudeste, de Murcia, en 1933. Y experimento casi las mismas sensaciones que me invadieron cuando lo leí justo al entrar a las aulas universitarias: indiferencia. Amo la poesía de este oriolano desde que leí algunas páginas de versos suyos durante mi juventud; y mi admiración no ha sufrido ninguna merma desde entonces. Pero esta etapa inicial, gongorina y pedante, me resbala mucho. Decía Jorge Luis Borges que el escritor joven tiende generalmente a alambicar su expresión porque no está muy convencido del valor de lo que está escribiendo, y que eso lo lleva al barroco, que es un estilo “desdichado” (el adjetivo es suyo). Al joven Miguel creo que le pasó algo de ese tenor. Para situarse por primera vez ante los ojos de los demás quiso barnizarse de músculos y “posar” con los abdominales, los bíceps y el pecho en tensión. Deseaba impresionar. Y eligió el más soporífero e intragable de los métodos: un barroquismo casi (y sin casi en muchos poemas) impenetrable. Se le nota forzado, rígido, petulante, con la voz engolada, estirando el cuello y mirando casi con desdén. Y esa impresión omnipresente me impide disfrutar con estas composiciones.

Es verdad que, aquí y allá, emerge el poeta que Miguel se equivocó camuflando con la hojarasca gongorina: cuando define una palmera llamándola columna con “desenlace de surtidor” (V); cuando explica que un afeitado es un “esquileo en campo de jabón” (XIV); cuando nos muestra la imagen de un panadero que amasa esforzadamente y nos dice que “aunque púgil combato, domo trigo” (XXII); cuando pone ante nuestros ojos unas veletas y las define como “danzarinas en vértices cristianos injertadas” (XXIV); o, en fin, cuando alude al empleado de una funeraria y lo dibuja como el “final modisto de cristal y pino” (XXXVI).

Para mí, que soy lector al que no le gusta que le conviertan el texto en acertijo o en laberinto nebuloso, Perito en lunas es un texto poco amable. Aunque lo diera a luz mi admiradísimo Miguel.

lunes, 22 de noviembre de 2021

Gritar

 


Un hombre en llamas (han leído bien: en llamas) se introduce en la propiedad de un matrimonio y, sin emitir sonido alguno, se lanza a la piscina para sofocar el ardor que lo está matando; un profesor universitario encuentra en el aeropuerto a un extraño personaje que le cuenta inquietantes detalles sobre Hitler, el papa Juan Pablo II o Gorbachov, antes de depositar un despojo sanguinolento en el libro que el profesor lee; un hombre apellidado Balboa se interesa por un anuncio donde se ofrece en alquiler una habitación insonorizada para poder gritar, y en ese espacio terminará conociendo al amor de su vida; un encuestador llamado Martín vive una experiencia borgiana en casa de un entrevistado llamado también Martín; un hombre recibe de madrugada la llamada telefónica de una chica que lo confunde con su padre y que le cuenta una experiencia traumática que está viviendo; un pintor joven acude con su esposa a Madrid para inaugurar una exposición de su obra buscará a una mujer de su pasado.

Los protagonistas de este magnífico libro de Ricardo Menéndez Salmón vertebran o soportan experiencias que al lector, por su peculiaridad o su extrañeza, le causan asombro. Pero ese sentimiento no constituye la meta última de los relatos, sino que se convierte en un simple punto de partida para que, embriagados por la calidad literaria del autor (francamente impresionante), nos veamos envueltos en un río de emociones. Sentimos la rabia, la perplejidad, el dolor, la tristeza, el desamparo, la ternura, el desaliento. Y cada propuesta se graba en la mente con eficacia de tatuaje. No sales igual después de que Menéndez Salmón te presente a sus personajes, te sitúe en sus paisajes, te relate sus historias. El escritor gijonés opera en ti su magia desde las primeras hasta las últimas líneas y logra que suspendas todo tipo de incredulidad argumental o psicológica: aceptas sus reglas incondicionalmente, porque intuyes (y pronto corroboras) que el premio será un enorme disfrute literario.

No tardaré en abalanzarme sobre otro de sus libros.

domingo, 21 de noviembre de 2021

Puzle

 


Lydia Martín, cartagenera ambiciosamente polifacética (cantante, compositora, periodista, presentadora), publicó en marzo de este año el libro Puzle con el sello murciano La Rosa de Papel. Y llama la atención la forma habilidosa y desenfadada con la que mezcla en sus páginas el espíritu novelesco, los amores juveniles y la minuciosidad de las guías turísticas, proponiéndose que los lectores nos sintamos instalados en Nueva York, en Berlín, en Lisboa, en Florencia y en otras localidades no menos llamativas y famosas.

Los elementos que van conectando todos esos espacios son una pieza de puzle, una nota explicativa y una cámara fotográfica, que irán pasando de bolsillo en bolsillo (como en un tobogán de hambrientos celiano del siglo XXI) y que se convierten en fetiche o tótem para intentar construir a su alrededor unas historias que aspiran a seducir el ánimo de los lectores con su lenguaje sencillo, su aliento coloquial y sus exploraciones amorosas. Conoceremos así a Pablo, a Sofía, a John, a Michael, a Isabel y a otras figuras no menos arquetípicas que en esta narración se convierten en jalones de un largo recorrido viajero (que podría haberse extendido durante otras cien páginas, sin que el lector se fatigase más) que nos permite conocer detalles del Barrio Latino, el museo del Louvre, China Town, Broadway, los restos del Muro de Berlín, la Torre de Belem o el Duomo. Se disfruta de muchas referencias geográficas en este volumen, que refleja el gran amor que la autora siente por los viajes.

¿Habrá más piezas de este puzle? ¿Tendremos otras entregas literarias de Lydia Martín? No me cabe la menor duda: el empuje de la ilusión lo puede todo.

sábado, 20 de noviembre de 2021

Derecho natural

 


“Éramos, en fin, una familia desastrosa. Nadie había estado a la altura”, murmura Ángel en la página 402 de la novela Derecho natural, de Ignacio Martínez de Pisón. Y ese delta psicológico (con el que cualquier lector de la obra se mostrará de acuerdo sin vacilaciones) está alimentado por múltiples afluentes: un padre que, actor de poca monta y por fin imitador de Demis Roussos en espectáculos musicales, abandonó a su esposa e hijos en varias ocasiones y que incluso tuvo una hija con otra mujer; una madre que se debatió entre la abnegación y la rabia, evolucionando desde su papel de ama de casa hasta el de empresaria de éxito; un hermano que canalizó su rebeldía infantil convirtiéndose en ladrón y que, tras su reclusión en un centro de menores, optó por marcharse voluntario al servicio militar para alejarse de su madre; una hermana silenciosa y conformista, que encontró en su hermanastra al alma gemela que necesitaba para crecer aferrada a algo; y un narrador, Ángel, que tampoco ha tenido una trayectoria tranquila ni sosegada: se enamoró de una muchacha mayor que él (que terminó involucrada en el mundo de las drogas), se doctoró en Derecho y ha optado por el camino de la docencia universitaria para que su mente quede encauzada en parámetros serenos, sin que lo haya logrado del todo.

No, desde luego que no conforman una familia típica, pero la mirada que el autor despliega sobre ellos nos permite conocerlos de un modo muy profundo, y también relacionar sus peripecias con los sucesos acaecidos en la España que salía de la dictadura hacia la democracia. Con la maestría y la sólida fluidez que tan habituales resultan en el narrador zaragozano, Martínez de Pisón nos habla de sentimientos y nos habla de ideologías, de rabias y de ternuras, de mezquindades y de heroísmos, de gritos y de silencios: es decir, de la vida. Y cuando se cierra la última página, el lector no tiene claro (o no totalmente claro) a quién absuelve y a quién condena, a quién compadece y a quién desprecia. A esa ambigüedad (que es la ambigüedad palpitante de la vida) sólo nos puede llevar la mano de un maestro, como sin duda lo es Ignacio Martínez de Pisón.

jueves, 18 de noviembre de 2021

Campos de Castilla

 


No hubiera podido imaginar, en el año 1982, que la lectura del libro Campos de Castilla iba a completarse, en 2021, con una relectura igual de extasiada, igual de estremecida, igual de fervorosa. Fue entonces un libro de poesía que deslumbró al joven destinado a convertirse en jurista (así lo deseaba mi padre); y es ahora el remanso de lírica que asalta, de nuevo, al maduro profesor de literatura que de forma equivocada suponía que el volumen iba a resultarle “repetido”. Erré. El libro ha sido nuevo, porque la Belleza siempre es nueva y porque la emoción, cuando se esculpe con las palabras perfectas, “es siempre todavía” (para usar una fórmula machadiana).

“Retrato”, “La tierra de Alvargonzález”, “A un olmo seco”, “Poema de un día”, “La saeta”, “Del pasado efímero”, “Llanto de las virtudes y coplas por la muerte de don Guido”, “A don Francisco Giner de los Ríos” o los “Proverbios y cantares” han sonado en mi cabeza con la música indeleble que les imprimió el poeta sevillano (alguno, además, con la música añadida de Joan Manuel Serrat), y su impronta se ha enriquecido con docenas de versos sueltos en los que don Antonio convirtió en mármol el frío de Castilla, el carácter de los españoles, el brillo ilusionado de quien espera hablar a Dios algún día o la languidez que impregna la triste constatación del carácter cainita de la raza. El tiempo, ese ácido inmisericorde que tantas veces adelgaza, malhiere o conduce al osario las lecturas que hicimos en la niñez o la juventud, nada ha podido contra los versos machadianos. No ha sido capaz de erosionarlos o de apagar su brillo. No se ha alzado victorioso. Lo cual me alegra, porque me demuestra que en la sencillez de un hombre que mira en silencio los campos amarillentos de Castilla, o que se lamenta con amargura por la pérdida del amor, o que aplaude los libros hermosos que ha leído, puede encerrarse la condición de Clásico.

Antonio Machado, espléndido poeta, pertenece a la Eternidad.

miércoles, 17 de noviembre de 2021

Paisajes y semblanzas

 


Hay libros visibles y libros invisibles. Libros que un autor decide escribir, y libros que se van construyendo en silencio a sus espaldas. Materiales esculpidos y materiales sobrevenidos. Julio Cortázar afirmó, en una página memorable de su novela más conocida, que “vos no elegís la lluvia que te va a calar hasta los huesos cuando salís de un concierto”; y es verdad. Nadie elige la textura del sol que habrá de calentar su piel. Y los escritores, aunque pueda parecer paradójico, tampoco son capaces de determinar qué libros se están dibujando en la sombra de sus carpetas. Durante casi tres décadas, Santiago fue escribiendo docenas de poemas, de apuntes de viaje, de elogios de escritores, de cuentecillos, de reflexiones intelectuales, de estampas. Algunos de esos folios los publicó en periódicos y revistas (La verdad, Campus, Cangilón, etc); y otros permanecieron inéditos. Pero sólo en el año 2001 todo ese maremágnum de ideas y emociones, de paisajes y personas, de luces y libros, cristalizó en un volumen.

Y se equivocará gravemente quien entienda que se trata de un tomo menor o prescindible. Tal vez de otros autores sí pueda pregonarse algo así, y sea legítimo ver en estas misceláneas un modo espurio de publicar materiales que no se podrían “vender” de otra manera. Pero no es el caso de Santiago Delgado. Para él, escribir es una necesidad casi biológica, y cada conversación, cada monumento que tiene la oportunidad de ver, cada ciudad a la que se aproxima, generan un texto inmediato: un poema, una semblanza, unas líneas, un apunte. En él, estos racimos de palabras son literatura instantánea, sincera, pura. Son los brotes frescos, luminosos, de una planta en constante floración. Y reunirlos en un volumen es enormemente valioso para los lectores, porque nos damos cuenta en seguida de que estamos ante una crestomatía. Santiago tiene la generosidad de regalarnos todo cuanto su ánimo le ha pedido escribir durante años, y nos lo pone encima de la mesa, como quien se tumba en un quirófano para que el cirujano lo explore. Antonio Gala dijo una vez que escribir es pasarse los folios por el corazón y mostrarlos a los lectores, como si fuera un paño de la Verónica.

Encontramos en este libro unos hermosos homenajes literarios a Vicente Medina (al que imagina paseando sus últimas horas por Rosario de Santa Fe), Garcilaso de la Vega (un texto escrito en Le Muy, donde al toledano lo buscó la muerte), Jorge Luis Borges (al que tributa un espléndido soneto) o Ibn Arabí (que es cantado en versos cristalinos y musicales). Encontramos también unos bellos poemas paisajísticos, como el que le dedica a la sierra de Columbares (pp.26-27); o ese emotivo poema compuesto en heptasílabos y pentasílabos, con rima delicadísima, en que lamenta la decadencia y extinción de unos molinos del Campo de Cartagena (pp.62-63); o aquel otro, lírico, juguetón y de amoroso final, que se titula “Vista de invierno en el Mar Menor” (pp.69-70) y que dedica a su mujer, Aurora.

No menor belleza atesoran las composiciones que dedica a la Encarnación del Ángel, de Francisco Salzillo (p.55); a unas ruinas de la ciudad de Sicilia; o al más que tierno paseo del autor por la ciudad de Venecia, con su hijo dormido en los brazos.

Mas no sólo hay poemas en este libro. También hay, por ejemplo, viajes; una auténtica espiral de viajes, que lanzan a Santiago y a su mujer por infinitos lugares de dentro y fuera de España: las “Murcias” de la Rioja, Turín, Santiago de Compostela, Granada, Sicilia, Toulouse, Lausanne, Burdeos, Portugal, Inglaterra, Jerusalén, Bali…

Y un detalle último (invitándoles a acercarse hasta el libro, donde encontrarán muchas más cosas de las anotadas en esta breve reseña), que dejo en las palabras certeras de Santiago Delgado: “¿Conocen a alguna murciana que lleve el nombre de Arrixaca? ¿A que no? Pues ocurre que está muy mal que sea así. Tenemos a Vanessas, Davinias, Ainoas, Aranchas…; y en cambio, Arrixacas, que es —junto con Fuensantas— lo más murciano que existe, no. A ver si con estas letras alguna futura mamá se anima” (p.75).

Lanzado queda el reto.

martes, 16 de noviembre de 2021

Warnes

 


Lo escribió el brasileño Carlos Drummond de Andrade y lo recuerda la argentina Gabriela Luzzi al comienzo de su libro Warnes, editado por el sello Liliputienses: “Estoy atado a la vida y miro a mis compañeros”. Es decir, que quienes nos rodean constituyen, orteguianamente, nuestra circunstancia, y se convierten si uno sabe mirarlos con la debida intensidad en el pericardio de nuestro corazón lírico y vital.

En las breves páginas que conforman este delicado opúsculo, la escritora de Rawson nos muestra dos focos anímicos complementarios: el primero nos sitúa en su colegio y nos habla de David (cuyo padre había matado al perro porque no le dejaba dormir la siesta), de Sabelli (que era evangelista y no deseaba izar la bandera cuando se lo pedían), de Gómez (atenazado por una timidez que lo arrojaba por el talud del rubor con facilidad), de Mónica (que se peleaba con otras chicas y les mordía los pezones), de Alelí (al que apodaban Tomate y que tenía el dedo gordo deforme) o de Dagoberto Merino (que descubrió muy pronto su amor por el teatro). El segundo foco nos ilumina a sus compañeros de trabajo en la edad adulta: Noelia (aficionada a la música de bachata), Ariel (enamorado compulsivo y aficionado a llevar pulseritas) y Cristina (que fue amable con la autora desde que comenzaron a trabajar juntas).

Estas figuras danzan en el corazón y en la memoria de quien, años después, les dedica versos llenos de ternura, melancolía, languidez o añoranza. Quizá porque la poesía intenta ser, en ocasiones, un álbum de firmas y retratos que deseamos salvaguardar, para que el tiempo no nos mordisquee u horade.

lunes, 15 de noviembre de 2021

Vidas escritas

 


Cuando cogí del estante estas Vidas escritas de Javier Marías y leí el prólogo que las presentaba supe que el volumen podía llegar a interesarme, porque reunía tres ingredientes seductores: temática biográfica, curiosidades de escritores y la prosa ensayística del autor madrileño, quien afirma que estas peculiares semblanzas “están contadas principalmente, creo, con una mezcla de afecto y guasa” (aunque se apresura a añadir que del afecto prescindió cuando redactaba las notas sobre James Joyce, Thomas Mann y Yukio Mishima).

Así que me senté en el sillón habitual y dejé que mis ojos se fueran deslizando por las primeras páginas, en las cuales me encontré con todo tipo de detalles llamativos. Por ejemplo, que Faulkner enterró personalmente a su hija Alabama, que murió a los cinco días de nacer; que Lampedusa hablaba con cada uno de sus perros en un idioma distinto; que Robert Louis Stevenson le pegó fuego accidentalmente a un bosque y que participó (y venció) en varios concursos de blasfemias; que Turgueniev detestaba a su madre y se humilló bochornosamente para obtener el amor de la desdeñosa Pauline Viardot; que Nabokov odiaba un sinfín de cosas, entre ellas el jazz, los toros, los insecticidas o los transistores (la estrafalaria lista de sus repulsiones se puede consultar en la página 145 de este volumen); que el amante de Oscar Wilde, el pizpireto Lord Alfred Douglas, “era largo de bucles y corto de luces” (página 241); o que el auténtico nombre del majadero megalómano y desquiciado Yukio Mishima era Kimitake Hiraoka.

También me ha asombrado y enriquecido descubrir pormenores asombrosos de las vidas de autoras como Djuna Barnes, Emily Brontë o Isak Dinesen (esta última, al ser interrogada por Arthur Miller acerca de qué médico le había prescrito su singular dieta, compuesta por ostras, gambas, uvas y champán, se limitó a mirarlo con desdén y susurrar: “Soy vieja y como lo que quiero”).

Pero aparte de aprender y disfrutar también he tenido ocasión (y la tendrá toda persona que avance hasta la parte final del libro) de someterme a un examen tan curioso como grato: ¿quién es cada uno de los protagonistas (algunos repetidos) que salen en las treinta y siete fotografías de la sección “Artistas perfectos”? Los comentarios que Marías añade a las imágenes son auténtico oro narrativo: qué maravillosa mirada despliega sobre ellas.

Lean este libro: es un consejo de amigo.

domingo, 14 de noviembre de 2021

El reposo del fuego


Me acerco hasta las páginas ígneas de El reposo del fuego, del gran José Emilio Pacheco, donde está todo el espíritu de México contenido y donde está el dolor de la vida y de la memoria. Por estas hojas que crepitan y vuelan como pavesas se expanden las lágrimas de un ayer amargo; y se mezclan con las lágrimas de un hoy no menos acibarado, donde la esperanza apenas se atreve a alzar el vuelo.

“Nada altera el desastre: llena el mundo / la caudal pesadumbre de la sangre”. Con esos dos contundentes endecasílabos se inicia un poemario en el que la lluvia “encarniza / su plural mordedura contra el aire”; en el que los gusanos urden la seda con la que configurar “la voraz certidumbre del sudario”; en el que duele advertir “la secreta eficacia con que el polvo / devora el interior de los objetos”; y en el que nos asaltan con su filo de acero las grandes preguntas sobre la vida (“¿Para qué estoy aquí, cuál culpa expío, / es un crimen vivir, el mundo es solo / calabozo, hospital y matadero, / ciega irrisión y afrenta al paraíso?”) y también sobre la muerte (“¿Qué ojos verán el mundo si la órbita / donde la luz brilló sólo es la casa / de las hormigas, su castillo impune? / Nada regresará cuando la tierra / se aposente en la boca y enmudezca / con su eco atroz la oscura letanía”). En ese ámbito de tinieblas y desazón, quizá el poeta podría asumir una labor de esperanza, de iluminación, de evangelio. Pero la realidad es que el desaliento araña su interior y no le permite esa actitud quebradizamente optimista (“Se han extraviado ya todas las claves / para salvar el mundo. Ya no puedo / consolar, consolarte, consolarme”).

Poeta de gran poderío imaginativo y sonoro (sus endecasílabos son música), el mexicano José Emilio Pacheco pertenece al reducido grupo de autores que, cada vez que son revisitados, nos sugieren lecciones nuevas y nos deparan gozos renovados. Es un privilegio poder disfrutar de sus versos infinitas veces.

sábado, 13 de noviembre de 2021

La resistencia

 


Resulta innegable que la llegada a los arrabales de la senectud otorga al ser humano otra manera de ver el mundo, otro orden de prioridades, otra sabiduría. Y cuando uso esa última palabra no pretendo relacionarla con los territorios de la cultura o de la verdad, sino con el ámbito de la reflexión sosegada, del mirar calmo y lúcido al que seguramente se accede cuando colocamos el primer pie en la escalera de salida. Ernesto Sabato nunca fue, como intelectual y como escritor, un ejemplo rampante de euforia; pero el tono que empleó en sus páginas finales, lejos de ser tributario del pesimismo, se antoja más bien una consecuencia natural del abatimiento.

En una sociedad que parece hundirse en su nada aurea mediocritas, derivada del control audiovisual (“El estar monótonamente sentado frente a la televisión anestesia la sensibilidad, hace lerda la mente, perjudica el alma”); que ha hecho del estruendo continuo un idioma universal (“Me pregunto si la gente se da cuenta del daño que le hace el ruido, o es que se los ha convencido de lo avanzado que es hablar a los gritos”); que ha degenerado morbosamente gracias a sus avances tecnológicos (“El hombre no ha tenido tiempo para adaptarse a las bruscas y potentes transformaciones que su técnica y su sociedad han producido a su alrededor; y no es arriesgado afirmar que las enfermedades modernas sean los medios de que se está valiendo el cosmos para sacudir a esta orgullosa especie humana”); que vive obsesionada con la comodidad egoísta (“¿Puede haber sacrificio cuando la vida ha perdido el sentido para el hombre, o sólo lo halla en la comodidad individual, en la realización del éxito personal”); que ha hecho del consumismo insaciable su única meta (“Estamos tan desorientados que creemos que gozar es ir de compras”); que es manipulada mediante los sistemas educativos que interesan al gobernante (“La educación no está independizada del poder, y por lo tanto encauza su tarea hacia la formación de gente adecuada a las demandas del sistema”); que se concentra infantilmente en la continua diversión (“Los programas ‘divertidos’ tienen mucho rating –y el rating es lo supremo–, no importa a costa de qué valor, ni quién lo financia. Son esos programas donde divertirse es degradar, o donde todo se banaliza. Como si habiendo perdido la capacidad para la grandeza, nos conformáramos con una comedia de regular calidad. Esta desesperación por divertirse tiene sabor a decadencia”); que asperja con los aplausos de la popularidad a seres inanes o despreciables (“No se puede llevar a la televisión a sujetos que han contribuido a la miseria de sus semejantes y tratarlos como señores delante de los niños. ¡Ésta es la gran obscenidad!”); y que, en fin, parece dominada por el desánimo y la inacción (“La gente sabe que se miente, pero parece una ola de tal magnitud que no se la puede impedir. Esto hace sentir impotente a la gente y finalmente produce violencia, ¿hasta dónde vamos a llegar?”) muestra ante los ojos analíticos de Ernesto Sabato un panorama espantoso.

Espantoso, sí, pero quizá aún reversible. Hay que detenerse y comprender que esta ruta aciaga sólo nos lleva a la destrucción. Y que, por tanto, debemos recuperar la sensatez, algunas viejas directrices (la honorabilidad, el respeto, el espíritu solidario) y, sobre todo, la ralentización. A este ritmo vertiginoso no se puede ni siquiera disfrutar (“El hombre no se puede mantener humano a esta velocidad, si vive como un autómata será aniquilado. La serenidad, una cierta lentitud, es tan inseparable de la vida del hombre como el suceder de las estaciones lo es de las plantas”). Por fortuna, queda la esperanza de que el sentido común impere y nos permita enmendar el error (“La historia es el más grande conjunto de aberraciones, guerras, persecuciones, torturas e injusticias, pero, a la vez, o por eso mismo, millones de hombres y mujeres se sacrifican para cuidar a los más desventurados. Ellos encarnan la resistencia”). Y esos resistentes serán la luz del futuro, los constructores de un porvenir más halagüeño (“Ya están entre nosotros los habitantes de otra manera de vivir”).

Lo más seguro es que los interesados en que nadie cambie tilden esta obra de ilusa, de senil o de apocalíptica. Mi consejo es muy sencillo: léala usted en silencio, reflexione y llegue a sus propias conclusiones. Después, si lo desea, actúe.

jueves, 11 de noviembre de 2021

Mamá duerme la siesta

 


Joaquín Solís trabaja como vendedor telefónico en la empresa Telemarketing. Anteriormente, estaba empleado en un centro de enseñanza, del que fue despedido por su excesiva afición a los niños. Muy cerca de él se encuentra la única compañera con la que mantiene un tímido conato de amistad: la boliviana Gabriela Bernal, que dejó en Cochabamba a su madre y su hijo, a quienes envía mensualmente dinero. Un día, Joaquín escucha cómo el teléfono al que llama es descolgado por un niño, quien se disculpa por no poder pasarle el auricular a su madre, pues está durmiendo la siesta. A partir de ese momento, encandilado por el tono dulce y angelical de la criatura, Joaquín comenzará a insistir en sus llamadas, recibiendo siempre la misma excusa: la madre no se puede poner al aparato porque se encuentra dormida. Y él, después de pensarlo con intensidad y de sopesar los pros y los contras, decide pedirle al niño la dirección de la casa y acercarse hasta allí, para entregarle personalmente a su madre (es la excusa que esgrime) los folletos informativos que no puede glosarle por teléfono. Desde ese instante, nadie vuelve a ver en el trabajo al solitario y atormentado Joaquín.

Con ese planteamiento, en el que la perturbación mental, el misterio y la pedofilia se aúnan de forma inquietante, Beatriz Olivenza esculpe ante nuestros ojos la narración Mamá duerme la siesta, que obtuvo el XXXII premio Felipe Trigo y que publicó el sello Algaida. La historia, magistralmente contada y con una dosis creciente de tensión, nos lleva hasta un final donde la piel del lector se estremece y donde la saliva desciende por la garganta a borbotones, porque descubrimos cuánto de enigma, ciénaga y oscuridad se puede esconder en el corazón de quienes nos rodean. Y en sus casas. Memorable.

miércoles, 10 de noviembre de 2021

La soledad de los gregarios


Cuando me adentro en un nuevo libro de Miguel Sánchez Robles sé de forma casi exacta lo que voy a encontrarme dentro, porque su forma de escribir, su estilo, su espíritu, su modo de codificar el mundo (sea en prosa o en verso) lo conozco, creo, muy bien. No en vano, he leído una veintena de libros suyos. Pero, sin embargo, siempre consigue seducirme y perturbarme con la misma contundencia que lo hizo en mi primera aproximación. ¿Cómo es posible explicar esa doble verdad? Confesaré sin ambages mi impotencia para hacerlo. Simplemente sé que Miguel me atrapa casi de inmediato, que me envuelve en la seda lírica de su telaraña, y que obtiene mi aplauso de forma inapelable. Podría, claro, ponerme estupendo y hablar del trazado desgarrador de sus personajes, de su lenguaje inesperado y brillante, de sus metáforas brutales, de sus imágenes insuperables o de su ritmo hipnótico. Pero creo que lo más honesto y lo más sensato es decir que Miguel es el dueño de una voz. Nada más. Nada menos. El dueño de una dicción única e inconfundible, que ha sido reconocida por jurados de toda España y que aquí cristaliza en el volumen La soledad de los gregarios, con el que obtuvo el premio Ciudad de Coria del año 2011 y que fue publicado por la Institución Cultural El Brocense, de la Diputación Provincial de Cáceres.

No diré nada más. No es necesario. Quien ya se haya sumergido en alguna de sus obras, aquí encontrará la belleza que ya conoce. Y para aquellos que no lo hayan paladeado aún, un consejo con la mano en el corazón: están ustedes tardando.

domingo, 7 de noviembre de 2021

Quitamiedos


Cuando leí el libro de cuentos Que la ciudad se acabe de pronto, de Trifón Abad, lo tuve muy claro: me gustaba su escritura, la manera en que se aproximaba a las historias y las convertía en narración. Algunos autores son buenos escogiendo los temas; otros, redactándolos. Pero en Trifón advertí un equilibrio que convertía cada cuento en una pequeña joya: con sus aristas definidas, con su brillo exacto, con su dureza ajustada y única. Así que me dispuse a esperar, con paciencia llena de expectación, su siguiente libro, que ahora le publica el sello Talentura con el nombre de Quitamiedos. Y (me adelantaré a los detalles) mi ansiedad ha quedado satisfecha.

Con una sabia medición de tiempos y de enfoques narrativos, Quitamiedos es otra joya literaria, llena de motoristas decapitados, coleccionistas obsesos, niños que se resarcen de la humillación ejecutando una venganza freudiana, duquesas melindrosas, antropólogas que resumen las peculiares costumbres de una tribu brasileña, vacunas irregulares que necesitan ser probadas en la clandestinidad o esposos infieles que se ven envueltos en un accidente del que no saben cómo salir. Y sobre todos los relatos, majestuosa y unánime, se extiende la elegancia de un autor que manera el idioma espléndidamente (nos habla del “manso silencio” de un garaje o de un hombre cuya estatura “flirteaba con el enanismo”), que siempre queda puesto al servicio de una narración convincente y enérgica.

Lo dije y lo repito: aquí hay escritor. Un estupendo escritor. Talentura ha sabido darse cuenta, y eso honra a los responsables. Disfrútenlo, porque no hay tantos de su talla, pese a la estruendosa publicidad de las grandes editoriales.

viernes, 5 de noviembre de 2021

Summertime Blues


Qué hermosa novela es Summertime Blues. Así lo quiero escribir. Al principio y con claridad, para que no queden dudas sobre la opinión que me merece este tomo que ha publicado el sello Algaida. Conociendo las anteriores producciones de Diego Prado, la verdad es que tampoco me extraña mucho. Pero en este libro el menorquín ha dado, me parece, el do de pecho. Si deciden aventurarse en esta historia (y les aconsejo que lo hagan), se encontrarán con una narración que, aparentemente, se vertebra alrededor de la guitarra Gretsch que, a la muerte del rockero Eddie Cochran en un accidente automovilístico, desapareció. Y digo que se vertebra aparentemente porque, como muy bien explica el personaje de Joan Tyler en el capítulo Tres, este objeto no era más que un símbolo, una muestra de la pasión amorosa de su padre por la joven Jenny (“Podía haber sido la trompeta de Frankie Avalon o la armónica de Bob Dylan, entiéndame”, p.88).

Estamos en los albores del rock and roll, en aquel tiempo de acordes rápidos, sencillos y magnéticos que lograban activar a una juventud necesitada de alegrías que fueran diferentes a las de sus mayores. Y ahí brilla Edward Ray Cochran, el seductor ídolo de Minnesota, que maneja voz y guitarra con desparpajo y que despierta la admiración ilimitada de una generación de muchachos, ávidos de nueva música. En ese mundo se produce el viaje que lleva a Johnny Tyler y su fiel amigo Whitaker hasta Inglaterra, donde está actuando Cochran. ¿El objetivo que los mueve? Hacerse con su emblemática guitarra y entregársela a Jenny Baker con un mensaje. Pero los problemas comenzarán cuando el cantante, con apenas 21 años, muere en un desgraciado accidente automovilístico, y su Gretsch queda en manos del joven policía Dave Dee, para que la custodie. Tyler, terco, insiste en hacerse con el instrumento.

Podríamos estar (y sería bastante) ante una novela que fabulase con el misterio de aquella guitarra desaparecida; pero Diego Prado avanza y ahonda en otra línea mucho más intensa y sugerente: la de hablarnos del mundo de las ilusiones, del amor, de los sueños que se marchitan, del infortunio y de las esperanzas que el tiempo (ese cruel verdugo) se encarga de ir limando. La llegada de la madurez, la irrupción del “sentido común”, las conveniencias sociales, las presiones externas, la guerra de Vietnam y otras losas se irán posando sobre el ánimo del joven Tyler (la escena en que vuelve a casa, tras su paso por la cárcel, es antológica), hasta conseguir doblegarlo. Tuvo un sueño y se empeñó en cumplirlo, pero equivocó los cauces que llevaban al éxito; o, quizá más sencillamente, se dejó llevar por la inconsciencia de la juventud. Ahora, con la cabeza canosa y volviendo a un mundo donde ya nadie lo reconoce, la aventura toca a su fin, disfrazada de color amarillo. “The game is over”.

¿Quieren ustedes emocionarse? Lean la carta que redacta Whitaker en la página 202. ¿Quieres ustedes conmoverse? Lean lo que encuentran Nick Prom y Joan Tyler cuando abren la funda de la guitarra de Cochran en la página 261. O no, miren: déjense de detalles concretos y abran la historia desde su inicio (“No se puede confiar en esa gente que no tiene obsesiones…”). Estoy convencido de que no podrán abandonarla a partir de entonces.

miércoles, 3 de noviembre de 2021

Veinticinco de hace veinticinco

 


Un libro escrito por amor. Así resume Víctor Colden (1967) este “artefacto narrativo” que ha publicado en 2021, con el primor habitual, el sello Newcastle Ediciones. Veinticinco de hace veinticinco es un viaje hacia atrás en el tiempo, en el que la mirada, el corazón y el cerebro del escritor madrileño se trasladan desde el año 2013 hasta 1988 para recordarse a sí mismo. Y para recordar, también, los escenarios anímicos, familiares, sociales, musicales e intelectuales en los que el joven estudiante de Filología Románica comenzaba a trazar los senderos de su existencia. Era aquella época mágica en la cual “el tiempo no volaba y yo tenía tiempo para todo” (p.12) y en la que comenzaban a acuñarse las fórmulas que regirían el universo íntimo del autor: brillaban inauguralmente los ojos de María Luisa; Leonard Cohen difundía su voz oscura y ronca, en discos perseguidos y recopilados con pasión; el italiano y el rumano se convertían en idiomas amados; había presencias aún ausentes y ausencias aún presenciales (“Hace veinticinco años la vida, de manera inconcebible, era un sitio en el que no estaban Diego, Sofía ni Pablo, y ahora, veinticinco años después, un sitio en el que, de manera igual de inconcebible, no están mi padre ni los abuelos de Málaga, ni Manolito, Bruno, Enrique o Antonio”, p.23); un accidente de tráfico todavía no lo había convertido en huérfano; Nacha Pop anunció su separación; Gabinete Caligari se fue camino Soria; y el mundo era aún posibilidad y aurora, misterio y lentitud.

Estas delicadísimas hojas son las tablas, las jarcias y los clavos con los que se fue construyendo el barco con el que navegar por la vida; de tal modo que leyéndolas ahora, advertimos con nitidez su condición de notas musicales que, reunidas y pronunciadas en su orden, componen una partitura casual o causal (quién puede saberlo), armónica, lánguida, conforme e inacabada.

Un libro, sin duda, memorable.

martes, 2 de noviembre de 2021

Los sempiternos


Afirmaba el dirigente chino Deng Xiaoping que no importaba si el gato era blanco o negro, sino que cazase bien los ratones. Y algo similar podríamos decir de la obra Los sempiternos, que Ginés S. Cutillas publicó en 2015 en la editorial Base: tanto da que se trate de relatos como de una novela. En puridad, existen indicios y apoyaturas (técnicas, estructurales, argumentales) para sustentar cualquiera de las dos hipótesis; pero lo que al lector le interesa, por encima de las disquisiciones eruditas, es que quien escribe el libro cace con eficacia el ratón de su curiosidad. Y ahí el valenciano no genera dudas ni incertidumbres: lo consigue de principio a fin.

¿Cómo podría ser de otro modo? En las primeras páginas, el anciano Marcelo se sorprende con los madrugadores golpes que inesperadamente perturban su puerta; y su inquietud se convertirá en pánico cuando descubra que la figura que se recorta en el vano ha venido a cobrarse su vida; y su pánico se convertirá en angustia cuando se le ofrezca la posibilidad de ganar un día de vida si, a cambio, realiza una acción abominable; y su angustia se convertirá en vergüenza cuando la lleve a cabo. A partir de ese instante, que sirve de pórtico al volumen, imaginen un desfile de personajes vestidos de blanco, infieles compulsivos, misteriosos personajes que desarrollan una infinita partida de póker, un hombre que observa con estupor cómo todos los vecinos del barrio comienzan a convertirse en mujeres, psiquiatras desconcertados, empresas en las que se instaura una sangrienta anarquía… Sé que todo lo que acabo de exponer parece caótico, y que estas breves líneas no permiten hacerse una idea del espíritu y la intensidad del libro, pero les aseguro que Los sempiternos consigue que todas esas hebras de anómalo colorido conformen un tapiz admirable, armónico y seductor, que les recomiendo de manera viva.

Están ustedes tardando.

lunes, 1 de noviembre de 2021

La ratonera


Tiene algo Agatha Christie. Siempre lo ha tenido. Un embrujo especial. Un tipo de composición escénica. Un método arácnido para que los lectores queden casi desde el principio adheridos a la telaraña que urde con sonrisa leve. No sé. Lo que sea. Quizá si la descubres siendo adulto, con muchas lecturas a la espalda y con mucho cine devorado, el poder que ejerza sobre ti resulte menor. Es posible. Pero como te adentrases en sus libros cuando eras un niño o un preadolescente, ya estabas atrapado para siempre.

A mí me ocurrió. Yo accedí a mis primeras historias christianas (qué chocante el juego de palabras que brota ahí) cuando las piernas me colgaban de la silla, en la biblioteca de Blanca, y no tocaban el suelo. Negritos, trenes inquietantes, islas en las que moría gente, infusiones envenenadas, aristócratas ambiguos, escaleras que bajaban a sótanos, Hércules Poirot, gestos meditabundos… Y, claro, me dejé seducir de forma irremediable.

Ahora, cuarenta y cinco años después, vuelvo a leer una de las obras de la gran escritora: La ratonera, un texto teatral en el que juega endiabladamente bien con sus figuritas animadas, con los inquilinos que acuden una noche (de nieve, claro está) a la mansión Monkswell, justo después de que se haya producido en Londres un espantoso asesinato. Y pronto cunde la certeza de que uno de los personajes es el asesino. O la asesina. Y cuando la desagradable señora Boyle es estrangulada los temores y el pánico crecen. Sí, el asesino está entre ellos. O la asesina.

No les diré nada. Sería imperdonable.