Recordemos
aquella novela en la que un religioso mataba con saña para que otras personas
no tuvieran acceso a un libro antiguo, que podía provocar un vuelco en el
pensamiento humano. En efecto, se trata de El
nombre de la rosa, de Umberto Eco. Recordemos también una novela en la que,
bebiendo de El enigma sagrado, se
plantease la posibilidad de que Leonardo camuflara en su cuadro “La Última
Cena” algunas inquietantes claves heréticas relacionadas con María Magdalena,
Juan el Bautista y una antigua fe cristiana que quedó sepultada por las
versiones oficiales de la Iglesia de Roma. En efecto, se trata de El código Da Vinci, de Dan Brown.
Si
mezclamos ambos veneros narrativos sale a la luz La cena secreta, de Javier Sierra, una amena mixtura sin más
trascendencia en la que se tiene la sensación de que estás leyendo detalles que
ya conoces por las dos obras antes citadas (o por sus versiones en cine), pero
que resulta innegablemente entretenida.
En todo
caso, entiendo que estas obras tengan éxito comercial; o que incluso un público
“exquisito” pueda recurrir a ellas cuando solamente desee distraer un par de
tardes de lectura. Es tan legítimo como respetable. Emitir juicios desdeñosos
sobre este tipo de novelas resulta tan innecesario como risible porque, entre
otras cosas, supone pregonar que nos hallamos en posesión de la “verdad”. Y,
para mí, nada resulta más dudoso en el mundo del arte. ¿Quién está en
disposición de establecer qué será olvidado o qué será recordado dentro de
cincuenta, cien, doscientos años? No dejemos que la pedantería o la soberbia
nos cieguen.
A los
libros de Javier Sierra se los puede mirar con “desprecio intelectual”, pero no
es razonable motejarlos de aburridos, porque no lo son. Proporcionan, en el
peor de los casos, un distraído fin de semana. Solamente por eso, a mí se me
antojan respetables y dignos de admiración.
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