Cierro la
última página de la obra teatral El día
de gloria, escrita por Francisco Ors (Ediciones MK, 1983), que tiene un
tema muy interesante (el modo en que una mujer se libera de las opresiones que
la limitan), aunque su formulación argumental me parece forzadísima. Está bien
que Ors quiera mostrarnos el grado humillante de postración de un ama de casa,
pero el modo en que carga las tintas en el dibujo de su entorno aproxima la
historia a los taludes de la hipérbole (y casi de la inverosimilitud): un
marido déspota y violento, que en el ámbito sexual ya ha dejado de ser un
aliciente; una hija guapísima, que ha convertido en deporte olímpico el sexo
con todo tipo de parejas; una hija fea, que ha optado por irse a vivir con un
antiguo presidiario; una hija independiente y egoísta, que le deja siempre a su
niña, para que sea la abuela quien la críe y cuide; un hijo homosexual que se
va a vivir con un amigo de la familia (que tiene la edad suficiente como para
poder ser su padre); etc.
Esa
acumulación de circunstancias asfixiantes me ha parecido excesiva, con lo que
la eficacia de la pieza teatral se resiente. Me cuesta creerme ese mundo, tan
esperpénticamente trazado. De ahí que no haya conseguido sentirme tocado por la
catarsis, ni siquiera cuando la protagonista decide mandarlo todo al cuerno con
una acción liberadora.
Si ves en
una fiesta a una mujer con el cuello sepultado de collares, pendientes
aparatosos, anillos en todos los dedos, tres pulseras en cada muñeca, una
diadema de oro, etc, no puedes estar seguro de si es realmente hermosa. Algo
así me ha pasado con El día de gloria:
su exageración la mata.
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