Los usos
cómicos para señalar ciertos males sociales y lograr con esa crítica que los
espectadores adviertan los absurdos del mundo en que viven. Un viejo y eficaz
procedimiento del que se vale magistralmente Aristófanes en Las avispas, una pieza protagonizada por
un padre y un hijo de temperamentos e ideas muy diferentes. El primero es
iracundo, solemne, severo y se aplica con fervor a su actividad favorita:
formar parte de tribunales de justicia. El segundo es mucho menos extremado y
bastante más reflexivo, de tal manera que ordena a todos sus sirvientes que
vigilen al progenitor, para que no pueda escaparse de casa y ejercer tan
obsesiva tarea.
Cuando se
produce al fin el enfrentamiento dialéctico entre ambos, el hijo razona ante su
padre que, en realidad, su tarea como juez es una migaja que los realmente
poderosos (políticos y burócratas) le arrojan con sonrisa disimulada (“Quieren
que seas pobre, y te diré la razón: para que, reconociéndoles por tus
bienhechores, estés dispuesto a la menor instigación a lanzarte como un perro
furioso sobre cualquiera de sus enemigos”). Con lentitud y eficacia, logra
convencer al padre de su condición ancilar y le explica que los griegos siempre
han sido como avispas: tranquilos y pacíficos hasta que se les obliga (como
hicieron los persas) a sacar su aguijón. Y que lo peor del asunto son los
zánganos, que viven de los demás sin disponer de aguijón y que “se comen sin
trabajar el fruto de nuestros afanes”.
En suma,
un interesante análisis sobre la estructura de la sociedad, organizada desde
arriba de tal modo que los de abajo se mantengan siempre ignorantes, pobres e
incluso agradecidos.
Me apunto
una frase sobre los poetas innovadores: “En lo por venir, mis buenos amigos,
sed más amables, más graciosos con esos poetas que realizan un esfuerzo por
hallar algo nuevo que deciros”.
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