Termino
la obra La muchacha de los ojos de oro, de Honoré de Balzac, una
novelita que atesora excelentes cualidades y muy meritorias páginas, a pesar de
que el argumento resulta (reconozcámoslo) bastante previsible. Me encandila la
estupenda pintura sociológica que el escritor francés despliega en sus primeras
hojas; pero, en cambio, abomino de su final, que me parece denigrante e
indigno. Es como si Balzac hubiera decidido, de golpe, abandonar los pinceles y
rematar la pieza utilizando una brocha gorda. Ignoro la razón de este cambio
(tan súbito como bochornoso), que estropea la novela en su tramo último.
Otras
bondades de la pieza son su fino sentido del humor (“¿No caería el gobierno
todos los martes de no ser por las tabernas?”), la facilidad que Balzac muestra
para acuñar definiciones certeras (“El periodista es un pensamiento en marcha”,
“El hombre es un payaso que baila sobre un precipicio”), su hedonismo reflexivo
(“Buscar el placer, ¿no es acaso encontrar el tedio?”) y su tono, a veces,
delicadamente filosófico (“Uno se vuelve avaro de tiempo, a fuerza de
perderlo”).
Un clásico al que vuelvo, quizá, con menos frecuencia de la debida.
1 comentario:
Ya está! Vuelvo a él ahora mismo, o mañana, o después de Navidad, pero juro que vuelvo. Tengo la misma edición 😅💋
Publicar un comentario