Imagino
primero el estupor que debió de sentir Miguel Hernández cuando se produjo el
estallido de la guerra civil en 1936; luego imagino la rabia, por lo que aquel
conflicto suponía para él y para el país en su conjunto; y finalmente imagino (reflejada
en libros como éste) la acción de escribir como respuesta, como terapia, como
erupción. Todo muy crudo y muy rápido. Todo dolorosamente frenético. El rayo
que no cesa del amor y, de golpe, el rayo que debería cesar de la guerra.
Miguel Hernández estaba cantándole a la mujer amada y ahora debe cantarle al
combatiente, al campesino, al obrero que empuña un arma al servicio de su idea
de España, al amigo caído en el combate o en la vileza de la represión, a
quienes creen en la difícil victoria.
En Viento
del pueblo (1937), el poeta oriolano comienza hablándonos de Federico
García Lorca que lleva meses “vestido de esqueleto, / durmiéndote de plomo” en
una cuneta de su Andalucía, y que se encuentra (imagen espeluznante) “callado,
y más callado, y más callado”. Pero este homenaje concreto, cálido,
estremecido, lo extiende de inmediato a todos cuantos respiran o luchan en la
atribulada España, desde los de menor edad (“El niño yuntero”) hasta los
ancianos, pasando por las mujeres, protagonistas también de aquellos tiempos
acres (recordemos a Rosario la dinamitera o a Dolores Ibárruri, La Pasionaria,
por citar tan sólo dos ejemplos conocidísimos). A veces, el fervor instantáneo
de lo propio lo conduce a estrofas de más que dudoso aroma, como cuando canta
con éxtasis el sudor de los obreros (“Vestidura de oro de los trabajadores, /
adorno de las manos como de las pupilas, / por la atmósfera esparce sus
fecundos olores / una lluvia de axilas”); pero en otras ocasiones alcanza unas
bellísimas cimas de belleza que el paso de los años no ha conseguido erosionar
(“Canción del esposo soldado”).
Y también
están, claro, los otros, los de enfrente, a quienes Miguel Hernández (que
sucumbe sin problemas ni matices a las dicotomías coyunturales de la época)
retrata siempre como seres brutales, traidores, perversos y sanguinarios, amén
de cobardes (“Valientemente se esconden, / gallardamente se escapan / del campo
de los peligros / estas fugitivas cacas, / que me duelen hace tiempo / en los
cojones del alma”). De ellos sólo cabe esperar bajezas, actuaciones taimadas y
rapiñas sin límite, aunque cuando se encuentran con un miliciano armado ante
ellos “se les alborota el ano”.
Al final,
Miguel Hernández se aferra a la ilusión de considerar que nada estará perdido
mientras un solo defensor del pueblo se mantenga en pie, porque la luz de su
ejemplo lo nimba de un poderío indestructible (“Mientras existe un árbol el
bosque no se pierde”).
Versos difíciles para un tiempo difícil. Versos duros para un tiempo duro. Versos tristes para un tiempo triste. Versos irrepetibles para un tiempo que ojalá no se repita.
1 comentario:
Sé que no tiene nada que ver pero cuando veo esta gran obra, no puedo dejar de pensar en: Viento del este, viento del oeste 🙄 lo sé, no tiene lógica ninguna pero es lo que se me viene a la cabeza.
Besos.
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