jueves, 2 de diciembre de 2021

El rayo que no cesa

 


Leí por primera vez El rayo que no cesa cuando llevaba muy pocas semanas en la universidad de Murcia: quizá hablamos de diciembre de 1985, quizá de enero de 1986. Recuerdo que me embriagó el poderío de aquellos poemas perfectos (o perfectísimos, por decirlo con un superlativo aleixandrino); pero ignoraba aún de qué forma la influencia de aquel libro se iría extendiendo durante años, durante décadas, en mi vida. Lo recordé al leer Un carnívoro cuchillo, de Francisco Umbral (que se inspiraba en un verso del poema 1); lo recordé al leer El tiempo amarillo, de Fernando Fernán Gómez (que se inspiraba en otro verso del mismo poema); lo recordé al leer Región volcánica del toro, de Diego García López (que acudía para su bautismo a un verso del poema 14); y lo recordé, con mucha mayor amargura y con infinita tristeza silenciosa, cuando se murió mi amigo José Cantabella y releí la “Elegía” que Miguel Hernández le dedicó a Ramón Sijé.

Sin disponer de datos biográficos (todavía no había profundizado en la figura del escritor oriolano), comprendí que el poeta hablaba obsesivamente de sus desengaños amorosos: de la mujer que, esquiva o directamente inaccesible, convertía su amor fogoso, su voluntad táctil, su ansiedad erótica, en un charco continuo de frustraciones. Querer tocar y no ser aceptado. Querer besar y sufrir el desdén del respingo. El toro que embiste y es burlado. La naturaleza, en fin, contra la mojigatería. Pero, además de la impresión temática que me produjo, lo más duradero de aquella lectura fue la impronta estilística que me dejó en los ojos. Qué increíble musicalidad lograba, qué soberbios encabalgamientos, qué versos tan rotundos, qué magia de sugerencias y metáforas. Sabiéndose catarata del Niágara, quiso Miguel Hernández constreñirse a los cajones del soneto para depurar su dicción, para exigirse más en menos (creo que me explico). En aquellas casas de catorce tablas (como definía los sonetos su amigo Pablo Neruda) tenían que colocarse los muebles exactos, iluminados con exactitud. Solamente así podía sentirse poeta poderoso y concentrado, claro y oscuro a la vez.

Lo consiguió, sin duda, de manera insuperable.

2 comentarios:

Juan Carlos dijo...

Ante Miguel Hernández no queda otra que descubrirse. La sinceridad, la fuerza, el amor auténtico que desprenden sus versos son inencontrables en otros muchos.
Me ha encantado esa relación que haces de reencuentros con el poeta a través de las lecturas de otros autores contemporáneos que lo asumieron e integraron en su propia obra (Fernán Gómez, Umbral, etc.). Y es auténtico que cuando la vida nos hiere directamente como te sucedió con la muerte de tu amigo Miguel Hernández es puerto seguro, consuelo cierto.
Muchísimas gracias por haberme hecho recordar la maestría poética del alicantino inmortal.
Un abrazo

La Pelipequirroja del Gato Trotero dijo...

Es una lectura lejana de hace mucho tiempo de la que guardo muy buen recuerdo, pero sin embargo es más la sensación de que me gustó, que el recuerdo en sí de lo que leí. No sé si me explico 🤗😉💋