Continúo
con mi exploración por los primeros libros del monovero Azorín, y hoy me paseo
por las sátiras y críticas que reunió en el tomo Buscapiés, publicado en
1894, primerizo pero ya interesante. Sin disimular las intenciones que lo
animan, el escritor declara nada más empezar el volumen que, frente a los
métodos analíticos de otros estudiosos, él opta por acogerse a los suyos, menos
sutiles y menos correctos. De tal manera que, desde la primera página,
establece cuáles son las luces que van a guiar su trabajo: “Me quedo con mi
ruda sinceridad y con mi estilo pedestre”, pregona. Y así es, en efecto, porque
no se arredra a la hora de llamar “duro de mollera” al conde de Coello; señala sin
ambages que novelistas como José María de Pereda “amontonan palabras sin decir nada”;
dictamina que frente al bondadoso humanismo de Buda “me río yo de ese Dios del
Sinaí”; señala ostensiblemente con el dedo hacia ciertas “personas cultas,
aunque académicas”; o asegura que Pedro Antonio de Alarcón no ha escrito en
toda su vida ninguna novela “que merezca leerse dos veces”.
Singularmente
mordaz se muestra con la autora de Los pazos de Ulloa o Insolación,
fingiendo (de forma quizá no demasiado galante) que doña Emilia ha muerto; que
el sacerdote que ha acudido a confortarla en sus momentos últimos jura no
volver a coger grillos en la dehesa si la dama se recupera; que el entierro
“promete ser muy lucido”; y que “entre las muchas coronas que sabemos se
depositarán sobre el féretro, figura una, hermosísima, de siemprevivas, del
gremio de ultramarinos de esta corte, y que lleva el siguiente lema: ¡Agradecimiento
eterno!”.
Una obra juvenil, deliberadamente provocativa, más pirotécnica que brillante, en la que Azorín aún no había encontrado su auténtica voz.
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