miércoles, 22 de diciembre de 2021

Buscapiés

 


Continúo con mi exploración por los primeros libros del monovero Azorín, y hoy me paseo por las sátiras y críticas que reunió en el tomo Buscapiés, publicado en 1894, primerizo pero ya interesante. Sin disimular las intenciones que lo animan, el escritor declara nada más empezar el volumen que, frente a los métodos analíticos de otros estudiosos, él opta por acogerse a los suyos, menos sutiles y menos correctos. De tal manera que, desde la primera página, establece cuáles son las luces que van a guiar su trabajo: “Me quedo con mi ruda sinceridad y con mi estilo pedestre”, pregona. Y así es, en efecto, porque no se arredra a la hora de llamar “duro de mollera” al conde de Coello; señala sin ambages que novelistas como José María de Pereda “amontonan palabras sin decir nada”; dictamina que frente al bondadoso humanismo de Buda “me río yo de ese Dios del Sinaí”; señala ostensiblemente con el dedo hacia ciertas “personas cultas, aunque académicas”; o asegura que Pedro Antonio de Alarcón no ha escrito en toda su vida ninguna novela “que merezca leerse dos veces”.

Singularmente mordaz se muestra con la autora de Los pazos de Ulloa o Insolación, fingiendo (de forma quizá no demasiado galante) que doña Emilia ha muerto; que el sacerdote que ha acudido a confortarla en sus momentos últimos jura no volver a coger grillos en la dehesa si la dama se recupera; que el entierro “promete ser muy lucido”; y que “entre las muchas coronas que sabemos se depositarán sobre el féretro, figura una, hermosísima, de siemprevivas, del gremio de ultramarinos de esta corte, y que lleva el siguiente lema: ¡Agradecimiento eterno!”.

Una obra juvenil, deliberadamente provocativa, más pirotécnica que brillante, en la que Azorín aún no había encontrado su auténtica voz.

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