sábado, 4 de diciembre de 2021

La casa de Bernarda Alba

 


Yo no sé cuántas veces habré leído en mi vida La casa de Bernarda Alba. Siete u ocho, seguro. Tal vez más. Cada año que la ponía como lectura a mis alumnos de bachillerato volvía a leerla de nuevo, y siempre con gozo, con emoción, con infinito asombro. Es una pieza dramática cargada de claustrofobia, de dolor, de hipocresía, de vida y muerte. Sus personajes se alzan ante ti con su envoltura de carne como si fueran reales, de tan vívidos como el poeta logró fraguarlos. En ocasiones, se cae en la tentación de otorgarle el protagonismo estelar a Bernarda (como la persona que detenta –el verbo es exacto– la autoridad) y a Adela (su infortunada víctima); pero basta una lectura más lenta o más honda para comprender que Angustias, Martirio, María Josefa o Poncia no quedan rodeadas de menor potencia escénica, ni esculpidas con menor mimo psicológico.

Luego, obviamente, están los símbolos que aletean en el texto y lo empapan: los colores (blanco, verde, negro), el caballo (y su ansia genésica), el agua (río que fluye, mar de luto, pozo de aguas estancadas), las canciones de los jornaleros (que se cuelan por las rendijas de las ventanas)… y Pepe, por supuesto, ese fantasma de carne y sexo, que aturde las noches de todas las mujeres de la obra, con su respiración caliente.

Recuerdo haber pensado más de una vez que Bernarda, en el fondo, es débil. Y que por eso impone su autoridad con modos tan extremados, convirtiéndose en tirana, carcelera y verdugo. En ocasiones, las armaduras son el refugio de quienes conocen la vulnerabilidad de su piel.

Recuerdo haber pensado también (y escribí con ese tema un relato que debe de andar por alguna carpeta o cajón) que quizá Pepe sí que estaba enamorado de Angustias, y que Adela fue solamente un reclamo sexual al que no pudo ni quiso sustraerse.

Ahora, vuelvo a estas páginas de Federico García Lorca y sigue declarándome fiel enamorado de su escritura y de su teatro. No será mi última visita.

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