Yo no sé
cuántas veces habré leído en mi vida La
casa de Bernarda Alba. Siete u ocho, seguro. Tal vez más. Cada año que la
ponía como lectura a mis alumnos de bachillerato volvía a leerla de nuevo, y
siempre con gozo, con emoción, con infinito asombro. Es una pieza dramática
cargada de claustrofobia, de dolor, de hipocresía, de vida y muerte. Sus
personajes se alzan ante ti con su envoltura de carne como si fueran reales, de
tan vívidos como el poeta logró fraguarlos. En ocasiones, se cae en la tentación
de otorgarle el protagonismo estelar a Bernarda (como la persona que detenta
–el verbo es exacto– la autoridad) y a Adela (su infortunada víctima); pero
basta una lectura más lenta o más honda para comprender que Angustias,
Martirio, María Josefa o Poncia no quedan rodeadas de menor potencia escénica,
ni esculpidas con menor mimo psicológico.
Luego,
obviamente, están los símbolos que aletean en el texto y lo empapan: los
colores (blanco, verde, negro), el caballo (y su ansia genésica), el agua (río
que fluye, mar de luto, pozo de aguas estancadas), las canciones de los
jornaleros (que se cuelan por las rendijas de las ventanas)… y Pepe, por
supuesto, ese fantasma de carne y sexo, que aturde las noches de todas las
mujeres de la obra, con su respiración caliente.
Recuerdo
haber pensado más de una vez que Bernarda, en el fondo, es débil. Y que por eso
impone su autoridad con modos tan extremados, convirtiéndose en tirana,
carcelera y verdugo. En ocasiones, las armaduras son el refugio de quienes
conocen la vulnerabilidad de su piel.
Recuerdo
haber pensado también (y escribí con ese tema un relato que debe de andar por
alguna carpeta o cajón) que quizá Pepe sí que estaba enamorado de Angustias, y
que Adela fue solamente un reclamo sexual al que no pudo ni quiso sustraerse.
Ahora, vuelvo a estas páginas de Federico García Lorca y sigue declarándome fiel enamorado de su escritura y de su teatro. No será mi última visita.
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