Yerma, la
hija de Enrique el pastor, ha sido entregada por éste a Juan, con quien ha
contraído matrimonio. Hace de esto varios años, y aunque la chica anduvo
fijándose un tiempo en Víctor, el hermano de Juan, ha aceptado este casamiento
como paso natural para conseguir su verdadero objetivo: ser madre. Una vieja
vecina le comenta con elogio a Yerma que su cuerpo es hermoso (“Pisas, y al
fondo de la calle relincha el caballo”, escribe García Lorca, con su habitual
referencia a ese animal erótico, que luego explotaría en La casa de Bernarda
Alba); pero la joven reniega de la parte sensual del mismo, centrándose en
lo que de verdad importa (“Mi hijo. Yo me entregué a mi marido por él, y me
sigo entregando para ver si llega, pero nunca por divertirme”).
No obstante,
por un azar macabro para el que no encuentra explicación, el hijo no llega. Y
la amargura va encharcando su corazón y perturbando su juicio. “Yo no sé quién
soy”, dice en el cuadro segundo del segundo acto, volviendo del revés la
afirmación de don Quijote. Si no alcanza su sueño de ser madre, todo para ella
carece de sentido, de importancia, de entidad. Y no duda en recurrir a la
súplica (quiere que su marido se esfuerce) y a los remedios mágicos (acude a
Dolores, una conjuradora que le enseña rezos genésicos), hasta el punto de
despertar las suspicacias de su marido, que se preocupa por la imagen que su
esposa está dando en el pueblo: sale mucho, habla con Víctor, es objeto de
murmuración entre las lavanderas del río… La dimensión casi cósmica de su anhelo
se cifra en el primer cuadro del acto tercero, cuando Yerma rechina entre
dientes: “Yo sé que los hijos nacen del hombre y de la mujer… ¡Ay, si los
pudiera tener yo sola!”. Resulta más que evidente que el marido es un mero
instrumento, al que “ama” en tanto que dispone de la llave de su maternidad.
Sólo eso. No lo ama por sí mismo. Juan, aunque presta más atención a su
hacienda, sus animales y su cuota de riego que a su mujer, al final de la obra
pregona con fervor que la ama a ella; no como futura madre, sino como
esposa, como compañera de vida. Es algo que para Yerma no resulta concebible, y
que incluso se antoja sucio, porque implica deleite carnal.
La
primera vez que leí esta obra me dejé engañar por la primera impresión de que
Yerma era una figura trágica y Juan un egoísta. Ahora lo entiendo de otro modo:
ella en realidad no es de carne (aunque sueñe con abrir su carne para engendrar
más carne), sino de humo. Pero un humo irracional, telúrico, obcecado; un humo animal.
Juan, aunque arcaico en sus celos y su machismo, es más humano, que ella,
porque busca el placer, la compañía, la vida del instante, el carpe diem.
Imagino que si leyese la obra dentro de diez años (no lo descarto), mi impresión podría volver a cambiar. Es lógico. Federico García Lorca es un mago del teatro, y la magia siempre es cambiante. Ya les contaré, si eso ocurre.
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