sábado, 11 de diciembre de 2021

Yerma

 


Yerma, la hija de Enrique el pastor, ha sido entregada por éste a Juan, con quien ha contraído matrimonio. Hace de esto varios años, y aunque la chica anduvo fijándose un tiempo en Víctor, el hermano de Juan, ha aceptado este casamiento como paso natural para conseguir su verdadero objetivo: ser madre. Una vieja vecina le comenta con elogio a Yerma que su cuerpo es hermoso (“Pisas, y al fondo de la calle relincha el caballo”, escribe García Lorca, con su habitual referencia a ese animal erótico, que luego explotaría en La casa de Bernarda Alba); pero la joven reniega de la parte sensual del mismo, centrándose en lo que de verdad importa (“Mi hijo. Yo me entregué a mi marido por él, y me sigo entregando para ver si llega, pero nunca por divertirme”).

No obstante, por un azar macabro para el que no encuentra explicación, el hijo no llega. Y la amargura va encharcando su corazón y perturbando su juicio. “Yo no sé quién soy”, dice en el cuadro segundo del segundo acto, volviendo del revés la afirmación de don Quijote. Si no alcanza su sueño de ser madre, todo para ella carece de sentido, de importancia, de entidad. Y no duda en recurrir a la súplica (quiere que su marido se esfuerce) y a los remedios mágicos (acude a Dolores, una conjuradora que le enseña rezos genésicos), hasta el punto de despertar las suspicacias de su marido, que se preocupa por la imagen que su esposa está dando en el pueblo: sale mucho, habla con Víctor, es objeto de murmuración entre las lavanderas del río… La dimensión casi cósmica de su anhelo se cifra en el primer cuadro del acto tercero, cuando Yerma rechina entre dientes: “Yo sé que los hijos nacen del hombre y de la mujer… ¡Ay, si los pudiera tener yo sola!”. Resulta más que evidente que el marido es un mero instrumento, al que “ama” en tanto que dispone de la llave de su maternidad. Sólo eso. No lo ama por sí mismo. Juan, aunque presta más atención a su hacienda, sus animales y su cuota de riego que a su mujer, al final de la obra pregona con fervor que la ama a ella; no como futura madre, sino como esposa, como compañera de vida. Es algo que para Yerma no resulta concebible, y que incluso se antoja sucio, porque implica deleite carnal.

La primera vez que leí esta obra me dejé engañar por la primera impresión de que Yerma era una figura trágica y Juan un egoísta. Ahora lo entiendo de otro modo: ella en realidad no es de carne (aunque sueñe con abrir su carne para engendrar más carne), sino de humo. Pero un humo irracional, telúrico, obcecado; un humo animal. Juan, aunque arcaico en sus celos y su machismo, es más humano, que ella, porque busca el placer, la compañía, la vida del instante, el carpe diem.

Imagino que si leyese la obra dentro de diez años (no lo descarto), mi impresión podría volver a cambiar. Es lógico. Federico García Lorca es un mago del teatro, y la magia siempre es cambiante. Ya les contaré, si eso ocurre.

No hay comentarios: